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GUSTAVO FAVERÓN PATRIAU (Lima, 1966) es autor de la novela El anticuario (2010) y los libros de ensayos Rebeldes (2005), Contra la alegoría (2011) y Puente aéreo (2015), además de editor de Toda la sangre (2006) y coeditor de Bolaño salvaje (2008). Su obra ha sido publicada en ocho idiomas en cuatro continentes. Graduado de la Universidad Católica y doctorado en Cornell, fue profesor visitante en Stanford y hoy es profesor asociado en Bowdoin, donde ha dirigido los departamentos de Estudios Latinoamericanos y Estudios Hispánicos. Ha sido miembro del comité editorial de Diacritics, director de Dissidences y editor de la revista Somos, de El Comercio. Su blog Puente aéreo fue llamado por el diario español ABC «el más influyente de Hispanoamérica». Sus artículos han aparecido en más de cuarenta revistas y diarios alrededor del planeta. Vive en Maine con su esposa y su hija.


COMENTARIOS SOBRE LA ANTERIOR NOVELA DEL AUTOR

EL ANTICUARIO


«Al final de la lectura uno queda descontrolado y alucinando»

MARIO VARGAS LLOSA

«Deliciosamente macabra»

THE NEW YORK TIMES

«Fluye, intriga, sorprende, fascina»

PIEDAD BONNETT

«Una de las mejores novelas del año»

LARGEHEARTED BOY

«Una emocionante joya de novela»

DANIEL ALARCÓN

«Una mezcla perfecta de narración imparable y prosa arrolladora»

PUBLISHERS WEEKLY

«El libro mismo atraviesa muros como un fantasma»

THREE PERCENT

«Una obra hipnótica»

XAVI AYÉN

«Un debut magistral»

KIRKUS REVIEWS

«Sorprendente e inolvidable»

LAURA VAN DEN BERG

«Un texto que altera la experiencia de la lectura»

DENNIS HARITOU

«Gran metáfora del arte de contar y de aquello que lo alimenta. Gran novela»

ALONSO CUETO

«Consumado arte literario»

BOOKLIST

«Una literatura que traza los nuevos mapas del infierno»

ÁLVARO BISAMA

«Gustavo Faverón ha escrito una gran novela»

EDMUNDO PAZ SOLDÁN

«Un primer thriller escrito en muchos niveles»

LOS ANGELES TIMES

«Encuentra la fina línea que separa el amor del horror»

NEW YORK PUBLIC LIBRARY

«Un monumento al arte de contar»

MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ NAVARRO

«Una novela que se escribe y se lee hacia delante y hacia atrás»

EL CUADERNO, ESPAÑA

«Un tour de force por las posibilidades de la narración y el lenguaje»

LA PRENSA, BOLIVIA

«El equivalente argumental de una casa embrujada llena de espejos»

JULIE BUNTIN, Bustle

«Una excitante primera novela»

JACK SHREVE, Library Journal

«Un artificio narrativo complejo, delicado y preciso»

JORGE LARROSA

«Hay que esforzarse para ver pero no se puede dejar de mirar»

MARÍA JOSÉ MONTESINOS

«Elogios unánimes»

OAKLAND PUBLIC LIBRARY

VIVIR ABAJO

© Gustavo Faverón Patriau, julio de 2018

© Grupo Editorial PEISA S.A.C ., julio de 2018

Jr. Emilio Althaus 460, of. 202, Lince

Lima 27, Perú

editor@peisa.com.pe

Diseño de carátula:

Renzo Rabanal, sobre la base de uno de los grabados de Giovanni Battista Piranesi (1720-1778) que integra la serie titulada Las cárceles imaginarias (detalle).

Imágenes:

Primera imagen: Allen Ginsberg, ©Keystone Pictures USA/Alamy. Foto de stock.

Segunda imagen: Jaime Saenz, ©Javier Molina. Publicada con autorización del Archivo Jaime Saenz, La Paz, Bolivia.

Tercera imagen: La extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch. Óleo sobre tabla (45cm x 35cm), c. 1475-1480. Madrid: Museo del Prado.

