Las lágrimas de Tánato

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Teodoro volvió. Le llevó mucho tiempo ser quien era. Pero lo logró. Su naturaleza era casi sobrehumana. Festejé su regreso como un milagro de resurrección.

Estoy seguro de que el odio que le profesaba el enano Hwang Kee era una deformación de la envidia. El día que llegó Topansky al penal la cara del pigmeo se transfiguró. Lo vio venir desde lejos y no le quitó los ojos de encima. Ojos furiosos, sanguinolentos, envenenados, recorrían de arriba abajo la vasta anatomía del doctor. Realmente era para mirarlo sin pestañar. El coreano debe haberse calculado tres veces y media en ese físico atlético; se le habrán revuelto las tripas de celos. ¿Cómo pudo ser tan mezquina la naturaleza con él? ¿Qué cortocircuito se habrá interpuesto en el momento preciso de su concepción para condenarlo a tamaña pequeñez? ¿Qué batalla campal habrán librado sus padres en el momento de la gestación? Ese esperpento responde más al producto de la ira que del amor. Sus padres eran gente normal. Sus hermanos, también. ¿Por qué a él lo castigó la vida de esa manera? Apaleado por la fealdad, que desde la cuna se apoderó de su físico, y luego, también, de su espíritu, no halló mejor forma de renegar por su desdicha que suplantar la virtud por el vicio. Con enfrentarse a su mirada uno ya tenía la certeza del resentimiento; Kee miraba de un modo desagradable, terrorífico, con ganas de masticar al mundo, de triturarlo junto con sus habitantes y engullírselos golosamente. Sus pupilas no tenían brillo ni profundidad; sólo laberintos oscuros de intenciones perversas. El mínimo contacto visual obraba un efecto devastador; me sobrecogía el alma un temblor de pánico injustificado ante esa figura tan pequeñita que tenía el poder de intimidarme. Yo me mantenía a distancia, aborrecía a ese individuo despreciable que parecía regocijarse en su enferma estrategia de atraer el rechazo, el desprecio en todas sus formas. Se congraciaba polarizando el odio hacia su insignificante persona. Disfrutaba de su masoquismo irreductible.

Hwang Kee alimentó un espíritu cáustico, virulento, para tapar otra desgracia que lo corroía. En su pequeña humanidad cabía la mayor reserva de vileza que se haya visto jamás. No hay nada más nocivo que la envidia, capaz de corromper y destruir la esencia del ser humano. La envidia no se cura. Se retroalimenta. Se reinventa. Es imbatible, imperecedera, eterna. Y nociva. La víctima vive con ella. Y muere con ella y a causa de ella. Sufre el envidioso; sufre el envidiado. Siento gran compasión por los que envidian. Son seres que viven atrapados en su propia trampa, beben de su propio veneno y se cavan su propia tumba.

Cada cual elige un camino para purgar el dolor. Hwang Kee eligió el lado oscuro de la vida.

Ese loco desquiciado de Teodoro le dio color a mi existencia desde el día que puso los pies en la cárcel. Me olvidé del aburrimiento, de las horas muertas, del ocio de matar el tiempo con intrascendencias. Me olvidé de querer mimetizarme con lo peor de la cárcel, de flagelarme la mente y el espíritu con pensamientos autodestructivos. Me olvidé de hundirme en el pozo negro de la subestimación.

Teodoro fue un chorro de luz que entró en mi celda y me sacudió el polvo que sellaba mi resignación; él despertó en mí las luces del entendimiento y exigió la entrega de mi sabiduría en beneficio de los demás. Y de mí mismo. Me devolvió la autoestima perdida; tuve que desenterrarla de la tumba que le había levantado en el cementerio, junto a María. Teodoro le puso ritmo, color y fantasía a la vida, que era hueca hasta el instante en que él apareció.

A pocos días de su regreso del pozo su celda amaneció vacía. Dijeron por cambio de destino.

VII

El origen del mal es múltiple.

Pero la mayor parte proviene del hombre.

Pregunté por mi amigo Teodoro. Pregunté a los guardias; pregunté a los médicos; pregunté a los enfermeros, y al director de la cárcel y al prefecto y al cura que de tanto en tanto regresaba. Pregunté a los otros presos; a los amigos, a los enemigos. Pregunté a los muros, al sol, al viento, a la lluvia, a los pájaros, a los libros. Al silencio.

