Escritoras ilustradas

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ESCRITORAS ILUSTRADAS

literatura y amistad

Herminia Luque


Escritoras ilustradas.

Literatura y amistad

Primera edición, 2020

Del texto:

© Herminia Luque

Diseño de portada:

© Sandra Delgado en base a un dibujo de

Jean-Honoré Fragonard, The Reading (c. 1765-1775)

(CC0 1.0 Universal, vía Wikimedia Commons).

© Editorial Ménades, 2020

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-122600-1-4


PRÓLOGO

Por qué Ilustración, por qué escritoras,

por qué amistad

Si un valor tendría que reivindicarse (es decir, reinventarse) en la era de las redes sociales, ese es sin duda la amistad. La palabra «amigo» apenas sí conoce en la actualidad la densidad emocional, el espesor conceptual y la carga ética que tuvo otrora. Devaluada por un uso abusivo, apenas sí conserva una vaga referencia al lazo social prestigioso y sin embargo intensamente personal, elegido con libertad. Una vinculación sin los riesgos, aunque con alguna de sus dulzuras, de una relación amorosa; sin la precariedad ni la brevedad insidiosa del amor en tiempos líquidos (en terminología baumaniana).1 Llamamos amigos a quienes, en puridad, no son más que meros conocidos: compañeros que, desde el ámbito del trabajo, saltan a nuevos espacios semipúblicos, o acompañantes de ruta sobrevenidos, o comentaristas entusiastas de todo evento particular tuyo, o envidiosos secretos, enemigos no declarados, vigilantes in pectore de tus errores o tus posibles idioteces; sombras, a veces, de una infancia remota que acuden cuando menos se los necesita o, peor aún, pecios de antiguos e irrecordables naufragios personales.

El concepto de amistad virtual se acompaña, sibilinamente, de un indispensable y concurrente asentimiento, si no de una directa y pimpante adulación (acción esta, en verdad, en las antípodas de una amistad auténtica). Los likes y los iconos más infantiloides sustituyen a una auténtica apreciación valorativa y a un consuelo real, hasta a una comprensión cabal de cualquier realidad, hecho o sentimiento expuestos (cual pescado muerto) en las redes sociales o en los servicios de mensajería instantánea (de todos conocidos: me niego a hacer publicidad a empresas cuyo contenido somos nosotros pero las ganancias son ellos).

Fueron muchos los autores que desde la Antigüedad reflexionaron sobre la amistad; tema, a decir de Laín Entralgo, fecundo y sugestivo, tanto para Sócrates, Platón y Aristóteles, como para Cicerón o Epicuro.2 En el siglo xviii, resurge la idea de amistad, al amparo de una nueva sensibilidad y como eje de una nueva ética laica al margen de discurso moral cristiano, poco o nada proclive a un valor anclado en cierto modo en el egoísmo, como mezcla de sabiduría práctica y morigerado placer que es. Pero sobre todo ello la amistad necesita un cierto concepto de igualdad, ausente o muy debilitado en las sociedades medievales e incluso en las modernas. Aunque hubo cierta reviviscencia del vínculo amical al calor del Humanismo, su eclosión no llega hasta el Siglo de las Luces.

Es bien conocida la amistad que unió a los poetas dieciochescos. Como ha estudiado Aguilar Piñal para el grupo sevillano, la amistad entre poetas hizo surgir una poesía lírica en la que se trasluce el afecto y la admiración, de un modo muy especial en los epicedios (o elegías compuestas a la muerte de alguno de los amigos). Como la conocida oda que Meléndez Valdés dedica a su amigo Cadalso, muerto en el sitio de Gibraltar de 1782.3 O el Idilio pastoril (la primera elegía neoclásica) que dedica Cándido María Trigueros a evocar a su amigo fallecido, el político y académico Agustín de Montiano y Luyando, con el recordatorio de los paseos y recitados de versos que hicieron juntos.4

Memorables, asimismo, son los versos que dirige Leandro Fernández de Moratín a su amigo Jovellanos, de sobrenombre Jovino. En ellos declara la fortaleza de unos vínculos de amistad que ni siquiera la lejanía puede debilitar:

Sí, la pura amistad que en dulce nudo

nuestras almas unió, durable existe,

Jovino ilustre; y ni la ausencia larga

ni la distancia, ni interpuestos montes,

y el proceloso mar que suena ronco,

de mi memoria apartarán tu idea.5

Ahora bien, ¿por qué indagar sobre ese nudo de afectos, complacencias, demandas, usos sociales y mutuo reconocimiento que llamamos amistad? Y hacerlo, además, centrándome en la época ilustrada y en escritoras relativamente poco conocidas… Las razones no son nunca simples, pero trataré de elucidarlas haciendo notar, antes de proseguir con estas palabras, que ni la investigación ético-filosófica, ni la filología ni la historiografía en sentido estricto, son campos de mi actividad profesional y sí lo es la escritura. Entendiendo esta como un vasto predio en el que caben tanto la ficción como la literatura mixta, como así llamaron en el dieciocho español al ensayo. (Acerca de la ineludible confluencia entre escritura y conocimiento he indagado en otros contextos).

Me interesa sobremanera ese nódulo de temas que surgen del encuentro de Ilustración, amistad y escritura femenina y que puede ejemplificarse a la perfección en la relación amical que existió ente María Rita de Barrenechea y María Rosa de Gálvez.

Ya he apuntado más arriba la necesidad imperiosa de reinventar la amistad y sus implicaciones en nuestra sociedad, liberándola de indeseables adherencias.

En segundo lugar mi interés por la Ilustración es máximo, porque considero que es un movimiento cultural sumamente atractivo del que, por si fuera poco, surgen ideas, nociones de naturaleza política que conforman el mundo contemporáneo y modelan aún la Edad Global en la que nos movemos. Sobre ello, es el movimiento intelectual que pone el acento en la dimensión crítica de la cultura, a la par que pone de relieve el carácter político de toda creación humana, incluida la creación artística y literaria. No hay labor intelectual digna de tal nombre al margen de una reflexión sobre el poder y el lugar que ocupa la propia obra en la sociedad en la que surge. Y de una toma de postura ante esa sociedad, ya sea un puro acto de evasión o un activismo consciente y enérgico.

La denostada Razón sería la herramienta cognoscitiva, insuficiente a todas luces (permítaseme el juego de palabras algo manoseado), sí, pero, con las debidas cautelas, insustituible. Como nos recuerda Savater,6 lo deseable es apelar a un humanismo que privilegia la razón como vía primordial e insustituible de conocimiento. Humanismo que es una apuesta por la universalidad, por la común condición humana, y que defiende el individualismo, la subjetividad y la responsabilidad de la persona. Humanismo que se halla en la raíz misma de la Ilustración y así nos lo recuerdan tanto el propio Savater como la espléndida filósofa Amelia Valcárcel.

En sociedades simplemente con el mayor número de habitantes que jamás ha habido, más complejas desde el punto de vista tecnológico, con retos severísimos de orden medioambiental, social o de política internacional, no podemos dejarnos arrastrar por un irracionalismo, un emocionalismo carente de contenido que nos sumiría, en cuanto sociedad, en la pura perplejidad, en una minoría de edad (en sentido kantiano de incapacidad de usar la propia capacidad racional) perpetua. Y si no lo vemos claro, echemos un vistazo a la primera mitad del siglo xx y sus horrores genocidas; al período de entreguerras que vio crecer con desmesura fenómenos ideológicos aberrantes y regímenes totalitarios y dictatoriales de una crueldad tan increíble como pasmosa.

Necesitamos pensar para hacer: para hacer que ese tipo de fenómenos no vuelva. Lo que no podemos hacer (no debemos como individuos) es no pensar, no actuar en consecuencia, dejarnos llevar por an-ideologías, por corrientes de anti-pensamiento, irracionales y convulsas, que de mala manera encubren sus intereses espurios, tan coincidentes (¡oh, sorpresa!) con intereses económicos y políticos férreamente establecidos.