Diagramación: PEISA

Primera edición, julio de 2018

ISBN edición impresa: 978-612-305-119-8

ISBN edición digital: 978-612-305-162-4

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Registro de Proyecto Editorial N.º 31501311800649

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.º 2018-09539

Prohibida la reproducción parcial o total del texto y las características gráficas de este libro.

Cualquier acto ilícito contra los derechos de propiedad intelectual que protegen esta publicación será denunciado de acuerdo con la Ley 822 (Ley sobre el Derecho de Autor) y las leyes internacionales que protegen la propiedad intelectual.

Para Carolyn Wolfenzon

& Zoe Faverón

& Mip & Sip & Hotty

& Wetty & Miroslav

«El efecto que tuviste en mí

fue un efecto que no podías

evitar tener».

FRANZ KAFKA

(Carta al padre)


«¿Qué se llama cuanto heriza nos?»

CÉSAR VALLEJO

(Trilce, II)

George Walker Bennett (Portland, Maine, 1962). Su padre fue un militar americano afiliado a la CIA desde 1954. Su madre fue una exiliada boliviana en los Estados Unidos. Hijo único, vivió con ellos en Brunswick, un pueblecito en Southern Maine, hasta 1979 o 1980. A los catorce años filmó su primer cortometraje. A los dieciocho había terminado otros cuatro, además de su primer largometraje, titulado, al parecer, La salud de la señora R, o, tal vez, La muerte del señor R. Entonces comenzó su periplo por Sudamérica, con una larga estadía en Paraguay y otras más breves en Argentina, Chile y Perú. En Lima, en setiembre de 1992, terminó su último largometraje (El americano sucio). Después desapareció para siempre. Rumores lo ubican en la sierra boliviana, en la selva peruana, en Valparaíso, en Guanajuato y en Savannah, Georgia. En el año 2005, una película atribuida a él apareció en un canal de YouTube y estuvo disponible por tres semanas. Cuando la película salió de circulación, el canal fue eliminado. No se conocen más noticias suyas. (Tomo I de la Encyclopedia of American Underground Filmmakers. Francis Richmond Cohen y Gus Fowley Partridge, Coeditores. Savannah: Savannah College of Arts and Design, 2010).

George W. Bennett (Portland, Maine, 1963). Hijo de un agente secreto americano encubierto como oficial de la Aviación Naval y de una antropóloga paraguayo-americana. Estudió la primaria en Bangor, Maine, la secundaria en Brunswick, en el mismo estado, y el primer año de universidad en Bowdoin College, también en Brunswick. En 1980, después de que el cuerpo de un hombre muerto a cuchilladas fuera hallado en el sótano de su casa (su padre confesó el homicidio, aunque es probable que se haya inculpado para proteger al hijo), huyó del país por la frontera con Tijuana. Pasó una década en una cárcel subterránea en Asunción, Paraguay, de donde salió tras la caída del régimen de Stroessner. Vivió bajo identidades falsas en Buenos Aires, Córdoba y Coronel Pringles, en Argentina; en Valparaíso, Santiago, Iquique y Pisco, en Chile, y en Lima, Perú. Se le atribuye una muerte en cada ciudad. Tras su último homicidio, perpetrado en Lima en setiembre de 1992, no se volvió a saber de él, excepto por una película colgada de modo efímero en un canal de YouTube en el año 2005. Se dice que vive bajo un alias en Guatemala. (Encyclopedia of American Romantic Killers. Gus Fowley Partridge. Savannah: Ursa Minor Press, 2013).

