Buch lesen: «Obras escogidas»

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Dirección de la Editorial Universitaria

Jiménez, Guillermo, 1861-1967.

Obras escogidas: narrativa y teatro / Guillermo Jiménez; comp. Ricardo Sigala Gómez, Milton Iván Peralta Patiño. -- 1a ed.– Guadalajara, Jalisco: Editorial Universitaria: Universidad de Guadalajara, Centro Universitario del Sur, 2012.

ISBN 978 607 450 620 4

1. Literatura mexicana-Colecciones 2. Antologías I. Sigala Gómez, Ricardo, comp. II. Peralta Patiño, Milton Iván, comp. III. t.

868.4 .J61 CDD

PQ7297 .J61 LC

Primera edición electrónica, 2012

Compilación

Ricardo Sigala Gómez

Milton Iván Peralta Patiño

Textos

Guillermo Jiménez

© Herederos de Guillermo Jiménez

© 1914, ¿Quién es el autor de la Imitación de Cristo?

© 1916, Almas inquietas

© 1917, Del pasado

© 1919, La de los ojos oblicuos

© 1920, La cancion de la lluvia

© 1921, Constanza

© 1933, Visita a Giovanni Papini

© 1933, Zapotlán, lugar de zapotes

© 1940, Zapotlán

Subdirección

Edgardo Flavio López Martínez

Coordinación editorial

Sayri Karp Mitastein

Producción

Jorge Orendáin Caldera

Diseño de maqueta

Editorial Universitaria

Diseño de portada y diagramación

Lopx. Diseño y Comunicación Visual

D.R. © 2012, Universidad de Guadalajara


Editorial Universitaria

José Bonifacio Andrada 2679

Colonia Lomas de Guevara

44657 Guadalajara, Jalisco

www.editorial.udg.mx

01 800 UDG LIBRO

ISBN 978 607 450 620 4

Noviembre de 2012

Hecho en México

Made in Mexico

Se prohíbe la reproducción, el registro o la transmisión parcial o total de esta obra por cualquier sistema de recuperación de información, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, existente o por existir, sin el permiso por escrito del titular de los derechos correspondientes.

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions


Índice

Prólogo

¿Quién es el autor de la Imitación de Cristo?

Almas inquietas

Cuentos

El collar

Nocturno

En rojo

Beso cruel

La nota blanca

La Petite Otero

Diario sentimental

Lágrimas de otoño

Venganza galante

Desencantado

La muerte de Mimí

Prosas

Las mujeres de la tropa

La tísica

Del pasado

Del pasado

María Elena

Trifaldín

Confidencia

La última sonrisa

Cartas de mujeres

Teatro

Amor ajeno

Berenice

La de los ojos oblicuos

La de los ojos oblicuos

Esta era un amiga gentil

En el… tea-room

Como la Desiderata de Daudet

El mercader de los libros

Historia de una nube

Mi amada no gusta de los libros

Un seno pequeñito

Pajaritas de papel

Música epistolar

Grageas

Y se perdió en la lluvia de las hojas…

Le sourvenir d’autres yeux

Diálogos furtivos

Serenamente…

La canción de la lluvia

La canción de la lluvia

El caso del señor Octavio

Aves perdidas

El encanto del misterio

Constanza

Visita a Giovanni Papini

Zapotlán, lugar de zapotes

Las huertas

El volantín

Amor, sangre

Los pecados

La Catedral

Un viejo amor

Gallo romántico

Hombres de temple

Fiesta de los indios

Zapotlán


Prólogo

Milton Peralta

Ricardo Sigala

I. Guillermo Jiménez

Cuando se trata de artistas, Zapotlán el Grande ostenta sus conocidísimas cartas de presentación: Juan José Arreola, José Clemente Orozco, Consuelo Velázquez y José Rolón, que le han dado fama mundial; sin embargo basta con asomarse a los archivos, a las bibliotecas, a las bibliografías, para encontrarse con autores inesperados que quizás por el brillo de aquéllos suelen dejarse de lado injustamente. Es el caso de Guillermo Jiménez, quien además de ser un sólido escritor fue también periodista, funcionario de gobierno, diplomático y hombre de mundo.