Respondió el silencio.

A Teodoro Topansky se lo había tragado la tierra. Aunque dijeron que había sido transferido a otro penal, nunca nadie lo pudo confirmar. Yo, en mi fuero interno, sabía qué había sucedido.

Hablé de mi experiencia con el doc. como hablo de la gente que obró en mí. Él talló mi espíritu como orfebre el metal, como escultor a la piedra, como alfarero al barro. En este erial que es la cárcel él fue un labrador. Sembró, regó, cultivó mentes. Mentes desacostumbradas a su uso. Mentes yermas. Mentes que nunca supieron que estaban hechas para pensar el bien. Despertó mi mente en perpetuo retiro.

Teodoro fue mi hacedor.

Continué solo. Poco a poco me abandonaron las ganas de seguir con el taller de enseñanza, no sé si porque los presos eran cada vez más brutos o si yo no era el mismo. Tuve miedo de caer de nuevo en la abulia que me llevaba a la negación, a la pérdida de identidad, al abandono definitivo. Implacable, como suele ser su costumbre, el tiempo fue mellando mi conciencia, mi mente. Me venía comiendo el seso igual que termitas a la madera; corroyéndome igual que óxido al metal. Noté trastornos en mi memoria. Acostumbrado a hacer gala de lucidez, me vi obnubilado por los estragos del olvido, baches de una incipiente amnesia. Me había empezado a preocupar la necrosis cerebral.

Por esas incuestionables leyes de la biología, el hombre tiende a almacenar, por tiempo indefinido, todas aquellas cosas que remiten a su primera edad, anche la juventud, aquellas situaciones que la memoria chupó como esponja nueva y que difícilmente el paso de los años logre borrar. Pero las cuestiones que derivan de la edad adulta en adelante, no tienen garantías de perdurar. El tiempo hace destrozos, aún cuando los hechos fueron concebidos ayer nomás. Un aviso me alarmó. Días atrás, en rueda de presos, alguien estaba contando una historia personal, un hecho fortuito, sin trascendencia, una atractiva y simpática anécdota que nos tenía a todos atrapados. Juan Cruz no estaba. Cuando quise contársela, la semana siguiente, no pude recordar datos importantes de ese relato, nombres, lugares y otros detalles. Me puse muy incómodo. Al principio lo atribuí a una distracción, tan común aquí. Distracción que puede confundirse con falta de interés, abulia, no era mi caso. Lo dejé pasar. Pero luego se repitió otro olvido. Fue una alarma, señal de alerta; me preocupé. Y me sentí viejo de pronto.

Quise saber cuánto pervivía en mi memoria de todo lo que pude aprender. Emprendí un viaje al pasado. Ausculté distintas etapas y su vigencia. Todavía puedo recitar, sin margen de error, el texto en italiano que aprendí en tercer año de la secundaria, ¡increíble!, cuando era un adolescente apenas, “Il Nonno”. Lo repetí sin cesar, con la avidez de un náufrago que se abraza al madero en alta mar, aunque sin saber el significado de muchas palabras. Lo repetí con alegría y desesperación, mientras me maravillaba la fertilidad de la memoria joven: C´era una volta un vecchio che non ci vedeva piú, non ci sentiva piú, e le ginocchia gli tremavano. E quando era a tavola non poteva tener fermo il cucchiaio e faceva cader la minestra sulla tovaglia… A esta altura ya tenía los ojos llenos de lágrimas por lo conmovedor del relato y casi entre sollozos continuaba balbuceando entrecortado: Un giorno, siccome le sue mani tremavano, tremavano, ecco que la scodella gli cade per terra e si ruppe in due o tre pezzi. Allora si che la nuora gliene disse! E il povero vecchio non rispose nulla, e chinó il capo e sospiró. Gli comprarono una ciotola di legno: “cotesta non la romperete”… Las lágrimas me caían sin pudor. Amaba ese cuento. Siempre me conmovió; amaba a ese viejo despreciado por la nuera; ella no supo perdonarle que su mano temblara y dejara caer el plato de sopa y se rompiera en pedazos. Lo castigó a comer en uno de madera. El nieto vio la escena y recogió, uno a uno, los trozos dispersos, para su padre y su madre, cuando fueran viejos…

No podía lograr, con igual solvencia, recuperar recuerdos tan vívidos de hechos ocurridos durante la última parte de mi vida.

