La educación sentimental

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Aus der Reihe: Clasicos de la Literatura #33
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Todos los días, Regimbart se sentaba al calor del fuego, en su sillón, se amparaba de Le National[15], ya no lo dejaba, y expresaba su pensamiento con exclamaciones o simplemente encogiéndose de hombros. De vez en cuando, se secaba la frente con un pañuelo de bolsillo enrollado como una morcilla, y que lo llevaba sobre el pecho, entre dos botones de su redingote verde. Vestía un pantalón de pliegues, zapatos-bota, y una corbata larga; y el sombrero con el ala levantada le hacía reconocible, de lejos, entre el gentío.

A las ocho de la mañana, bajaba desde la colina de Montmartre, para tomar el vino blanco en la calle Notre-Dame-des-Victoires. La comida, a la que le seguían varias partidas de billar, le llevaba hasta las tres. Se dirigía, entonces, hacia el pasaje de los Panoramas, para tomar absenta. Tras la estancia en casa Arnoux, entraba en la bodega Bordelais, para tomar el vermut; después, en lugar de ir a casa con su mujer, a menudo prefería cenar solo, en un cafetucho de la plaza Gaillon, donde quería que le sirviesen «¡comida casera, cosas naturales!». Finalmente, iba a otro billar, y se quedaba allí hasta media noche, incluso a la una de la mañana, hasta el momento en el que, apagado el gas y cerradas las contraventanas, el dueño del establecimiento, extenuado, le suplicaba que se marchase.

Y no era el amor a la bebida lo que atraía a esos lugares al ciudadano Regimbart, sino la antigua costumbre de hablar en ellos de política; con la edad, su elocuencia había caído, ya no le quedaba más que una morosidad silenciosa. Se hubiera dicho, al ver la seriedad de su rostro, que el mundo daba vueltas en su cabeza. Pero nada salía de ella; y nadie, ni siquiera sus amigos, le conocían otras ocupaciones, aunque él se las daba de tener un despacho de negocios.

Arnoux parecía estimarle infinitamente. Dijo un día a Frédéric:

—Ese sabe lo suyo, ¡vaya! ¡Es un hombre valioso!

En otra ocasión, Regimbart desplegó en su escritorio unos papeles concernientes a unas minas de caolín; Arnoux se remitía a su experiencia.

Frédéric se mostró más ceremonioso con Regimbart, hasta ofrecerle absenta de vez en cuando; y aunque le juzgara estúpido, a menudo permanecía en su compañía durante una hora larga, únicamente porque era amigo de Jacques Arnoux.

Después de haber impulsado, en sus principios, a maestros contemporáneos, el vendedor de cuadros, hombre de progreso, había tratado de extender sus beneficios pecuniarios, aun conservando sus apariencias artísticas. Buscaba la emancipación de las artes, lo sublime, a buen precio. Todas las industrias de lujo parisino sufrieron su influencia, que fue buena para las cosas pequeñas, y funesta para las grandes. Con su pasión por influir en la opinión, apartó de su camino a los artistas habilidosos, corrompió a los fuertes, agotó a los débiles, e ilustró a los mediocres; disponía de todos ellos por sus relaciones y por su revista. Los pintorzuelos ambicionaban ver sus obras en el escaparate de Arnoux, y los tapiceros tomaban en su casa modelos del mobiliario. Frédéric le consideraba a la vez como millonario, como diletante, como hombre de acción. Muchas cosas, sin embargo, le asombraban, pues el señor Arnoux era astuto como comerciante.

Recibía de algún sitio de Alemania o de Italia una tela comprada en París por mil quinientos francos y, exhibiendo una factura de cuatro mil, la revendía por tres mil quinientos, por gentileza. Una de sus jugadas con los pintores era exigir como comisión una reducción en el precio del cuadro, con el pretexto de publicar grabados del mismo; vendía la obra reducida y el grabado no aparecía. A los que se quejaban de ser explotados, los respondía con una palmadita en el vientre. Excelente, por otra parte, prodigaba cigarros, tuteaba a los desconocidos, se entusiasmaba por una obra o por un hombre, y entonces, obstinándose, sin mirar nada, multiplicaba los encargos, la correspondencia, la publicidad. Se creía un hombre muy honrado y, en su necesidad de expansión, contaba ingenuamente sus faltas de delicadeza.

