La inteligencia religiosa

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La inteligencia religiosa
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A mis alumnos


La verdad no se impone de otra manera

sino por la fuerza de la verdad misma.


PABLO VI, Dignitatis humanae

INTRODUCCIÓN

Este breve ensayo tiene por objeto clarificar algunas cuestiones clave del diálogo razón-fe en el ámbito de la educación. Como resultado de ese diálogo he planteado algunos principios que configuran la enseñanza: aquello por lo que cobra sentido. Es cierto que me he enfocado principalmente en la formación universitaria, que es la que yo ejerzo como profesor en una universidad católica. Sin embargo, las conclusiones me parecen aplicables a otras etapas formativas e incluso a la familia: en concreto, a la familia cristiana, aquella que busca tener hijos libres, abiertos a la realidad en todas sus dimensiones; hijos críticos con las consecuencias de una razón reducida y un deseo intencionadamente devastado por el consumo. El punto de partida para su escritura ha sido tomar las asignaturas de las que soy profesor y responder a las siguientes preguntas: ¿qué ofrece de diferente una formación católica sobre los contenidos que yo imparto de otra que no lo sea? Y esa diferencia, ¿aporta algún valor o, por el contrario, lo reduce? Es decir, ¿existe un modo propiamente católico de abordar cualquier saber? Y, si ese modo es posible, ¿sería extrapolable a otros contenidos de aprendizaje, ya sea una asignatura escolar o la educación de los hijos? En resumen, ¿existe una inteligencia religiosa como existe una inteligencia racional, emocional o estética?

Preguntarse por la enseñanza católica es también alertar sobre la urgente necesidad de que la sociedad tome conciencia de que el pensamiento católico no solo es una propuesta válida entre otras para la enseñanza, sino necesaria, pues amplía la visión desde la que se aborda cualquier saber; ampliación que, como presentaremos –y es de lo que tratan estas páginas–, permite vivir la condición humana en toda su plenitud. El catolicismo, entonces, además de ofrecer un mejor aprendizaje, contribuye a interpretar con precisión nuestra realidad –que en definitiva es mucho más importante–, ya que introduce factores esenciales que en el pensamiento actual son obviados. Y todo sin necesidad de que para ello se dé el presupuesto de la fe, que es consecuencia, pero no requisito, de la inteligencia que presentamos. Esto significa que la educación católica, como método para el desarrollo de una inteligencia religiosa, es válida para creyentes o no creyentes; aunque, evidentemente, es mucho más urgente para los primeros por cuanto, dándose la experiencia de la fe, si se desea que esta sea completa, se precisa de una metodología que contribuya a hacerla más verdadera y que la purifique de lo que no le corresponde.

Habida cuenta del carácter personal de este pequeño ensayo, y aunque no es lo propio de un trabajo de este tipo, quisiera aclarar en esta introducción la posición desde la que parto, porque ayuda a comprender mejor mi planteamiento. Me parece pertinente hacerlo en un caso como el actual, pues, como propone la hermenéutica crítica, para comprender algo debemos entender cómo ha llegado a ser ese algo. Partir de aquel que reflexiona para así desentrañar lo reflexionado es un planteamiento válido, entre otras cosas porque aquello de lo que vamos a hablar nace de la experiencia, y la experiencia solo es posible presentarla desde el yo. No puedo, entonces, abstraer el texto de mi propia historia. Quizá esta sea una de las características que ya confiere a la formación católica una singularidad: que quien enseña importa. Y no solo importa por su saber, sino por quien es. Es decir, que quien se encuentra en el aula frente al alumno es tanto o más importante que lo enseñado. La educación, cuando sale del margen de la mera formación, de la mera transmisión de conocimientos, tiene como objeto hacer crecer al otro. La educación es el lugar donde se pone en juego todo: lo que se enseña, a quien lo enseña y la forma en que se enseña. No hay compartimentos estancos. Los jóvenes lo miran todo, la totalidad. Y tienen un ojo clínico para descubrir nuestras inconsistencias, nuestras hipocresías, nuestros cálculos –que se dan cuando quien enseña no se pone en juego–. Esconder esta totalidad que nos afecta como padres o como profesores es esconder la única posibilidad de que se produzca un encuentro fructífero y verdadero entre el profesor y el alumno o entre los padres y los hijos. El campo de juego de la educación es la libertad. Sin libertad no hay educación, sino adoctrinamiento. Por eso la historia personal no es un paréntesis que se queda fuera del aula o de la casa. Al traspasar la puerta de clase se entra con el yo, con la totalidad del yo: con las vivencias pasadas, las creencias presentes y las esperanzas futuras. No hay relación si no es entre personas libres; no hay encuentro si no es entre yoes sin máscaras –y la máscara «profesor» es como cualquier otra máscara, una coraza que impide poner en juego la verdad de la relación– y no hay experiencia si no es en la vida. La educación no es una cosa que sucede en el aula al margen de la vida. Es el acto mismo por el que la vida adquiere un nuevo sentido: aquel que permite interpretarla desde la totalidad de los factores que la constituyen.