Nació el 9 de marzo de 1891. Comenzó sus estudios en Ciudad Guzmán y los continuó en Guadalajara para después hacer una estancia en el seminario. Inició su vida laboral en la oficina de correos —en Zapotlán y posteriormente en Guadalajara—. Ya en la Ciudad de México fue director del antiguo Museo de Antropología e Historia, trabajó en la Secretaría de Educación Pública, y se desempeñó en la Secretaría de Gobernación como director general de información de la nación y como director de Radio y Cinematografía. Sus incursiones en la Secretaría de Relaciones Exteriores lo llevaron a establecerse como canciller en España y Francia, y más tarde como embajador en Austria.

En estos años Jiménez tuvo el buen tino de enviar a Ciudad Guzmán a su amigo Alfredo Velasco una inapreciable cantidad de libros, que entre clásicos y contemporáneos constituyeron una emblemática biblioteca que representó la formación de varias generaciones de intelectuales guzmanenses, entre los que se encuentra Juan José Arreola. Guillermo Jiménez tuvo una intensa actividad social que le permitió departir con los artistas más reconocidos de la época: Pablo Picasso, Diego Rivera, María Izquierdo, Alfonso Reyes, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Rodolfo Usigli, Ramón del Valle Inclán y Pablo Neruda; entre sus más allegados se encuentran Ándres Henestrosa y Alejo Carpentier, y entre sus coterráneaos, José Clemente Orozco y Lupe Marín.

Guillermo Jiménez publicó una veintena de títulos entre libros de cuento, ensayo, novela, memorias, teatro y prosa periodística, que fueron editados principalmente en México, algunos vieron la luz en España y Francia. Fundó la revista literaria Número, que se publicó entre 1933 y 1935. El escritor zapotlense fue objeto de reconocimientos y distinciones entre las que destacan las Palmas Académicas de Francia como Hombre de Letras (1947), la Orden de Caballero de la Legión de Honor de Francia como Hombre de Letras (1951), la Gran Cruz de Austria (1959), la medalla José María Vigil del Gobierno del Estado de Jalisco (1954) y el Diploma de Gratitud del Ayuntamiento de Ciudad Guzmán (1956). Diego Rivera lo incluyó en sus murales de la Secretaría de Educación Pública.

Guillermo Jiménez murió en la Ciudad de México el 13 de marzo de 1967, sus restos fueron depositados en el Panteón Jardín.

II. Guillermo Jiménez ante la crítica

Para algunos críticos, Zapotlán es un claro antecedente de La Feria de Arreola. Así lo han señalado, por ejemplo, Víctor Manuel Pazarín y Wolfang Vogt. El primero considera que existe una línea directa, «una especie de continuidad y homenaje» entre las obras de Refugio Barragán de Toscano (La hija del bandido), José Rolón (Zapotlán, sinfonía) y los dos libros citados. Por su parte, Wolfang Vogt destaca que ambos describen de manera extraordinaria la belleza de la ciudad: «La prosa modernista de su novela más importante, Zapotlán (1940), emociona al lector por su gran belleza. Con gran maestría evoca Jiménez el idílico Zapotlán de su infancia, un verdadero paraíso». Cabe señalar que, además de los evidentes paralelismos (la ciudad natal y el género de narrativa breve), existe afinidad en la búsqueda expresiva de los dos escritores. Enrique González Martínez sostuvo que el estilo fragmentario de Jiménez (y el de Arreola, podemos añadir) «cabe con holgura en una página y parece que demanda poca intensidad de labor, esfuerzo insignificante y brevísimo tiempo», es en realidad un género muy difícil, para el cual se requiere un enorme talento:

Cada nota de esas que parecen escritas a vuela pluma, ha menester un suave perfume de gracia, o una observación penetrante, o una discreta ironía, o una trascendencia oculta, o una emoción sutil y refinada. Estas minúsculas grageas literarias deben estimular como una droga excitante, producir picor en la lengua, o, cuando menos, perfumar el aliento. Lo soso está prohibido. De esta literatura, más que cualquier otra, debe desterrarse lo mediocre.

