El Juez Y Las Brujas

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Capítulo III

Era la mañana siguiente, martes. Quedaban dos días para mi cita con monseñor Micheli.

Estaba realizando una tarea importante, por supuesto por orden del Papa, asignada por el príncipe de Biancacroce en persona, su portavoz secular.

Esperaba cumplir con el encargo al principio de la tarde, para poder luego ir, como le había prometido, a casa de Mora, hija del vulgo bastante más joven que yo, veintitrés años recién cumplidos, cabellos negros y tupidos, rostro y cuerpo de ninfa, a la que mantenía en secreto y con la que fornicaba sin confesarme nunca por temor a tener gravísimas penitencias. De hecho no sabía de quién fiarme y en esos tiempos no se había instituido el confesionario, mueble que, después del Concilio de Trento, había garantizado algo de anonimato al penitente.

Sin embargo dudaba bastante de poder acabar mi tarea a tiempo para ir a casa de mi Mora, aunque fuera con retraso.

Sentía una inquietud imprecisa.

Estaban conmigo, todos en pie dentro de un alto, oscuro e intrincado bosque, unos de mis jueces adláteres, Veniero Salati, seis gendarmes de escolta y delante, para abrir camino con su espada entre ramas y troncos, el teniente comandante de la guardia del tribunal, Angelo Rissoni.

Todos sabíamos que los problemas de la Iglesia habrían tenido finalmente solución si teníamos éxito en la empresa: la herejía protestante se habría extinguido y se habría reabierto el espléndido camino evangélico para la población cristiana, por fin reunificada.

Por tanto sentía una gran alegría en mi ánimo y seguramente en los de los demás, como había entendido de las palabras pronunciadas por los guardias y mi ayudante. Ese contento sabía contener nuestra ansiedad: ninguno de nosotros sabíamos el camino a seguir y se avanzaba a tientas. Rissoni abría el camino cortando la maleza, concentrado completamente en su tarea de vanguardia: los pantanos estaban cerca y hacía falta evitarlos antes de llegar finalmente a la meta.

Recuerdo el sudor sobre mi frente, gotas que debía quitarme continuamente con la mano izquierda mientras agarraba como los demás con el puño derecho la espada desenvainada: sabíamos que había lobos y onzas al acecho.

Nos aguardaba junto al camino mi antiguo superior, el caballero Rinaldi, ahora noble mayordomo de Su Santidad, que nos había dado las últimas instrucciones, pero ninguno de nosotros sabía dónde teníamos que encontrarle: nos habían dicho que él mismo nos encontraría en el momento oportuno. La operación era tan secreta que ni siquiera nosotros podíamos conocer con precisión todas sus fases.

Después de un largo camino, habíamos llegado a ese bosque inhóspito. El sol estaba casi en lo alto, como puede entrever levantando la vista hacia una rendija entre el espesor de las hojas. Era verdad, ese día no iba a poder visitar a mi Mora.

Con este pensamiento, vi al teniente comandante hundirse y desaparecer en un amén dentro del terreno: ¡arenas movedizas! Dos gendarmes y yo tratamos en vano de alcanzarle, primero introduciendo los brazos en el cieno, tumbados al borde del terreno sólido y luego removiendo el interior de la arenas con una larga rama que recogimos: el oficial había acabado en lo más profundo.

—¡La puerta del infierno! —gritó, sin poderse contener, el servil oficial vicecomandante del pelotón—. Está en manos del dia…

Le hice callar con una mirada glacial e inmediatamente le ordené:

—¡Asuma el mando de la escolta! Vaya rápido adelante y búsquenos otra vía.

Obedeció de bastante mala gana, como denunciaban la expresión del rostro y el paso indeciso.

Añadí para todos.

—¡Fuerza y esperanza! —Y dirigí a cada uno de ellos mi mirada segura y altanera.

—¡Soberbia! —me resonó en la cabeza. Miré a mi alrededor, para ver si tal vez los demás lo habían oído, pero ninguno parecía haberlo oído y experimenté temor: ¿quién había hablado?

Siguiendo la nueva dirección, después de un buen rato, casi al atardecer, encontramos en un pequeño claro al caballero Rinaldi, completamente solo.

—Por ahí —dijo, haciendo señales con el dedo de girar a nuestra izquierda hacia un sendero que se abría, a pocas varas, entre unos prunos muy altos y densos. Luego, sin hablar más, después de haberme lanzado una mirada de odio, se fue en la dirección opuesta como si me tuviera miedo.