Partimos entonces de mi historia, que es la historia de una persona que se ha movido por los caminos de la creencia, la duda y la increencia. Pero es también la historia de un reencuentro. Un camino de ida y vuelta que comenzó con una religiosidad familiar viva, a la que siguió el tanteo de la vocación religiosa y, posteriormente, un desencanto que condujo al agnosticismo y, por un breve tiempo, al ateísmo; este habría sido mi estado natural si no se hubiera producido el acontecimiento que permitió la conversión: un hecho inesperado que desencadenó las preguntas por el sentido de la vida y de la condición humana. Las respuestas halladas, lejos de implicar una fulgurante conversión al modo paulino, han ido por sendas no exentas de nuevas preguntas en las que la compañía (que empieza en el propio hogar, es decir, por mi mujer, que es el principio de la Iglesia en mi vida) ha resultado decisiva frente a las propias limitaciones personales. Sin embargo, es importante reconocer con sinceridad la modalidad de la fe que se hace presente en mí y que no es otra que la de la duda siempre insistente: una religiosidad que se toma en serio a sí misma y, en consecuencia, se manifiesta con altibajos, inquieta, en ocasiones agotadora por su falta de certezas; permanentemente en búsqueda, incansable, pero que se mantiene fiel, porque reconoce la condición saciadora de la fe para aquel que tiene sed, como es mi caso; es decir, que admite que solo en ella la vida adquiere sentido, pero que se resiste cada cierto tiempo a señalar la fuente de su origen, ya sea por debilidad o por miedo al abandono frente a las propias fuerzas que eso significa. Una forma de fe que tan maravillosamente resumió san Agustín en sus Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».

En consecuencia, mi necesidad de comprender la vida y su vocación de sentido desde la fe no podía hacerse de forma superficial o abordando únicamente uno de sus aspectos: requería una perspectiva amplia, lo que implicaba –e implica– estar atento a todo cuanto sucede. Esa voluntad de comprenderlo todo, quimérica como intención, pero saludable como método, tuvo como contrapartida un perfil demasiado abierto, demasiado amplio, demasiado interdisciplinar para encajar en los rígidos márgenes del mundo académico universitario español. Esta amplitud de intereses ha sido fuente de conflictos personales –casi diría que de arrepentimiento– por sus consecuencias prácticas negativas en un mundo académico hiperfragmentado, fascinado por la técnica y la especialización; pero también ha enriquecido aquello que enseño y cómo lo enseño. También como padre y como ciudadano con voz propia.

