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365 días con Francisco de Asís

Gianluigi Pasquale


Francisco ha dejado el puesto a Cristo

En dos mil años de cristianismo sólo hay un hombre que, entre todos y todo, ha marcado la historia de forma incomparable: Francisco de Asís. Frente a esta criatura pobre y profundamente enamorada de Jesucristo, creyentes cristianos, fieles de otras religiones e incluso los que dicen no creer encuentran una afinidad mágica, profesándole la misma simpatía: y de esta forma tan natural. Precisamente hace ochocientos años, en 1209, con sólo veintiocho años, aquel joven umbro que habría marcado para siempre la credibilidad del cristianismo quiso ir ante el «señor papa» para pedirle permiso para «vivir conforme al santo Evangelio»; es decir, para vivir exactamente como lo había hecho Jesucristo: pobre, obediente, virgen. En 1209, después de algunos años, el ideal franciscano brillaba con un resplandor comparable al de la aurora anaranjada de la mañana, disipando poco a poco algunas de las sombras que preocupaban a la Iglesia del siglo XIII. La fraternidad se extendió por toda Umbría. Aldeas y arrabales vieron llegar desde todas partes a algunos de aquellos alegres compañeros vestidos con un tosco sayo, que cantaban a pleno pulmón o bromeaban para atraer a la gente para anunciar la Buena Nueva. Francisco llamaba a estos misioneros burlones los «juglares de Dios», como si el Señor bromeara con las almas. Mendigaban el pan ofreciendo a cambio sus manos para hacer el heno, barrer, lavar y, si sabían hacerlo, construir utensilios de madera. No aceptaban nunca dinero y se alojaban como podían, a veces con el sacerdote, otras bajo una marquesina en un granero o en un henil, y no era extraño que durmieran bajo las estrellas.

Se habituaron a ellos, del mismo modo que hoy en día estamos también acostumbrados a encontrarnos quizá a un fraile franciscano por la calle en nuestro día a día. Bien o mal acogidos, predicaban con el fervor de los neófitos y su fe obraba en profundidad. Fueron profetas de un mundo nuevo en el que el rechazo a las riquezas y la pasión por el Evangelio cambiaban la vida y traían felicidad a todos. Los nuevos frailes iban de dos en dos por las calles, uno detrás de otro, y eran los mismos cuyos pasos oyó un día san Francisco en una visión profética. No me resultó difícil pensar en esta visión precisamente el verano pasado cuando, encontrándome en «San Francisco» (EE.UU.), recordé cómo en 1769 fray Junípero Serra partió en su viaje hacia la alta California, en la bahía de San Diego, donde fundó la primera de sus famosas misiones californianas, Loreto, la capital de la baja y la alta California, rodeada, en lo sucesivo, por ciudades con nombres «franciscanos»: San Diego, Los Ángeles, San Francisco, Sacramento, etcétera.

Aquellos comienzos del franciscanismo, hace ya ocho siglos, con su apariencia de dulce anarquía, deben dejar paso a una Orden. Cada año, Francisco veía cómo se duplicaba el número de frailes llegados desde todos los confines de la tierra, algunos de los cuales estaban destinados a desempeñar un papel importante en una de las mayores aventuras cristianas. Más sensibles que los hombres a la llamada mística, las mujeres buscaron en San Damián la paz interior, amenazada por el desorden de un mundo abocado a la violencia. La luz de san Francisco se extendió, así, hacia los primeros conventos de monjas clarisas, fuertemente atraídas por la vida contemplativa de Cristo. Un canto de dicha alzada al cielo también por todos aquellos otros seguidores, hombres y mujeres, que, incluso no vistiendo el sayo, seguían deseando a lo largo de los siglos vivir el espíritu de Francisco, los futuros «terciarios franciscanos», movimiento laical que aún hoy sigue siendo el más difundido y más capilar de la Iglesia católica. Aquellos comienzos fueron un momento destinado a no volver a repetirse nunca por completo. El mismo flechazo, en efecto, no se produce dos veces. Veamos por qué.