Todavía compungido por la historia del viejo maltratado, y por esa tristeza que sobrevuela la ancianidad como cuervos sobre la presa, regresé a aquella época y, casi sin querer, emergió del pasado el rostro de Marianela, una compañera de curso, bella por donde se la mirara. Ella no lograba memorizar la historia del viejo, como lo exigía la profesora. Recurrió a mi ayuda y así pudo conseguirlo. Un buen día, esa niña codiciada por todos, se convirtió en mi novia. Mi ego trepó, pero eso no fue suficiente para revertir mi timidez. Me había elegido entre la inmensa población de chicos atractivos que pavoneaban su machismo, envalentonados por el descontrol de las hormonas, sin lograr entender su preferencia: haberme escogido a mí, púber aún, desgarbado, hombros caídos -pleno desarrollo-, piel blanquísima, nariz con montura, anteojos de aumento. Y el acné. No me faltaba nada para desagradar. Tuvimos una relación sencilla, típica de adolescentes, no pasó de unos pocos besos y alguna que otra tocadita de pechos. Ella era de buena familia, yo la supe respetar. Pero así como comenzó nuestro idilio, terminó. Quedamos buenos amigos.

No siempre la inteligencia va de la mano de la belleza, como fue el caso de María. Marianela lo confirmó. Frágil de mente, los conocimientos le duraban lo mismo que un relámpago. Todo caducaba en su cabeza, menos la hermosa cabellera y su mirada sugerente de cervatillo en celo. Sin ser mujer de cualquier hombre, aunque su engañoso aspecto confundía, ella cayó en las redes de un embaucador sentimental. Una tarde de septiembre llegó al pueblo, vivíamos en La Rioja, un joven muy apuesto que exudaba porteñismo y se distinguía en cada una de sus actitudes: atropellaba a los “pueblerinos” con prepotencia. Conoció a Marianela a la salida del colegio y quedó prendado de ella. Los vieron besándose fogosos en un banco de plaza. No necesitó mucho tiempo para abusar de sus delicias. Ella quedó embarazada. La sociedad de aquella época, de inimputable pacatería, condenaba a las madres solteras con absoluta e impiadosa desconsideración; no había modo de sobrellevar vergüenza de tal magnitud.

 

Circunstancia tan adversa, soltera y menor, mancillaba el nombre de la familia. Todos y cada uno de sus miembros cargaban con el peso de la condena pública. Una mujer en dichas condiciones era apartada del núcleo familiar y despreciada por las amistades como si fuera leprosa. Ningún hombre se fijaba en ella para casarse, era una mujer deshonrada. Las familias no podían aceptar, bajo ningún punto de vista, al bastardo que se gestaba en el vientre equivocado. Solía haber dos caminos para limpiar la reputación de la pecadora: interrumpir el embarazo, si era descubierto a tiempo, o esconder a la embarazada en un sitio apartado hasta que diera a luz sin que nadie se enterara. Luego entregar al niño en adopción y aquí no pasó nada.

Una tercera alternativa era casar a la muchacha con el padre del niño. Poco importaba si había amor o no.

Antes de que el embarazo tomara estado público, y ella se convirtiera en símbolo de la vergüenza, Marianela se arrojó a las aguas turbulentas de un sifón –pileta o reservorio hídrico en continuo movimiento-. El remolino se la tragó en segundos. Hallaron su cuerpo al otro día, corriente abajo, magullado, atascado en el angostamiento de un canal de riego, cerca de una parcela de cultivos. Su cintura de ninfa había cedido paso a una incipiente redondez que presagiaba nueve lunas. Los senos hinchados, testimonio de lo que no pudo ser. La lloré. La lloramos. Pero nada pudimos hacer ante aquella moralina hipócrita de una sociedad despiadada que dibuja sus leyes con el bisturí de la arbitrariedad.

En esas latitudes andaba mi mente, dragando el fondo del pasado con una fluidez asombrosa y un lujo de detalles incuestionable. La tuve que traer a empujones a este presente que tengo ahora. Y me cuestiona: ¡Cuánto de mi pasado inmediato no puedo recordar! Taladra mi cabeza con la insistencia de una aldaba, me exige datos que, con trabajo, apenas puedo conseguir.