DIARIO, 23 de agosto de 2015

Me he puesto en contacto con Gus Fowley Partridge, con el objetivo de confirmar si ambas reseñas biográficas, las únicas que he encontrado en estos veintitrés años, corresponden a la misma persona. También para averiguar si mantiene algún tipo de contacto con George Bennett. Las respuestas, como supuse, han sido sí a la primera pregunta y no a la segunda. Ha querido saber a qué se debe mi interés. Le he contado parte de la historia. También le he dicho que tengo todas las películas que George filmó en su vida. Como era de esperarse, ha mordido el anzuelo y me ha pedido una entrevista: quiere ver las películas. Quiere que le cuente todo lo que sé sobre George. Fowley vive en Savannah. Ha dicho que puede venir a Boston la próxima semana. Le he explicado que la entrevista no puede ser en mi casa pero que las películas, en cambio, solo las puede ver aquí. No ha parecido comprender (ya entenderá). Después de colgar, he buscado en mis libretas de 1992 las cosas que escribí sobre George. He arrancado algunas páginas que no quiero que vea. A los fragmentos que le daré les he añadido una que otra frase explicativa, enmiendas, muchos borrones.

LIBRETA 1. Octubre de 1992

… Llega a Lima el 3 de enero de 1992. En julio es el secuestro. Después vienen las torturas. En setiembre, el final. A principios de octubre comienzo a investigar…

 

… Viene desde Chile, a bordo de un autobús que ha tomado en alguna ciudad no lejos de la frontera. Baja en una estación de La Victoria. Lo ven entrar y salir de hotelitos miserables. Alto, tripudo, de pasos largos. Lleva una máquina de escribir en un estuche. Se sienta en bancas en parques color tierra, al pie de estatuas. Redacta documentos, dibuja planos. Trae bluejeans, zapatones de montañista, un guante en la mano derecha, un gorro azul con una B roja en la frente. Entra y sale por compuertas y garajes; entra y sale de edificios en ruinas, excavaciones. Se reúne con malvivientes en descampados. Acude a citas en casas vacías. Las paredes le dicen nombres. Divisa mensajes escritos en alcantarillas. Vaga entre bares, se detiene en las esquinas, la gente se lo queda mirando: él observa, enumera. Cruza una avenida del orfanato al manicomio, otra del malecón al colegio militar. El cielo se abre, él lo mira…

… En Lima, nadie sabe su nombre ni qué hace ni por qué está en la ciudad. En huariques de Barranco toma de pie. Vigila un agujero del Centro. Camina con extrema rapidez por callejuelas de Lince y Jesús María. Se sienta en el atrio de una iglesia en Barrios Altos. Acude a burdeles pero no habla con nadie. Repudia a las prostitutas. Obsesivamente mira un vaso de whiskey. Tiene veintinueve, treinta años. Espectral, el sol lo quema [es pálido como su padre]. Anda con un mapa en las manos y encuentra los sitios que le interesan. Por ejemplo, los cineclubes: va de noche. Los chicos de San Marcos y la Católica lo ven, se preguntan quién es. Circulan rumores, como pasa siempre en Lima. Él mira la calle Colina desde una mesa en un tugurio. El hielo hace clic, clac. Hay edificios con ventanas rotas, esquirlas de vidrio en las veredas, tanquetas en las pistas, camiones con infantes de Marina, tranqueras y barricadas. Pero la gente circula alrededor como si no viera nada. Yo, por ejemplo: nunca veo nada…

… En Miraflores encuentra un hostal para mochileros en la esquina de Alcanfores y Cantuarias. Él lleva diez días en Lima la mañana en que la mujer de la recepción, que se llama Rita Moreno, como la actriz, lo ve arrastrar los pies por el túnel entre espejos de la recepción. Ojeroso, seco, una sombra de barba, la boca grande, entreabierta. Camina cabizbajo. Le parecerá divertida, a ella, su pinta de gringo estrafalario. Le hará gracia su cara anacrónica de niño. Pero no sabe qué pensar, Rita Moreno, cuando él coloca sobre el mostrador dos pasaportes americanos y le pide que escoja uno. Ella duda pero acepta el juego. Sonríe, se pasa dos dedos de uñas turquesas por la mejilla, elije un pasaporte al azar. Él abre el otro, le echa una mirada, lo guarda en su mochila. Dice: entonces llámame George. Ella ladea la cara, abre más la sonrisa, le pide que llene un formulario. Él firma: George Walker Bennett. Más abajo, donde está escrito domicilio permanente, apunta una dirección en Paraguay: el sótano de un edificio en la avenida Juscelino Kubitschek, en Asunción. Le dice a Rita Moreno que quiere dormir en un cuarto compartido, de camas-camarote. Un cuarto lleno de extraños, es lo que dice. Ella responde que tiene muchos cuartos así pero que están vacíos. George coge la llave y sube la escalera…

… Cuando no anda de ronda por las calles de Lima, lee y escribe.