Me gustaría añadir en este momento una pequeña reflexión desde el punto de vista académico que algunos compañeros de profesión habrán vivido en sus propias carnes. Esta perspectiva amplia choca de lleno con el modelo académico universitario occidental, que no entiende lo que no sea especialización y que, en no pocas ocasiones, para justificar su razón de ser, exige un modelo educativo e investigador desconectado de la realidad. Es evidente que se precisa de especialistas que profundicen en aspectos muy concretos, que son la gran mayoría, pero también que se necesitan perspectivas amplias que permitan relacionar cuestiones que actualmente se presentan como si no tuvieran nada en común cuando solo se comprenden desde su interconexión. Esta segunda opción es practicada por una minoría –entre la que me incluyo– poco reconocida y penalizada por las autoridades políticas y académicas nacionales e internacionales. Hoy estamos sufriendo las consecuencias de ello. La más grave es que se oculta bajo una montaña de investigaciones inútiles, de informaciones parciales y de discursos caducos el fracaso del saber técnico como vía para la esperanza del ser humano. De hecho, se niega la posibilidad misma de dicha esperanza, que es ridiculizada y reducida a consuelo del ignorante. Como si la esperanza fuera el último recurso al que agarrarse frente a las injusticias del mundo. Desde el punto de vista cristiano, la esperanza es todo lo contrario: como ya he vivido una fugaz experiencia de la felicidad puedo creer que es posible la felicidad plena y actuar para que así sea. La esperanza es posible –y se da, ejemplarmente, por cierto, y pienso en este momento en nuestros hermanos perseguidos en Oriente Medio–, pero imposible hallarla desde una razón reducida que, curiosamente, es la que estamos practicando en el mundo occidental; un mundo que, abrumado por el éxito productivo, no quiere reconocer sus insuficiencias para encontrar las razones de una vida plena. El resultado está por doquier: una sociedad agotada, desorientada, dopada y ansiosa frente a su falta de claridad.

 

Consecuencia de ello es que la sociedad posmoderna prefiere arrinconar las preguntas para no evidenciar su insuficiencia para responderlas. Como resultado no solo se ha reducido nuestra capacidad de darnos razones para la existencia, sino que se han ahogado las preguntas mismas. Su sola presencia incomoda, nos recuerda nuestra impotencia para contestarlas. Y lo que molesta mejor abandonarlo que hacerle frente. En contraposición a ello es misión principal de la enseñanza cristiana devolver al centro de la vida de nuestros estudiantes –e hijos– las preguntas esenciales. Y constatar así si el cristianismo es capaz de responderlas o no. El ejercicio educativo entonces es doble. Despertar el ansia por la realidad y convertirse en la vía para saciarla. Sin eso, los padres y educadores solo seremos meros engranajes de una sociedad que vive desconcertada frente a sí misma; que camina con anteojeras hacia las metas que esta le fija, fundamentalmente de consumo, pero que se siente incapaz de plantear una alternativa válida y felicitante para un ser humano cuyo corazón aspira a mucho más de lo que el mundo le ofrece.

En oposición a la «excesiva sectorización del saber», tal y como denunciaba Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate, que conlleva, según afirmaba el papa Francisco en su reciente carta apostólica Misericordia et misera, «la multiplicación de las formas de tristeza y soledad en la que caen las personas, entre ellas las de muchos jóvenes», se hace patente que el camino es otro. Se trata de un camino mucho más complejo y mucho más fatigoso. Porque implica ejercitar nuevas formas de comprender, como aquí proponemos.

Ser profesor en una universidad católica, como es mi caso, tiene necesariamente que implicar una forma y un contenido diferentes de dar las materias, como ser profesor de un colegio religioso, como ser un padre creyente que camina junto a sus hijos hacia la libertad. Se entiende entonces que ampliar la razón, recurso necesario a todas luces, tal y como nos pedía el papa Benedicto XVI para poder abarcar todas las dimensiones de lo enseñado, no es un mero ampliar intelectual. Se trata también de integrar dentro de esa ampliación una cuestión clave: que si la fe tiene que ver con la vida, tiene que ver con la totalidad de la vida; también con la historia, la comunicación o el marketing, que son asignaturas que imparto, como lo tiene que ver con la anatomía, las matemáticas o las finanzas; es decir, con cualquier materia, con la vida misma. Lo católico deja de ser, en consecuencia, un añadido, como si fuera una deontología superpuesta al contenido de una materia, para transformar el contenido mismo, como hacen, dicho sea de paso, las buenas éticas. Pero en este caso no solo se trata de hacerlo desde la perspectiva de la moral, sino también como inteligencia religiosa que permite comprender al ser religioso que es todo hombre y el acontecimiento de Cristo en la historia; también hoy. Es precisamente el factor religioso lo que ayuda a descubrir en toda su dimensión aquello que es estudiado, de manera que no solo se aprende el ejercicio de una técnica, sino el fin de esta, su pertinencia o no para el hombre y el modelo de sociedad que de su uso se deriva.