La fortuna ha sido caprichosa con Guillermo Jiménez, es cierto, pues apenas ahora comienza a valorarse en su justa dimensión la calidad de su obra. Sin embargo, no le han faltado críticas y comentarios de los escritores más connotados de su tiempo, entre los que podemos contar a José López Portillo y Rojas, quien en su artículo «Un cuentista mexicano», publicado en la prestigiada revista Nuestra América, celebró el inicio literario de Jiménez:

Admiro y aplaudo a Guillermo Jiménez, que hace su aparición en la arena de la literatura con dos libros bien acabados en la mano. Iniciarse así significa poner los pies en el camino del triunfo. Estilo formado ya, fuerte, refinado, exquisito; altiva imaginación, que crea cuadros de despiadada potencia; descripción vertiginosa y enérgica, que con unas cuantas pinceladas de claro oscuro, colorido y relieve a objetos y personajes; simpatía humana, honda, callada y penetrante, bajo capa de crueldad escondida, y sobre todo ello, un profundo sentimiento poético, difundido y como esfumado en el crudelísimo encanto de esas endechas en prosa.

Otro grande de la época, el ya citado Enrique González Martínez, «uno de los siete dioses mayores de la lírica mexicana», también saludó amablemente los pinitos literarios del joven autor zapotlense:

El autor de esta colección (Del Pasado) es un joven que ha publicado ya otra de mismo carácter con el sugestivo título de Almas inquietas. Ha tomado su labor en serio como conviene a escritores bien nacidos, y cuida de su arte como fin noble y no como vulgar pasatiempo. De un libro a otro el progreso es visible; pero yo garantizo que el mismo autor no presume de haber puesto ya fin y remate a su laudable esfuerzo. Como tiene juventud y alientos, como es trabajador, inteligente y entusiasta, y como está en camino de que el gusto y estilo se depuren, firmemente creo que hará la obra que sueña.

Hay otras referencias, también de escritores de renombre, que no pasan de ser meramente anecdóticas, como la de José Luis Martínez: «Guillermo Jiménez es un autor de agradables relatos sobre la vida de nuestra ciudad, de un breve estudio sobre La danza en México y de una cordial estampa de su ciudad natal, Zapotlán (José Luis Martínez)» y la de Enrique Fernández Ledesma: «Lo que tiene de estallante en su trato personal; las frecuentes estridencias de sus juicios, las crudezas de sus entusiasmos, se esfuman en esta bella obra [Constanza] para dar paso a la intelectual distinción del espíritu». Existen, asimismo, algunas críticas que intentan ubicar a Guillermo Jiménez en una línea literaria y establecer paralelismos con el estilo de otros autores: «La canción de la lluvia y La de los ojos oblicuos […] Son páginas en las que respira algo de lo mejor de Jiménez y mucho de las ensimismadas atmósferas que la literatura mexicana registró entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente [el modernismo]». En el mismo tenor, el Diccionario de escritores mexicanos (1997) del Centro de Investigaciones Filológicas de la UNAM asegura que el tono poético de sus narraciones y crónicas recuerda al estilo de Azorín y de Gómez Carrillo. El prólogo de Constanza, escrito por Enrique Fernández Ledesma, esboza también un juicio crítico sobre el estilo de Guillermo Jiménez.