Una vez, para ofender a un colega que inauguraba otro periódico de pintura con un gran festín, rogó a Frédéric que escribiera, delante de él, un poco antes de la hora del evento, una serie de notas en las que desconvocaba a los invitados.

—Esto no ataca al honor, ¿entiende usted?

Y el joven no se atrevió a rechazar ese servicio.

Al día siguiente, al entrar con Hussonnet en su despacho, Frédéric vio por la puerta (la que se abría arriba de la escalera) los bajos de un vestido que desaparecía.

—¡Mil excusas! ‒dijo Hussonnet–, ¡si hubiera sabido que aquí había mujeres!...

—¡Oh!, esa es la mía ‒repuso Arnoux–. Subía para hacerme una corta visita, al pasar.

—¿Cómo? ‒dijo Frédéric.

—¡Sí, claro!, ella vuelve a casa, a la casa.

El encanto de las cosas que le rodeaban se rompió poco a poco. Lo que sentía allí confusamente expandido acababa de desvanecerse, o más bien no había existido nunca. Experimentaba una sorpresa infinita y como el dolor de una traición.

Arnoux, rebuscando en el cajón, sonreía. ¿Se burlaba de él? El empleado dejó sobre la mesa un rollo de papeles húmedos.

—¡Ah!, ¡los carteles! ‒exclamó Arnoux‒. ¡No sé a qué hora cenaré esta noche!

Regimbart cogió su sombrero.

—¡Cómo!, me deja!

—¡Son las siete! ‒dijo Regimbart.

Frédéric le siguió.

En la esquina de la calle Montmartre, se dio la vuelta; miró las ventanas del primer piso; ¡y rio interiormente lleno de compasión de sí mismo, recordando con qué amor las había contemplado tan a menudo! Entonces, ¿dónde vivía ella? ¿Có­mo encontrarla ahora? La soledad se reabrió en torno a su deseo, ¡más inmenso que nunca!

—¿Viene usted a tomarla? ‒dijo Regimbart.

—¿Tomar a quién?

—¡La absenta!

Y, cediendo a sus ruegos, Frédéric se dejó llevar al bar Bordolais. Mientras que su compañero, apoyado en el mostrador, miraba la jarra, él miraba a un lado y a otro. Entonces vio el perfil de Pellerin en la acera; tocó rápidamente el cristal de la ventana, y el pintor no se había sentado aún, cuando Regimbart le preguntó por qué ya no se le veía por L’Art industriel.

—¡Que me muera, si vuelvo por allí! ¡Es un cafre, un burgués, un miserable, un granuja!

Esas injurias animaban la ira de Frédéric. Sin embargo, se sentía herido, pues le parecía que alcanzaban un poco a la señora Arnoux.

—Pero, ¿qué es lo que le ha hecho? ‒dijo Regimbart.

Pellerin dio una patada al suelo, y resopló profundamente, en lugar de responder.

Se dedicaba a trabajos clandestinos, tales como retratos a dos lápices o pastiches de grandes maestros para los aficionados poco ilustrados; y, como esos trabajos le humillaban, prefería callarse, generalmente. Pero «la jugarreta de Arnoux» le exasperaba demasiado, y se desahogó.

Según un encargo, del que Frédéric había sido testigo, Pellerin le había traído dos cuadros. ¡El comerciante, entonces, se había permitido una serie de críticas! Le había reprobado la composición, el color y el dibujo; el dibujo, sobre todo, en resumen, que no los quiso a ningún precio. Pero, forzado por el vencimiento de un pago, Pellerin se los había cedido al judío Isaac; y, quince días más tarde, Arnoux mismo, los vendía a un español, por dos mil francos.

—¡Ni un céntimo menos! ¡Qué falta de vergüenza!, y ha hecho muchas otras ¡Vive Dios! Un día de estos lo veremos en el juzgado.

—Pero, ¡cómo exagera usted! ‒dijo Frédéric tímidamente.