Decrepitud. A partir de ese instante esta palabra se corporizó y entró en vigencia. La salud del hombre pasa por la mente con igual importancia que por el cuerpo. Yo, amenazado por la mediocridad del entorno, me negaba a perecer ante sus influjos. Decidido a revertir mi necrosis cerebral y recuperar la viabilidad de mis neuronas, sea como fuere, me propuse memorizar todo aquello que estaba a mi alcance, indiscriminadamente, casi demencialmente. Memoricé las dinastías egipcias y faraónicas en una maratón de Ramsés, Tutankamón, Amenofis, Tutmosis, Hatshepsut, Siremput, Mena, Seti, Kiki y etcéteras y, en dos tomos de extraordinaria encuadernación de la National Geographic, ilustrados a todo color, viajé con mi imaginación por las tierras de Luxor, Carnac, Edfu, Menfis, Kom Ombo, Abu Simbel y otras. Memoricé los nombres de los doscientas sesenta y cinco papas, más los treinta y un antipapas, cuyos datos conseguí en uno de los pocos tomos de la Enciclopedia Británica que había sobrevivido a un incendio. Memoricé la tabla periódica de los elementos químicos y gran parte de la tabla de logaritmos. Memoricé el nombre científico, en latín según Linneo, de todas las especies Xerófitas del noroeste argentino y por último hallé un viejo compendio, cuyo color amarillento denunciaba los años de su antigüedad, tenía por título “El Origen de las Especies”, de Charles Darwin, creador, entre otras cosas, de la teoría de la “Selección Natural”. Ahí me sumergí ávido de suplantar el ocio por el saber. Aprendí que, cuanto más se le pide a la memoria, más te da. Es un ejercicio de ida y vuelta. Lo que no se estimula se atrofia, y lo que se sobre-estimula, se hiper-desarrolla.

De más está decir lo orgulloso que estaba de mí mismo. Había logrado superar mi propio desafío, mi propia expectativa. Revertí el proceso natural de desgaste y erosión que el tiempo desarrolla, fiel a su mètier. Una caricia al ego no le viene mal de vez en cuando.

El vacío que dejó Teodoro era difícil de llenar. Ante ese presente solitario, aburrido y carente de entusiasmo, tuve que hacer malabarismos para distraer al tedio que ya se empezaba a radicar. Retorné a mis antiguos recursos; elegir los mejores recuerdos como medicina lógica, necesaria. Así, cuando merodeaba la depresión, me aferraba al pensamiento de mi hijo, a quien no volví a ver desde aquel fatídico episodio. Mi suegra, quien llegó a odiarme sin parámetros, con todo derecho y razón, se lo llevó. ¿Puedo decir que lo secuestró? Cualquier destino es más sano que permanecer al lado de un padre criminal. Le quité su madre a balazos. Yo tenía un hijo, sí. Tengo un hijo, que yo sepa no ha muerto. Era un bebé gordito, de piel rosada, hermoso. Se llama Christian, decía “ajó” como todos los bebés y había empezado a decir “papá”. Yo lo levantaba en brazos cuando volvía del trabajo. Él, estoy seguro, sabía que era yo su papá. Me sonreía, los ojitos le brillaban. Era feliz conmigo, con el padre que fui hasta ese instante. A escondidas de la madre le hacía chupar un caramelo, y él se volvía loco por el dulce. Estaba prohibido darle dulces. Era mi secreto; lo compartía con él. Un secreto pequeño y dulce. Me hacía feliz esa inocente complicidad. La madre lo criaba bien, con total dedicación y cariño. Lo llevaba a la plaza a tomar sol. Ella, mi dulce esposa, se enternecía con los pequeñuelos que revoloteaban a su alrededor. Tenía algo especial con los chicos. Se le acercaban, la tocaban, le sonreían. Muchas veces me quedaba mirando, extasiado, esa prole pequeña, juguetona, que la quería. Bulliciosos, esos niños de madres ajenas, se le subían a la falda, le acariciaban el cabello rubio y ondeado. Y ella, con paciencia pródiga, los dejaba hacer. Todavía me pregunto qué le habrá pasado para animarse a traicionarme como lo hizo, con tanto descaro, una mujer como ella, se casó virgen, se oponía a las relaciones prematrimoniales, iba a misa todos los domingos, confesaba y comulgaba con sincera devoción. Ella, que condenaba la infidelidad. Ella, la vasca intocable, la impoluta rubia de Almagro. ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta! ¡Qué me hizo!