Escribía en una máquina que parecía de juguete y que, cuando la guardaba en su estuche, parecía un acordeón para niños, me dice Rita Moreno. Y lo que escribía eran cartas, porque al terminar doblaba los papeles y los colocaba en sobres de correo.

Un gordo en la oficina postal de Petit-Thouars lo ve todas las mañanas. Está de pie junto a la puerta antes de que abran la oficina, somnoliento, bostezando, legañoso. (El gordo, no él. Él llega minutos después, hace cola, despacha su carta). Rita jura haber leído más de una vez el dorso de esos sobres, en el restaurante del hostal, después del desayuno.

El nombre del destinatario también era George Bennett, dice Rita: se enviaba cartas a él mismo, a una especie de cárcel-manicomio en Estados Unidos.

DIARIO, 24 de agosto de 2015

… George se fue de Maine a los dieciocho, cuando le faltaban semanas para acabar la secundaria. La historia de sus padres es oscura, angustiante, implica tijeras. Toda su infancia la pasó en la misma casa, en la calle McKeen, en Brunswick, dos horas y media al norte de Boston. En la casa había un sótano y en el sótano estaba la colección de tijeras de su padre. La colección de cámaras antiguas y la colección de libros de poesía estaban en el ático de la cochera. En el ático nunca murió nadie pero en el sótano sí: un muchachito apuñalado en 1980. Durante la década siguiente, viajó por los países en los que alguna vez vivió su padre. Después llegó a Lima…

LIBRETA 1. Octubre de 1992

… Pasa horas de cuclillas bajo los puentes de la Vía Expresa. Estudia a los pordioseros. Algunos muladares le causan sobresalto. Otros lo imantan como un abismo. Come en puestos de mercado, da vueltas alrededor del Estadio Nacional. Un día se queda mirando a unos niños que juegan fútbol en la explanada de Occidente. Huérfanos, piensa: tienen padres pero son huérfanos…

… Lleva una mochila de excursionista, de la que saca una cámara. Según unos, es una Leica obsoleta y oxidada; según otros, una Instamatic, igualmente obsoleta y oxidada. Retrata hospicios, palacetes republicanos, un osario de carros desbaratados junto al Cuartel San Martín, casuchas malparadas, letras desprendidas de avisos de neón, animales agónicos. Según otros, su cámara no es ni una Leica ni una Instamatic, sino una filmadora. [Mucho después sé que son cuatro]. En la mochila también están la máquina de escribir y la máscara de oso.

Se ponía la máscara por las noches y dormía con ella, me dicen tres personas…

… Lee un libro distinto cada día. Después los revende donde los compró: en la feria de libros viejos de Grau. Interrogo a los vendedores: nadie lo recuerda. En otros círculos escucho dos rumores (ahora, en octubre, los rumores sobre George se han multiplicado, incluso los de carácter bibliográfico). De acuerdo con el primero, todos sus libros son de poetas alemanes. Hölderlin, Schiller, Trakl, Brentano, Rilke. Alguien menciona a Hans Carossa. Alguien, a Paul Celan. Pero Celan es rumano y Trakl es austriaco. Otros afirman que solo lee memorias, o novelas que parecen memorias, escritas por sobrevivientes del Holocausto, escritores que estuvieron en Auschwitz o en Buchenwald: Primo Levi, Jean Améry, Immanuel Krakauer, Tadeusz Borowski. Tiempo después, esto es extraño, descubro que, en 1992, no había traducciones de Borowski. En el fondo, esa parte de mi pesquisa me parece irrelevante. Porque nadie menciona a Robert Frost, y yo sé, desde mayo o junio, que George lee concienzudamente a Robert Frost...