Por ese camino, poco después, llegamos finalmente ante el mar, sobre una playa de arena clarísima, casi blanca.

Todos habíamos sido escogidos entre los que sabíamos nadar, ya que teníamos órdenes allí indicadas de sumergirnos en el piélago y dirigirnos mar adentro, donde nos esperaba la barca de San Pedro.

Dejamos por tanto las armas sobre la arena, no sumergimos y empezamos a nadar. El sol empezó a ponerse y pronto el agua tomó el color de la naranja y, con gran disgusto, vimos entonces culebras y otros reptiles asquerosos en torno a nosotros sobre el agua y sentimos que tocábamos otros con las piernas y la espalda. Estuvo a punto de entrarme en la boca una pequeñísima serpiente con rayas amarillas y verdes no más grande que mi dedo medio. Por si fuera poco, llegaron sobre nosotros nubes de mosquitos, posándose muchos sobre nuestras frentes y sobre nuestras orejas para chuparnos la sangre. Continuamos, rezando y dándonos ánimos unos a otros, y de repente, en vez de la barca de San Pedro, divisamos otra orilla: no era por tanto el Mar de la Pureza que nos había puesto como meta el Papa el que rodeaba nuestros cuerpos, sino que los envolvía una gran laguna de agua salada.

Nadamos hasta esa playa, ya casi agotados, mientras nos rozaba un número aún mayor de reptiles y llegamos finalmente a la orilla.

¿Qué hacer ahora? Caímos sobre la arena, jadeantes, pero enseguida ordené imperioso:

—¡Sigamos! —Poniéndome en pie en un rápido acceso de orgullo. Ya estaba casi oscuro.

Eso hicimos; sin embargo, tras dar unos pocos pasos, un terremoto extrañamente silencioso sacudió por un momento la tierra a nuestros pies, abriendo un barranco que se tragó a Veniero Salati, que estaba junto a mí, y a todos los demás, aparte de mí: de hecho, en ese mismo momento, salió un brazo de una niebla lechosa que se había formado misteriosamente a mi lado y su mano, que llevaba en el dedo el anillo episcopal, me agarró.

En ese momento me desperté en mi dormitorio: todavía era la noche entre el lunes y el martes.

Solo más adelante entendería el sentido de esa pesadilla. Mostraba tanto los próximos acontecimientos como mi futuro y el de mis colaboradores: un año después, el papa Pablo IV, en competencia con iguales acciones de los protestantes, habría reanudado con la máxima diligencia, más horrenda que nunca, la caza de los errados. El futuro cardenal Micheli se sabe que trabajó en contra de la homicida voluntad papal, logrando al menos hacer condenar a una parte de los investigados a la prisión en lugar de la muerte: para acoger a todos los reclusos había sido necesario ampliar la prisión de la Inquisición. La masacre había sido espantosa de todos modos y también fueron ejecutados el teniente comandante Angelo Rissoni y Veniero Salati, convertido hacía tiempo en Juez General en mi lugar. El cardenal Micheli, por orden directa de Su Santidad, había sido encarcelado sin proceso hasta la muerte de aquel excelente Papa. Solo yo, que había entrado en un convento de clausura un año después de ese sueño dantesco, viviendo como un penitente sencillo e ignorado, había superado indemne hasta hoy cualquier persecución.

En ese momento no entendí de inmediato el sentido de la alegoría, pero advertí enseguida con seguridad que la exclamación que había oído hacia la mitad del sueño, «Soberbia» era una advertencia y que provenía del Bien, no de Satanás.

Capítulo IV

Al día siguiente, por la tarde, mientras estaba con el cuerpo de guardia atento a la conversación con el teniente comandante, un policía funcionario del ayuntamiento de Grottaferrata acudió a mí en el tribunal. Me comunicó delante de los hombres de armas que el párroco de su pueblo sentía que su vida estaba acabándose y que quería hablarme de algo muy grave antes de expirar.

En realidad tenía previsto visitar a Mora ese día. Por tanto, aunque de mala gana y después de no pocas vacilaciones, dije que sí al funcionario, aunque estando delante de tantos testigos no habría podido hacer otra cosa: como Juez General debía dar ejemplo del sentido del deber moral y de la caridad. Le pedí sin embargo que me esperara, porque no pretendía cabalgar solo por un camino inseguro, ni tampoco apartar a los guardias del tribunal de su tarea por motivos no oficiales y obtuve también la promesa de que me acompañaría de vuelta a Roma.