Pienso, pienso y pienso en busca de respuesta. No la encuentro. Pienso y ensayo posibles situaciones. No las encuentro. Tal vez la desilusioné. A lo mejor no le alcanzaba con lo que yo era. ¿Y qué era yo? Un fabricante de méritos intelectuales. Me parece que el tipo de hombre que representaba, el que soy, resultó inconsistente. Nada visual ni atractivo; carente de esa cosa jugada que tienen algunos que los hace parecer bien machos y enloquecen a las minas. Esa cuota de vanidad, de soberbia, los vuelve atrapantes, apetecibles para las mujeres, o esa faceta de reo desprotegido las enternece. Pura fachada, nomás. ¡Mujeres estúpidas! ¡Frívolas! Yo no tenía nada de eso. Era, y soy, un tipo demasiado simple. Puedo pasar por el mundo sin que nadie me note. Tengo grandes cosas por dentro, que no se ven hasta conocerme bien. Pero perduran y sobreviven a los años.

Seguro que mi mujer necesitaba otra clase de estímulos, por eso puso en riesgo nuestro matrimonio. Se metió con otro muy diferente a mí. Cualquiera puede ser muy diferente a mí, sin mucho esfuerzo. No es que me desmerezca, al contrario, puedo llegar a desmerecer al otro, sin problema. Las mujeres deliran por los personal trainer llenos de músculos, esos que salen en televisión. Poco cerebro, mucho músculo. Se cuidan el pelo, lo tiñen de rubio, lo dejan crecer, le hacen baños de crema, se cuidan el cutis, tallan sus cuerpos. En una palabra, trabajan para el sexo; especialistas en orgasmos y otros menesteres epicúreos. Reconozco, no soy ningún Valentino, ningún Cassanova. Nunca volví loca a una mujer por ser un artífice del sexo ni traficante de erotismo. Pero me las rebusco, me defiendo. Sé amar con integridad, soy hombre de palabra y doy la vida por lo que quiero. Y di la muerte. Pude definirme hasta ese momento. A partir de ahí no sé bien quién soy.

¿En qué momento se vació nuestra relación? Parecía plena, teníamos diálogo, nos complacíamos mutuamente, nos amábamos. Hasta coincidíamos en la misma música, un repertorio heterogéneo, Mozart, Verdi, The Beatles, Bob Marley, Led Zeppelín, Ornella Vanoni, el jazz de Miles Davis y ópera, mucha ópera. Por supuesto no podía faltar la voz de María Callas. La sobremesa era un espacio de absoluto placer, un radolcimento. Preparábamos sendos vasos de whisky con mucho hielo y nos sentábamos en el living a escuchar nuestra música. Yo la miraba a ella a través del cristal, entre trago y trago, le espiaba los intersticios de su alma. Quería incautar sus secretos, adueñarme de su intimidad, de sus pensamientos libidinosos, -ella los tenía-. Era territorio vedado. Y eso me excitaba. Por lo general era el preámbulo de una noche de amor. María, María, María. La pienso, la analizo, la evoco. ¿Qué me hiciste María? No encuentro un indicio que te justifique. Tener un mapa de su genoma que devele el origen de su error, me haría el preso más feliz del mundo.

Parecíamos el matrimonio perfecto. Jamás tuve motivos para sospechar de su conducta. Nunca cruzó una sombra de duda por mi cabeza. Seré un tipo muy iluso tal vez, o ella una mujer vulnerable y escondedora, como dicen aquí, en la cárcel. Ni su hijo fue suficiente para detenerse ante la tentación. Mi pobre hijo. Yo le quité su madre. Espero que mi suegra lo haya criado bien. Esa vieja turra, pidió la pena de muerte para mí. Lástima que no había. En cambio, de una patada en el culo me metieron en la cárcel para el resto de la eternidad y, clin caja.

Yo no sirvo para estrella; más bien, soy espectador en la acción.

