Buch lesen: «La Trinidad explicada hoy»
Giulio maspero
la trinidad
EXPLICADa HOY
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
Título original: Il mistero di Dio Uno e Trino
© 2015 by Giulio Maspero
© 2017 de la versión española por María José López Cebrián by EDICIONES RIALP, S.A.
Colombia, 63, 28016 Madrid
(www.rialp.com)
Preimpresión: Jorge Alonso Andrades
ISBN: 978-84-321-4887-3
Depósito legal: M-26752-2017
Impreso en Anzos, S.L., Fuenlabrada (Madrid)
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ÍNDICE
Advertencia al lector
Introducción
I. La Palabra del Dios de la Alianza
1. Las etapas del encuentro
2. Los atributos de Dios
II. La Palabra del Dios Uno y Trino: Jesús
1. El Dios de Jesucristo
2. El Padre y el Hijo
3. El Espíritu del Padre y del Hijo
4. La Trinidad revelada
III. La respuesta a la Palabra: la fe de la Iglesia
1. Las fuentes del pensamiento
2. Los primeros Padres de la Iglesia y la teología del Logos
3. Ireneo y la gnosis
4. Tertuliano y el modalismo
5. Clemente y Orígenes: una cultura cristiana
6. Nicea y el arrianismo
7. Atanasio y la teología de la naturaleza
8. Los Capadocios y las relaciones
9. El Espíritu Santo y el Concilio de Constantinopla
IV. El desarrollo del pensamiento: la teología
1. La elaboración teológica
2. Agustín
3. El espíritu del medievo
4. La síntesis de Tomás
5. La teología posterior
V. La concepción trinitaria del mundo y del hombre
1. La Trinidad y el mundo
2. Personas y relaciones
3. La Paternidad y la Filiación
4. El Espíritu y el amor
5. La Trinidad en la historia: las misiones y la inhabitación
VI. Conclusión: María y la Trinidad
¿Cuántas veces al santiguarnos pensamos en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, en las tres Personas divinas que nombramos al hacer este gesto? Y de modo análogo, ¿nos damos cuenta durante la Santa Misa de que toda acción y oración que la conforman se dirigen a Dios Padre?
Cuando comencé la carrera de física en la universidad hubo una experiencia que me marcó: en clase habíamos estudiado las diferentes leyes de la dinámica, es decir, las relaciones cuantitativas que regulan el movimiento de los cuerpos. Yo lo había entendido muy bien y sin ninguna dificultad, pero cuando nos llevaron al laboratorio después de una tarde de trabajo, y verifiqué que esas leyes se cumplían de verdad en la realidad, exclamé: «¡es verdad!». Aún recuerdo ese momento como si fuera hoy, porque para mí significó la toma de conciencia de que conocer en teoría puede ser muy diferente de haber desarrollado el modo correspondiente de relacionarse con la realidad. Me «sabía» las fórmulas, pero no pensaba el mundo a partir de ellas. Mi conocimiento había cambiado, pero no mi mirada.
Este libro se ha escrito precisamente para ayudar a superar esa distancia en el ámbito de nuestra fe. San Josemaría decía que todos los bautizados deberían estudiar teología a nivel científico, porque el amor lleva consigo el deseo de conocer más a la persona amada (cfr. Es Cristo que pasa, n. 10). Este pequeño libro de teología sería un éxito solo con que uno de sus lectores pudiera exclamar: «¡Es verdad!» en la propia vida cristiana. En efecto, todo lo que la alimenta, desde la liturgia hasta los sacramentos, pasando por la oración y la Sagrada Escritura, tiene como origen y meta a las tres Personas divinas. De modo que estas páginas no constituyen un mero ejercicio teórico, sino que pretenden servir de ayuda para rezar mejor, participar con más intensidad en la Santa Misa, tener más conciencia de la Vida que hemos recibido en el bautismo; en pocas palabras, para amar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Para eso necesitamos partir de la provocación que supone para nuestro pensamiento la paradoja de su unidad y trinidad.