Constanza se lee en quince minutos y la emoción de la lectura nos ronda horas y horas… Así es de fina, de pura, la primaria belleza de los breves pasajes de la obra. Sus cuadros, realizados con una sobriedad mate, dan una impresión de pulimento discreto, de sedante refugio de tersura cordial. Porque lo más cautivador del minúsculo volumen es la concordancia entre su emoción y su estilo. Allí hay equilibrio. Y entre lo que se dijo y la forma en que se dijo, hay un nexo que regula los matices de la palabra y que pone a escala el crescendo de la emoción.

Si bien no son pocos los comentarios y referencias dignos de interés, la obra de Guillermo Jiménez no ha sido suficientemente tratada por la crítica, pues no se le han dedicado estudios que ofrezcan una valoración amplia y profunda de su riqueza literaria. La nueva edición que presentamos, pretende ser un estímulo para que los futuros investigadores lleven a buen puerto esta enorme (y apasionante) tarea pendiente.

III. Las obras escogidas

La obra de ficción de Guillermo Jiménez es prácticamente imposible de conseguir, el lector común o el estudioso de la literatura se enfrenta a esta carencia que ni la panacea de internet puede solucionar. Exceptuando un volumen que publicó la UNAM, otro par a cargo del Archivo Histórico de Zapotlán el Grande, por cierto con escasa o nula distribución en las librerías, y una novela corta en la web, sólo se puede constatar la existencia de la obra de este zapotlense por referencias bibliográficas especializadas. Ante esta realidad el Centro Universitario del Sur y la Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara abrazaron el proyecto de conjuntar en un volumen la obra de ficción, narrativa y teatro, de Guillermo Jiménez para contribuir así a la divulgación de una obra que, a decir de muchos ha sido injustamente relegada.

Se incluyen en este volumen nueve títulos que fueron publicados entre 1914 y 1940, las plaquets con un solo cuento, ¿Quién es el autor de la Imitación de Cristo? (1914) y Visita a Giovanni Papini (1933); el relato breve Constanza (1921); los libros de cuentos Almas inquietas (1916), Del pasado (1917), La canción de la lluvia (1920) y Zapotlán, lugar de zapotes (1933); y las novelas breves La de los ojos oblicuos (1919) y Zapotlán (1940). Hemos optado por presentarlos en orden cronológico para que el lector pueda apreciar el desarrollo de la prosa claramente modernista en los primeros textos hasta la búsqueda en los experimentos narrativos del siglo XX en Zapotlán.

Nuestra pretensión inicial era incluir aquí toda la narrativa, se realizó un arduo trabajo de recuperación de primeras ediciones, ediciones únicas y reediciones, en bibliotecas públicas, archivos, librerías de viejo, bibliotecas particulares e internet, y se consiguió un corpus valioso de material. Sin embargo nos fue imposible encontrar La ventana abierta (1923), esperamos en una futura edición poder subsanar esa ausencia. En cuanto al teatro, se trata sólo de dos pequeñas obras incluidas en Del pasado como remate o colofón de la colección de cuentos, decidimos dejarlas como parte del volumen respetando la decisión original del autor.

Queremos agradecer a las autoridades del Centro Universitario del Sur y a la Editorial Universitaria por su disposición para consolidar el rescate de la narrativa del autor, a su hija la señora Margarita Constanza Jiménez de Suárez por su importante contribución a la realización de este libro y su confianza en que esta empresa llegara a buen puerto, a todas las personas que nos abrieron sus bibliotecas personales, al Archivo Histórico de Zapotlán el Grande, a Joanna Contreras que hizo la transcripción de los textos, a Didiana Sedano que colaboró en la laboriosa y meticulosa tarea de cotejar el texto con los originales, así como en la unificación de criterios y la corrección. Todos ellos han contribuido a que este volumen de las Obras escogidas… de Guillermo Jiménez sea una realidad.



La riente campana del seminario anunciaba la salida de clase. Después de rezar, todos los estudiantes abandonábamos el aula ávidos de libertad y de sol; se oían risas jocundas, gritos jubilosos y, en medio de tanta algarabía, vibraba la voz grave del rector (Sr. Pbro. Ignacio Chávez Gutiérrez), que imponía silencio.

