Negociar la memoria: Escenarios, actos y textos del primer centenario de 1521 en Nueva España

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Aus der Reihe: México 500 #15
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Negociar la memoria: Escenarios, actos y textos del primer centenario de 1521 en Nueva España
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Negociar la memoria

Escenarios, actos y textos

del primer centenario de 1521

en Nueva España


Para Ana Carolina Ibarra

historiadora, humanista, universitaria ejemplar.

“A 13 de agosto, día de san Hipólito, martes, se ganó México y llegó la nueva en Tlaxcala miércoles en la tarde y el jueves festejaron la nueva y escogieron por patrona a Nuestra Señora de la Asunción.”

Juan Buenaventura Zapata y Mendoza, 1689

Contenido

México 500 Presentación

Introducción

Escenarios

Actos

Textos

Coda

Bibliografía

AVISO LEGAL

México 500
Presentación

En el marco de la agenda conmemora­tiva de la Universidad Nacional Autónoma de México en ocasión de los 500 años de la caída de México-Tenochtitlan y la fundación de la ciudad de México, la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial y el Instituto de Investigaciones Históricas unen sus esfuerzos editoriales y académicos para crear la colección México 500.

La caída de Tenochtitlan en 1521 detonó procesos que transformaron profundamente el mundo. Tanto las sociedades mesoamericanas y andinas como las mediterráneas, es decir, europeas y afri­canas, y aun las subsaharianas y asiáticas, se vieron inmersas en una larga e inexorable historia de integración. Una vez superadas las lecturas nacionalistas que colmaron los relatos oficiales, las leyendas negras y doradas de los siglos XIX y XX, resulta nece­sario y per­tinente difundir los problemas, enfoques y pers­pectivas de investigación que en las déca­das recientes se han producido sobre aquellos acon­­te­cimientos, reconociendo la complejidad de sus contextos, la diversidad de sus actores y las escalas de sus repercusiones.

La colección México 500 tiene por objetivo aprovechar la conmemoración para difundir entre un amplio público lector los nuevos conocimientos sobre el tema que se producen en nuestra Universidad. Tanto en las aulas del bachillerato y de las licenciaturas como en los hogares y espacios de sociabilidad, donde estudian y residen los universitarios, sus familias y personas cercanas, se abre un campo de transformación de los significados sobre el pasado al que se deben las cotidianas labores de investigadores, docentes y comunicadores de la historia.

El compromiso con esa invaluable audiencia activa y demandante resulta ineludible y estimulante. Por ello, las autoras y autores de los títulos de la colección, integrantes de la planta académica universitaria, ofrecen desde sus diversas perspectivas y enfoques, nuevas miradas comprensivas y explica­tivas sobre el significado histórico de lo acontecido en el valle de Anáhuac en 1521. Así, los contextos ibérico y mesoamericano son retomados junto a las preguntas por la diversidad de personas involucradas en aquella guerra y sus alcances globales, el papel de sus palabras y acciones, la centralidad de las mujeres, las consecuencias ambientales y sociales, la importancia de la industria naval y el mar en aquellos mundos lacustres, la introducción de la esclavitud occidental, la transformación urbana, el impacto de la cultura impresa, la memoria escrita, estética y política de aquellos hechos, por mencionar algunas de las temáticas incluidas en México 500.

En las actuales circunstancias de emergencia sanitaria y distanciamiento social, nuestra principal preocupación es fomentar en el alumnado la lectura y la reflexión autónomas que coadyuven a su formación, con base en herramientas accesibles, fundadas en la investigación científica y humanística universitaria. Por ello, nuestra intención es poner a disposición del lector un conjunto de títulos que, al abordar con preguntas nuevas un tema central de la historia nacional, problematice el significado unitario y tradicional que se le ha atribuido y propicie la curiosidad por nuevas posibilidades de interpretación y cada vez más amplios horizontes de indagación.