Advertencia al lector
Este libro constituye una breve introducción al estudio del tratado de Dios uno y trino. Está pensado para subrayar los puntos principales en la constitución del pensamiento trinitario y su valor para la época actual. En él se pone de relieve de modo particular cómo se modificó la metafísica clásica para poder explicar la novedad revelada: es una especie de ontología que reconoce junto con la esencia un papel originario a la relación. Esperamos que esta aproximación pueda ayudar a llenar el déficit de pensamiento del que habla Benedicto xvi en la encíclica Caritas in veritate, donde pide una profundización metafísica de las relaciones interpersonales (n. 53).
Se pretende que la obra sea compacta y de fácil lectura: por eso no se han añadido notas, sino que nos hemos limitado a hacer algunas referencias fundamentales en el texto principal. Lo ideal es leerlo teniendo a mano la Biblia, buscando las citas que no se han incluido más que cuando eran imprescindibles.
Para ulteriores profundizaciones sobre la materia se remite al manual: L. F. Mateo-Seco - G. Maspero, Il Mistero di Dio uno e trino, Edusc, Roma, cuya estructura se ha seguido fielmente. Los siguientes dos libros, breves y excelentes, de los que se recomienda su lectura, también han constituido una fuente de inspiración: J. Ratzinger, El Dios de Jesucristo, Sígueme, 1982 y J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, San Pablo, 1969.
INTRODUCCIÓN
Un día estaba hablando con un amigo filósofo sobre mis últimos estudios acerca de la Trinidad y me dijo: «Cierto, Dios es uno, aunque es trino». Esta frase me impresionó porque era verdad: parece contradictorio que Dios sea verdaderamente uno y trino. Sin embargo, dentro de mí surgió también otra reflexión: en realidad Dios es uno precisamente porque es trino. El paso del aunque al porque no es banal: es el resultado de una historia apasionante y maravillosa que ha visto el surgimiento de un pensamiento auténticamente cristiano a partir del acontecimiento de la Revelación trinitaria en Jesucristo.
El contenido de este pequeño libro aspira a ser un rápido bosquejo de esa historia. En ella se muestra cómo del concepto de unidad, que caracterizaba la filosofía clásica y provenía de la observación de la naturaleza, se ha pasado poco a poco a una concepción más rica, a la que el hombre por sí solo nunca habría llegado. Concepción que solo fue posible realizar gracias a la apertura de la intimidad misma de Dios. La Revelación de su ser eterna y totalmente Padre e Hijo y de su Amor ha hecho conocer al hombre una unidad más verdadera y total, la unidad perfecta de la comunión. El fondo del ser, la realidad absoluta que está en la base de cualquier otra realidad es en efecto comunión de amor, unidad personal que se da en la relación y no a pesar de la relación. Se trata de un pensamiento verdadero y realmente nuevo, extensión del pensamiento clásico, que tiene sus rasgos distintivos precisamente en la comunión y en la relación.
Evidentemente, esto cambia el modo de aproximarse al misterio de Dios, porque este no puede ser nunca conocido solamente con las categorías formuladas a partir de la observación de la naturaleza. La Revelación nos abre a una novedad radical que sin la Encarnación no habría sido posible conocer. El hombre mismo, por estar hecho a imagen y semejanza de su Creador, se convierte en camino privilegiado en la relación con Él hasta el extremo de que, en la Encarnación, Dios mismo se nos da como Hombre en Cristo; como hombre con una madre, una familia, una historia, unos amigos, un trabajo.