Éramos muchachos de trece a catorce años de edad y parecíamos una parvada de pájaros que, agitando sus ligeras alas en la opulencia de un cielo azul, en una diáfana mañana de primavera, emprenden el vuelo al país del ensueño.

Dios mío: ¿por qué no guardaste siempre blanco mi espíritu, como una flor de nieve bañada de sol?

¿Por qué permitiste que manchara mi cándida vestidura de niño?

¡Oh! Señor, ¿para qué pondrías esa gota de púrpura en el suave armiño de mi alma?

¡Qué hermosos tiempos aquellos!

Era un enfermo día de febrero; parecía que un gran manto de tristeza envolvía los contornos de las cosas… El día anterior habíase celebrado el onomástico de nuestro amado rector con una flamante fiesta literaria.

Tarareando el melancólico ritornello de unos misterios religiosos, se pasaba el rector Chávez por los corredores del colegio jugando unas llaves minúsculas y viendo a todos los colegiales que descomponían el adorno del salón. Unos desprendían de los arcos y de las columnas los festones de aromático pino y de flores de papel de china, descoloridas ya por la brisa de la tarde; otros, bajaban los pabellones de gasa, las grandes lámparas de gas que habían iluminado la fiesta.

El patio estaba saturado de sillas y de escombros, y un sonido ensordecedor producía el caer de los telones del foro provisional, de las decoraciones y de las bambalinas que ostentaban horribles cariátides de reír eterno…

—Venga jovencito —me dijo con voz preñada de cariño el virtuoso padre Chávez, tendiendo sobre mi hombro su mano paternal; luego continuó—: ¿Por qué no se acomoda esa corbata y se abrocha el chaleco? Ya sabe, no me gusta que mis estudiantes sean jarochos —Me dio mil consejos y ofreció hacerme bibliotecario.

Había tanta bondad y dulzura en las frases amables del casto varón, que me pareció que de sus labios brotaban pétalos de nardo llenando el ambiente de un perfume celeste. Me sentí envuelto con la ternura de sus palabras, bañado con la humildad de sus pupilas, acariciado con la seda de sus manos y pensé ser bueno.

Señor: ¿por qué no vuelves a encender en mi alma el oro de mi fe?

Señor: ¿por qué no haces que vuelva a florecer en mi pecho esa rosa de fuego?

***

Dos días después por orden del rector, entré a la biblioteca.

Abrí las maderas de una ventana y un magnífico chorro de sol inundó el silencioso salón, salón oliente a papeles viejos.

Brillaron los aurinos lomos de los libros, los pergaminos parecía que temblaban con la suave caricia de la luz y ésta besaba reverente las góticas letras de oro de los misales, que ocultaban viñetas admirables, hechas por linfáticos artistas, ascetas y monjes demacrados…

Los cristales azulosos de la vieja estantería espejearon con mágicos fulgores.

Comencé a ver títulos y libros.

La Patrología, ocupaba tres grandes estantes, seguían Opera Omnia, Scripturam Sacram, Theologiae… No pude resistir la tentación de hojear la espléndida edición de La Santa Biblia: lo primero que vi fue «Adán y Eva en el Paraíso», encantadora estampa del atormentado dibujante Gustavo Doré. Eva aparecía en su radiante hermosura como una excelsa figura de alabastro; Adán ostentaba la belleza de un dios pagano, y en sus ojos de terciopelo brillaba la inocencia de los ángeles.

Después «Eva tentada por la serpiente». ¡Oh!, cuánta vida palpitaba en aquellos cuerpecitos núbiles, cuánto fuego en los ojos y deseo en los purpúreos labios… y la serpiente se retorcía en el árbol del «bien y del mal» que pródigo ofrecía frutas de oro.