Las raíces de nuestro tiempo, querámoslo o no, están en el siglo xviii. En él se dan procesos tan decisivos para la configuración de nuestra sociedad actual como la Revolución Industrial o la Ilustración. Sin la Ilustración, ideas como igualdad, tolerancia o división de poderes carecerían del sentido y la relevancia que hoy tienen (sobre todo del carácter funcional, es decir, útil del que están revestidos: los utilizamos y no solo en ámbitos profesionales específicos o en el lenguaje escrito, sino en los actos de comunicación más cotidianos). Si bien, como señala Todorov, no son ideas originales de la Ilustración, ya que provienen de la Antigüedad, de la época medieval o del Renacimiento y del xvii: «Les grandes idées des Lumières ne trouvent pas leur origine au xviii siècle; quand elle ne viennent pas de l'Antiquité, elles portent les traces du haut Moyen Âge, de la Rennaissance et de l'époque classique. Les Lumières absorbent et articulent des opinions qui, dans le passé, étaient en conflit».7 Ideas, según Todorov, que implican autonomía, la finalidad humana de nuestros actos y la universalidad que quedará ligada a igualdad y, por tanto, a luchas que no han concluido aún, como la del feminismo. Con suma agudeza ha señalado Valcárcel que el feminismo es un «hijo no querido de la Ilustración».8 Una deriva de la razón crítico-emancipatoria, como nos asegura Cinta Canterla:9 todo el pensamiento contemporáneo, en suma, se forja en la quiebra de la razón ilustrada.

 

Pero si, como Anthony Pagden,10 siguiendo a Kant, nos recuerda, la Ilustración es un proceso abierto, también lo es la crítica racional del mismo. Y, de igual modo, su arquetípica, el feminismo. El cual habría de incluirse, a mi parecer, en un período denominado Feminización para subrayar tanto su carácter inconcluso como también para rotular la época histórica que acoge el conjunto de fenómenos teóricos, sociales, económicos y culturales que se relacionan con las mejoras propuestas y llevadas a cabo por el feminismo para el conjunto de las mujeres.

La Ilustración sea, tal vez, como ha escrito Guillermo Busutil «la única patria ética por la que merece la pena trabajar».11 Esta nos pertenece porque, en cierta medida, somos el futuro que soñaron escritores, filósofos y estudiosos ilustrados. En nuestros días (al menos en cierta porción de la humanidad), hay derechos humanos y sistemas políticos con separación de poderes, acceso a la educación alfabetización, felicidad de los pueblos (es decir, bienestar material, bien es verdad que una parte de la Humanidad, no la totalidad de la misma). No nos morimos tan pronto (la esperanza de vida, en España, rebasa en ambos sexos los ochenta años; en el siglo xviii no llegaba a los cuarenta); conocemos la naturaleza de este cuerpo humano, la materia del universo hasta extremos inimaginables para un filósofo dieciochesco. La Ilustración nos concierne hasta límites insospechados. El tiempo presente es nuestro pero también es la materia de los sueños de la Ilustración.

La Ilustración, en fin, es nuestro pasado utópico, el lugar donde todos los futuros eran posibles. Por eso no podemos permitir el lujo de desdeñarla, de no saber de ella, de no admirarla y, por supuesto, de no poner toda nuestra atención crítica sobre ella.

Por último, las escritoras: ellas son el signo de mi elección. Me propongo, basándome en valiosísimos y abundantes estudios e investigaciones que paso luego a enunciar, hacer arqueología de una exclusión, de una falta de reconocimiento realmente escandalosos. La catedrática Nieves Baranda, al preguntarse por qué las escritoras están desterradas del Parnaso, afirma que en la Edad Moderna y la medieval (y todavía en los siguientes) se da la misma situación: una falta de autoridad que no es sino el reflejo de la pertenencia a un grupo subordinado. Un grupo carente de poder y, por tanto, «del reconocimiento imprescindible para que su discurso sea escuchado».12 O sea, las mujeres.

Por todo esto nos ocupamos de ellas. Y todo trabajo al respecto aún es poco.

Las escritoras que tratamos, como la práctica totalidad de las autoras del xviii, no podrían recibir el título de ilustradas si entendiésemos dicho adjetivo en un sentido restringido, es decir, como partícipes directas del movimiento de la Ilustración, tanto de sus ideas más conspicuas como de sus instituciones o de sus espacios de sociabilidad más relevantes. Pero sí es lícito aplicárselo si consideramos este adjetivo en un sentido amplio: como una etiqueta secular, una etiqueta propia del siglo (del Siglo de las Luces), que llevaría implícita una idea fundamental de la Ilustración, piedra de toque del ideario ilustrado y que todas ellas comparten: la idea de que la educación, formal y literaria, contribuye al desarrollo del ser humano, y que las mujeres, en un plano de igualdad intelectual con los hombres, no son ajenas a esas posibilidades y a esas ansias de perfectibilidad que la educación y los saberes otorgan.