Por inteligencia religiosa, que da título a este ensayo, entendemos el modo de proceder de la razón en relación con la fe. Es un modo propio, con sus propios mecanismos, como la sensibilidad estética es la manera de acceso a la apreciación de lo bello. La inteligencia religiosa permite la apreciación de lo religioso y la religación, en concepto de Zubiri, con la trascendencia. El olvido de sus mecanismos, su ininteligibilidad actual, es la fuente de la extrañeza que tiene el hombre posmoderno frente a Dios. Es una inteligencia tan dormida que el hombre ya no reconoce los gestos que se dan ante sus ojos: no entiende el lenguaje desde el que le habla la realidad. Las formas que le son propias pasan inadvertidas, porque una gran mayoría de personas es incapaz de interpretarlas. Es como un cuadro del que no se puede apreciar más que las manchas de color, pero no su significado ni su intención; un cuadro así es imposible que facilite la experiencia de su belleza; solo una valoración superficial: se vuelve ajeno a nuestro interés, no impacta. Así nos está sucediendo con lo religioso. Por eso es urgente su recuperación. No porque se quiera convertir a nadie, sino porque se está hurtando a muchas personas la capacidad de realizar un juicio verdadero sobre su existencia, sea creyente o no. Carecen del método adecuado, lo que significa que la formación de su conciencia está viciada. La inteligencia religiosa no es propiedad de los creyentes, porque es el modo en que se razona la fe. Es decir, que es anterior a la fe, pero es vía para la fe y puede incluir como resultado final la misma fe, que necesita además de la experiencia del encuentro verdadero que transforma el corazón para hacerse real. Sin desarrollar esta inteligencia se puede llegar a conclusiones equivocadas en cualquier sentido: creer por adoctrinamiento o tradición o no creer por ignorancia religiosa. Este es el gran drama de la modernidad: que ambos modos son preferentes y ambos modos son falsos. Por eso se necesita aprender su modalidad. Dicha modalidad, para los que nos encuadramos en la tradición católica, es una educación que no impone creencia alguna: lo que busca es enseñar a verificar si la propuesta cristiana es cierta o no en contraposición con lo que nos sucede. Este es quizá el mayor reto educativo para el catolicismo. Porque se le antoja un proceso extraño incluso para el propio catolicismo, que ha preferido encerrarse en el buenismo ético, la sentimentalidad afectiva o el dogmatismo ideológico. Si a ello añadimos un clericalismo de bajo nivel, con sacerdotes que se ponen en el centro de la comunidad en vez de servirla, un pueblo laico de baja intensidad o autorreferencial y un pensamiento católico al que se le ha atascado la correa de transmisión educativa con el advenimiento de una cultura totalmente ajena a sus formas de comprender, entendemos el desconcierto de lo que es educar para los padres católicos, para los colegios católicos, para las universidades católicas.

Una aclaración conceptual. Cuando en este texto se habla de inteligencia religiosa, no se entiende al modo de las inteligencias múltiples de Howard Gardner ni se identifica, evidentemente, con su modo de concebir la inteligencia espiritual. Nuestra concepción de la inteligencia se refiere a un modo de razonar. Nos referimos, pues, a un método. No nos referimos a que haya gente con mayor o menor inteligencia religiosa, sino que procede de modo adecuado ante la pregunta de lo religioso en su vida. Lo mismo sucede, a nuestro entender, con otras formas de reflexión como la estética, la conceptual o la emocional. No es, pues, una cuestión psicológica, ni de activación neuronal, ni de habilidad mental. Por tanto, no hay cociente alguno que mida la inteligencia religiosa en el sentido que planteamos. De lo que hablamos es, en definitiva, de una razón ampliada que va más allá de la reflexión conceptual y que utiliza otros mecanismos adecuados para que la aproximación a la realidad sea más verdadera. La inteligencia es una cualidad que todo el mundo posee en mayor o menor medida: es la capacidad de comprender y resolver los problemas que se nos plantean. La inteligencia religiosa sería, pues, la capacidad de comprender lo religioso; y desde esa comprensión ser capaces de resolver el asunto central de la vida: su vocación de sentido y si la fe tiene que ver con ello o no.

