Te vi pasar

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Aus der Reihe: Minimalia erótica #170
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Primera edición, octubre de 2007

Director de colección: Alejandro Zenker

Coordinación técnica: Laura Rojo

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Diseño de portada: Luis Rodríguez

Tipografía y formación: Rosa Virginia Cruz

Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Laetitia Thollot

Este libro se desprende del proyecto fotográfico titulado “La escritura y el deseo” en el que Alejandro Zenker convocó a novelistas, poetas, cuentistas y creadores para fotografiarlos frente, detrás y alrededor de una mujer desnuda, como encarnación de sus deseos, como provocación, como estímulo.

© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com

ISBN 978-607-8312-61-0

Hecho en México

A Rosamaría

Un hombre vive con placer en su

hogar. Ve a una mujer que le

agrada. Juega placenteramente

cinco o seis días. Helo aquí

miserable si regresa a su ocupación

primera. Nada más común que eso.

Pascal

Los amantes, cogidos por el rabo

—como los perros en su afán—

se buscan sin encontrarse nunca.

Raymundo Ramos

Me tuve que tragar mi sentimiento.

No supe de tu aliento.

Nomás te vi pasar.

Agustín Lara

Índice

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1

—Ven —dijo ella secamente, y colgó.

Sólo eso dijo. Ni buenas tardes, ni su nombre, ni por favor. Pero Martín reconoció la voz y olfateó, como perro de presa, la urgencia. Y en un relámpago premonitorio ancestralmente anhelado, todos sus instintos, sus nervios, sus reflejos más elementales, se enardecieron con la alerta.

Era Fernanda.

La inaccesible Fernanda del final de su adolescencia. Fer­nanda la etérea, la sutil, la lejana, que había quedado registrada en la historia de Martín como una asignatura pendiente muy lejos de sus posibilidades. De las muchas, de las demasiadas cosas que Martín sabía para siempre fuera de su alcance, Fernanda se contaba entre las pocas a cuya renuncia aún se rebelaba: el zen perdía eficacia en su trayecto entre el cerebro y el corazón, entre sus neuronas y sus hormonas.

Se la había reencontrado por casualidad, un par de años atrás, en el parque en el que él trotaba entonces. Era un atarde­cer nublado, melancólico, con una concentración de esmog que según los siempre serenos reportes oficiales “bordeaba el límite de lo tolerable”. Cualquier día, iba pensando Martín al trote, comenzaría la gente a caer muerta en las calles mientras el gobierno tranquilizaba a la población con el anuncio de que “la atmósfera presenta ligeras alteraciones que eventualmente pueden llegar a provocar algunas molestias leves y pasajeras en personas susceptibles”. Aunque lo que fastidiaba a Martín no era que la gente se desplomara muerta en el arroyo. De hecho consideraba tal posibilidad una sana medida profiláctica que convendría realizar periódicamente en toda gran urbe. Lo intolerable era que ese incidente seguramente tomaría por sorpresa a las burocracias de la limpieza, incapaces de despejar con eficacia las aceras de cadáveres, con las incomodidades del caso para los sobrevivientes (entre los cuales, dicho sea en su favor, no le preocupaba demasiado estar o no estar).


En su programa de entrenamiento Martín tenía previsto para ese día un footing ligero de diez kilómetros en cincuenta minu­tos. Programó su jogger-watch, se calzó los Nike nuevos taiwaneses, que estaban aún un poco duros, y cumplió religio­samente el ritual de calentamiento con calistenia suave, flexio­nes, sentadillas, inspiraciones. Era curioso. Jamás en su vida le había concedido a nada ni a nadie el quisquilloso cuidado que ponía en la carrera. Ni un escrito, ni una mujer, ni una cantina, ni una canción, le habían merecido nunca semejante interés obsesivo. Era curioso.

Al doblar la primera esquina del parque se topó como siem­pre con la mole de bronce dedicada a los próceres de la Revo­lución. Esbozó una mueca sarcástica: ni siquiera los más grandes héroes se merecían tanta ignominia, y lo pensaba no sólo por los blancuzcos y reiterados churretes de paloma. Y fue al bajar la vista de ese bronce deplorable cuando percibió a lo lejos, en la esquina opuesta del parque, una figura esplendo­rosa. Martín normalmente corría con la mirada fija en el piso, como en carrera de obstáculos, para estimular la concentración sorteando las inevitables excrecencias caninas, plantadas en la vía pública menos como demarcaciones territoriales que como insolencias solapadas de dueños desaprensivos. Pero algo lo impulsó en ese instante a levantar la vista, y entonces la descu­brió.