Empeñado en el ejercicio de la memoria, y a propósito de ser espectador en la acción, recordé a Elías Farach, un compañero de la secundaria. Se había convertido en víctima del profesor de matemáticas –antipatía mutua-; lo venía bochando reiteradamente, creo que por quinta vez y no lo dejaba aprobar la materia. Isidoro Slattanoff se llamaba el profe. A juzgar por sus actitudes, arrastraba un resentimiento de ribetes étnicos. Lo tenía fichado al pobre Elías, entre ojos. Diríase, había jurado no aprobarlo jamás. Como es lógico, entre ellos se afianzó un rechazo manifiesto que los mantenía enfrentados. Mi amigo le dedicó un odio sin mezquindades. Yo lo comprendí. El tipo merecía todo el desprecio por abuso de autoridad. Al sexto bochazo Elías decidió vengarse. Una noche, alrededor de las tres de la mañana, Elías pasó a buscarme por mi casa -por aquel entonces yo vivía en Chilecito, en un chalé de un barrio tranquilo donde se podía dormir con la ventana abierta; ni una mosca entraba sin antes pedir permiso-. Me despertó a los sacudones y me pidió que lo acompañara. Llevaba un bidón en cada mano con un líquido anónimo.

Fuimos hasta la casa de Slattanoff, otro chalecito con jardín que oficiaba de cochera. Con total decisión y sigilo Elías empezó a rociar con el contenido de los bidones, el auto nuevo del desgraciado. Era ácido sulfúrico puro. Un perro enteco, con el cuero pelado de a ratos por alguna tiña, apareció de la nada y se puso a oliscar las cubiertas del auto empapadas en ácido. Como si fuera estímulo para su vejiga levantó la pata y orinó con entusiasmo en adhesión a la revancha de mi amigo. Elías me pedía que lo ayudara. Yo estaba petrificado. No podía reaccionar. Asustado, presencié la escena, cómo el inocente metal empezó a levantarse, a pelarse, a descascararse. Virutas enruladas se arqueaban como escorpiones enojados. Mi amigo, eufórico, continuaba rociando hasta terminar. Yo, tieso, inmutable, no lo ayudé. ¿No quise? ¿No pude? ¿No me animé?

Eso se llama venganza. Elías estaba feliz, como si por fin pudiera respirar, aliviado. Yo también sentí la euforia y esa cosa adrenalítica que asusta y alegra a la vez, por el desquite merecido, cojonudo. Pero, aclaro, yo jamás hubiera sido capaz de llevar a cabo tal osadía. A título de sinceridad, creo que sentí envidia; sabía de mi falta de coraje para jugarme como él lo hizo. Slattanoff denunció a Elías. Estaba seguro de que había sido Farach. Por supuesto, éste negó todo. Luego me llamaron a mí, como fiel amigo que era, y me apretaron para que hablara. No hubo más testigos. Yo, como testigo, soy de fierro. Me pueden matar antes de sacarme una palabra. Tengo mis virtudes. Elías era un muchacho de inusitadas osadías. Se desvelaba organizando las travesuras del día siguiente, con preocupación para que no perdieran originalidad. Yo lo acompañaba; él ejercía cierto magnetismo que me impedía negarme. Yo iba contento, subyugado ante el inminente peligro al que solía exponerme mi amigo. Casi siempre me tocaba oficiar de público para sus actuaciones. A veces ejecutaba algún papel, según me atreviera o no. ¿Cómo olvidar aquella travesura juntos? Vísperas de Navidad; la pirotecnia estaba a la orden del día y al alcance de cualquiera. La edad no era impedimento para conseguir desde un inofensivo cohete hasta peligrosos rompeportones, petardos y otras preciosuras festivas ornamentadas con colores, brillantinas y flecos.

 

Siesta calurosa, canto de chicharras, deserción en las calles. La gente duerme, no hay otro remedio en Chilecito que dormir la siesta en verano. Tal es el calor. La brea asfáltica se derrite, hasta lo perros se llaman a retiro por unas horas. Los caraguayes, haciendo honor a la especie, son los únicos que enfrentan las elevadas temperaturas con irreverencia; corren a los saltos; tratan de no tocar el suelo. Parecen volar rasando el piso candente. Pero ellos no pueden dejar de salir a la siesta. Cuando yo era chico le preguntaba a mamá si la siesta se hizo para los caraguayes o si ellos se habían creado para la siesta. No lograba entender esa simbiosis masoquista. Ese 24 de Diciembre estaba destinado para nosotros. Mi madre me tenía encerrado esperando que me durmiera, como corresponde a todo chico de buena familia que no debe deambular por las siestas riojanas. Apareció Elías haciéndome señas a través del postigo para que yo saliera al jardín. Me levanté con sigilo, llevé las zapatillas en la mano, y me reuní con él. Sonriente, la cara llena de pircardía, sacó de su bolsa un paquete abultado. Contenía una interesante colección de pirotecnia. Se la había robado a su padre y me invitó a estrenarla. Estábamos eufóricos. Y nos fuimos por las calles de Dios a desparramar ruidos, explosiones y a armar alboroto.