—¡Vamos, hombre! ¡que exagero! ‒exclamó el artista, dando un puñetazo en la mesa.

Esa violencia devolvió al joven todo su aplomo. Sin duda, uno debería comportarse más amablemente; sin embargo, si Arnoux encontraba esas dos telas…

—¡Malas!, ¡suelta la palabra! ¿Las conoce usted? ¿Es ese su oficio? Ahora bien, usted sabe, jovencito, yo, yo no admito eso, ¡los aficionados!

—¡Eh!, ¡que no es asunto mío! ‒dijo Frédéric.

—Pero, ¿qué interés tiene usted, entonces, en defenderle? ‒repuso fríamente Pellerin.

El joven balbuceó:

—Pues, porque soy su amigo.

—¡Pues dele un par de besos de mi parte!, ¡buenas tardes!

Y el pintor salió furioso, sin hablar, por supuesto, de su consumición.

Frédéric estaba convencido, él mismo, al defender a Arnoux. En el calor de la elocuencia, le entró una enorme ternura hacia ese hombre, inteligente y bueno, al que sus amigos calumniaban y que, ahora, trabajaba solo, abandonado. No resistió a la singular necesidad de ir a verle inmediatamente. Diez minutos después, empujaba la puerta de la tienda.

Arnoux elaboraba, con su vendedor, unos esbozos de carteles, para una exposición de cuadros.

—¡Vaya!, ¿qué le trae por aquí?

Esa pregunta tan sencilla azoró a Frédéric; y sin saber qué responder, preguntó si, por casualidad, no habían encontrado su libreta, una pequeña libreta de cuero azul.

—¿En la que usted guarda sus cartas de mujeres? ‒dijo Arnoux.

Frédéric, sonrojándose como una virgen, se defendió de tal suposición.

—Sus poesías, ¿entonces? ‒replicó el comerciante.

Manejaba las pruebas desplegadas, discutiendo la forma, el color, los bordes; y Frédéric se sentía cada vez más irritado por su aire de meditación, y sobre todo por sus manos mientras manejaba los carteles, unas manos gruesas, un poco blandas, de uñas planas. Finalmente, Arnoux se levantó; y, diciendo: ¡ya está!, le pasó la mano por el mentón, con familiaridad. Ese exceso de confianza disgustó a Frédéric, se echó hacia atrás; después, cruzó el umbral del despacho, por última vez en su vida, creía. La misma señora Arnoux, aparecía a sus ojos como empequeñecida por la vulgaridad de su marido.

 

Recibió, en la misma semana, una carta en la que Deslauriers anunciaba que llegaría a París, el jueves próximo. Entonces, se entregó vehementemente a esa amistad, más sólida y más profunda. Un hombre así valía por todas las mujeres. ¡Ya no necesitaría ni a Regimbart, ni a Pellerin, ni a Hussonnet, ni a nadie! Para recibir mejor a su amigo compró un catre de hierro, otro sillón, y aumentó su ropa de cama; y, el jueves por la mañana, se vestía para ir a buscar a Deslauriers, cuando sonó el timbre en la puerta. Arnoux entró.

—¡Solamente unas palabras! Ayer me enviaron de Ginebra una hermosa trucha; contamos con usted, esta tarde, a las siete exactamente… Es en la calle de Choiseul, 24 bis. ¡No lo olvide!

Frédéric tuvo que sentarse; le temblaban las rodillas. Se repetía: «¡Por fin!, ¡por fin!». Después, escribió a su sastre, a su sombrerero, a su zapatero; e hizo que llevaran esas tres notas tres recaderos diferentes. La llave giró en la cerradura, y el portero apareció, con un baúl a la espalda.

Frédéric, al ver a Deslauriers, se puso a temblar como una mujer adúltera bajo la mirada de su esposo.

—Pero, ¿qué te pasa? ‒dijo Deslauriers–; sin embargo, ¿has debido recibir una carta mía?

Frédéric no tuvo el valor de mentir. Abrió los brazos y se abrazó a su amigo.

Enseguida, el pasante contó su historia. Su padre no había querido rendir cuentas de la tutela, imaginándose que esas cuentas prescribían a los diez años; pero, ducho en procedimientos judiciales, Deslauriers había conseguido por fin arrancarle toda la herencia de su madre, siete mil francos netos, que llevaba consigo, en un viejo maletín.