Era como un bello espectro que avanzaba pausadamente, flotando, hacia él.

Al principio, la distancia y la miopía le impidieron distin­guir detalles y mucho menos facciones. No sospechó siquiera que semejante criatura pudiera ser parte de su pasado —ese pasado de lo que no pudo ser, siempre más real que el pasado ocurrido.

El primer golpe de vista a la tenue aparición tan sólo le advir­tió, con la languidez de un reconocimiento que le llenó de vapores el corazón: “Dama a la vista”.

Eso era insólito. Por lo común, el mensaje combinado de sus ojos débiles, sus testosteronas amotinables y su cultivada ordinariez verbal era “Hembra a la vista”. O, en días particu­larmente profanos, “Pellejo a la vista”. Así, por primera vez desde su olvidable infancia de monaguillo emergente, Martín Cortés validó el refrán castizo de que lo cortés no quita lo valiente, sobre la plebeya versión de que lo cortés no quita lo caliente.

Con deliberado deleite aflojó el paso para demorar el cruce con la inesperada aparición: uuuuuno… dooooos… uuuuuno… dooooos… Cambiar el ritmo del trote era un honor que a nada ni a nadie concedía Martín. Durante el mismísimo gran terre­moto, por ejemplo, entre edificios crujientes, aullidos humanos y perrunos, diluvios de cristales y latigazos de cables enfureci­dos, primero terminó sobre asfalto movedizo su sprint final de diez minutos, como estaba marcado en el programa, luego ejecutó su rutina de enfriamiento y sólo después de eso se unió, sin demasiado entusiasmo, a las cuadrillas de rescate. Salvar gente, pensó entonces, qué futilidad; pero también, qué remedio.

Pero esto era algo mucho más raro que un terremoto. Se trataba de una dama, especie prácticamente extinta del Jurásico dorado. De manera que aflojó el paso en su honor, mirándola con fijeza: el talento rindiéndose a la belleza.

De pronto, como un lancetazo en el rincón más íntimo de la memoria, un destello de sospecha le atravesó la mente. Al acortarse la distancia la sospecha se convirtió en turbación, y la turbación en sorpresa.

Sí, era ella.

Ella, ocho años después, ocho siglos más bella, ocho megatones más sugerente. Martín detuvo en seco su trote metros antes de alcanzarla y esperó, menos jadeante que azorado, a que terminara de encontrarlo el destino. Fernanda empujaba una sofisticada carreola de bebé que más bien parecía un modelo en miniatura de un módulo lunar. El resto de su porte hacía juego: impecable, original, caro. Pero no vestía de blanco, como el deslumbramiento le había hecho creer a Martín en un principio, sino de varios tonos de gris claro sabiamente combinados. Al levantar la mirada y verlo, ya muy próximo, ella lo reconoció al instante y sus rasgos exquisitos se iluminaron con una sonrisa de rostro completo. Él sintió como un escopetazo de algodones en el esófago. Fue un encuentro breve, en el que sólo habló ella. De lo obvio: su marido, llamado Rogelio, sus dos bebés, su casa: la charla previsible de una mamá flamante cuyo horizonte de preocupaciones comenzaba en la oportunidad de una vacuna y terminaba en la higiene de una papilla.

Todavía Dios protege la inocencia, pensó Martín, en los minutos en que oyó sin escuchar la vida y milagros de las dos musarañas ajenas, las dos carnitas de su carne producidas por su añoranza imposible. Minutos que Martín no sintió pasar, mientras se le enfriaban a lo salvaje los músculos de las pier­nas, el incipiente sudor de las sienes era absorbido por la cinta de apache en su cabeza, y el pulso, alterado menos por el esfuerzo que por la emoción, regresaba con disciplina a su fre­cuencia normal.

Cuando Fernanda terminó el recuento descriptivo de sus dos engendros ahí presentes, irremediablemente comenzó el retrato épico del papá de los engendros, por fortuna ausente. Martín se quedó en que era un hombre divino, muy sencillo a pesar de su estirpe aristocrática, con cuatro larguísimos apellidos de tal abolengo que era imposible no decirlos completos. Por lo cual, sin un gesto que traicionara su pensamiento, bautizó in pectore al miserable, en ese momento y para siempre, como Rogelio Cuatro.