De cada casa nos llegaban insultos y puteadas. Algunos nos tiraban chancletas viejas por las ventanas. Huíamos de los buscapiés y las cañitas voladoras. De pronto, Elías se frenó de golpe en la vereda de los Díaz Moreno y dijo:

- Vamos a reventar el rompeportón.

- ¿Aquí? ¡Estás loco! -le dije.

- Sí. La vieja me tiene repodrido.

Doña Ana Caledonia Díaz Moreno lo tenía harto acusándolo con su papá: ¡Haga algo con su hijo, por favor! No me dura la pared limpia por culpa de ese pillo –decía, muy agitada, mientras se abanicaba los calores de la menopausia-. Ya se me acabó la paciencia; le anticipo que la próxima vez voy a la policía. Farach me aseguró que él era responsable de una sola pintada, única vez que escribió el frente con carbón. Pero la vieja le adjudicaba todos los enchastres. Por eso, él quería tomar revancha. “Hazte la fama y échate a la cama”, le dije. Mi amigo tenía la costumbre de embadurnar las paredes con leyendas non sanctas y una que otra barrabasada. Pero Doña Ana Caledonia se había encaprichado con Elías y aseguraba su bienestar haciéndole dar gratuitas palizas semanales.

Elías sacó el explosivo de la bolsa. Lo acomodó sobre la ventana y me dio la caja de fósforos concediéndome el honor de encenderlo. No tuve opción. Raspé la cerilla con júbilo y acerqué la llama a la mecha. Apenas saltaron las primeras chispas, salimos corriendo a ocultarnos en el baldío de la esquina. Y esperamos el estallido. La transpiración nos chorreaba por la cara y se nos mezclaba con la tierra. Aún recuerdo el gustito salado en las comisuras. Estábamos forrados de mugre, temerosos, excitados, felices. Expectantes, aguardamos el estruendo mientras espiábamos por la tapia, bajo un sol candente, cómplice de nuestras alegrías.

De pronto se oyó un estrépito colosal que hizo temblar el suelo y se extendió por todo el barrio. Nos asomamos desconcertados, temblorosos, a mirar. No esperábamos semejante explosión. Vimos el boquete que se había abierto en la pared del frente de los Díaz Moreno. Una nube de polvo se elevaba al cielo y descubría lentamente el estropicio. El boquete mostró algo inusitado: Doña Ana Caledonia sentada en el inodoro, con las faldas alzadas y la cara blanca de polvo. Los calzones, tapados de revoque y frenados a la altura de los tobillos, no daban tregua al asombro de la mujer. Y al nuestro.

Salimos corriendo, muertos de miedo y de risa. Cada uno se fue a su casa, para disimular. No tardó en caer la policía y nos llevaron a la jefatura acompañados de nuestros padres. Éramos menores. Ellos tuvieron que hacerse cargo de la situación. Nos ligamos tremenda paliza y crueles penitencias que mejor no recordar.

Travesuras infantiles, hechas con orgullo y alegría, constituyen el equipaje de cualquier niño feliz. Y yo creo haber sido un niño feliz, con algunas zonas oscuras tal vez, pero la memoria –que suele ser inteligente la mayoría de las veces, y manipuladora otras tantas- succiona lo lindo, lo positivo que subyace por encima de cualquier hecho penoso y lo inmortaliza para poder continuar caminando la vida de la mejor manera posible.

Soy buena persona, buen hombre, incapaz de infringir la ley, de romper el orden, de transgredir algún límite y todo a conciencia.

Pero fui capaz de matar. Esto no tiene nada que ver con lo otro. Sigo sosteniendo que soy un buen tipo, incapaz de todo lo malo que dije antes.

María hay una sola. No volveré a matar.

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