Aquel día de primavera de 1209, cuya fecha exacta evitan incluso los historiadores más prudentes, el papa Inocencio III estaba paseando a lo largo y a lo ancho del Laterano, por la llamada galería del Espejo. El Laterano era entonces un símbolo de la catolicidad de la Iglesia. Por una ironía que parece complacer a la historia, el día en que san Francisco quiso presentarse ante el Papa, no había desde lo más profundo de Sicilia hasta los confines del norte de Italia un hombre más ocupado ni más preocupado por este personaje al que proclamaba príncipe de toda la tierra. Ahora, una de las ideas que se agitaba con mayor insistencia bajo aquella tiara puntiaguda y dorada era la de acabar con los extravíos de la Iglesia, lanzando por Europa una cruzada de renuncia y de pobreza. Sin embargo, cuando Francisco y sus once compañeros comparecieron deseosos de obtener del Papa el permiso para vivir según el «propósito de vida» evangélico que Dios les inspiró, los mandó fuera, apartando así de su presencia al hombre providencial que podía hacer triunfar su ideal más que ningún otro. Como es sabido, el Papa, posteriormente, rojo y dorado como el sol en el ocaso, recordó un sueño que había tenido poco tiempo antes, llenándolo de inquietud. Se veía dormido en su cama, con la tiara en la cabeza; la basílica de San Juan de Letrán estaba peligrosamente inclinada hacia un lado cuando, de repente, un pequeño monje del color de la tierra, con el aspecto de un mendigo, apoyándose con la espalda, la sostuvo, impidiendo que se derrumbara. «Es verdad –se dijo el Papa–, ¡aquel monje era Francisco de Asís!». ¿Cómo pudo no escucharlo entonces? Una pregunta que también nosotros podemos hacernos hoy a través de sus escritos y de las crónicas que los biógrafos han contado del Poverello, vestido con el color de la tierra: es decir, la aurora que se había volcado en el ocaso de su nueva venida.

He reunido esta recopilación de pensamientos diarios guiándome por los Escritos de Francisco de Asís y por las demás Fuentes franciscanas, con el ánimo de quien es uno de sus seguidores después de ochocientos años, pero sobre todo sabiendo que san Francisco, además de ser el patrón de Italia, es el santo de los italianos, por el que yo también me he visto totalmente hechizado, tal y como sucede con muchas otras personas que, hoy en día, siguen vistiendo el sayo o llevando al cuello la «tau» franciscana, típico símbolo de los franciscanos laicos. En realidad, si hace ochocientos años el Poverello fue a ver al «señor papa» para pedirle permiso para vivir como Jesús, hace justo veinticinco años, en el verano de 1983, con dieciséis años, me encontré por primera vez con un humilde fraile capuchino, el padre Sisto Zarpellon, actual padre espiritual del colegio «San Lorenzo da Brindisi» de Roma. No podré olvidar aquel colorido verano en el que vi entrar en la pequeña iglesia de mi pueblo natal de Lerino, en Vicenza, a aquel fraile, descalzo, con una barba larga y rizada, vestido con un rudo sayo: ¡era precisamente un capuchino, es decir, un franciscano! Pensé: «Pero, ¿no habían desaparecido los capuchinos de fray Cristóforo, el de la novela Los novios, que tan ávidamente había estudiado precisamente en la escuela secundaria aquel año?». Sin embargo, aquel hijo de Francisco estaba allí, en carne y hueso, llevando automáticamente Asís hasta mi casa. Y me iluminó, trastocando mi existencia. Sí, porque, lleno de entusiasmo y con una voz suavísima, en la homilía en la iglesia nos habló de su vocación y de su deseo de ser otro Francisco, y todo esto sucedió durante los años de la II Guerra mundial. Pero me convenció, sobre todo cuando, al acabar la homilía, se arrodilló en un respetuoso silencio ante el tabernáculo para quizá «confiar» a Jesús algunos secretos. Entonces –sólo entonces– comprendí que aquel franciscano de sonrisa radiante y vivos ojos que irradiaban optimismo estaba, igual que el Poverello, enamorado de Jesús y, de repente, me sentí «llamado» a seguirlos a los dos desde entonces con una felicidad que no ha conocido igual. La felicidad de la existencia, aquella que todos desean, aunque no lo digan.