Y así siguió Fernanda otro largo rato, en un tiempo agrade­cido por Martín, segundo a segundo, detallando el inventario de nimiedades que una mujer más o menos recién casada conside­ra definitorias de su existencia. Pero Martín puso oídos sordos a todo ese caudal informativo, y el único dato descriptivo que guardó del usurpador fue uno que ella no mencionó explícitamente, pero que se infería sin remedio: al canalla del marido se le salía el dinero por las orejas.

Fue un parloteo, en suma, tan trivial que sólo impresionó a Martín por el tono socarrón de quien lo decía. Evidentemen­te algo valioso e inquietante latía por debajo de ese disfraz cotidiano y previsible. Había un espíritu por ahí, una rebeldía refrenada, algún anhelo en espera.

Hasta que vino, como la apertura súbita de una ventana a la playa de un mediodía cegador, la oportunidad imprevista: ellos, dijo Fernanda, estaban provisionalmente en esa colonia, en el penthouse prestado por un amigo de su esposo, mientras los arquitectos terminaban de remodelar la casa familiar. ¿Por qué no iba cualquier día de éstos a cenar? Seguramente Rogelio y él se caerían bien, y a ella le encantaría recordar la época tan agradable que habían pasado juntos en la universidad.

Sin confesar que la última frase él la habría por lo menos matizado con media docena de asegunes, Martín propuso, titubeante y puramente al azar, una fecha para una semana después, que ella aceptó con la parsimonia de quien se sabe dueño absoluto de su entorno.

Al verla alejarse al frente de una estela de enigmas, Martín evocó la estrofa de Agustín el inmortal:

Quisiera el sortilegio

de tus verdes ojazos

y el nudo de tus brazos,

Señora Tentación.

2

En los años transcurridos desde aquel encuentro providencial, Martín los visitó con cierta frecuencia, siempre mediante invitación expresa y siempre procurando sepultar entre cinis­mos e indiferencias —y él invariablemente temía que sin éxi­to— las frenéticas turbaciones que la cercanía de Fernanda le despertaba sin remedio.

A lo largo de esas visitas, paradójicamente, amistó con Rogelio y se estrelló con Fernanda. Él lo dejaba llegar; ella se parapetaba en su disfraz —que cada vez Martín sospechaba más falso y endeble— de señora-joven-tonta-pero-insulsa.

En el decurso de ese paciente y solapado cortejo, varias veces la observó mientras estaba desprevenida y advirtió en ella algunas reacciones espontáneas, palabras sueltas, gestos distraídos, reveladores de una realidad abismalmente distinta de la máscara anodina que mantenía por educación, por cos­tumbre, por recelo, quién sabe por qué. Al instante retomaba ella su careta de insípida profesional, pero él fue guardando esos indiscretos atisbos en su memoria como indicios de que la hermosa mujercita no se agotaba en la trivial apariencia. Poderosas corrientes se agitaban en el fondo de ese aparente lago suizo, y el tufo abominable del desperdicio vital se insi­nuaba en Dinamarca.

En virtud de esas señales dispersas —que él fue coleccio­nando cual codicioso gambusino de promesas enmascaradas, aparentando en todo momento una indiferencia que le producía un extraño deleite—, al cabo estuvo Martín convencido de la existencia, en las honduras de Fernanda, de un hervidero de ansiedades en espera de una grieta en la costra para derramarse como lava por la superficie del decoro y la formalidad.

Eran esas ansiedades, quiso él creer, el origen de la orden escueta: “Ven”, y quiso en ese momento, extasiado, creer que en efecto:

Si nos dejan,

haremos un rincón

cerca del cielo.

3

Con esa absurda idea, con esa loca esperanza en mente, mo­viéndose a velocidades desusadas en él, Martín se puso su mejor chaqueta de gamuza, sirvió en el patio la copiosa ración para el fiel de Schopenhauer, llamó por teléfono a Robelo para avisarle que una vez más lo iba a usar de tapadera con Gabrie­la, con quien era miembro fundador y presidente vitalicio de ammasijos: Asociación Méxicana de Matrimonios Sin Hijos, y garrapateó con su lasallista caligrafía de rasgos arcaicos una nota que fijó con un imán en forma de fresa en la puerta del refrigerador: “Fui con Robelo. Un enredo. Me tardo”.

Nunca pudo imaginarse Martín cuán proféticas iban a resul­tar esas palabras, mientras cerraba con llave la puerta de la calle y tarareaba una deliciosa samba argentina que le ense­ñaron con aceptable puntualidad dos desinhibidas azafatas con las que había pasado hacía poco un alucinante fin de semana en ménage à trois:

No tengo miedo al invierno,

 

con tu recuerdo lleno de sol.