No pude advertir a mi amada, pero al no ser la primera vez que me entretenían mis obligaciones, estaba seguro de que no se preocuparía. Por otra parte, ella sabía bien que me lo debía toda a mí y nunca se había quejado.

No tuvimos ningún percance en el viaje y llegamos al pueblo hacia el anochecer.

El policía me condujo directamente a la casa del párroco. Allí me abrió un sacerdote que sufrió un evidente sobresalto cuando me reconoció.

—El párroco acaba de confesarse y todavía esta lúcido —me dijo en voz baja al conducirme por las escaleras en dirección a la habitación de su superior—. Ya le he dado la eucaristía y la unción y parece que esta le ha fortificado, porque ha recuperado la palabra más fuerte y clara.

La mejora que habitualmente precede a la muerte, pensé espontáneamente y me turbé de inmediato: como buen cristiano, aceptaba con fe la capacidad taumatúrgica del santo óleo; ¿por qué entonces me había venido a la mente ese pensamiento blasfemo? No cabía la menor duda, seguro que había sido el diablo. ¿Tal vez no quería que hablara con el párroco? Hice la señal de la cruz y empecé a rezar mientras entraba donde estaba el moribundo, imitado por el sacerdote y el guardia, que subía detrás de mí. Seguro que pensaban que era una oración para aquel moribundo, aunque por el contrario no había tenido esa intención.

 

La habitación, muy pequeña, estaba miserablemente amueblada, con un banco monacal, unas estanterías de madera para libros y, como catre, tres tablas recubiertas de paja colocadas sobre caballetes. El local estaba apenas iluminado por dos cirios.

El párroco parecía adormilado, pero con nuestros rezos abrió los ojos y se volvió hacia mí con expresión de alivio y emitiendo un lamento.

—Es el cilicio —susurró el cura joven en cuanto terminamos la oración—, lo lleva desde hace muchos años y no ha querido quitárselo ni siquiera ahora.

—Déjanos solos y vete —le ordené—. También tú —me dirigí al policía—. Por hoy, ni hablar de volver. Dormiré aquí. Venid a buscarme al alba y entretanto pedid la debida autorización al burgomaestre en mi nombre.

Una vez a solas, el párroco me hizo señas para acercar el banco a su catre.

En cuanto estuve junto a él, empezó a hablarme y a medida que me iba contando yo iba quedándome cada vez más boquiabierto.

Me habló de Elvira, la bruja contra la que había prestado testimonio años antes.