Tras exactamente ochocientos años, existe una fuerte analogía entre los contemporáneos de san Francisco y los hombres y las mujeres que nos encontramos con ellos en nuestras calles: les une un hambre de algo «distinto», una inquietud del corazón que no logra llenar el vacío de los placeres. Por esta razón, estoy seguro de que esta estudiada colección que trata sobre Francisco y sus pensamientos nos ofrecerá su reconfortante compañía cada día, extrayendo de nosotros la imagen de que el mañana sólo es un huésped inquietante. Francisco, definido hasta por los papas como «otro Cristo», porque «había ocupado su puesto»[1], entendió perfectamente que vivir el Evangelio con pobreza de espíritu es la aventura más bella y más simple que se puede elegir para la propia historia personal, para ser felices, convencidos de que, en el «mañana», es a Jesús a quien esperamos. También Benedicto XVI nos invitó en 2007 a dirigir nuestra atención a esa figura en la historia de la fe que ha transformado la bienaventuranza de los pobres de espíritu «en la forma más intensa de existencia humana: Francisco de Asís»[2]. E incluso hace medio siglo, en 1959, el mismo Joseph Ratzinger escribió que «en la Iglesia de los últimos tiempos se impondrá la forma de vivir de san Francisco que, en su calidad de “simple” e “idiota”, sabía de Dios muchas más cosas que todos los eruditos de su tiempo, ya que él lo amaba más»[3]. Los últimos tiempos para nosotros son el presente, es el día a día.Si hubiésemos vivido en compañía de san Francisco de Asís, cada uno de nosotros, franciscano o no, habría hecho de su vida un auténtico «cántico de las criaturas». Porque el secreto de la vida franciscana es precisamente ese: que también las lágrimas de dolor se transformen, por amor a Jesús, en lágrimas de alegría.

Gianluigi Pasquale OFM Cap.

Fuentes y selección de textos

La presente antología de textos trata sobre la enorme colección de Fuentes franciscanas, que recoge tanto los textos del propio san Francisco de Asís como los más antiguos testimonios hagiográficos.

Los géneros representados en las fuentes primarias (escritos de san Francisco) van desde los artículos de la Regla a las exhortaciones a los religiosos de la Orden, desde las oraciones hasta los himnos, de las reflexiones a los testamentos espirituales. En el caso de la literatura hagiográfica secundaria (escritos sobre san Francisco), encontramos narraciones episódicas, discursos, perfiles psicológico-espirituales, relatos de milagros.

En relación con la variedad tipológica de los textos, la elección ha sido realizada tratando de ofrecer la máxima variedad posible, sin descuidar ninguno de los momentos biográficos más relevantes y decisivos del Santo, en privilegio, sobre todo, de su espiritualidad, sus múltiples exhortaciones a la pobreza y a la humildad, los gestos simbólicos y proféticos con los que ha encarnado la forma de Cristo, las penetrantes palabras a través de las que se manifiestan, en cada caso, los estados del propio ánimo.

Cuidadosamente seleccionados de entre la amplia tipología de las más intensas páginas espirituales de las Fuentes franciscanas, los textos han sido debidamente asignados a los diferentes días del año buscando, dentro de lo posible, que estén en sintonía con las celebraciones del año litúrgico. Esto se ha realizado, sobre todo, mediante asignaciones precisas a las principales solemnidades y fiestas fijas (Navidad, Epifanía, Asunción, Inmaculada, Natividad de María...) y algunas fiestas y memorias de santos, mientras que en el caso de las fiestas móviles se ha tomado como referencia el calendario litúrgico de 2009, sobre todo para el período «fuerte» de Cuaresma-Pascua-Pentecostés, subrayándolo, por ejemplo, con exhortaciones de carácter más marcadamente penitencial y con reflexiones sobre la pasión y muerte de Jesús; los días de Cuaresma, con asignaciones destinadas a días como el Miércoles de Ceniza, el Domingo de Ramos o el Sagrado Triduo Pascual, pero teniendo en cuenta el arco de oscilación de la época cuaresmal y pascual en los distintos años, de modo que pueda ofrecer en cualquier año un conjunto de reflexiones que, en lugar de atenerse a un esquema rígido, abraza el Misterio Pascual en su plenitud ya que, tal y como debe saber todo cristiano, los momentos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús forman juntos una unidad indivisible. En la época de Pascua y la secuencia de domingos sucesivos, se han asignado cuidadosamente las solemnidades de Pentecostés, de la Trinidad y del Corpus Christi.

En general se ha tenido en cuenta la cronología de la vida de san Francisco, concentrando, sobre todo, entre finales de septiembre y comienzos de octubre los informes de los últimos momentos de la vida del Santo y sus palabras a los hermanos, reservando para los días 3 y 4 de octubre las conmovedoras páginas de la Carta encíclica de fray Elías, con la que se comunica el tránsito del querido Fundador.