—Es una reserva, en caso de alguna desgracia. Tengo que colocarlos y colocarme yo mismo, desde mañana por la mañana. En cuanto a hoy, ocio completo, y todo tuyo, ¡amigo mío!

—¡Oh!, ¡no te molestes! ‒dijo Frédéric–. Si esta noche tienes algo importante que hacer…

—¡Vamos, hombre! Sería un ilustre miserable.

Este epíteto, lanzado al azar, tocó a Frédéric en pleno corazón, como una alusión ultrajante.

El portero había dispuesto en la mesa, junto al fuego, costillas, galantina, una langosta, un postre dulce, y dos botellas de vino de Burdeos. Una recepción tan magnífica emocionó a Deslauriers.

—Me tratas como a un rey, ¡palabra!

Charlaron del pasado, del futuro; y de vez en cuando, se cogían de las manos por encima de la mesa, y se miraban un minuto con ternura. Entonces, un recadero trajo un sombrero nuevo. Deslauriers comentó, en voz alta, lo elegante que era.

Después, el sastre, en persona, vino a traerle el frac que había planchado.

—Se diría que vas a casarte ‒dijo Deslauriers.

Una hora después, un tercer individuo llegó y sacó de una gran bolsa negra un par de botas abrillantadas, espléndidas. Mientras Frédéric se las probaba, el zapatero observaba burlonamente los zapatos del provinciano.

—¿El señor no necesita nada?

—Gracias ‒replicó el pasante, escondiendo bajo la silla sus viejos zapatos con cordones.

Esa humillación molestó a Frédéric. Retrasaba el momento de decírselo. Finalmente exclamó, como si acabara de ocurrírsele:

—¡Ah!, ¡caramba!, ¡me olvidaba!

—¿Qué?

—Esta noche, ¡ceno fuera!

—¿En casa de los Dambreuse? ¿Por qué no me hablas nunca de ellos en tus cartas?

No era en casa de los Dambreuse, sino de los Arnoux.

—¡Tenías que haberme advertido! ‒dijo Deslauriers–. Yo hubiera venido un día más tarde.

—¡Imposible! ‒replicó bruscamente Frédéric‒. Me han invitado esta mañana, hace un rato.

Y para compensar su falta y distraer a su amigo, desató las cuerdas enmarañadas del baúl, colocó en la cómoda todas sus cosas, quería dejarle su propia cama, dormir en el cuarto de la leña. Después, desde las cuatro de la tarde, comenzó los preparativos para arreglarse.

—¡Tienes mucho tiempo! ‒dijo el otro.

Finalmente, se vistió y se fue.

«¡He ahí los ricos!», pensó Deslauriers.

Y se fue a cenar a la calle Saint-Jacques, en un pequeño restaurante que conocía.

Frédéric se detuvo varias veces en la escalera, de tan fuerte como le latía el corazón. Uno de sus guantes, demasiado apretado, reventó; y mientras escondía lo roto bajo los puños de la camisa, Arnoux, que subía detrás, le cogió del brazo y le hizo entrar.

La antecámara, adornada al estilo chino, tenía una lámpara pintada colgada en el techo, y bambús en las esquinas. Cruzando el salón, Frédéric tropezó con una piel de tigre. No habían encendido los candelabros, pero dos lámparas ardían en el tocador, al fondo.

La señorita Marthe vino a decir que su mamá estaba vistiéndose. Arnoux la levantó hasta la altura de su boca para darle un beso, después, queriendo escoger él mismo en la bodega algunas botellas de vino, dejó a Frédéric con la niña.

Había crecido mucho desde el viaje de Montereau. Su cabello oscuro se deslizaba con largos tirabuzones hasta los brazos al aire. Su vestido, más amplio que la falda de una bailarina, dejaba ver sus pantorrillas rosas, y toda su gentil personita olía fresco como un ramo de rosas. Recibió los cumplidos del señor con aires de coqueta, fijó en él sus ojos profundos, después, deslizándose entre los muebles, desapareció como un gato.