Instituto de Investigaciones Históricas

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Introducción

Ocurrió una mañana húmeda de fines de julio de 1621 en la ciudad de México. El apresurado mensajero se detuvo ante el dintel de la puerta; con pesantez crujió la madera al abrir ante sus ojos el patio rectangular con la fuente en el centro. Un haz de luz matinal en aquel impluvio americano confundía las gotas precipitadas desde las tejas con el alboroto cristalino que las recibía. La temporada de lluvias inundaba las noches y las calles de aquella capital imperial, sumida en el aroma de tierra mojada, presagio de renovados lodazales, puentes rotos y turbias mezclas de agua salobre. Su ímpetu colmaba las acequias, contaminándolas con el hedor y las purulencias de despojos animales arrastrados por la corriente lacustre hasta las calzadas de la ciudad.

Los charcos de la plaza mayor reflejaban el inacabado edificio de la iglesia catedral, cuya construcción consumía las arcas capitulares y las fuerzas de cientos de indios de Santiago y San Juan. Repartidos por tandas semanales, con sus manos convertían la cantera chiluca en templo principal de la nueva cristiandad. Era México una ciudad pétrea. Iglesias, conventos y palacios se alzaban en competencia con plazas, soportales y casas particulares.

Tanta agua y tantas piedras no impidieron la carrera del joven criado, enviado por don Gonzalo de Carvajal —alcalde ordinario y teniente de corregidor— a recorrer las calles de la ciudad para sacar del sueño a sus regidores. Su trayecto alcanzó a­quella casa magnífica en que habitaba el enrique­ci­do Simón Enríquez, portugués avecindado y depo­sitario general del Ayuntamiento, quien, todavía a­milanado, recibió el bando funesto: el teniente de corregidor lo compelía a presentarse a cabildo para co­nocer las nuevas de Castilla que anunciaban la muerte del rey.

El último día de marzo de aquel año centenario, Felipe III había expirado. Su primogénito, con 16 años, y muchos interesados ministros girando en torno suyo, esperaba de México, como de las demás ciudades de sus extendidos reinos europeos y americanos, la correspondiente aclamación que lo confirmara como su señor natural y nuevo soberano.

Como un fractal barroco que colmaba el retablo de aquella tierra, la imagen apresurada del recadero de cabildo se multiplicaba, inexorable, en cada ciudad de las Indias Occidentales. Tanto en Veracruz y Tlaxcala, como en Puebla, Valladolid y Oaxaca, la fatídica noticia se esparció rápidamente por las villas, pueblos y ciudades de una Nueva España que, a la sazón, se encontraba sin virrey. El último, don Gonzalo Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar, había sido transferido al Perú meses antes, bajo la presión de los jueces superiores del reino, los oidores que integraban la Audiencia real de México. Este tribunal y sus señores tenían su asiento en una de las principales capitales indianas de la monarquía española, que estaba por cumplir cien años de su fundación cristiana.

Que el rey de España hubiera muerto en una fecha cercana al centenario del asedio a Tenochtitlan fue pura y simple coincidencia. Pero el ascenso y la proclamación de su heredero, sin duda, condicionó el modo en que se conmemoró aquella fecha fundacional en las ciudades de Nueva España; especialmente en las urbes que empeñaban su vínculo con la monarquía a partir de la memoria de su participación en aquella guerra.

Días después de que corriera la noticia desde México, en Tlaxcala, don Gregorio Nacianceno, designado juez gobernador por noveno año consecutivo, comunicó la muerte regia y la solicitud de reconocimiento del nuevo rey a los alcaldes de las cuatro partes de la provincia. El número y procedencia de los representantes convocados reflejaban la antigua estructura del gobierno tlaxcalteca, vestigio de las casas señoriales que integraban aquel reino cuando llegaron los españoles. Uno a uno se hicieron presentes en una reunión de cabildo que se prolongaba días enteros, en la medida en que los traslados desde cada centro dilataban el paso y la presencia de sus representantes en aquella capital, orgullosa de sus his­­tóricos privilegios como primera aliada del rey de España y protagonista de la guerra cortesiana.

La derrota de México-Tenochtitlan en 1521 echó las bases para el establecimiento del dominio español en América continental. Su primer centenario tuvo el sentido de un gran festejo, pues ocurría en el marco del orden político que había surgido de aquella invasión. Las fiestas dieron ocasión a vecinos y autoridades de algunas ciudades del centro de Nueva España para afirmar su lealtad al rey, redefinir los términos de su incorporación a la monarquía española y lidiar con los problemas económicos que las asediaban.