No es, por tanto, la idea de Razón, un canon unívoco de racionalidad ilustrada lo que comparten esas escritoras, sino una noción más difusa, más amplia también. Una creencia firme en el desarrollo de las capacidades del ser humano en general y de las de las mujeres en particular, comprendiendo que estas (es decir, ellas mismas) se encuentran en una situación de profunda desigualdad con respecto a los hombres. Y partiendo de una noción elemental: la de la igualdad de capacidades físicas y morales con respecto a los hombres. Igualdad que en el xviii sigue siendo cuestionada, no solo como continuación de la querelle des femmes medieval, sino como muestra de una intensa misoginia presente tanto en las creencias populares como en el ideario ilustrado burgués. Y de ahí devendrá la incompleta aplicación del principio de igualdad (entre hombres y mujeres) una vez se haya producido la ruptura revolucionaria y se ponga en marcha todo el ciclo liberal-burgués que dará al traste con el Antiguo Régimen.

Como señala Claudia Gronemann,13 la Ilustración supuso una ruptura epistemológica de primer orden al crear un nuevo paradigma de pensamiento en el que la idea de progreso se alía con la idea de perfectibilidad humana. Perfectibilidad movida por la palanca de la educación y las posibilidades de desarrollo personal. Pero esto, para las mujeres, no va a ser aún posible. Las posibilidades crítico-emancipadoras de la Ilustración no van a tener consecuencias para ellas hasta mucho más tarde, cuando el discurso feminista consiga una articulación sólida y unas consecuencias de carácter práctico visibles (igualdad de derechos políticos, acceso en igualdad al sistema educativo y al mundo laboral... etcétera).

Por ello no pueden ser llamadas feministas las escritoras de la segunda mitad del xviii sin caer en un grave anacronismo: el feminismo como reflexión articulada de la igualdad legítima entre hombres y mujeres nacería con una contemporánea, Mary Wollstonecraft, y su Vindicación de los derechos de la mujer, de 1792. Y como movimiento solo adquirirá entidad cierta (es decir, visibilidad, concreción en sus propuestas e incidencia real en el panorama social) en la segunda mitad del siglo xix. Sin embargo, todas serán conscientes de la situación de inferioridad de las mujeres en la sociedad de su tiempo.

Las escritoras dieciochescas, singularmente María Rosa de Gálvez, pero de un modo especial también Inés Joyes y Josefa Amar, poseen una aguda conciencia de la minusvaloración de las mujeres en la sociedad de su tiempo. Una sociedad que las relega a un segundo plano, que les niega la constitución como seres autónomos incluso desde el punto de vista moral. De ahí las dificultades para articular nuevos espacios de participación pública, especialmente los campos de la literatura que son los que ellas van a transitar. La falta de una educación formal sólida y sistemática será vista como uno de las principales rémoras para esa participación en plena igualdad con los hombres. Paradójicamente, con su obra, estas autoras están participando ya, de forma activa y crítica, si bien limitada, en el espacio público de la literatura, en la llamada República de las Letras. De esa tensión entre su propia actividad intelectual y las condiciones reales de las mujeres de su tiempo darán buena cuenta en sus escritos.

La actitud predominante en nuestras escritoras será la de una soterrada oposición, una rebeldía, entendida esta, más que como abierta sublevación, como resistencia ante la situación de las mujeres en la sociedad de su tiempo, un orden social que saben injusto. Pues no es sino fruto de unas estructuras de poder que llevan a las mujeres a ser la parte sojuzgada y a estar en franca desventaja en relación con el otro sexo. Actitud presente en María Rosa de Gálvez, creadora de potentes personajes femeninos como la poderosa reina africana Zinda, o la consciente Florinda, potentes desestabilizadores, en su acción dramática, de toda una serie de valores y prejuicios instituidos.