La mujer había llegado siendo todavía joven de Benevento, lugar tristemente famoso de mujeres malignas en sus alrededores en donde, según había contado el teólogo Spina en su tratado, se reunían debajo un nogal a realizar cosas horribles y concertar otras nuevas. Su madre había sido una de ellas. Ya conocía a esa bruja al haberlo leído en el libro de aquel docto dominico. Apoyada un día, como un buitre, encima de una rama del nogal, había pasado cerca de ella, solo, un joven comerciante, jorobado pero de bellas facciones y noble parla, que, al ver a la bruja, mujer por otro lado bastante bella aunque no muy joven, se había acercado a conversar con ella. Ella le había deseado de inmediato de acuerdo con la voluntad más bestial y le había prometido quitarle la joroba para siempre si aceptaba satisfacerle. Así había sucedido. Al pasar por Benevento, en la posada, después de muchos brindis, el comerciante, entre risas, había contado el hecho para luego alejarse hacia su destino sin poder ser interrogado antes por las autoridades. Así que no se habían podido conocer las facciones de la bruja para arrestarla. Sin embargo había sucedido que, habiéndose corrido rápidamente la voz, un vecino de los alrededores, también jorobado, había ido al nogal esperando encontrarse con la hechicera y conseguir también ese acuerdo. Estaba allí, pero el hombre era tan feo y su aliento olía tanto vino que la bruja, molesta, en lugar de quitarle la joroba, le había añadido otra sobre la que ya tenía. Al volver desesperado al pueblo, el campesino había contado su desventura. Según algunos de aquellos que le habían visto y escuchado, su joroba se había doblado con creces; según otros, había aumentado, pero solo un poco; para otros más, que según Spina trataban de consolar a la víctima, el bulto era casi casi casi el mismo. Dos guardias le habían escuchado y, de inmediato, para que no huyese como el otro, le habían tomado declaración. Obtenida la descripción de la bruja, esta había sido identificada y arrestada inmediatamente en su casa: había explicado a Spina que, habiendo tenido como todas sus iguales la facultad de volar, la bruja había llegado su morada antes incluso de que llegase de Benevento el pobre hechizado. También resultaba del tratado que la hechicera, soltera, tenía una hija, fruto indubitable, según la intuición inmediata de la gente, de la cópula entre ella y el demonio, a la cual, sin embargo, no se había podido capturar. Como supe por el párroco, la niña, que estaba fuera de casa en el momento del arresto, al volver había sido vista y arrastrada por la fuerza a la tienda del joven sastre del pueblo, un judío mal visto y a menudo insultado por todos, que la había escondido por solidaridad hacia los perseguidos y también por estar cautivado desde hacía tiempo por la belleza de la joven. Allí Elvira había tenido que sufrir los gritos horribles de la madre torturada en el vecino tribunal, la cual, solo después de dos días, había sido condenada e inmediatamente quemada para calmar al agitado vulgo. Esa tarde, aprovechando la aglomeración de los alterados campesinos en torno al fuego, la joven había huido, acompañada por el sastre, que, por prudencia y disgustado con aquel pueblo, había preferido también irse de Benevento. Desde lejos, la joven había visto arder a su madre y había oído sus desgarradores gritos. Habían vivido como vagabundos, él cosiendo ropas de un pueblo a otro, ella vendiendo un licor de color pajizo de gusto exquisito que el párroco aseguraba haber probado muchas veces, cuya fabricación había aprendido de la madre, herborista y lavandera. Todo esto se lo había contado ella misma al arcipreste tiempo después, al que había llegado finalmente encinta después de muchas peripecias, pidiéndole que le acogiera por un tiempo. Acababa de huir de un grupo de bandoleros donde había permanecido como esclava durante años después de que, por el camino, la hubieran capturado después de haber matado a su compañero. El párroco, conmovido, le había encontrado un trabajo como sirviente en la piadosa familia de un notario, donde había podido dar a luz en paz una niña, consiguiendo permiso para quedarse con ella en el desván y criarla. Desgraciadamente con ellos habitaba un hermano del jefe de familia, también jurisperito pero de un carácter muy distinto: era un vago que, habiendo conseguido a duras penas el doctorado, no había querido ejercerlo y se había gastado todo el patrimonio del padre en vicios. Así que era mantenido y vestido por su hermano por caridad, mientras se trataba de encontrarle una ocupación decorosa y que no le cansara mucho. En cuanto Elvira recuperó sus formas naturales, ese depravado le había atacado y había tratado de poseerla brutalmente, pero la mujer, de complexión fuerte y aún más fortalecida por su vida vagabunda, le había golpeado y aturdido con un candelabro. La patrona de la casa había asistido a las últimas fases de la pelea, sorprendida por los gritos de su sirvienta. Las ropas de ellas estaban desgarradas, los moratones no dejaban dudas sobre la culpabilidad del hombre, pero era el hermano del notario. ¿Qué hacer? Esos buenos cristianos no querían que la mujer sufriera ninguna maldad ajena, pero el otro siempre sería un pariente. Tras meditar y vacilar, vacilar y meditar, le habían entregado por fin una suma para que se fuera de la casa y, si era posible, del pueblo. Sin embargo, la desventurada, ya cansada de vagar y siendo su hija todavía demasiado pequeña, había preferido quedarse en una casita cercana al bosque. Allí había perfeccionado el arte aprendido de su madre, la preparación y venta de su licor y de infusiones medicamentosas y la ayuda en el parto a las mujeres del pueblo. El trabajo elegido fue una de las causas de su mal. También influyó el que se dedicara asimismo a la venta de pájaros migratorios que sabía capturar con redes y conservaba vivos, a la espera de compradores, en una gran jaula.

Durante catorce años, Elvira había vivido bastante tranquila. Es verdad que alguno le había llamado alguna vez bruja bromeando, pero no había sufrido persecuciones. Incluso había tenido propuestas de matrimonio. Pero ella, harta de los hombres, había rechazado todas.

En los primeros tiempos había tenido que defenderse del hermano del notario, que, impenitente, había ido a su hogar a abrazarla, sin conseguirlo, por la habitual defensa de la mujer. Por eso había nacido en él un rencor enorme, mientras que su deseo iba aumentando igualmente. Por suerte, los parientes le habían encontrado por fin un trabajo respetable en Roma y se había ido, dejándola en paz.