El librito que tiene entre sus manos se conforma por dos bloques distintos. El primero presenta los aspectos teóricos, los principios en los que se fundamenta la inteligencia religiosa. El segundo bloque analiza la docencia universitaria católica desde mi propia experiencia como profesor; una docencia que es ejemplo de las otras dos realidades educativas por excelencia: la escolar y la familiar. Como conclusión se plantea, en un tercer momento, la necesidad de instaurar el método que es propio de la religión, de igual modo que es necesario educar emocional y estéticamente. No hay un recetario final: no espere encontrar un listado de cosas que hacer. Lo que se busca es estimular una manera propia de pensar, una manera religiosa de interpretar la realidad, y cómo educar en esa manera de interpretar para que esta sea válida en la vida. Lo bueno es que se puede aplicar en cualquier materia, en cualquier circunstancia educativa, familiar y vital. Lo que transforma la inteligencia religiosa no es la manera de educar, sino el sentido mismo de la educación.

LA INTELIGENCIA RELIGIOSA. EL SENTIDO DE LA EDUCACIÓN

1

ASPECTOS TEÓRICOS

1. Sociedades «amayéuticas». Jóvenes desorientados con las mismas necesidades que los adultos: todos partiendo de una razón reducida


Los análisis sociológicos suelen ser bastante pesimistas cuando hablan de jóvenes, ahora y siempre. Ello es debido, principalmente, al cariz crítico de todo análisis que pone el foco en lo que es susceptible de mejora, lo cual presupone una deficiencia que hay que corregir. Esto no quiere decir que realmente la sociedad sea tal y como la describen, sino que no se han alcanzado los ideales soñados. Mi intención no es presentar, pues, un panorama sombrío de nuestros estudiantes; en primer lugar, porque no creo que sea tal y, en segundo lugar, porque poco importa: la experiencia de Dios se da siempre en la realidad, sea cual sea esta, ya sea circunstancialmente mala o buena.

No es que las personas que llegan a la universidad carezcan de fe o no, sino que la cuestión les es ajena. Quizá este sea uno de los rasgos más distintivos de la posmodernidad. No hay un combate ideológico ni un enfrentamiento de cosmovisiones distintas. Simplemente, el vivir se ha convertido en un vivir en lo contingente, donde las preguntas han quedado ahogadas por una sucesión constante y vertiginosa de múltiples opciones de vida aparentemente buena. Los estudiantes viven con una razón reducida, modelo de razón que es mayoritario en nuestra sociedad, como en general vivimos todos. Dicha razón se caracteriza por la preferencia por el saber técnico frente a otros tipos de saberes. En consecuencia, la universidad ha quedado supeditada al servicio de un progreso técnico que se concibe a sí mismo como autosuficiente y con categoría de valor moral –posición desde la que se juzga el resto de saberes–, pero que, en realidad, ha marginado aspectos fundamentales para el desarrollo del hombre. Nuestros alumnos ya no nos solicitan que contribuyamos a reflexionar sobre la ontología de la realidad y lo que la configura, sino que nos preguntan cómo pueden hacer un uso productivo de ella. La presión por la productividad y el éxito profesional que anida en sus expectativas o en las de sus padres –tal y como compruebo en las charlas que doy de presentación del grado del que soy responsable– ha tenido como consecuencia que se obvien en el aula las preguntas que sustentan el saber, desgajando lo aprendido de su pertinencia, de su bien y de su servicio al hombre; ni lo quieren ni lo esperan.