Todos sabemos que es más fácil conocer un árbol o una piedra que a una persona, porque, debido a su dimensión interior y a su libertad, cada persona es irreducible a lo que se ve solo por fuera. Desde fuera se puede entender la existencia de estas realidades, pero para conocerlas de verdad hace falta establecer una relación, compartir la intimidad. Se puede decir que cada persona es un misterio, no en el sentido de un thriller o una novela negra, ni en el del ámbito científico. En estos casos, misterio equivaldría a una pregunta con una respuesta concreta (¿quién es el asesino? ¿cuál es el resultado de una determinada ecuación?), y la dificultad de alcanzarla solo radicaría en el límite de nuestras posibilidades cognoscitivas. El misterio sería como un velo que cubriera el objeto de conocimiento, y fuera demasiado pesado para que lo levantáramos. En cambio, el misterio que constituye una persona, es decir, el misterio auténtico, no consiste en una solución o una respuesta. Se puede decir que el misterio en sentido propio no se des-vela, como se haría con el solucionario de un crucigrama, sino que se re-vela, en el sentido de que cada progreso en el conocimiento, es decir, en cada velo que se elimina, se descubre una mayor profundidad, a su vez protegida por otro velo. El juego de los prefijos es el que existe entre expirar, que evidentemente se hace una sola vez, y respirar, que implica una repetición. La revelación se entiende de modo análogo, porque el misterio de la persona tiene una profundidad infinita y nunca se puede agotar.1
Todas las realidades más excelsas, todas aquellas que verdaderamente valen la pena, pertenecen a este segundo tipo de misterio. Por lo tanto, con más razón, Dios debe colocarse en este ámbito. Efectivamente, como escribió J. Ratzinger, Él es la razón última de la existencia de este misterio: «Entramos en un terreno donde querer saberlo todo aquí y ahora es una funesta necedad. Reconocer con humildad que no se sabe nada es la única forma auténtica de saber; contemplar con asombro el misterio incomprensible es la auténtica profesión de fe en Dios. El amor siempre es mysterium. El propio amor —El Dios increado y eterno— tiene que serlo en sumo grado: el Misterio mismo.» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme 2013, 137).
Técnicamente, se denomina apofatismo esta imposibilidad de hablar de Dios si no es rindiéndose frente a su infinita grandeza. La razón puede llegar a demostrar su existencia, pero el misterio de la intimidad de este Dios, que es en sí mismo tres Personas y un único Dios, precisamente en el eterno y perfecto ser la una en la otra y la una a través de la otra, está más allá de toda capacidad expresiva del hombre. Una leyenda medieval lo ejemplifica narrando el encuentro de Agustín con un niño que, en la orilla del mar, sacaba el agua y la echaba en un agujero en la arena. Frente a la perplejidad del santo, el niño le respondió que era más fácil vaciar el mar que comprender con la razón la Trinidad. Análogamente me vienen a la mente los hermosos versos de Rabindranath Tagore:
El agua en una vasija es brillante,
El agua en el mar es oscura.
La verdad pequeña tiene palabras que son claras,
La gran verdad tiene un gran silencio.
Con la Encarnación Dios mismo se ha revelado: como Padre, Hijo y Espíritu Santo, empujando al hombre a un replanteamiento radical de su concepción de Dios. Las categorías naturales se han reformulado a la luz del Evangelio. Palabras antiguas se han revestido de un nuevo sentido. Y de este modo ha surgido el valor de un pensamiento dirigido a favorecer el encuentro con el Dios cristiano. Por su identificación con Cristo y la Trinidad, la Verdad pertenece a la dimensión personal. Por eso la doctrina trinitaria no sustituye a Dios; sino que como sucede con un mapa, la utilidad de este pensamiento consiste en impedir que nos salgamos del camino, reducir la Trinidad a una simplificación al nivel de lo que sabemos sobre las criaturas. El valor del mapa radica precisamente en permitir la relación con la realidad del territorio que reproduce esquemáticamente.
De este modo, la teología trinitaria sirve para entrar en relación con la misma Trinidad, siguiendo los pasos de aquella que por primera vez se ha abierto a este pensamiento: María. Benedicto xvi, comentando su título de Madre de Dios (Theotókos en griego), ha resumido admirablemente la novedad de este recorrido: «La filosofía aristotélica, como sabemos bien, nos dice que entre Dios y el hombre solo existe una relación no recíproca. El hombre se remite a Dios, pero Dios, el Eterno, existe en sí, no cambia: no puede tener hoy esta relación y mañana otra. Existe en sí, no tiene relación ad extra. Es una palabra muy lógica, pero es una palabra que nos lleva a desesperar: por tanto, Dios mismo no tiene relación conmigo. Con la encarnación, con la llegada de la Theotókos, esto cambió radicalmente, porque Dios nos atrajo a sí mismo y Dios en sí mismo es relación y nos hace participar en su relación interior. Así estamos en su ser Padre, Hijo y Espíritu Santo; estamos dentro de su ser en relación; estamos en relación con él y él realmente ha creado una relación con nosotros. En ese momento, Dios quería nacer de una mujer y ser siempre él mismo: este es el gran acontecimiento» (Benedicto xvi, 11 de octubre de 2010, Sínodo para Oriente Medio).