 

Durante los primeros cien años de dominio español sobre América, sus sociedades aprendieron a escenificar sus celebraciones, en buena medida, de la mano de los frailes y otros religiosos. Los habitantes de las ciudades iberoamericanas heredaban de las tradiciones mediterráneas traídas por los europeos las formas teatrales de impronta griega y romana, dotándolas de nuevos significados y elementos de su propia tierra, que cambiaban al ritmo que cambiaba la comedia en la península ibérica.

Las fiestas eran actos públicos en los que toda la vecindad participaba en torno a tablados, que eran teatros temporales construidos con grandes tablones de madera en medio de las plazas mayores de cada pueblo, villa o ciudad, según la ocasión. Cada celebración se acompañaba de textos, sobre todo obras dramáticas y autos sacramentales, aunque también se escribían loas y otras formas literarias; en algunos casos, las fiestas eran descritas por escritores que buscaban guardar la memoria de aquellas acciones.

Así, resulta pertinente recurrir a los tres elementos constitutivos del teatro, a saber, escenario, acto y texto, para abordar los vértices de aquellas conmemoraciones. Las ciudades y sus plazas, los aprietos de sus habitantes, sus conflictos y negocios, fueron el espacio en que ocurrieron las fiestas realizadas en 1621, es decir, su escenario. Los pormenores de su organización reflejaban el tejido humano de los actos festivos en sí mismos; en tanto que las obras escritas para los festejos o en ocasión de éstos, fijaban en textos impresos la selección de una memoria orientada a afirmar el lugar de los celebrantes en el concierto de una monarquía que se pretendía universal.

Escenarios, actos y textos son los ejes articuladores de este ensayo sobre las primeras conmemoraciones de la llamada conquista de México-Tenochtitlan. Éstas tuvieron un significado particular en las ciudades de México y Tlaxcala; por ello, como ejercicio especular, en cada parte pongo en relación, una frente a otra, las condiciones de las dos principales ciudades cuyas autoridades emprendieron actos públicos en el marco de aquella primera conmemoración. Una declaradamente “india”, Tlaxcala, y la otra presuntamente “española”, México.

Escenarios

Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran México, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua; la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo.

Miguel de Cervantes Saavedra, El licenciado Vidriera, 1613

Entre el agua y la pestilencia, en 1621 la ciudad de México se había vuelto opulenta y cosmopolita. En sus plazas y mercados se ofertaban baratijas venidas de China junto a los típicos ultramarinos castellanos: aceite, vino y jamones. Efectos de lujo asiático y paños holandeses se ofrecían en medio de un mar de productos autóctonos extraídos del lago y las chinampas: ranas, moscos, guajolotes, aves lacustres y peces; amaranto y quintoniles diversos, entre los que destacaba el huauzontle y el papaloquelite; frijol, nopales, aguacates, calabaza y variedades de maíz que se contaban por cientos. Especial lugar, siempre competido en los mercados, tenían las vendedoras de chiles que nutrían las cocinas de marchantes de todas las calidades sociales: desde las casas del marqués del Valle, hasta las del último negro esclavo. Por supuesto, aquel condimento fundamental no faltaba en las mesas de los conventos de frailes y monjas, ni en las de los barrios indios que integraban las parcialidades de San Juan Moyotlan, Santa María Cuepopan, San Sebastián Atzacualco, San Pablo Xoquipan y la ciudad de Santiago Tlatelolco.

Cien años después de la caída de México-Tenoch­titlan en 1521, la vida social, económica y política del valle de Anáhuac había cambiado radicalmente. La desarticulación del antiguo orden social había provocado la caída drástica de la población tributaria; no se trataba de un descenso demográfico absoluto, sino de una transformación profunda de las bases de convivencia y del modo de sobrevivir frente a costumbres, enfermedades e imposiciones nunca antes conocidas. Los antiguos señoríos indígenas habían sido eliminados o convertidos en cacicazgos separados del gobierno, ante la multiplicación de cabildos indios y de gobernadores controlados por autoridades reales o ayuntamientos españoles. La antigua economía estacional había sucumbido, reducida al autoconsumo ante el avance de la agricultura orientada al mercado y la presión del comercio de larga distancia; la apropiación privada de la tierra, la introducción masiva de la ganadería y la polarización de las actividades agrícolas, que orbitaban entre el solar familiar y las grandes extensiones de monocultivo, se trenzaban en torno a la producción y circulación minera. Los cambios propiciaron la multiplicación de ciudades, polos de atracción de una incesante migración de escala regional, interconectados por amplios territorios cuya producción se orientaba al abasto urbano. Así ocurría, por ejemplo, con el llamado granero de Nueva España, el vasto triángulo cerealero que se abría entre Puebla, Tlaxcala y México, y en cuyas tierras crecían las semillas del pan y las tortillas que nutrían a sus vecinos y habitantes.