A la mayoría de los alumnos el pensamiento católico se les antoja como incapaz de proponer nada que no sea estrictamente religioso –quedando, además, lo religioso circunscrito a lo moral y, a lo sumo, con una vaga espiritualidad sin anclajes en la realidad–, y mucho menos que tenga algo que decir sobre lo que estudian. No es que las definiciones del catolicismo no les valgan, sino que se le niega a este la categoría de definidor. De ahí el empeño del pensamiento dominante de caricaturizarlo como contrario a la razón, de sobredimensionar sus errores y obviar sus aciertos y, por supuesto, de arrinconar su papel fundamental en la construcción de los ideales y principios que rigen nuestra cultura, como si Europa, como si la Revolución francesa, como si la Ilustración fueran algo creado ex nihilo, ajeno al sustrato de pensamiento católico en el que se sustentan, amén de ser un proyecto fracasado que ha dado lugar a este tiempo nuevo en el que estamos inmersos. La religión católica es arrinconada al ámbito de lo privado, lo cual implica deslegitimar su capacidad de influencia en la sociedad o en la opinión pública, que, por otro lado, se otorga al primero que pasa, tenga capacidad de ello o no.

 

Pero, en realidad, necesitamos saber por qué y para qué hacemos las cosas que hacemos antes de hacerlas; necesitamos aspirar a la verdad y al bien, a pesar de las dificultades intelectuales que ello implica. Lo que estamos afirmando es que, si renunciamos a la metafísica por la facticidad (al ser de las cosas por su uso), estamos reduciendo la vida a lo mero realizado, quedando fuera lo no dominado por el hombre; es decir, la cuestión que otorga sentido a la acción. Llevado al ámbito de la comunicación, una de mis disciplinas, por ejemplo, la pregunta de por qué y para qué comunicamos carece entonces de sentido: solo importa la eficiencia y la técnica para comunicar mejor en función de nuestros objetivos. Se eleva así la técnica por encima de la sabiduría, se ensalza el futuro –construido por el hombre– y se minusvalora el porvenir que nos es dado; se encierra la historia en el propio hombre y se le levanta sobre un altar al que adorar. Solo importa el vivir. Y luego surge la frustración cuando ese futuro vivido no se asemeja a lo que habíamos proyectado, como si la vida toda estuviera en nuestras manos, como si la vida tuviera que darnos cuentas por salirse de nuestro ideal, como si el hombre pudiera y debiera controlarlo todo.

Para superar esta reducción necesitamos ampliar las formas de conocer en nuestras asignaturas. La aprehensión de la realidad por parte del hombre se hace desde múltiples vías, no solo empíricas. La victoria del modelo científico como única forma de conocer ha tenido como consecuencia que lo que en el pasado se entendía como irracional –identificada la racionalidad con dicho modelo científico– ha pasado a ser concebido hoy como irreal. Pero lo que nos enseña el saber es que aquello sobre lo que pensamos determina el modo en que debe ser pensado. Un cuadro necesita de la experiencia estética, fruto de una inteligencia que le es propia –como apuntamos al inicio de este documento–; el acontecimiento religioso, de la inteligencia religiosa; el amor, del juicio afectivo-emocional. Nunca una enseñanza será completa si no se incluyen las distintas perspectivas en su saber. Y la religiosa es una de ellas, tan necesaria como otras, porque habla de lo más importante: habla del ser humano. De la misma manera sucede con la educación en la familia. Una enseñanza a los hijos en la que no haya ni estética, ni ética, ni religión, ni educación afectiva es una enseñanza tan pobre que solo puede dar como resultado un hijo mutilado: un hijo al que le han cercenado la posibilidad de abrirse a la totalidad de la experiencia de la vida.

La universidad española, arrasada también por la razón reducida, al intentar establecer un único método comprensivo –especialmente dañino para el campo de las humanidades–, ha sido copartícipe de la reducción de la razón de sus alumnos. Una razón a la que le resulta extraña todo lo que no se acople a esa forma predeterminada de conocer. Por eso se le escapan las preguntas de fondo y todo lo que tiene que ver con la vocación de sentido. Porque no encuentra el método adecuado con el que afrontarlo. Ya ni siquiera los estudiantes lo demandan. No se espera. Y habrá también quien afirme que la universidad no es el lugar para ello. Se olvidan, pensando así, las razones por las que nacieron las universidades, el objetivo comprensivo que les daba sentido. La consecuencia es que la valoración de la vida se está realizando desde métodos inadecuados. Es como si quisiéramos descubrir la belleza de un paisaje solo por la clasificación botánica del mismo.