No es tan perceptible, a primera vista, esta actitud en María Rita de Barrenechea. Y, sin embargo, sí hay una crítica hacia ciertos convencionalismos que afectan a las dinámicas emocionales (el amor, en primer lugar; también el cariño materno-filial), así como a determinados usos y costumbres (el duelo, el papanatismo ante lo francés, el falso sentido de la amistad). En todo caso, hay un protagonismo femenino y una dignidad en personajes femeninos, como la Matilde de La aya, que nos hablan de mujeres con criterios propios y acciones coherentes con su modo de pensar.

No hay, pues, una abierta rebelión ante las dinámicas de poder de su tiempo, ni siquiera contra el orden jerárquico de los sexos. Sí hay una crítica más o menos clara, una censura más o menos explícita. En otras escritoras coetáneas podemos ver dicha crítica con un gradiente que va desde el desacuerdo explícito de Inés Joyes, hasta la ironía de La Pensadora gaditana, pasando por los reparos a una tradición poética y unos usos sociales de Hore a la rebeldía lectora de Frasquita Larrea o la amable reprensión de la de la marquesa de Fuerte-Híjar. La imaginación adquiere tintes reivindicativos en María Rosa de Gálvez, en cuyo teatro hay personajes femeninos de fuerte personalidad.

La literatura, en sus variados géneros y formatos (periodístico, ensayístico, oratorio, poético, dramático, incluso desde la traducción), servirá a las escritoras para dar rienda suelta a las críticas y a propuestas ilustradas de mejora. María Rita de Barrenechea y María Rosa de Gálvez cultivarán el género teatral, con un amplio espectro en esta última, desde la comedia de figurón, la comedia lacrimógena, la tragedia o la traducción de textos ajenos. Las obras más importantes de Rita podemos adscribirlas al género de la comedia. Una comedia neoclásica que se va abriendo paso entre los vaivenes del gusto popular y el aplauso de la elite ilustrada.

Las literatas de esta época crearán, como hemos dicho, modelos literarios femeninos en los que encarnarán los conflictos de las mujeres de su época, y crearán, asimismo, sujetos autoriales. O lo que es lo mismo: incluso desde técnicas en apariencia menores como la traducción se erigirán en autoras, en creadoras por derecho propio.

A la par, la literatura de estas autoras nos muestra los límites de esa rebeldía crítica. Unos límites que nacen tanto de las características de las obras de estas escritoras (una obra escasa, insuficiente en número de obras y en cantidad de ediciones) como del impacto real que tiene en público y crítica en su tiempo.

Las biografías de nuestras escritoras son extraordinariamente ilustrativas. Tanto por los datos que nos aportan como por los vacíos que dejan. Los silencios biográficos, esa ausencia de datos, de registros escritos sobre las vidas de estas mujeres, son harto elocuentes.

Los vacíos iconográficos son también significativos: no conocemos ningún retrato fidedigno de María Rosa de Gálvez. Sí lo hay (y magnífico), un retrato de María Rita de Barrenechea, pintado por Goya y hoy en el Museo del Louvre. Realizado poco antes de la muerte de la marquesa, acaecida en 1795, es, a la vez, de una extraordinaria sobriedad y una sutil delicadeza. María Rita aparece ataviada con la típica basquiña o falda negra, mantilla blanca y unas flores menudas y un vistoso lazo en el pelo negrísimo; su rostro, no obstante, deja advertir cierto desmejoramiento, con los ojos algo hundidos. El fondo de la pintura (quizá el Arenal de Bilbao, se ha especulado) es de una modernidad asombrosa, un rothko de tonos azules, verdosos y grisáceos no homogéneos; el contraste del fondo casi abstracto con la figura femenina, (plantada con típica pose rococó, perceptible en el ángulo de sus pies, pero también con una tranquila determinación, fruto de su propia personalidad), da como resultado uno de los mejores retratos del pintor aragonés.

No olvidemos que María Rita es una aristócrata (marquesa de la Solana y condesa del Carpio) y puede permitirse ser retratada por el pintor de moda en la corte. Con todo, pese a su posición social relevante, los datos biográficos disponible son relativamente escasos. Y esa ausencia de datos actúa en un sentido negativo para el conocimiento que tengamos de las vidas de las escritoras, sobre todo en lo referente a su intimidad (lo que sentían y pensaban), más allá de la voluntaria o involuntaria situación en un segundo plano, propia de las vidas de las mujeres de esta época.