Junto a san Francisco, encuentran una ubicación especial los textos significativos referentes a santa Clara y a san Antonio de Padua, en los respectivos días de su memoria litúrgica.

El resto de días y de épocas del año se han visto beneficiados, en ocasiones, por indicaciones cronológicas, a menudo aproximativas, según los contextos ambientales naturales descritos (por ejemplo, reservando a los meses estivales los episodios ligados al calor, a la sed, a los trabajos agrícolas, al contacto con los animales, etc.; a la primavera los momentos contemplativos de la naturaleza que expresan la bondad del Creador; y también al invierno los hechos relacionados con el frío agotador debido a la pobreza de las vestimentas, con el regalo de su propia capa a los pobres, con penitencias especiales como la inmersión en el agua helada o en la nieve, etc).

En muchos casos se han tenido en cuenta cuáles son las condiciones psicológicas «estacionales» que pueden hacer que se aprecien mejor y que se saque más provecho de las exhortaciones, los consejos, las reflexiones, los testimonios de las vivencias de san Francisco y de sus hermanos en general, con asignaciones que el lector atento podrá reconocer en relación con el propio estado espiritual y con la propia sensibilidad.

En muchos casos se ha llevado a cabo en una serie de dos, tres o cuatro días una reflexión más amplia sobre el Santo, subdividiéndola en porciones textuales para conformar una unidad en cierto modo independiente pero, sin embargo, con textos concadenados entre ellos.

Una decisión específica ha sido la de los textos referentes al inicio y al final del año, una «apertura» y «clausura» significativas, ambas marcadas por las oraciones de san Francisco: la primera, repartida en tres días, de alabanza y agradecimiento a Dios, parece abrir el cofre de la creación como espacio rico y denso de positividad en el que todo sucede dependiendo y bajo la atenta mirada de Dios; la última, una especie de intensísimo testamento espiritual, una clase también de alabanza espiritual, que concluye con la exhortación a «mantenerse en el bien hasta el final».

Cada texto está acompañado por la indicación del documento, con el número de referencia de la colección de las Fuentes franciscanas (FF): Fuentes franciscanas: escritos y biografías de san Francisco de Asís, crónicas y otros testimonios del primer siglo franciscano, escritos y biografía de santa Clara de Asís, textos normativos de la orden franciscana secular, edición de Ernesto Caroli, Edizioni Francescane, Padua 20042. Además, en cada pasaje se ha insertado la cita bíblica correspondiente al pasaje mencionado de las Sagradas Escrituras, allá donde aparezcan en los Escritos de y sobre Francisco, tanto si aparece como glosa junto al texto de las Fuentes franciscanas como si no.

Los documentos de los que se han extraído los pasajes reproducidos son:

a) Escritos de san Francisco

Regla no bulada.

Regla bulada.

Testamento.

Testamento de Siena.

Regla para los Eremitorios.

Admoniciones.

Carta a los fieles.

Carta a todos los clérigos.

Carta a las autoridades.

Carta a toda la Orden.

Carta a un Ministro.

Primera carta a los fieles.

Oración ante el Crucifijo de San Damián.

Saludo a las virtudes.

Saludo a la bienaventurada Virgen

María.

Alabanzas del Dios Altísimo.

Bendición a Fray León.

Cántico del Hermano Sol.

Audite, Poverelle (a las damas pobres del monasterio de San Damián).

Exhortación a la alabanza de Dios.

Exposición del Padrenuestro.

Oración «Absorbeat».

De la verdadera y perfecta alegría.

Oficio de la Pasión del Señor.

b) Biografía, memorias y testimonios

Carta encíclica de fray Elías sobre la muerte de san Francisco.

Tomás de Celano, Vida de san Francisco (Vida primera); Memorial del deseo del alma (Vida segunda); Tratado de los milagros de san Francisco.

San Buenaventura, Leyenda mayor.

Leyenda de los tres compañeros.

Compilación de Asís (Leyenda de Perusa).

Espejo de perfección.

Las florecillas de san Francisco.

Ubertino da Casale, El árbol de la vida.