… La pregunta es si George llega a Lima sabiendo lo que hará. En otras palabras, si llega con un plan. Calculo que la respuesta tiene que ver con sus recorridos por la ciudad. De ahí que sea relevante describir sus caminatas. Al principio parecen azarosas, enloquecidas. Sonríe ante la Morgue Central. Fuma en ventanales de Pueblo Libre. Se sienta en la berma de la avenida del Ejército, entre el Pérez Araníbar y el Larco Herrera: ¿atraído por orfanatos y manicomios? Gravita hacia los cementerios, en Ate, en El Agustino. Se para en una esquina de Aguajales y mira debajo de los carros. Comparte cigarrillos con los soldados de guardia. Lee bajo semáforos. Prefiere no subir a microbuses ni tomar taxis. En el Rímac ve a un loco con la piel renegrida y una caja de cartón en la cabeza y se sienta a su lado y sostiene con él una animada discusión: hay un testigo presencial. Además del loco…

… Todos los jueves, en un callejón de Puente Piedra, habla con alguien a través de un vitrovén. ¿Mentalmente le da la vuelta a un reloj de arena? En efecto, esa es la impresión que produce; es decir, parece un chiflado, en las primeras semanas. ¿Eso es parte de su plan? Creo que no. Lo de George, en ese momento de su vida, no es una forma de locura pero tampoco es el fingimiento de la locura. Es el paso intermedio: el último manoteo de su cordura antes de que la cuerda se rompa (cuerda: cordura). Debate consigo mismo, considera si es correcto hacer lo que ha proyectado (asumamos que sí lo ha proyectado). Lee lápidas en los cementerios. Lee periódicos en basurales. Lee las líneas de su mano izquierda. Camina como un orate por la ciudad. Todo eso parece la locura pero todavía no lo es. No ha traspuesto por completo, por decirlo así, el umbral de la demencia. Está pensando en huir, en no hacer lo que ha planeado hacer, en renunciar a todo y largarse...

… Por eso es importante que, más tarde, a principios de febrero, su conducta cambie: sus recorridos cobran un cierto orden, un aire rutinario. Todas las mañanas camina del hostal a la avenida Larco. En Miraflores, no se aleja de la costa, sigue el borde del acantilado. Sube por la Pérez Araníbar, baja por el Ejército. En la Costanera regresa al malecón, camina por San Miguel hasta Maranga...

… A mediados de febrero su ruta se hace precisa, inalterable, diríase que maniática: las mismas calles, las mismas esquinas, todos los días. No cabe duda de que, en esa ruta, y en esa precisión, se esconde una clave, porque en esos días tiene que ser cuando George determina finalmente llevar a cabo su plan. Febrero, en esta historia, es el final de la duda. Eso se ve en el cambio que sufren sus recorridos. Ayer hice la prueba con un mapa. Esbocé las rutas de George en enero: un garabato, un laberinto. Después dibujé, una vez por día, su camino de todas las mañanas desde mediados de febrero. Tuve que trazarlo tantas veces que el papel se agujereó. El símbolo es evidente. ¿Quién está mal de la cabeza? ¿El que camina indistintamente por cualquier parte o el que infinitamente recamina sus propias huellas, una y otra vez?…

… Y sin embargo, aun más que la ruta, lo importante es el lugar donde termina. La última cuadra de la Costanera. En enero ha pasado por ahí más de una vez, pero en febrero va todos los días. A un lado ve el malecón, más allá la playita de piedras ovales, más allá el mar, al fondo las islas. Detrás de él hay nueve casas, de cara a la costa. Se vuelve a mirarlas: la tercera de izquierda a derecha es simple, de dos pisos, con cercos de madera blanca a cuyos pies crecen hileras de hortensias y geranios. Es pulcra, pequeñita, modesta (es una casita rosada). Tres puertas más allá, ve una casona antigua, de los años treinta. ¿Esos muros ennegrecidos, esa torsión de los fierros en los tragaluces, esa hendidura de los tejados, son señales de que alguna vez la consumió un incendio? Averiguo. El incendio ocurrió a fines de los sesenta, pero, cosa rara, nunca han refaccionado la casona. Es una ruina flaca, enhiesta, de ventanas longitudinales, tiene un mirador (una especie de torre sobre el segundo piso) y, abajo, ante la puerta, una escalinata de siete peldaños. Todas las mañanas camina hasta ahí, permanece un instante al pie de los escalones, no se acerca más. Cruza la pista en dirección al malecón, se encarama en el murito. Desde ese sitio, entre el mar y la ciudad, ve a ratos la casita rosada y a ratos las barandas cenicientas, los mástiles torvos de la casona incendiada. (Piensa: tantos años después, es como si siguiera en llamas)…