Un segundo plano que es una realidad palpable en el mundo literario, siendo muy difícil el acceso al reconocimiento como escritoras, toda vez que se les niega la pertinencia de su inserción en la res publica de las letras. Pues se considera su ámbito propio el doméstico, el de una privacidad entendida cada vez en un sentido más restringido, si bien esa ideología de la domesticidad no se ha implantado en ambientes cortesanos, donde prevalece una mentalidad típica del Antiguo Régimen en la que, por paradójico que parezca, las mujeres conservan cierto margen de libertad. Al menos en la clase aristocrática. No obstante, se considera impropio para las mujeres tanto el acceso al saber como a la plena autoridad como escritoras. Del rechazo que suscitaba el afán de saber de muchas mujeres dan cuenta las descalificaciones de que eran objeto, denominándoselas «bachilleras» o «marisabidillas».

 

Aun así, el acceso a la autoría se realiza muchas veces a partir de estrategias que podríamos considerar secundarias, no estrictamente creativas (al menos en la concepción actual), estrategias como la traducción y la refundición de textos de otros autores, con las que se prueba, no obstante, su competencia en al menos una parcela del campo de las letras.

A pesar de la precariedad del estatuto como autoras de estas «mujeres de letras», existe un baremo para calibrar la dimensión de sus aportaciones, así como la novedad que supone su irrupción en el panorama literario, en número muy superior a la precedente época barroca (donde ya hubo escritoras de la talla de Ana Caro de Mallén o María de Zayas14 y otras como Feliciana Enríquez de Guzmán15 y las novelistas Mariana de Carvajal o Leonor de Meneses),16 separándose de una tradición preexistente. Dicho baremo es la distancia existente con otras escritoras coetáneas, religiosas en su mayoría. Pues hay un buen número de escritoras, monjas profesas por lo general, que siguen ancladas estilísticamente en modelos tardobarrocos, pero sobre todo en una mentalidad exclusivamente religiosa, ajena por tanto a nuevas ideas de racionalidad ilustrada que pone el foco en los intereses puramente humanos, puramente terrenos. Esto nos da la medida exacta del carácter de auténtico distanciamiento de cánones y formas literarias religiosas tradicionales de las autoras que estudiamos aquí. Tenemos claros ejemplos como el de la religiosa examinada por Fernando Durán, Sor Gertrudis Pérez Muñoz. La autobiografía que esta escribe la encuadra en un contexto a años luz de la Ilustración. Su confesor, en el prefacio con el que quiere editar el manuscrito, señala que la autora, «una monja ignorante», va a demostrar (en cuanto instrumento de la voluntad divina) esas verdades que «los nuevos filósofos en sus libros pestilenciales reputan imposible, fabuloso, ridículo, y execrable, sin otra razón que la de ignorarlo».17 El motivo por el que esta monja se pone a escribir es estrictamente religioso: el mandato de su confesor. Forma parte de su vivencia religiosa; no es, pues, una actividad, como la entendemos ahora, puramente literaria

Cabe recordar, no obstante, que las escritoras que estudiamos son cristianas y en sus escritos no encontraremos ninguna impiedad. Nada más lejos de las intenciones de nuestras escritoras que la de ir en contra de la religión católica. Las referencias piadosas son incluso abundantes en otras escritoras de la época, como Inés de Joyes y Josefa Amar y Borbón (quien dedica el capítulo segundo de su obra Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres al «conocimiento de Dios y de la religión»). La Ilustración española en su conjunto es, a fin de cuentas, tradicional, cristiana y discretamente reformista. Pero nada más lejos tampoco de su ideario que la subordinación al pensamiento religioso o la renuncia a crear fuera de los cauces de la temática religiosa o la preceptiva moral católica. Existen, incluso, fuertes sesgos laicos en la concepción vital de una Inés Joyes. Pese a la declarada necesidad de una educación cristiana para los hijos, la felicidad a la que apela en su Apología de las mujeres es claramente terrena: una felicidad laica y una gloria de este mundo: «[...] viviréis felices cuanto cabe en el mundo y moriréis con la gloria de dejar una posteridad virtuosa».18

De deshonesta y lasciva tacharía la crítica a María Rosa de Gálvez. Pero, aunque los supuestos sonetos «libertinos» que habría escrito no se han hallado jamás, lo que está claro es que su obra no se subordina a una moral convencional ni se pone jamás al servicio de intereses religiosos algunos. Sus personajes femeninos (Zinda, Blanca de Rossi, Florinda) poseen unos criterios éticos propios que no dependen de prescripciones consuetudinarias ni de mandamientos cristianos.