1 El juego de prefijos en italiano no funciona del todo en español, porque no coinciden exactamente. Los verbos en el original son svelare y spirare: desvelar y espirar (donde el prefijo –s significaría una sola vez); ri-velare, re-spirare: revelar y respirar (donde el prefijo re- y su variante ri- implicarían una repetición).
I. LA PALABRA
DEL DIOS DE LA ALIANZA
1. Las etapas del encuentro
El pensamiento sobre Dios se desarrolla paralelamente a la historia del pueblo de Israel y a la formación de su identidad a través de su relación constitutiva con Yahvé. Se puede esquematizar el recorrido en cinco etapas principales, que no se corresponden exactamente con una periodización cronológica, sino con una distinción conceptual y teológica.
a) Del clan al pueblo. En las religiones primitivas las divinidades eran esencialmente personificaciones de las fuerzas de la naturaleza: en todas las culturas paganas existía el dios del cielo, de los mares, de los ríos. Los dioses eran múltiples y jerárquicamente organizados según el éxito de las luchas entre ellos. Se pensaba que habitaban en montes y montañas. Las poblaciones que vivían en un territorio determinado daban culto a las diferentes divinidades, pagando una especie de tributo en sacrificios a cambio de su favor.
Los hebreos constituían al principio un pueblo nómada compuesto por diferentes tribus que carecían de un territorio propio. En cierto sentido debían pagar tributo a todos los dioses de todos los territorios que atravesaban buscando pasto para los animales.
En un momento determinado la tribu en su totalidad se constituye en pueblo gracias al encuentro con el Dios Creador del cielo y de la tierra. La identidad de Israel surge del diálogo con un Dios que no es simple fuerza, sino que busca al hombre y le habla, un Dios que es persona. La búsqueda de esta relación no es signo de debilidad, sino que nace de la omnipotencia del Creador: su poder se extiende a todo territorio y Él puede defender al clan en cualquier lugar. El Dios de Israel es el más fuerte de los dioses, tan fuerte que puede hacerse cercano y entablar un diálogo. Todavía no recibe un nombre, sino que se le nombra de modo significativo como el Dios de nuestros padres (Gn 31,5; 50,17; Ex 3,6; 18,4): se trata de un Dios identificado por el encuentro y la amistad con los antepasados. De este modo, la identidad de Israel se funda sobre la relación con Dios. Esta relación se expresa en la Alianza que une a Yahvé verticalmente con su pueblo, pero se manifiesta también en sentido horizontal en la alianza entre las diferentes tribus, capaces de una unidad que antes era imposible.
Esta es la primera etapa de una historia llena de luces y sombras que, sin embargo, desde el primer instante se caracteriza por una concepción única de Dios: mientras que en todas las culturas paganas antiguas el cosmos y la identidad del pueblo surgían de la lucha de los dioses y del contraste entre un principio positivo y uno negativo, para Israel existe un único principio bueno que es el origen último de todo lo que existe, puesto que es el Creador. Se trata de un Dios personal que es cercanísimo al hombre, al mismo tiempo que permanece totalmente trascendente, es decir, más allá de la naturaleza y del pueblo.