Muchas tardes duré hojeando aquel sagrado libro, que guardaba tantos secretos y un raudal de emociones; un gran número de veces me deleité con los maravillosos dibujos del artista francés; ¡cuántos paisajes ideales, qué esbeltez en las figuras, qué suave armonía en las líneas impecables, qué delicadeza en el todo y qué soberbia de luz…!

En otros entrepaños, dormía El año cristiano, las historias de los confesores y de los mártires… unos macerados, otros arrojados a las fauces asquerosas y sanguinarias de las bestias; aquellos, sumergidos en calderas de aceite hirviendo; pero todos con la sonrisa a flor de labio, poseídos del divino amor, glorificados por la gracia del Mártir de los Mártires.

Ahí estaban las vírgenes con epidermis de rosa y lino, ahí lucían sus rostros anémicos las santas viudas; ahí ostentaban su estupenda hermosura Magdalena y Margarita de Cortona… el purísimo rey de Francia con un lirio en las liliales manos, y el inmaculado San Estanislao.

Mis ojos se inundaron de lágrimas al ver el cuerpo dardeado de San Sebastián y mi boca se impregnó de amargura al contemplar los maravillosos ojos de Lucía en una bandeja de plata.

¡Qué ganas de ser santo! —me decía— y ahora… ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué no guardaste siempre blanco mi espíritu como una flor de nieve bañada de sol?

Estaban empastados con gran lujo los volúmenes de la Historia Universal y los de la Historia de la Iglesia.

En otros estantes velaban en compañía del rojo Dante, los poetas latinos, griegos y los clásicos españoles.

Entonces conocí a nuestro adorable padre Don Quijote, y saludé al buen Sancho.

Seguía una legión de autores místicos: Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Fray Luis de Granada… y en un rincón obscuro, condenados con un mohoso candado, Voltaire, Spencer, Rousseau, los dos Dumas, Víctor Hugo y el tétrico Leopardi.

Una vez que estaba engolfado viendo las estampas de una «Mitología», entró el rector Chávez y lleno de afabilidad me preguntó qué leía.

—Es la historia de los dioses paganos, mire usted a Leda, y a Júpiter, que tomó la forma de cisne blanco…

—No lea usted eso, le voy a prestar un libro hermoso, a diario lea un trocito y verá cuánto provecho sacará de él —y me tendió un libro pequeño, empastado en tela negra que se titulaba Imitación de Cristo, y continuó diciéndome:

—Kempis es un escritor admirable, divino; su libro es el más popular, después de La Santa Biblia.

Leí el librito con suprema curiosidad de estudiante, y al terminarlo no me dije: Kempis es un escritor admirable; dije: Kempis es un gran beato.

En aquellos tiempos no me preocupaba por las bellas letras, y el Thomas V., se extinguió en mi memoria con la rapidez con que se apaga el fulgor de una estrella errante.

***

Dos años más tarde, cuando en mi «jardín interior» comenzaba a brotar la flor del arte: vi unos místicos versos escritos por Fray Amado —como le llamaron un tiempo a Nervo— dedicados a Kempis.

Entonces volví a leer la Imitación de Cristo, y al concluirla me dije: bien decía el sabio rector: es un libro admirable, escrito por un asceta divino.

Y siempre que he releído esos versículos singulares, la figura de Thomas de Kempis, en medio de mis pesares y tristezas surge como un astro esplendoroso de luz consolatriz que alienta mi esperanza enferma…

***

Ahora tengo una gran duda.

¿Thomas de Kempis es el autor de ese libro universal y único?

Guillermo Jünemann, en su Historia de la literatura afirma categóricamente que la Imitación de Cristo la compuso Thomas de Kempis, canónigo regular de San Agustín (Pag. 105).

En la Historia general de la Iglesia, escrita por el señor Abad de Chorsi, impresa en Madrid el año de MDCCLV (Tomo décimo, págs.: 333 y 334); se pone en duda que Thomas de Kempis sea el autor del mencionado libro.