Frédéric ya no sentía ningún apuro. Los globos de las lámparas, recubiertos de un encaje de papel, proporcionaban una luz lechosa que dulcificaba el color de las paredes, forradas de satén malva. A través de las láminas de la pantalla protectora, que tenía la forma de un gran abanico, se veían los carbones en la chimenea; había, contra el reloj de péndulo, un cofre con cierres de plata. Aquí y allá, cosas íntimas desperdigadas: una muñeca en medio de un sillón de dos plazas, un fular en el respaldo de una silla, y sobre la mesa de labor, un tricot de lana del que sobresalían dos agujas de marfil, con la punta hacia abajo. Todo el conjunto formaba un lugar apacible, honesto y familiar.

Arnoux volvió; y por la otra puerta, apareció la señora Arnoux. Como se encontraba envuelta en sombra, al principio no distinguió más que su cabeza. Llevaba un vestido de terciopelo negro y, en el cabello, una larga redecilla argelina, de mallas de seda roja que, envolviendo el cabello, le caía sobre el hombro izquierdo.

Arnoux presentó a Frédéric.

—¡Oh!, reconozco perfectamente al señor ‒respondió ella.

Después llegaron todos los comensales, casi al mismo tiempo: Dittmer, Lovarias, Burrieu, el compositor Rosenwald, el poeta Théophile Lorris, dos críticos de arte colegas de Hussonnet, un fabricante de papel, y, en fin, el ilustre Pierre-Paul Meinsius, el último representante de la gran pintura, que llevaba gallardamente, con su gloria, sus ochenta años y su grueso vientre.

Cuando pasaron al comedor, la señora Arnoux le tomó del brazo. Una silla había quedado vacía para Pellerin. Arnoux le apreciaba al mismo tiempo que le explotaba. Por otra parte, temía su terrible lengua, tanto que, para enternecerle, había publicado en L’Art industriel su retrato acompañado de elogios hiperbólicos; y Pellerin, más sensible a la gloria que al dinero, apareció sobre las ocho, todo sofocado. Frédéric supuso que se habían reconciliado hace tiempo.

La compañía, los platos, todo le gustaba. El comedor, como un antiguo locutorio de la Edad Media, estaba tapizado con pieles curtidas; una estantería holandesa se situaba delante de una colección de chibuquíes; y a lo largo de la mesa, la cristalería de Bohemia, de diversos colores, parecía, en medio de las flores y las frutas, una iluminación en un jardín.

Hubo para escoger entre diez especies de mostaza. Comió gazpacho, curry, jengibre, mirlos de Córcega, lasañas romanas; bebió vinos extraordinarios, lip-fraoli[16] y tokay[17]. Arnoux se las daba efectivamente de saber recibir. Cortejaba, para buscar comestibles, a todos los conductores de malles-poste[18], y estaba en contacto con cocineros de las grandes casas que le informaban sobre salsas.

Pero, la charla sobre todo divertía a Frédéric. Su gusto por los viajes fue alimentado por Dittmer, que habló de Oriente; sació su curiosidad por las cosas del teatro escuchando a Rosenwald que hablaba de la Opéra; y la vida atroz de la bohemia le pareció divertida, a través de la alegría de Hussonnet, que narró de una manera pintoresca cómo había pasado todo un invierno, teniendo por comida solamente queso de Holanda. Después, una discusión entre Lovarias y Burrieu, sobre la escuela florentina, le descubrió obras maestras, le abrió horizontes, y le costó trabajo contener su entusiasmo cuando Pellerin exclamó:

—¡Déjenme tranquilo con su odiosa realidad! ¿Qué quiere decir eso de la realidad? Unos ven negro, otros, azul, la multitud ve una mierda. Nada menos natural que Miguel Ángel, ¡nada más fuerte! la preocupación por la verdad exterior denota bajeza contemporánea; y el arte se transformará, si continuamos así, en algo rocambolesco, por debajo de la religión como poesía, y de la política como interés. No llegarán ustedes a su meta, sí, a su meta, que es la de causarnos una exal­tación impersonal, con obras pequeñas, a pesar de todas sus triquiñuelas para ejecutarlas. Ahí están los cuadros de Bassolier, por ejemplo: ¡es bonito, coqueto, aseado, y nada pesado! Se puede guardar en el bolso, ¡se le puede llevar de viaje! Los notarios compran eso por veinte mil francos; los hay por tres centavos de ideas; pero, sin la idea, ¡nada grande!, ¡sin grandeza, nada hermoso! ¡El Olimpo es una montaña! El monumento más ostentoso serán las Pirámides. ¡Más vale la exuberancia que el gusto, el desierto más que una acera, y un salvaje más que un peluquero!