… En la casona incendiada no debe vivir nadie (eso también es importante). En la casita rosada, en cambio, vive una chica llamada Ariadna Enzensberger. Tiene veintitrés años pero parece de diecisiete. Ha terminado historia en la Católica y sopesa la idea de entrar a la maestría pero también estudia cine en talleres que toma de noche, uno en Barranco y otro en San Miguel. Su madre nació en Lima pero se crió en la sierra y aunque Ariadna piensa en ella con frecuencia, nunca la conoció. Siempre ha vivido con su padre, que enseña Historia del Arte y se llama Rainer Enzensberger. Ariadna es bonita, simple, de ojos negros y corto pelo rubio a lo Jean Seberg. Es austera, la gobierna una especie de alegría melancólica o tal vez una conformidad con la vida que ella quiere hacer pasar por alegría. Tiene un grupo de amigos de San Marcos y otro de los talleres nocturnos pero prefiere la soledad. Va al cine cada vez que puede. Al cineclub del Banco de Reserva, al cineclub del Museo de Arte, al del colegio Raimondi, al cine Roma, al Cinematógrafo de Barranco, los mismos lugares a los que George va todas las noches. Es casi imposible que sea una coincidencia…

… Desde el muro del malecón, él la ve. Ella sale poco, casi siempre está en casa cuidando a Rainer, que es un hombre mayor: más parece su abuelo que su padre. Juntos arreglan el jardín de hortensias y geranios (o el jardín de margaritas y llamaplatas: la observación es literaria, ornamental). Rainer se sienta bajo el dintel de la puerta, Ariadna entra y sale de la casita rosada. Laboriosa, lleva y trae mangueras, semillas, regaderas. ¿Nunca ven a George al otro lado de la pista? Buena pregunta: un extraño con una mochila a la espalda, cámaras fotográficas, una filmadora, una máquina de escribir, sentado en el muro del malecón, es un personaje conspicuo. ¿Será que George, apenas ellos salen de la casita rosada, se deja caer por el lado opuesto del muro, hacia la playa? Esa es mi conjetura: él se esconde, y, hasta entrada la tarde, los espía desde ahí. George es metódico, desde febrero…

 

LIBRETA 2. Octubre de 1992

… Cuando Ariadna sale sola, por las noches, los lunes y los miércoles, a los talleres, o al final de la tarde, los viernes o los sábados, para ir al cine, él va tras ella, guardando la distancia. En mi colección de VHS tengo las imágenes que filma cuando la sigue por la calle. Rompe su costumbre de no subir a microbuses. Trepa al mismo que ella, se sienta en la última fila o se queda de pie cerca de la puerta trasera. Ariadna mira la ciudad. George mira a Ariadna. Cuando ella va a los talleres, él regresa al hostal. Cuando va al cine, él continúa acechándola: se escurre en la sala detrás de ella. Solo la primera vez hay un contratiempo: el portero le dice que no puede entrar con la mochila (Sendero Luminoso, las bombas). George se enfurruña, vuelve al Medialuna, a su cuarto vacío. Se pone la máscara de oso, supongo, intenta dormir…