Que los alumnos no expliciten sus preguntas no quiere decir que no las tengan, sino que estas no afloran porque están ahogadas, somnolientas frente a tanta oferta cautivadora. Tampoco significa que no haya curiosidad o voluntad de aprender. Más bien es que el motor que impulsa a ello está averiado. Pero solo hay que agitar un poco interiormente para que emerja esta urgencia por el comprender que permite a la razón alcanzar el estatus que le corresponde: ese que tiene que ver con las preguntas por la propia vida, su sentido y su bien. El problema es que el desafío a la razón hoy está en riesgo por el miedo a reconocer la falta de capacidad para asentar las propias convicciones.

Nuestra primera misión, en consecuencia, es volver a poner en el centro de los jóvenes la pregunta; y que despierte de su letargo una razón que puede mucho más de lo que se le ha exigido hasta ahora. En el mismo momento en que esto sucede brotan como un torrente cientos de preguntas latentes que permiten una construcción no alienada de la propia identidad. Ya no solo interesa el saber práctico e inmediato. Pero para ello hay que tratar a todos los alumnos como adultos que son; tal y como se merecen. No es cierto que a los alumnos no les importen las cosas o que vivan encerrados en sus burbujas tecnológicas y de ocio. No más que nosotros. El problema es que están desconcertados y con razón. Se les pide conquistar el mundo y a la vez se les critica que no sean dóciles; se les promete la felicidad y se les presenta un futuro incierto; se les dice que siendo menores pueden abortar, pero no votar, tener relaciones sexuales a su antojo, pero que casarse es para más adelante; se les equipara en interés mediático Cincuenta sombras de Grey y El Quijote; se les atosiga con una vida hedonista y se les critica que busquen el reconocimiento en redes sociales; se les incita a consumir y se les humilla porque se mueven detrás de las marcas; se les anima a luchar por sus sueños y se les minusvalora que existan dificultades que les impidan cumplirlos; en definitiva, se les pide que construyan un pensamiento propio y a la vez se les niegan todas las evidencias con las que se sustentan los conceptos para construirlo.

La deconstrucción de la modernidad se ha quedado a mitad de camino y les ha atrapado de lleno. Se han destruido las raíces, pero hemos sido incapaces de construirlas de nuevo. El mundo se les presenta como una menestra ideológica en la que es posible mezclarlo todo, porque ya no se sabe qué significa realmente nada: ni lo que es bueno ni malo, ni lo que es mejor ni peor, ni lo que vale la pena ni lo que no, ni lo que es verdadero ni falso: todo adquiere un mismo estatus de validez. Y así es lógico que vivan desorientados.

El sapere aude de la Ilustración ahora sería más bien atrévete a preguntarte. No cualquier cosa, sino aquello que permite distinguir entre tanta confusión; lo que se corresponde con nuestra naturaleza humana, que desea la felicidad para sí misma; lo que pone el acento en hacernos más plenamente conscientes de nuestra condición creada. Porque las preguntas encierran ya de por sí una voluntad de saber. Si me pregunto algo, es porque espero obtener respuesta sobre aquello que me pregunto. La pregunta no es solo un poner en duda, sino un reconocer que puede haber una respuesta mejor que me ayude a comprender mi realidad. Así lo entendía san Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio cuando afirmaba: «La capacidad misma de buscar la verdad y de plantear preguntas implica ya una primera respuesta […] Solo la perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso» (FR 29). También el hermano Roger, fundador de la comunidad de Taizé, lo expresaba con una hermosa reflexión: «¿Presientes en ti, aunque fugaz, la callada espera de una presencia? Esa sencilla espera, ese simple deseo de Dios, es ya el comienzo de la fe». La callada espera de una presencia, el deseo de Dios, es también la pregunta que brota del corazón del hombre que espera respuesta. Y si esa pregunta versa sobre la trascendencia, implica ya el comienzo de la fe o al menos el comienzo de una razón religiosa que abre la posibilidad a que la realidad sea mucho más amplia y atractiva de lo que a primera vista podría deducirse.

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