Frédéric, al escuchar estas cosas, miraba a la señora Arnoux. Caían en su mente como metales en un horno, se añadían a su pasión y se transformaban en amor.

Estaba sentado tres asientos alejados de ella, en el mismo lado. De vez en cuando, ella se inclinaba un poco, volviendo la cabeza para dirigir unas palabras a su hijita; y, como entonces sonreía, unos hoyuelos se formaban en sus mejillas, lo que proporcionaba al rostro un aire de bondad de lo más delicada.

En el momento de los licores, ella desapareció. La conversación se hizo más libre; el señor Arnoux brilló en esa charla, y Frédéric quedó asombrado por el cinismo de esos hombres. Sin embargo, la preocupación de esos hombres por la mujer, establecía entre ellos y él como una igualdad, que le elevaba en su propia estima.

De nuevo en el salón, cogió, por disimulo, uno de los álbumes que había sobre la mesa. Los grandes artistas de la época lo habían ilustrado con dibujos, habían escrito en prosa y en verso, o simplemente con sus firmas; entre los nombres famosos, había muchos desconocidos, y los pensamientos curiosos no aparecían más que bajo un desbordamiento de tonterías. Todos contenían un homenaje más o menos directo a la señora Arnoux. Frédéric no se hubiera atrevido a escribir ni una línea a su lado.

Ella fue a buscar a su gabinete el cofre con cierres de plata que Frédéric había visto sobre la chimenea. Era un regalo de su marido, una obra del Renacimiento. Los amigos de Arnoux lo elogiaron, su mujer se lo agradecía; Arnoux se enterneció y le dio un beso delante de todo el mundo.

Después, todos charlaban formando grupos aquí y allá; el buen hombre Meinsius estaba con la señora Arnoux, en una gran butaca, cerca del fuego; ella se inclinaba hacia su oído, sus cabezas se tocaban; y Frédéric hubiera aceptado ser sordo, inválido y feo pero un nombre ilustre y de pelo blanco, a fin de tener algo que le introdujera en una intimidad igual. Se carcomía el alma, furioso contra su juventud.

Pero ella vino al rincón del salón donde él estaba, le preguntó si conocía a alguno de los comensales, si le gustaba la pintura, y desde cuándo estudiaba en París. Cada palabra que salía de su boca era para Frédéric algo nuevo, una dependencia exclusiva de su persona. Miraba atentamente los cabellos sueltos de su peinado, acariciando por las puntas su hombro desnudo; y él no apartaba los ojos, hundía su alma en la blancura de esa carne femenina; sin embargo, no se atrevía a levantar la vista, para mirar más arriba, frente a frente.

Rosenwald los interrumpió, rogando a la señora Arnoux que cantase algo. Él hizo un preludio, ella esperaba; sus labios se entreabrieron, y un sonido puro, largo, rasgado, ascendió por el aire.

 

Frédéric no entendió nada de la letra en italiano.

Comenzaba con un ritmo grave, igual que un canto de iglesia, después, animándose, creciendo, multiplicaba los arranques sonoros, se apaciguaba de repente; y la melodía volvía amorosamente, con una oscilación amplia y perezosa.

Ella estaba de pie, cerca del teclado, los brazos caídos, la mirada perdida. Algunas veces, para leer la música, cerraba un poco los párpados avanzando la frente un instante. Su voz de contralto tomaba en las cuerdas bajas una entonación lúgubre que helaba, y entonces, su hermoso rostro, de grandes cejas, se inclinaba sobre el hombro; su pecho se henchía, separaba los brazos, su cuello con movimientos circulares, se echaba hacia atrás suavemente, como recibiendo besos aéreos; lanzó tres notas agudas, volvió a bajar, luego, una nota más alta aún, y, tras un silencio, terminó con una nota de órgano.