No obstante, no hay que olvidar que «la escritora típica de la Edad Moderna española fue una monja».19 Recientes estudios ponen de manifiesto la abundancia de una producción literaria monástica aún mal conocida. Caracterizada, eso sí, por la anonimia y el bajo rango de autoridad de las creadoras. Ellas escribieron, sí, pero muy poco para ser publicado y, en caso de serlo, ni siquiera a instancias de ellas mismas o bien cuando ya hubieran fallecido. Como apunta la escritora Margo Glantz, la escritura de las monjas apenas es considerada como «labor de manos» (como la repostería o la costura) y puede, por tanto, ser perfectamente archivada, olvidada o usada sin permiso de sus autoras.20

La catedrática y escritora granadina Amelina Correa, en su diccionario-antología de escritoras, nos habla de la vigencia de esa literatura religiosa en la ciudad de Granada, con autoras como sor María Gertrudis del Corazón de Jesús (María Gertrudis Martínez del Hoyo Tellado en la segunda mitad del siglo xviii) o sor Ana de San Jerónimo, Ana Verdugo de Castilla en la primera mitad del siglo xviii (hija de los condes de Torrepalma).21 Y tan solo una escritora laica María Josefa Hermida Maldonado y Marín. Un caso este verdaderamente excepcional siendo, en realidad, una niña (¡de tan solo siete años!) la que ejerce de labores de traductora, sin que se tenga más información sobre la continuidad de su actividad literaria.

Por último, es preciso hacer una pequeña reflexión sobre la «fortuna» de las autoras ilustradas en su conjunto, entre las que se encontrarían Rita y María Rosa. Es decir, sobre la recepción de su obra entre sus contemporáneos y la posterior pervivencia de su legado escrito. Podemos sospechar (por el número escaso de obras editadas, por la poca presencia en el canon literario tradicional) que el impacto entre sus contemporáneos fue mínimo. En efecto, las escritoras fueron consideradas una rareza, una excepción más o menos tolerada. Y el escaso aprecio crítico de sus contemporáneos hubo de influir en que su legado se perdiera, teniendo muy poca o nula repercusión en autores posteriores. Como señalara Susan Kirpatrick,22 cuando las románticas españolas comienzan a escribir, carecen de modelos femeninos en los que apoyarse. Las obras, con algunos rasgos de modernidad romántica, de Gertrudis Hore o Frasquita Larrea les son desconocidas y no pueden reivindicarlas como parte de una justa genealogía autorial femenina.

Se pregunta Nieves Baranda: ¿cómo convertirse en autoras desde la negación, la inferioridad y la incredulidad?23 Aun perteneciendo a las clases privilegiadas (o precisamente por ello) son un grupo reducidísimo y su público es reducido de igual modo: al menos nominalmente han de limitarse a escribir para mujeres…Las mujeres del siglo xviii, según confiesan ellas mismas, por afición a las letras, por entretenerse, «por tener una diversión literaria en una fiesta familiar o conventual».24

Pero también cabe señalar una ruptura de esta generación ilustrada con la de mediados del xvii, la generación de María de Zayas. Como señala Nieves Baranda, en la época de Carlos II hay una «quasi-extinción» de literatas. Un hecho relevante, pues supuso «[...] la extinción de ese modelo simbólico femenino, cuya existencia tiempo después habrá de construirse nuevamente de cero».25 Las escritoras dieciochescas no tendrán apenas modelos femeninos en los que mirarse, y las tópicas «galerías de mujeres ilustres»26 apenas si recogen algunos nombres de escritoras, como Safo, consagrados por la tradición, pero cuya obra es, a la vez, prácticamente ignorada. Nuestras escritoras hubieron de reinventarse (inventarse como categoría, una categoría mirada con recelo, la de las literatas) para caer, poco después, en el más ominoso de los olvidos.

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