Oíd lo que escribe el Abad de Chorsi:

«A Juan Gerson, canciller de la Universidad de París le atribuyeron mucho tiempo el libro del Contemptus Mundi, o Imitación de Jesu.Christo, impreso en su nombre. Después se atribuyó, sin razón, a Thomas de Kempis, canónigo Regular de San Agustín. Vivía Kempis en el decimoquinto siglo y su estilo y modo afectuoso en otras obras se parece en algo a ésta. Otros, fundándose mejor sobre algunos manuscritos, anteriores a Kempis, dijeron, que el Abad de Jesén de la Orden de San Benito era su autor…»

Don Wenceslao Ayguals de Izco, en su Panteón Universal, Madrid, 1853 (Pag. 305. Tomo III), dice lo siguiente:

«Kempis (Thomas Haemmerlen de A.), nació en 1380. Dedicado al estado eclesiástico desde niño, tomó el hábito de canónigo regular del monte de Santa Inés, del cual era prior su hermano, y en aquel retiro se ocupó principalmente en traducir La Biblia y otras obras ascéticas, hasta que electo sub-prior del mismo convento, dio a luz varias copias, muy apreciadas por su belleza caligráfica. Son éstas, el antiguo y nuevo testamento, y una recopilación de las máximas de los libros santos, titulada: Imitación de Cristo, que aun cuando se han encontrado escrita de propio puño y letra de A. Kempis, su verdadero autor es Juan Gerson…»

Ernesto Renan, en sus Estudios religiosos, al ocuparse del autor de la Imitación de Cristo, describe entre otras cosas:

«El libro que bajo el título equivocado de Imitación de Jesucristo, ha alcanzado tan extraordinaria fortuna, ha ejercitado más que otro alguno la sagacidad de los eruditos.

La historia de las diversas literaturas no ofrece acaso ninguna otra obra cuya paternidad esté tan borrada. El autor no ha dejado ni una huella de sí mismo; para él no existe ni el lugar ni en el tiempo; se creería en una inspiración de lo alto que no ha atravesado, para llegar hasta nosotros, la conciencia de un hombre. Desde las relaciones absolutamente impersonales de los primeros evangelistas, jamás voz tan desprendida de todo rasgo individual había hablado el hombre de Dios y de sus deberes.

La hipótesis de que su autor sea Thomas de Kempis, no es mucho más aceptable de que lo sea Gerson, bien que, bajo ciertos puntos de vista, encierre una parte de verdad. La fórmula que se encuentra al final del manuscrito de Amberes: FINITUS ET COMPLETUS PER MANUS THOMAE ANNO DOMINI 1441, indica, seguramente, la mano del copista o del compilador, pero no la del autor.»

El R. P. Mercier, S. J., en su obra Concordancia entre «Imitación de Cristo» y los Ejercicios espirituales de San Ignacio, escribe en Advertencia preliminar (Pag. 11):

«En el siglo XVII, en P. Heser, de la Compañía de Jesús, ardiente defensor de Thomas de Kempis, cuando la discusión acerca del autor de la Imitación de Cristo… Desde aquella época, algunos eruditos de primer orden en Francia, en Italia, en Alemania, en Inglaterra, en Bélgica y en Holanda, no han cesado de reivindicar a favor de Thomas de Kempis la paternidad de la Imitación, pero aún no se ha dicho la última palabra: ADHUC SUB JUDICE LIS EST.»

***

¿Quién será el autor de esas celestiales páginas?

¿Qué pluma divina escribiría esos bellos versículos, que han sido traducidos a todos los idiomas; y que según Tritemio y Belarmino, visitando un religioso la Biblioteca del Rey de Marruecos encontró un ejemplar del Contemptus Mundi traducido en lengua turca?

¿Fuiste tú, divino Kempis?

¿Fuiste tú, iluminado Gerson?

¿De tu pluma de radio, brotó beatífico Abad de Jesén?