Rosenwald no dejó el piano. Continuó tocando, para él mismo. De vez en cuando, uno de los comensales desaparecía. A las once, al irse los últimos, Arnoux salió con Pellerin, con el pretexto de acompañarle. Era una de esas personas que se ponen malas si no han dado una vuelta después de cenar.

La señora Arnoux estaba en la antecámara; Dittmer y Hussonnet se despedían, ella les tendió la mano; se la tendió igualmente a Frédéric; y él sintió como una penetración en todos los átomos de su piel.

Dejó a sus amigos; necesitaba estar solo. Su corazón se desbordaba. ¿Por qué me ofreció su mano? ¿Era un gesto irreflexivo, o una insinuación? ¡Vamos!, ¡vamos!, ¡estoy loco! Qué importaba, además, puesto que él podía ahora ir a verla tranquilamente, vivir en su atmósfera.

Las calles estaban desiertas. A veces pasaba un carruaje pesado, haciendo temblar los adoquines. Las casas se sucedían con sus fachadas grises, sus ventanas cerradas; ¡y él pensaba, desdeñosamente, en todos esos seres humanos en sus camas, detrás de esos muros, que existían sin verla, y sin que ni siquiera uno de ellos sospechara que ella existiera! Él ya no tenía conciencia del medio, del espacio, de nada; y, golpeando el suelo con los talones, atizando con el bastón las contraventanas de las tiendas, seguía caminando, al azar, enloquecido, arrastrado. Un aire húmedo lo envolvió; se encontró al borde de los muelles.

Las farolas brillaban en dos líneas rectas, indefinidamente, y largas llamas rojas vacilaban en la profundidad del agua. Agua gris oscuro, mientras que el cielo, más claro, parecía sostenido por grandes masas de sombra que se elevaban a ambos lados del río.

Los edificios, que no se veían, redoblaban la oscuridad. Una niebla luminosa flotaba aquí y allá, sobre los tejados; todos los ruidos se fundían en un solo rumor; un viento ligero soplaba.

Se había parado en medio del Pont-Neuf, y, con la cabeza descubierta, el pecho abierto, aspiraba el aire. Sin embargo, sentía que, desde el fondo de sí mismo, subía algo desbordante, una oleada de ternura que le enervaba, como el movimiento de las olas bajo sus ojos. El reloj de una iglesia, dio la hora, lentamente, igual a una voz que le hubiera llamado.

Entonces, se vio sobrecogido por uno de esos estremecimientos del alma en los que uno se siente transportado a un mundo superior. Una facultad extraordinaria, cuyo objeto desconocía, le había surgido. Se preguntó, en serio, si llegaría a ser un gran pintor o un gran poeta; y se decidió por la pintura, pues las exigencias de ese oficio le acercarían a la señora Arnoux. ¡Así que había encontrado su vocación! La meta de su existencia estaba clara, ahora, y el futuro infalible.

Cuando hubo cerrado la puerta, oyó a alguien que roncaba en el gabinete oscuro, cerca de la habitación. Era el otro. Ya no pensaba en él.

Su cara se le mostraba en el espejo. Se encontró guapo, y se quedó un minuto contemplándose.

Capítulo V

Al día siguiente, antes del mediodía, se había comprado una caja de pinturas, unos pinceles, un caballete. Pellerin aceptó darle clases, y Frédéric le invitó a su apartamento para que viera si algo faltaba de sus utensilios de pintura.

Deslauriers ya estaba en casa. Un joven ocupaba el segundo sillón. El pasante dijo señalándole:

—¡Es él!, ¡aquí está! ¡Sénécal!

Este muchacho no gustó a Frédéric. Su frente se veía realzada por el corte de pelo a cepillo. Algo duro y frío traspasaba en sus ojos grises; y su largo redingote negro, toda su vestimenta, olía a pedagogo y a eclesiástico.

