Muñecas rotas

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Aus der Reihe: Minimalia erótica #173
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Muñecas rotas
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Primera edición, noviembre de 2002

Quinta reimpresión, julio de 2004


Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana


Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Leda Rendón


© 2002, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com


ISBN 978-607-8312-48-1

Hecho en México

A R. H. Moreno Durán

y a la poupée diabolique.

Música celestial, voces angelicales y un repentino pálpito estremecen su corazón y lo hacen retumbar pum, pum pum, tan pronto la descubre como una dulce aparición, apoyándose en una vieja muleta de madera, en la profunda soledad del atestado vagón del metro en el que viaja. Tan frágil, tan delicada, tan valiosa como una figurilla de porcelana. La observa detenidamente: el cuello rígido, el rostro armónico, avanza con torpeza, tratando de abrirse paso entre la gente. Por fortuna, en cuanto la ven entrar con la pierna derecha flexionada, collarín y una muñequera en el brazo izquierdo, desplazándose con dolor, le ceden un asiento, junto a la puerta, el de los reservados para enfermos, minusválidos, viejos, discapacitados, ciegos o simplemente accidentados —como supone que es su caso— y que ella agradece con la sombra de una simple sonrisa. Lo menos por lo más. Jim simula volver a su lectura y, de cuando en cuando, levanta la vista como si mirara los afiches que se encuentran a espaldas de la mujer. El tren disminuye la velocidad y empieza a frenar. The MousetrapBull’sBloodWine fromHungary-Walk-the-Milenium-Bridge Tate Britain Pilmico Station. Se supone que él debería bajarse allí si persiste en ver la retrospectiva de Lucian Freud que se exhibe en la Tate Britain y que se clausura mañana. Freud: el pintor de los cuerpos indefensos retratados en su inmediata crudeza y su entorno natural sin ningún tipo de concesión o embellecimiento. Seres humanos como son: con pliegues, dobleces, gorduras y flacideces, con defectos y miserias, cuerpos que pierden su función estética y permiten que los vean con el sexo abiertamente expuesto, con los rasgos endurecidos, cuerpos humanos, en fin, imperfectos, sin ningún tipo de maquillaje o coquetería, revolcándose de dolor.



Observa la liga negra que ciñe su muñeca, la acaricia y se dice: cuidado con lo que haces James, no vayas a caer, Damn it! Sabe que debe jalar esa liga como una alarma, darse dos o tres golpecitos que le permitan entrar en razón, que le recuerden que no debe. Tienes que ser fuerte y bajarte de inmediato, a como dé lugar. Las tentaciones han sido intensas y frecuentes desde el principio, y su resistencia, ya sea de hecho o de voluntad, es sincera. Pero al notar a la mujer con la mirada perdida en lontananza, al contemplarla tan frágil y desventurada, tan tenue, tan etérea y tan lastimada, como si acabara de salir del hospital, no puede sino quedarse en el vagón y acompañarla a donde quiera que ella vaya, así sea hasta el mismísimo centro del infierno. Observa su tez tan blanca, un rostro extraño y atractivo a la vez, de pómulos altos, ojos oscuros, una breve nariz recta, el cabello negro azabache cayéndole sobre los hombros. Tiene la boca entreabierta y alcanza a observar que tiene los dos dientes frontales ligeramente separados. Jim nunca sabe cuál es el tipo de mujer que más le agrada hasta que la tiene enfrente. No, no posee gustos fijos. Alguna vez fue una oriental, otra una mujer de Guyana, con una venda en la cabeza, combinación entre blanca e hindú, otras veces han sido negras, rubias o castañas, pero todas ellas mártires del dolor. Le gustó porque sí y, sépanlo de una buena vez queridas y solitarias lectoras, ésta es, aunque no lo parezca, una verdadera historia de amor, pues James, nuestro personaje, reconoció de inmediato en el cuerpo de ella el templo de un beatífico deseo y para él toda historia de amor puede transformarse, por sí misma, en una obra de arte. “El amor es mi única religión —piensa— y bien vale la pena morir por él.”


Súbitamente ella gira sus expresivos ojos oscuros y, sin mover la cabeza, tal vez a causa del collarín y como si hubiera sentido la fuerza de su mirada, los deposita por un instante en su único ojo. Como ella, James es también un hombre lastimado por la vida. Es tuerto y lleva un parche negro en el ojo izquierdo que, de inmediato, lo delata ante los demás como un ser aquejado, roto e incompleto. Al sentir la mirada de la mujer James se ruboriza y baja la cara hacia el libro que tiene abierto frente a sí, lo levanta ligeramente para ocultarse fingiendo concentración y simula continuar con su lectura. Teme sufrir un ataque de pánico; presiente todos los síntomas como si se tratara de una epilepsia. Pero un libro es siempre el mejor aliado para huir, para evadirse del mundo, para protegerse sin que la gente se atreva a interferir entre las páginas y su rostro. Y, entonces, sin saber porqué, piensa que el cuerpo de una mujer es también como un libro, la mejor manera de evasión. Y resuelve que los libros que más le gustan son los libros tristes, jamás los libros fáciles o los libros edificantes, pues la literatura, como la vida, no se construye a partir de la felicidad.



Jim se mira las uñas de los dedos pulgares con los que sostiene el libro y, para su sorpresa, nota que están limpias. A últimas fechas se ha cuidado de cualquier actividad que pudiera ensuciarle las manos. No se trata tan sólo de un problema de pulcritud, sino de una admonición, de un presagio. Las uñas se ensucian tan fácil. Al comer, al pintar, al arreglar el jardín, pero sobre todo cuando hay sangre de por medio. Nunca se le ha olvidado el comentario de aquella chica que al ver sus manos le dijo: “Tienes las uñas sucias”. “No sé porqué —contestó alarmado—. ¿Te molesta?” Ella se quedó pensando un instante y luego le respondió: “No, a veces me gusta la idea de que me acaricie un par de manos sucias”. ¿Será que a algunas mujeres les gusta que las envilezcan?, se ha preguntado a sí mismo muchas veces. Pero no, ése no es su caso, porque él considera que siempre usa sus manos con pericia y con ternura, con amor y consideración. Se empieza a serenar, a sentirse mejor. Su miedo ha disminuido. Decide seguir adelante. Welcome to the Underworld, dice uno de los afiches.

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