b) La Revelación del Nombre. La singularidad de la concepción hebraica de Dios se refuerza con el segundo momento de esta historia, que lleva al asentamiento estable en la tierra prometida gracias a la alianza con Yahvé. Israel deja así de ser un pueblo nómada. Ya anteriormente la renuncia a dar culto a los dioses locales implicaba una especie de alianza con el Creador, pero ahora se hace explícita y se sanciona oficialmente. Dios trata al hombre como a su igual, hace tratos con él. Y llega, con Moisés, a revelarle Su nombre (Ex 3,14). Este es un momento fundamental, porque en cierto sentido Dios se entrega todavía más en la relación con su pueblo, ofreciéndole, mediante la revelación de su propio nombre, una posibilidad de acceso constante a Él. El desarrollo del diálogo de Dios con Moisés en el monte Horeb resulta emblemático (Ex 3,13-15): ante la petición de llevar al pueblo de Israel fuera de Egipto, Moisés, como buen oriental, comienza a «negociar» con Dios y pide una garantía, es decir, su nombre, para que el pueblo le pueda creer y seguir. La respuesta «Yo soy el que soy» hace referencia al nombre propio —«Yo soy»— de aquel Dios que Abraham, Isaac y Jacob habían encontrado y cuyo apelativo habían transcrito en el tetragrama sagrado Yahvé. En la lengua semita el término genérico que se refería a la divinidad, y por lo tanto también a los falsos dioses, era El, cuyo plural es Elohim, que tiene el mismo uso, aunque se utiliza más a menudo como plural mayestático para referirse a la suma deidad y, por lo tanto, al verdadero Dios. Yahvé, en cambio, es un nombre propio, cuyo origen está relacionado con el verbo ser, y que ha recibido distintas interpretaciones. Seguramente la respuesta a Moisés se puede leer como elusión, en el sentido de que «Yo soy el que soy» podría equivaler a no responder y a afirmar la propia soberanía absoluta, como ocurre en una fórmula parecida: «Yo digo lo que digo» (Ez, 12, 25). Sin embargo, al mismo tiempo, la expresión hebrea también se puede leer en futuro: «Yo seré el que seré», que también hace referencia a la promesa de permanecer cerca durante la travesía en el desierto. Es como si Dios dijese a Moisés: ve y di a los israelitas que mi identidad es ser tan grande que puedo estar cerca de vosotros en cualquier lugar, mi persona es estar siempre para protegeros y custodiaros. El nombre indicaría también, por lo tanto, eficacia y fidelidad. Finalmente, en la traducción griega conocida como Septuaginta, llevada a cabo entre los s. iii y ii a. C., el término «Yo soy» se tradujo de modo totalmente paralelo a las fórmulas usadas por Platón para referirse al Ser como Primer Principio. Por eso, una tercera interpretación que claramente trasciende los confines culturales semíticos, es la metafísica, que identifica al Dios de Israel con el Dios de los filósofos.
c) El Reino de Israel. La tercera etapa del desarrollo progresivo del concepto de Dios en Israel se caracteriza por el hecho de que la acción divina está estrechamente vinculada a una institución política, es decir, a la monarquía, y más específicamente a la dinastía de David. Esto hace que la limitada perspectiva y las tentaciones de autonomía de las instituciones deban ser contrapesadas por un movimiento profético que recuerde las exigencias morales y rememore al pueblo que su identidad está vinculada a su relación con Dios. Lo podemos ver, por ejemplo, en el adulterio de David denunciado por el profeta Natán (2 Sam 12).
d) Los profetas y el Mesías. El riesgo que corría constantemente Israel —clan de una tribu que se convirtió en un reino sólido— era el de reducir el pensamiento teológico a la dimensión material y al éxito terreno. Por eso, la cuarta etapa se identifica con la reflexión de los grandes profetas como Jeremías, Ezequiel e Isaías, que subrayan la grandeza y el poder universal del único Creador. Los profetas confirman al pueblo la dimensión espiritual de la Alianza y hablan del Mesías, retratándolo también como siervo sufriente (Isaías).
e) La reflexión sapiencial. El último tramo de este recorrido, que prepara inmediatamente la revelación neotestamentaria es la reflexión sapiencial sobre Yahvé. Brota de la experiencia del exilio en Babilonia y de la derrota de Israel, que se ve obligado a reflexionar sobre la providencia y a profundizar posteriormente en la dimensión espiritual de la Alianza. En esta fase se sitúan Job, el Eclesiastés y los Salmos. En la derrota, el sufrimiento y la muerte, la Cruz se vislumbra en el fondo, con su mensaje de dolor y de esperanza que en la Resurrección se revelará como clave interpretativa de toda la historia del pueblo elegido y del mundo entero.