Al principio, charlaron de cosas cotidianas, entre otras del Stabat[19] de Rossini; preguntado, Sénécal declaró que jamás iba al teatro. Pellerin abrió la caja de pinturas.

—¿Todo esto es para ti? ‒dijo el pasante.

—¡Claro, sin duda!

—¡Anda!, ¡vaya idea!

Y se inclinó sobre la mesa, donde el profesor de Matemáticas hojeaba un volumen de Louis Blanc[20]. Lo había traído él mismo, y leía en voz baja unos pasajes, mientras Pellerin y Frédéric examinaban juntos la paleta, el cuchillo, las vejigas[21]; después, se pusieron a charlar de la cena en casa de los Arnoux.

—¿El comerciante de cuadros? –preguntó Sénécal–. ¡Vaya tipo, realmente!

—¿Por qué? ‒dijo Pellerin.

Sénécal replicó:

—Un hombre que se enriquece con vilezas políticas.

Y se puso a hablar de una litografía célebre, representando a toda la familia real, entregada a ocupaciones edificantes: Luis-Felipe tenía en la mano un libro de leyes, la reina, un libro de oraciones, las princesas bordaban, el duque de Nemours ceñía un sable; el señor de Joinville mostraba un mapa a sus jóvenes hermanos; al fondo, se veía una cama de dos compartimentos. Esa imagen, titulada: Una buena familia, había hecho las delicias de los burgueses, pero la aflicción de los patriotas. Pellerin, en un tono ofendido como si hubiera sido él el autor, respondió que todas las opiniones eran válidas; Sénécal protestó. ¡El arte debía aspirar, exclusivamente, a la moralización de las masas! No había que reproducir más que temas que condujesen a acciones virtuosas; todo lo demás era dañino.

—¡Pero eso depende de la ejecución de la obra! ‒gritó Pellerin‒. ¡Yo puedo hacer obras maestras!

—¡Pues peor para usted, entonces!, no se tiene derecho…

—¿Cómo?

—¡No!, señor, ¡usted no tiene derecho a que me interese por cosas que repruebo! ¿Qué necesidad tenemos de laboriosas bagatelas, de las que es imposible sacar ningún provecho?, ¿de esas Venus, por ejemplo, con todos esos paisajes? ¡No veo ahí ninguna enseñanza para el pueblo! ¡Muéstrennos sus miserias, mejor!, ¡entusiásmemonos con sus sacrificios! ¡Eh!, buen Dios, los temas no faltan: la granja, el taller…

Pellerin balbuceaba de indignación, y, creyendo haber encontrado un argumento:

—Molière, ¿lo acepta usted?

—¡Sea! ‒dijo Sénécal–. Le admiro como precursor de la Revolución francesa.

—¡Ah!, ¡la Revolución! ¡Qué arte! ¡Jamás ha habido una época tan penosa!

—¡Tan grande, señor!

Pellerin se cruzó de brazos, y, mirándole de frente:

—¡Usted tiene el aspecto de un verdadero guardia nacional!

Su antagonista, habituado a las discusiones, respondió:

—¡No lo soy!, y la detesto, esa guardia nacional, tanto como usted. Pero, con principios así, ¡se corrompe a las masas! ¡Eso va en provecho del Gobierno, por lo demás! No sería tan fuerte sin la complicidad de un montón de payasos como ese mismo Gobierno.

El pintor se puso a defender al comerciante, pues las opiniones de Sénécal le exasperaban. Incluso se atrevió a sostener que Jacques Arnoux tenía un verdadero corazón de oro, entregado a sus amigos, adorando a su mujer.

—¡Oh!, ¡oh!, si le ofrecieran una buena suma, no la rechazaría para que sirviera de modelo.

Frédéric se puso lívido.

—Le ha perjudicado a usted mucho, ¿señor?

—¿A mí?, ¡no!, yo le he visto una vez, en el café, con un amigo. Eso es todo.

Sénécal decía la verdad. Pero, cada día se sentía molesto por los anuncios de L’Art industriel. Arnoux era, para él, el representante de un mundo que él juzgaba funesto para la democracia. Republicano austero, sospechaba corrompida cualquier elegancia, no necesitándola, por otra parte, y siendo de una inflexible probidad.