Buch lesen: «Ya no queda nada»

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Índice

  Créditos

  Dedicatoria

  Portadilla

  Soledad

  Río

  El sonido de la radio

  La caja de música

  Se necesita muchacha con cama

  Profecía

  Pecados

  Caja de zapatos

  De compras

  Agua de sed

  La única nena del salón

  Sofía

  La tapera

  Despedida

  Sobre la autora

Ya no queda nada

Hilaria Rastelli

Ya no queda nada

© de los textos: Hilaria Rastelli 2020

© de esta edición: Editorial Tequisté, 2020

Corrección: M. Fernanda Karageorgiu

Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo

1º edición: Mayo de 2020

Producción editorial: Tequisté

contacto@txtediciones.com.ar

www.tequiste.com

ISBN: 978-987-4935-36-6

Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.

LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA

Rastelli, Hilaria Ya no queda nada / Hilaria Rastelli. - 1a ed . - Pilar : Tequisté. TXT, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4935-36-6 1. Narrativa Argentina. 3. Cuentos. I. Título. CDD A863

A Ricardo

A Guillermo, Carolina, Facundo y Eleonora

Soledad

La polvareda se veía de lejos. Hacía varios días que no llovía y la tierra y los hombres de la tierra esperaban sus aguas.

Apuesto como pocos, el patrón, el Gringo, desmontaba del caballo con la elegancia de quien había nacido para eso. Soledad sabía que a esa precisa hora de la tarde debía esperarlo y lo hacía recién lavada con el agua del estanque. Tenía unas trenzas negras relucientes que ordenaban su pelo alborotado. Se ponía el vestido blanco de flores celestes, el único, recién estirado con la plancha de carbón que tanto pesaba en sus pequeñas manos. A su paso dejaba un aroma a jabón y colonia barata.

El padre de Soledad se mecía, taciturno, en un viejo sillón hamaca. Se hallaba encerrado en su sufrimiento desde el accidente con su caballo, en el que había perdido totalmente la vista. Además, lo humillaba tener que agradecerle al patrón que los dejara vivir en el rancho a cambio de los favores de su hija.

Soledad, a los catorce años, vivía con naturalidad ser la protegida del Gringo, no conocía otra cosa. Había ido a la escuela hasta segundo grado y no tenía amigos ni otros parientes. Su madre había muerto de una extraña fiebre a los pocos meses de tenerla. Ella era morena y diminuta, tenía ojos de color marrón, pequeños y vivaces. Él, en cambio era blanco y esbelto, con unos enormes y fríos ojos verdes. Muchas tardes de la semana la venía a buscar, la cargaba en las ancas de su caballo y desaparecían juntos en la verde inmensidad.

Algunas veces Soledad le preguntaba a su padre cómo era la vida después del campo, kilómetros afuera, como solía decir el viejo. En otros momentos él le contaba de sus antepasados, mezcla de españoles y de indios, como bien podía adivinarse en la piel y el rostro de su hija, que día a día se iba convirtiendo en mujer.

Pasaron los años, muchos. El Gringo siempre volvía, Soledad lo esperaba; así fueron llegando los nueve hijos. Y también las marcas del cansancio en su cara y en su cuerpo, que hacía rato había dejado de ser el de una niña. El padre se fue apagando y, cuando desapareció del todo, ella solo recibió como herencia el recuerdo de las historias que le contaba cuando era pequeña.

Por las tardes, algunos de los hijos, con sus ropas limpias, acostumbraban a sentarse en un banco en la galería de la casa para resguardarse del calor. De vez en cuando, pasaba por ahí un sulki con las hermanas del Gringo, las tres vestidas de blanco con enormes capelinas que las protegían de los rayos del sol. Las mujeres miraban a los chicos con curiosidad, muchas veces riéndose de lo que observaban. Algunos de ellos eran muy morenos como la madre y otros muy rubios como el padre. Ellos tan solo las miraban extrañados.

Una tarde como cualquiera, Soledad finalizó su ritual de preparación y se dispuso a esperar al Gringo, pero nunca llegó. Vendrá mañana, se dijo ella. Al atardecer de ese día vieron un jinete a lo lejos que se acercaba a la casa a todo galope.

—Ha muerto el patrón —gritó, y girando su caballo se alejó.

Al día siguiente, ante el desconcierto de todos, llegó el sulki, pero en esta ocasión las mujeres se dirigieron a Soledad por primera vez. La mayor de las tres le dijo:

—Te tenés que ir inmediatamente de acá, vos y tus hijos.

—¿Qué voy a hacer con todos ellos?

—Los rubiecitos pueden quedarse, el resto llevátelos.

Pero ella conservaba el orgullo del indio. Preparó unos atados con ropa y algunos trastos de cocina: la pava, una olla de hierro muy pesada, unas cucharas, también los jarros abollados que usaban para tomar mate cocido. Todo eso lo metió en unas viejas frazadas que servirían para cobijarlos durante la noche. Anudó las cuatro puntas y puso el atado a su espalda. Dejó que los hijos más grandes llevaran el resto de las cosas.

Mientras el sol se iba escondiendo, Soledad partió sin rumbo, con sus nueve hijos a campo traviesa, adentrándose en la noche, arrastrando un destino de oscuridad.

Río

Como tantas tardes ese verano, los nueve hermanos habíamos ido al río, con la promesa hecha a nuestra madre de no meternos en el agua. Nunca la cumplíamos.