Entre los cortejadores había estado ese Remo Brunacci que le había arruinado, el borracho del pueblo, al que siempre había echado burlándose de él. Cuando este acudió al párroco, presa del vino, diciendo haber perdido el miembro por la magia de Elvira, el sacerdote había comprendido que se trataba solo de ebriedad y que el remedio era la abstinencia. Había por tanto fingido ver entre las piernas del hombre la desaparición de los atributos viriles y luego había encerrado a Brunacci para que se disipasen los humores, también gracias al uso de agua: común, no bendita, al contrario de lo que le había dicho para tranquilizarlo. No había previsto las consecuencias. El pueblo había empezado a murmurar contra Elvira, luego a reclamar a voces que fuera arrestada. Lo peor es que esos días estaba en el pueblo el juez Astolfo Rinaldi, que visitaba al notario.

—¡Rinaldi! —repetí al oír el nombre del viejo superior, interrumpiendo la narración del moribundo.

Él era el hermano del notario. Gracias a los importantes parientes de su cuñada, se había incorporado al Tribunal de Roma, donde había hecho carrera rápidamente. ¿Tal vez él mismo, me pregunté, había puesto la carta anónima en el buzón apropiado de la Inquisición en Roma? ¿Por venganza? Por otra parte, el párroco, asustado por la nueva situación y en particular por algunas miradas que el juez le había lanzado poco antes de partir, había presentado a su vez, en la gendarmería del ayuntamiento, su propia denuncia oficial, transmitida de inmediato a Roma. El sacerdote había temido vilmente perder su propia vida, es más, lo había considerado muy probable, ya que sin duda no habría sido el primero en ser arrestado, torturado y condenado por complicidad con la brujería. El resto ya lo sabía y yo mismo había llevado las consecuencias a su extremo. Lleno de remordimientos por su falso testimonio, por otro lado jurado ante Dios, después del proceso el párroco había vivido pobremente en el habitáculo donde había estado recluido Brunacci, se había puesto el cilicio, se había sometido a humillaciones de todo tipo, había renunciado a cualquier placer, incluso al más inocente. A punto de morir, siendo inútiles los temores que, aunque fuera en el remordimiento, habían seguido atormentándole, había querido advertirme de lo que estaba sucediendo de nuevo, esta vez a Marietta y la rubia y bella hija de Elvira. Cuando llamó a su puerta el santo pelotón, la madre, intuyendo algo malo, había metido a Marietta debajo de la cama, después de haberle indicado en voz baja que se quedara quieta y en silencio, por si pasaba cualquier cosa. Después de que los inquisidores se fueran con Elvira, la niña salió y, sin saber que habían apresado a su madre, había acudido al párroco denunciando que la habían raptado. El arcipreste, al corriente del arresto, no había aclarado el equívoco; por el contrario, la había dicho que, en ese momento, no se podía hacer nada por Elvira: ¡sabía bien que para estas cosas no había suficientes gendarmes! y que se tranquilizara por tanto. Ese mismo día la había alojado como sirviente de unos campesinos. Sin embargo, después de la ejecución de la madre, Rinaldi había venido a Grottaferrata con tres guardias del tribunal de la ciudad, había detenido a la jovencita con la excusa de investigaciones adicionales y se la había llevado a Roma. ¿Tal vez quería vengarse de Elvira culpando también a su hija? El párroco me pedía que investigara esto, por justicia, y que, si ante la justicia había un delito, castigara al culpable y sobre todo que averiguara, si era posible, la suerte de la joven y, si seguía con vida, la salvara de otros posibles males. Solo así podría morir en paz.

Prometí al agonizante que buscaría hacer justicia con todas mis fuerzas.

Durante el resto de la noche, alojado en el rico antiguo dormitorio del párroco, entre colchas suavísimas y sobre un cómodo colchón, no pegué ojo.

Hacía la medianoche expiró el moribundo; oí de hecho las oraciones del joven sacerdote, pero no me levanté para unirme a él.

Tenía en mi interior una gran sensación de flaqueza. No debería haber tenido remordimiento por la injusta condena de Elvira porque, como siempre, había actuado de acuerdo con la ley y según mi conciencia, pero sentía una inquietud molesta y una ligera náusea que no me abandonaría hasta la mañana.

 
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