Despadrada

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Aus der Reihe: Minimalia erótica #187
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Primera edición, octubre de 2003

Primera reimpresión, octubre de 2004


Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Diseño de portada: Luis Rodríguez


Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Leda Rendón


© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com


ISBN 978-607-8312-52-8

Hecho en México

“El avión iba a Brasil en temporada baja. Viajábamos pocos pasajeros. En los asientos de enfrente, a mi costado derecho, iba una joven pelirroja; había hecho su cama con los tres asientos; se quitaba y se ponía el discman, colocaba uno y otro cede. No desaprovechaba cada cambio de disco para mirar hacia mí y sonreírme. Llevaba una falda suelta de la que brotaba una joven pierna blanca, cruzada sobre otra, hasta las rodillas. Las movía tal vez al ritmo de la música que estaba escuchando, pero no dejaba de ser sugerente para mí. En una de sus volteadas a verme, dejé caer, deliberadamente, una pluma hacia su territorio. Me incorporé y ella también para alcanzar el objeto; nos agachamos, y nuestras cabezas se tocaron. En ese preciso instante le dije sencillamente: ‘Ve al toilette donde está el agua y los refrescos’. Ella se deshizo de lo audífonos y fue de inmediato; yo, tras ella. El avión estaba a oscuras, la gente parecía dormir. Miré hacia atrás y vi que las sobrecargos estaban cenando en la parte delantera del avión. Mientras la muchacha se servía un refresco, le di un beso en el cuello y me repegué a su trasero. Como yo la traía ya medio parada, la pelirroja sintió el bulto en medio de las nalgas. Le di en silencio varios besos en el cuello y repegones; le indiqué: ‘Métete al baño y quítate los calzones, rápido’. Ella abrió las puertitas, le di un trago a su cocacola y entré empujando a la joven, que estaba no sólo sin calzones sino sin brasier. Al entrar yo, la pelirroja volvió quedar con las nalgas pegadas a mi verga. A falta de vaselina, tomé y remojé un jaboncito que trae la marca de la aerolínea. Hice una cremita y se la unté en el ano; luego luego levantó las caderas. Le acomodé la punta de la verga en los pliegues del ano; me disponía a metérsela poco a poco, pero de pronto la muchachita aventó el culo hacia atrás y se la metió toda de un envión. ‘Así la quería, papacito, y tú no me hacías caso en los asientos. Jódeme.’



No respondí nada, sólo me puse a darle más fuerte; la pelirroja subió una pierna al lavabo y quedó todavía más abierta y con más verga adentro. Como si fuera de plástico, se zafó, giró, se agachó y empezó a mamármela, sin importarle que la hubiera tenido en el ano. Se la metió hasta la garganta; de pronto tosió, se sacó la verga y me pidió que me viniera; se la volvió a meter hasta las amígdalas y allí, en el último empujón, me empecé a venir. La pelirroja aguantó la venida, se mantuvo inmóvil mientras yo me venía y ella tragaba los empujones de leche. Clack.”

El juez, un hombre de piel negra, apagó la grabadora y miró al frente. Aquella tarde de día nublado en Los Ángeles, la sala guardó un silencio casi funesto, como si el eco de la voz de Edward Hopkins, que se había escuchado durante unos diez minutos, retumbara todavía por ahí, en los vidrios de las ventanas y en la madera oscura del recinto.

Se levantó el fiscal, elegante y agraciado; se acomodó, sin necesidad, el nudo de su corbata azul marino que resaltaba sobre el traje azul rey.

—Estas pruebas son irrefutables, señoría —dijo.

De súbito, George Salinger, el abogado defensor, hombre viejo, desgarbado, pero con un buen casimir beige, se levantó, caminó presuroso hacia el juez ignorando al fiscal. Puso las manos sobre el estrado.

—Creo que debes darme un receso —miró a los ojos negros del juez, quien desvió la mirada al techo, lue-go al fiscal y al fin la regresó a Salinger.

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