En síntesis, el pensamiento que nace del encuentro con Dios y se alimenta de la relación con Él y con sus diversas intervenciones en la historia de Israel conduce a una progresiva toma de conciencia de la grandeza y de la espiritualidad de Dios: al principio solo lo reconocen como el más grande de los dioses, por ser el Creador; más adelante Israel comprende que Dios pide ser adorado de modo exclusivo no por ser el más grande, sino por ser el único, y que sus caminos son diferentes a los de los hombres. Cada una de estas etapas teológicas se refleja sobre la propia identidad de Israel, cuya constitución es cada vez más profunda en la medida en que ahonda en su relación con Yahvé. Él les ha llevado de su estado de clan politeísta al de pueblo unido y fuerte, que no tiene miedo del sol y de la luna como los otros pueblos paganos, y que, mucho antes que Platón y Aristóteles, formula sin elementos culturales refinados, el más claro monoteísmo jamás concebido. Israel es un pueblo que aprende que su identidad no viene definida por un poder político exterior, sino por su alma de hijo de Dios, en un recorrido análogo al que atraviesa generalmente también en la vida interior.
2. Los atributos de Dios
Este proceso de progresiva espiritualización se puede entrever también en la lectura de los atributos de este Dios que ha ido al encuentro de Israel en la historia. El concepto de atributo divino no hace referencia a una dimensión abstracta, sino que responde a la pregunta: ¿cómo reconozco a Dios si me lo encuentro? Un interrogante que los hebreos deben de haberse planteado a raíz de su historia.
En primer lugar, si el que te habla es Dios, tiene que ser el más fuerte, es más, tiene que ser omnipotente. La percepción de este atributo en la historia de Israel está relacionada directamente con la idea de creación, como se pone de manifiesto al comienzo del Génesis: Dios es omnipotente como ningún otro Dios porque ha hecho todas las cosas de la nada con la sola fuerza de su palabra (cfr. Sal 33, 6). No es simplemente más fuerte que cualquier principio negativo que se le oponga, sino que su poder llega hasta el abismo más profundo, hasta el Sheol (cfr. Jb 26, 5-14). Por eso Gabriel se presentará ante María como mensajero de Yahvé diciendo, precisamente, que nada es imposible para Dios (cfr. Lc 1, 37).
Esta omnipotencia va unida al hecho de que Dios existe desde siempre y no tiene un principio, como de hecho sucedía con todas las divinidades paganas. Basta pensar, por ejemplo, en el nacimiento de Venus, representado maravillosamente por Botticelli. Israel, a diferencia de todos los otros pueblos, no tiene una teogonía, es decir, una historia del nacimiento de los dioses. De este modo, la eternidad se comprende en relación a la plenitud de vida: Yahvé es el Dios vivo, el que vive (Dt 5, 23, Sal 42, 3). Esta plenitud de vida implica la posibilidad de ser fiel para siempre, es decir, la capacidad de no dejar nunca de serlo, a pesar de las traiciones del pueblo. Dicha idea se ve reflejada, por ejemplo, en la misión de Oseas, llamado a casarse con una prostituta para comunicar el mensaje de que Dios continuará siendo fiel al pueblo elegido a pesar de su idolatría.
Estos atributos que Israel va descubriendo en toda su profundidad a medida que interactúa con Yahvé y lo va conociendo cada vez más, empujan hacia una concepción concreta, en la línea de una plenitud fontal. Dios no tiene vida, sino que es la Vida misma, porque es la fuente de toda vida. De este modo la eternidad no es el simple hecho de ser desde siempre, sino una posibilidad de estar siempre presente. En este sentido se aproxima a la omnipresencia, fundamental para el clan nómada y para el pueblo en el exilio. La facultad de estar siempre cerca va unida a la espiritualidad de Dios, cuya comprensión viene sin embargo obstaculizada por la tendencia del pueblo a querer localizarlo, a quererlo tocar, como ocurre en el episodio del becerro de oro durante el éxodo (cfr. Ex 32).