Conmemorar la llamada conquista de México fue un asunto urbano. Cada año, su organización era tarea de los cabildos seculares, es decir, los ayuntamientos que acostumbraban hacer festejos en esas fechas, amalgamadas con el calendario litúrgico y el santoral. Cien años después, en 1621, algunos actos conmemorativos tuvieron lugar en diversas ciudades del entorno lacustre como Texcoco, Chalco y Xochimilco, así como en las principales poblaciones que se encontraban dentro de la jurisdicción del Marquesado del Valle, como Coyoacán, Toluca y Cuernavaca. Pero ninguna de las citadas urbes desplegó el fasto y otorgó el particular significado que tuvieron las organizadas en Tlaxcala y México, cuyos vecinos fundaban sus privilegios y legitimidad en la herencia de los acontecimientos que, cien años antes, habían marcado sus derroteros. Dentro de un conglomerado de urbes y reinos que se desparramaban en diversas latitudes del planeta bajo la potestad del rey de España y la confesión de la Iglesia católica, aquellas dos repúblicas cristianas reclamaban su lugar en el concurso de la monarquía.


Juan Gómez de Trasmonte, Forma y levantado de la ciudad de México, 1628. agi, Mapas y Planos, Impresos, 22. D. R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.

Diversos estudios especializados, así como las fuentes producidas por los ayuntamientos de Tlaxcala y México durante las dos primeras décadas del siglo xvii, dan cuenta de los tres principales problemas que enfrentaban vecinos, habitantes y autoridades locales en las dos ciudades. En primer lugar, la venta de tierras y la llegada de nuevos pobladores, que mermaba sistemáticamente el territorio de sus respectivas jurisdicciones; en segundo lugar, la presión fiscal ejercida por las autoridades reales sobre diversas actividades productivas y mercantiles; en tercer lugar, los crecientes conflictos entre indios tributarios y autoridades locales, derivados de aquellas presiones y exacerbados con las prácticas de gobierno que favorecían a algunos y empobrecían a muchos. Las presiones sobre la propiedad de la tierra, sobre la liquidez de las haciendas urbanas y sobre la legitimidad de los gobiernos locales modelaban los escenarios de la conmemoración, pero eran el resultado de tendencias que venían desde la segunda mitad del siglo xvi.

Durante la década de los sesenta del siglo xvi las poblaciones de Mesoamérica experimentaron drásticos cambios. Era aquélla una época de profunda crisis. Bajo el creciente dominio de las nuevas autoridades hispanas, el antiguo orden social y su organización política se desmoronaban de manera inexorable, especialmente en las regiones del Altiplano central. Pero el nuevo orden tampoco se había establecido plenamente. Lejos de definirse sólo por las disposiciones de la Corona de Castilla y sus oficiales y ministros, las bases de una nueva organización que diera sentido a las sociedades de Nueva España dependieron de la configuración de nuevos lazos.

Las muertes cotidianas que sobrevenían a causa de las epidemias, la explotación laboral y las movilizaciones en los diversos frentes de conquista, provocaron la congregación de pueblos y la imposición de nuevas tasaciones que integraron a muchos hasta entonces libres de tributar. En el caso de México, la indiscutible preeminencia del cabildo español subordinaba a las autoridades y a la población de las repúblicas indias de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco. Aun si sus gobernadores se elegían entre los descendientes de los antiguos linajes señoriales, a la postre se convirtieron en oficiales cuyo salario dependía del regimiento y justicia mexicano.

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