Por el camino nos cruzamos con un rebaño de ovejas. ¡Ale! ¡Ale! gritamos, y les tiramos piedras para molestarlas. Pasamos por la parte de atrás de la finca de los Hernández y los ojos se nos iban hacia los árboles frutales. Había un enorme cartel que decía Prohibido pasar. Una vez nos habían encontrado a los más grandes robando fruta y nos llevaron de forma enérgica y dolorosa hasta nuestra casa. A algunos nos tenían tomados con fuerza de las orejas y a otros, del pelo. El capataz le dijo a madre que éramos depredadores, palabra que la horrorizó aun sin saber qué quería decir. Nosotros tampoco lo sabíamos.

Donato, Domingo y yo robamos unas naranjas y las llevamos a la casa. Mamá, al verlas, sin preguntar nada, desplegó el delantal que tenía atado a su cintura y cada uno de nosotros las fue depositando allí en silencio. Después, colocó la fruta dentro de un balde con agua que había traído del patio. Nosotros nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina y seguimos sus movimientos, con los ojos muy abiertos, casi sin pestañear.

Primero, enjuagó las naranjas con mucho cuidado, después con un cepillo de cerda las frotó hasta dejarlas limpias. El siguiente paso fue cortarlas en pedazos chicos, quitándoles las semillas para dejarlas con azúcar en un recipiente cubierto con un trapo. Al ver que esa noche no íbamos a probar nada, todos nos fuimos a dormir desilusionados.

Cuando me desperté a la mañana, el fuego estaba ardiendo y me di cuenta de que mamá se había levantado bien temprano para juntar ramas secas y trozos de madera para encender la cocina a leña. Tomó una olla de cobre muy vieja que colgaba de un clavo en la pared, metió la fruta con el azúcar dentro y revolvió largo rato con una cuchara de madera, hasta que por fin anunció que el dulce estaba terminado, y entonces apagó el fuego. Nos abalanzamos hacia la cuchara que contenía los restos, peleándonos por el botín. Todo terminó en una batalla campal a la que nuestra madre puso fin a fuerza de coscorrones. Por un tiempo, en el desayuno, para pedir el dulce, decíamos «Mamá, trae la Hernández» y nos reíamos a carcajadas. Ella también.

Aquella tarde de verano hacía mucho calor y teníamos tantas ganas de llegar al río que no hicimos ningún intento de robar nada; continuamos por el camino. Nuestro Metiche comandaba la jauría de perros flacos que no paraban de ladrar y olfatear todo a su paso. Nos seguían a los saltos gruñendo y moviendo la cola.

Ya desde el inicio de la marcha se presentía el agua. Se olía. Mientras caminábamos nos íbamos sacando algunas prendas como para zambullirnos más rápido. También aprovechábamos para espiarnos mutuamente con disimulada curiosidad. A ellos les intrigaban los cuchicheos de las mujeres y nos burlaban por los días del mes en que las más grandes no queríamos nadar y nos quedábamos a la sombra de algún árbol.

El viento nos golpeaba la cara en un febrero que ya iba muriendo.

—Tengan cuidado —gritó Domingo, asumiendo el rol de hermano mayor. Ya era tarde, estábamos todos chapoteando en el riacho—. Ustedes dos cuiden a Chiquita —volvió a gritar, sin notar que Margarita y yo la teníamos de las manos con tanta fuerza que, primero, se le pusieron rojas y después blancas, igual que su cara cuando estaba mucho tiempo en el agua. Luego de un rato sacamos a Chiquita y la sentamos sobre una piedra. Allí se quedó mirándonos divertida con sus enormes ojos negros.

Nosotras en ese momento nos tiramos a nadar.

Los más grandes —Donato, Héctor y Luis— seguían nuestros movimientos y, llenos de picardía, señalaban las camisetas mojadas que se adherían al cuerpo y dejaban ver los pezones erguidos por el frío. No teníamos más remedio que sumergirnos hasta dejar solamente las cabezas afuera.

Donato se zambulló y vino nadando sin que lo notáramos. Una vez que estuvo debajo de nosotras intentó sacarle la bombacha a Margarita. Ella gritó asustada y, al intentar subírsela, se hundió y tragó mucha agua. Cuando logró recuperarse, se abalanzó sobre él llena de furia y, mientras con una mano le tiraba del pelo, con la otra le pegaba por todo el cuerpo. Los hermanos estábamos muy atentos a la pelea.

De pronto, Héctor pegó un grito señalando a Chiquita que se había caído al riachuelo, se hundía tragada por la gran boca marrón. Apenas veíamos sus blancas manitos agitándose como queriéndonos decir algo. Sin dudarlo un instante, Domingo se zambulló y también desapareció, hasta que, por fin, después de largos segundos, salió a la superficie arrastrando a nuestra hermanita del brazo hasta la orilla.

Estábamos mudos y helados.

Miramos a Chiquita que, acostada boca arriba sobre la tierra, parecía muerta. Domingo la sacudió con fuerza y golpeó su espalda, luego se tiró sobre ella y le sopló en la boca. Después de unos instantes, ella tosió y escupió un poco de agua. Domingo la siguió zamarreando hasta que abrió los ojos y pronunció unas palabras que no se entendieron. Luego, la nena se incorporó con dificultad. Se la veía pálida y temblorosa.

Lloró un poco. Los ocho respiramos aliviados.

—¡Vamos, salgan! —nos ordenó Domingo.

De inmediato obedecimos. Regresamos pateando piedras. En silencio, sin espiarnos ni mirarnos de reojo.

—Tengo hambre —me dijo Chiquita tirándome de la remera—, ¿habrá algo para comer cuando lleguemos?

—No sé —le respondí por lo bajo.

No volvimos a hablar hasta que llegamos a la casa.

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€2,49

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Altersbeschränkung:
0+
Umfang:
61 S. 3 Illustrationen
ISBN:
9789874935366
Verleger:
Rechteinhaber:
Bookwire
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