… Los dos sábados siguientes ella ve Portero de noche en el Cinematógrafo y El rey de Nueva York en el Museo de Arte. George se esconde en el viaje de ida, pero, en los cines, se asegura de que Ariadna note su presencia. Tropieza adrede con ella a la salida, se para justo detrás en la cola de la boletería. Ella lo mira de reojo. El sacón de camuflaje militar, la camiseta negra de ilegibles letras amarillas, los borceguíes, la gorra de beisbolista: un tipo peculiar. ¿Qué cosa ve George cuando mira a Ariadna? Me cuesta responder esa pregunta…

… El tercer sábado es 29 de febrero (1992 es un año bisiesto). Ariadna ve La batalla de Argel, de Pontecorvo, en el Raimondi. Al final, George se le acerca. ¿Le dice algo sobre la película? Lo imagino hablando acerca de la primera escena (sería lo lógico: en la primera escena hay una tortura). Ella no sabe qué responder. Está asombrada de que George le hable: es un extraño. George quiere aprovechar su desconcierto. Le dice que no sabe si ella se ha dado cuenta, pero, en las últimas semanas, se han cruzado tres veces en los mismos cines. Ariadna se sobrepone al pudor, inusualmente: responde que sí se ha dado cuenta. George dice que eso no puede ser coincidencia. Ella le dice que, en efecto, no parece coincidencia, y que tal vez él la está siguiendo. George sonríe, dice: quizás eres tú la que me está siguiendo a mí. ¿Ella también sonríe? No está acostumbrada a hablar con desconocidos, y sin embargo, cuando se aleja del cine y George avanza a su lado, no se siente invadida. Vuelven a hablar de La batalla de Argel. Él le ha de hacer notar que algunos de los actores no son profesionales, sino rebeldes argelinos que, en la película, hacen el papel de ellos mismos. Ella dirá que entonces no es una ficción. Él responderá que no puede no ser una ficción. Sobre todo las escenas de torturas, debe decir. Ella ha de preguntar por qué. Él dirá: porque una tortura siempre entraña una ficción. ¿Ella vuelve a preguntar por qué? Supongamos que sí y que George le dice que una persona que tortura a otra espera que le cuenten una historia, pero no siempre le interesa que la historia sea real: solo que parezca verosímil. Ella le da vueltas a esa idea…

… ¿George le parece atractivo desde esa primera noche? Las cosas que dice tienen un pie en la truculencia pero suenan interesantes, piensa Ariadna. Van del Raimondi a Miraflores por la avenida Arequipa, una larga caminata (que para George no es nada) por la berma central. Más allá del cerco de lanzas del Palacio Marsano, una niebla negra viene del parque de Miraflores, devora los jardines de pasto muerto, los troncos cascados de los árboles, las fachadas mugrosas de los edificios, la respiración de los mendigos en las veredas. Cuando llegan al óvalo de Pardo, George la invita al Haití. Eligen una mesa afuera. Al rato aparece un grupo de muchachos con chuspas y bigotitos y patillas incipientes, que conocen a Ariadna de los talleres de cine, y se sientan a su lado. Uno de ellos es importante en mi relato porque está enamorado de Ariadna y porque unos meses más tarde, después del crimen, y durante muchos años −¿debido a su amor por ella?− intentará recomponer los fragmentos de esta historia…

DIARIO, 24 de agosto del 2015 (noche)

Ese chico era yo. ¿Hablaba con malvivientes en terrenos baldíos? ¿Les contaba historias a las lápidas en los camposantos, a medianoche? ¿Marchaba por las calles de Lima con una brújula cuya aguja siempre me apuntaba al corazón? Nada de eso. Era callado. Había enseñado Literatura al salir de la universidad, en academias preuniversitarias, pero desde hacía unos meses era fotógrafo en un periódico y por las noches iba a talleres de cine, en uno de los cuales conocí a Ariadna. Mis padres habían muerto dos años antes.