4

La “casa familiar” a que tan casualmente se había referido Fernanda en su primer encuentro, era una mansión colonial sobreviviente del pueblo de Tacubaya, oculta tras un espeso y alto muro forrado de hiedras añejas. La construcción, renova­da de piso a techo para conjugar los generosos espacios de los siglos pasados con las últimas comodidades tecnológicas, conservaba casi intacta el aura de tiempos más estables y felices, anteriores a la rebelión de las masas.

Los contrastes resultantes de la remodelación eran eviden­tes. Desde el vetusto portón de entrada, sólido como para resistir embates de ariete, y que se abría con un mecanismo electrónico, todo parecía ideado para desconcertar al visitante habituado a que las cosas de un mismo lugar fueran congruen­tes con un solo tiempo. La pilastra-nicho plateresca, robada de algún convento de La Laguna, mostraba al exterior, tras unos gruesos barrotes previsores del vandalismo callejero, la escueta rejilla del interfón en el lugar donde antaño seguramente estu­vo una virgen de serena factura. La alberca con solarium, bajo su estructura de aluminio y cristal de plomo, resaltaba entre la minúscula capilla posa de la esquina, las verandas encortinadas del comedor y la fuente de piedra empotrada en forma de concha venera donde una sirena eternamente tocaba la guitarra entre foliaciones barrocas y tritones barbados. Allá en el fon­do, la cascada artificial conducía su danza de aguas purificadas entre enormes peñascos de utilería de concreto, musgos de vinil y palmeras de verdad. En el amplio vestíbulo de piso de Talavera, un robusto facistol de cuatro caras, robado de una iglesia del Bajío, ya no sostenía biblias ni misales sino revis­tas, periódicos, la correspondencia del día, la lista de las com­pras encargadas al chofer. Y detrás de las cornisas exteriores del segundo piso, semi-oculta entre la simetría de unos remates austeros y unas gárgolas estrictas, el inconfundible perfil de la antena parabólica recordaba que, después de todo, éstos eran, en efecto, los tiempos de la masa.

En las anteriores ocasiones en que había estado en esa casa, desde su reinauguración hacía más de un año, Martín había husmeado cuanto había podido por todos los rincones del jardín, por las construcciones anexas para el servicio, por la planta baja y el húmedo sótano. Había percibido o imagi­nado, muy tenues, las vibraciones de existencias transcurridas dentro de esos muros, unas algo venturosas, la mayoría desdi­chadas. Había valorado el gasto colosal invertido en esa remodelación que más parecía la reafirmación de un orgullo que la restauración de un hogar. Había disfrutado el discreto encanto de la cantera atravesada por cables coaxiales; del azulejo mon­tado en aleaciones insólitas que amortiguaban los movimientos sísmicos; del adobe penetrado por bien disimuladas vigas de acero que multiplicaban su resistencia en puntos clave; de la añosa piedra de los muros, recorrida en sus intersticios más angostos por los sutiles alambres del sistema de alarma; de la luz infrarroja para secarse las manos en los baños de visitas, reflejada en antiguos emplomados de catecismo barroco y elemental.

Pero jamás había subido la monumental escalinata rumbo a las habitaciones de la planta alta, el ámbito privado, el lugar donde en realidad ocurrían o no ocurrían las cosas. En ese lugar intrigante pensaba cuando, haciendo una profunda aspira­ción, tocó el timbre incrustado en la pilastra-nicho. Al hacerlo, brotó en su memoria el verso de un bolero surrealista cuya exacta puntuación él nunca había podido desentrañar:

En el joyel de oro

de mis recuerdos eres.

Mientras esperaba recordó que el paraíso musulmán prome­te a cada varón un contingente de ochenta mil huríes siempre vírgenes y siempre dispuestas para su uso exclusivo; y una potencia sexual inextinguible para atender como Dios manda rebaño tan abundante. Pero él desconfiaba de las promesas religiosas. De todas las promesas, de todas las religiones. Aunque no se oponía de ninguna manera a la compilación administrativa de recibir después de la muerte su correspon­diente hato de ochenta mil ovejas complacientes, pensaba que nada malo podía haber en ir tomando en esta vida cuantas se fueran pudiendo, a cuenta del premio mayor. Y en cuanto a la pure­za, tenía la consoladora teoría de que todas las mujeres de la tierra eran de hecho vírgenes mientras no lo conocieran a él. Lo cual era estrictamente cierto. Para él.