Asociado a la omnipresencia y a la omnisciencia está el hecho de que Dios conoce cada cosa, hasta el corazón de los hombres y las intenciones más secretas (Jer 11, 20; Sal 139, 1-4). La referencia a la interioridad humana es de suma importancia, porque el mundo hebreo no se rige por la necesidad, como en el caso de los griegos, donde todo se somete al destino, sino que el hombre, como imagen de un Dios que tiene voluntad y que ama, tiene una interioridad, un «interior» que se caracteriza por la libertad y no por la necesidad, que solo el Creador puede conocer. Por lo tanto, si te encuentras con Dios, como les ha sucedido a los patriarcas, lo puedes reconocer precisamente por el hecho de que Él conoce los secretos de tu corazón, lo que te has dicho a ti mismo estando solo, en el ámbito inaccesible a todos los demás que es tu conciencia.
De este modo, para Israel, los atributos de Dios son extremadamente concretos y todos reconducibles a la relación que Dios ha establecido con el pueblo y a la capacidad absoluta de relación que le caracteriza. El Creador saca de la nada a sus propios interlocutores, junto a todo el universo por medio de la Palabra, realidad en sí misma relacional. La eternidad es la capacidad de estar siempre y no dejar nunca de estar, así como la omnipresencia y la omnisciencia nacen de la posibilidad de permanecer siempre en relación. Esta capacidad relacional se ve como una fuente de vida y de ser.
Por lo tanto, las categorías de la Sabiduría y de la Palabra de Yahvé, que en sí mismas indican la actividad divina, se irán personificando cada vez más en la reflexión hebrea hasta convertirse en figuras de mediación. El ser persona de Dios se refleja en su obrar hasta el punto de que la propia relación con Él se personifica. Se trata de un artificio literario que revela sin embargo una concepción profundamente personal y prepara en cierto sentido el paso neotestamentario a la identificación de la Sabiduría y la Palabra con Cristo.
La lectura relacional de los atributos es importante porque señala la diferencia respecto al mundo filosófico y pagano, caracterizado por la necesidad. Dios no es eterno en el sentido de que todo lo que ocurre está determinado. La libertad del hombre es auténtica, como auténtico es su pecado. Pero Dios es eterno en el sentido de que tiene una plenitud absoluta de vida, por lo que puede también afrontar cada nueva negación del hombre hacia Él. El Creador es creativo y continúa ejercitándose, porque es tan grande que puede correr el riesgo de la libertad humana. La historia no está predeterminada, sino que es un auténtico diálogo.
Esto explica cómo en Israel la percepción de los atributos divinos ha llevado a profundizar cada vez más en la dimensión moral. De modo que la verdad, en cuanto característica propia de Dios, se lee concretamente como fidelidad que viene a menudo acompañada por la bondad. La misma justicia divina que a veces castiga duramente, se concibe en términos de misericordia y no de proporción necesaria —a lo que hacía referencia el símbolo tradicional de la balanza—, porque el castigo de Dios acaba por alejar al hombre del mal. La identificación del Creador con la fuente de la Vida y de cada bien implica que el alejamiento de Él se identifica con el mal, así como apartarse del calor lleva a percibir el frío. Desde esta perspectiva es comprensible que justicia y misericordia se reclamen la una a la otra: Yahvé es un Dios que ama, con la ternura de una madre (cfr. Is 49, 15), y que ama especialmente a los pobres y a los débiles.
Pero para comprender este amor es necesario percibir primero que Dios es omnipotente, de otro modo el don no se puede reconocer. Dios no ama a su pueblo porque lo necesite. Se trata de un pueblo nómada que no tiene nada que ofrecer. Israel no debe olvidarlo, porque de otro modo se desprende de la relación con el Creador y, por lo tanto, pierde el contacto con la fuente de la vida. La omnipotencia permite precisamente leer la relación como don y, por lo tanto, a Dios como amor.
A lo largo de su historia los hebreos profundizan cada vez más en los atributos de Yahvé espiritualizándolos, comprendiendo su conexión intrínseca hasta considerarlos como si fueran Dios mismo y, por lo tanto, hacerlos coincidir entre ellos. Utilizando una comparación física, es como si cualquier atributo fuese uno de los colores de la luz del sol, que al ojo le parece blanca, pero que pasando a través de un prisma se descompone en sus elementos. Dios es uno y se identifica con sus atributos, con todos ellos, pero la perspectiva del hombre, nuestro ojo, los descompone, distinguiendo omnipotencia y eternidad, justicia y misericordia.
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