SIGUE LA LIBRETA 2. Octubre de 1992

… Cuando veo a George, la manera en que reclina la cabeza sobre el hombro derecho y mira los hielos en su vaso de whiskey me produce la certeza de que entre su gorro de beisbolista y el vaso hay un diálogo que le interesa más que las cosas que ocurren a su alrededor. ¿Me demoro en notar que su filmadora, sobre la mesa, está encendida? No, me doy cuenta de inmediato. En ese momento, no sé por qué (no me pregunten por qué), yo, que también traigo una filmadora (vengo del taller), interpreto la suya como un desafío. Quizás es su pinta de americano sucio −aunque George no está sucio, nunca está sucio, sino apenas desalineado− lo que me sumerge en la atmósfera de un viejo western. El asunto es que de inmediato enciendo mi cámara como si desenfundara un revólver. Él se da cuenta, sonríe, es la primera imagen suya que grabo...

… Los chicos, mientras tanto, se han puesto a hablar de cine, de la manera en que los chicos de San Marcos y la Católica hablan de cine, en Lima, en los noventa: entusiastas y aburridos a la vez. George los escucha; tengo la impresión de que los deja hablar. La conversación es irrelevante. Yo menciono una película de Klimov que nunca he visto. Digo que es la obra máxima del cine ruso. George dice que es una mala película. Después hace una pausa y se corrige, o eso parece (en verdad no se corrige: siempre responde dos veces, cosas opuestas). Al rato habla sobre una película llamada Ménilmontant, de Dimitri Kirsanoff. (Otra noche, más adelante, una noche cualquiera en un lugar cualquiera de Lima, George me dirá algo sobre Ménilmontant pero de inmediato se interrumpirá y hablará de Los olvidados de Buñuel y dirá que una película solo es buena si nos deja la sensación de que sus personajes nunca perderían el tiempo mirándola). Dice que en Ménilmontant está la clave para entender la historia de la humanidad. Todos esperamos que elabore esa idea (y nadie tiene nada que argumentar porque no sabemos quién es Kirsanoff). George dice tres o cuatro frases sobre la bruma de la realidad y los agujeros que horadan las estrellas y de inmediato se queda callado y vuelve a mirar el vaso de whiskey. Ariadna dice que su película favorita es Sola en la oscuridad, de Terence Young [la mujer ciega, la muñeca, el sótano, los manotazos: tiene sentido, pobre Ariadna]…

… En las horas siguientes, George habla a ratos con los chicos y a ratos solo con ella, en voz baja. Ariadna sonríe, él parece sonreír. Le pide su número de teléfono. Ella se lo da. Yo miro todo (mi cámara sigue encendida)…

… Esa también es la primera vez que veo a Rita Moreno. Dobla por Diagonal, saluda a George, tiene pinta de gitana. Le dice que está yendo al hostal. Él le pide que lo espere. Paga la cuenta de todos, acerca la cara a la cara de Ariadna, le habla al oído. Les pregunta a los chicos cuándo piensan ir al cine. Le dicen que el jueves. Quedan en juntarse en el Paseo Colón, a las seis, para ver una de Costa-Gavras. George se va con Rita. Cuando los perdemos de vista, le pregunto a Ariadna cómo piensa irse a casa y ella me pide que la acompañe a tomar un taxi. Nos internamos en la neblina del parque Kennedy. Le pregunto dónde ha conocido al gringo y a su novia. Ariadna dice que la mujer no es la novia de George, sino la recepcionista de su hostal (eso le ha dicho). Recién entonces escucho el nombre de George. Es tan predecible que me suena falso, como el nombre de un personaje americano en una película mexicana. El gringo torpe que muere acuchillado en un callejón −pero George no es torpe y solo es medio gringo y no muere, o no muere acuchillado, al menos no en un callejón−. Cuando Ariadna sube al taxi, me quedo mirando la calle y el taxi en la calle e imagino que estoy en el taxi con Ariadna y que le cojo la mano y ella no la retira (por eso sé que el momento es imaginario) y que ella inclina la cabeza sobre mi hombro y yo le beso el corto pelo rubio a lo Jean Seberg. El taxi se pierde entre el barullo de los peatones y los microbuses de la calle Berlín, más allá de la nube púrpura del parque, y yo vuelvo a la realidad, y me quedo un rato en la realidad como adentro de una mazmorra y después me voy caminando a la casa de mi tía…

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