Enero

1 de enero

Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey del cielo y de la tierra, por ti mismo te damos gracias, porque, por tu santa voluntad y por tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales, y a nosotros, hechos a tu imagen y semejanza, nos pusiste en el paraíso. Y nosotros caímos por nuestra culpa. Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste (cf Jn 17,26), hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y su sangre y su muerte. Y te damos gracias porque ese mismo Hijo tuyo vendrá en la gloria de su majestad a enviar al fuego eterno a los malditos, que no hicieron penitencia y no te conocieron, y a decir a todos los que te conocieron y adoraron y te sirvieron en penitencia: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el Reino que os está preparado desde el origen del mundo» (Mt 25,34).

Y porque todos nosotros, miserables y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien bien te complaciste (cf Mt 17,5), junto con el Espíritu Santo Paráclito, te dé gracias por todos como a ti y a él os place, él que te basta siempre para todo y por quien tantas cosas nos hiciste. Aleluya.

(Regla no bulada, XXIII: FF 63-66)

2 de enero

Y a la gloriosa madre, la beatísima María siempre Virgen, a los bienaventurados Miguel, Gabriel y Rafael, y a todos los coros de los bienaventurados serafines, querubines, tronos, dominaciones, principados, potestades, virtudes, ángeles, arcángeles, a los bienaventurados Juan Bautista, Juan Evangelista, Pedro, Pablo, y a los bienaventurados patriarcas, profetas, inocentes, apóstoles, evangelistas, discípulos, mártires, confesores, vírgenes, a los bienaventurados Elías y Henoc, y a todos los santos que fueron y que serán y que son, humildemente les suplicamos por tu amor que te den gracias por estas cosas como te place, a ti, sumo y verdadero Dios, eterno y vivo, con tu Hijo carísimo, nuestro Señor Jesucristo, y el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya (Ap 19,3-4).

Y a todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica y apostólica, y a todas las órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y todos los clérigos, todos los religiosos y religiosas, todos los donados y postulantes, pobres y necesitados, reyes y príncipes, trabajadores y agricultores, siervos y señores, todas las vírgenes y continentes y casadas, laicos, varones y mujeres, todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos, todos los pequeños y grandes, y todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas (cf Ap 7,9), y todas las naciones y todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y que serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los hermanos menores, siervos inútiles (Lc 17,10), que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque, si no, ninguno puede salvarse.

(Regla no bulada, XXIII: FF 67-68)

3 de enero

Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y fortaleza (Mc 12,30.33), con toda la inteligencia, con todas las fuerzas (Lc 10,27), con todo el esfuerzo, con todo el afecto, con los sentimientos más profundos, con todos los deseos y voluntades al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida, que nos creó, nos redimió y por su sola misericordia nos salvará, que a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos, nos hizo y nos hace todo bien.

Por consiguiente, ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que sólo Él es bueno (cf Lc 18,19), piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en Él y lo aman a Él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos. Amén.

(Regla no bulada, XXIII: FF 69-71)

4 de enero

En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: El Señor os dé la paz (2Tes 3,16). Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban. Debido a ello, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios, abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna.

Entre estos, un hombre de Asís, de espíritu piadoso y humilde, fue quien primero siguió devotamente al varón de Dios. A continuación abrazó esta misión de paz y corrió gozosamente en pos del Santo, para ganarse el reino de los cielos, el hermano Bernardo. Este había hospedado con frecuencia al bienaventurado Padre; habiendo observado y comprobado su vida y costumbres, reconfortado con el aroma de su santidad, concibió el temor de Dios y alumbró el espíritu de salvación. Lo había visto que, sin apenas dormir, estaba en oración durante toda la noche, alabando al Señor y a la gloriosísima Virgen, su madre; y se admiraba y se decía: «En verdad, este hombre es de Dios».

Se dio prisa, por esto, en vender todos sus bienes, y distribuyó a manos llenas su precio entre los pobres, no entre sus parientes; y, abrazando la norma del camino más perfecto, puso en práctica el consejo del santo Evangelio: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme (Mt 19,21). Llevado a feliz término todo esto, se unió a san Francisco en su hábito y tenor de vida, y permaneció con él continuamente, hasta que, habiéndose multiplicado los hermanos, pasó con la obediencia del piadoso Padre a otras regiones.

Su conversión a Dios sirvió de modelo, para quienes habían de convertirse en el futuro, en cuanto a la venta de los bienes y su distribución entre los pobres. San Francisco se gozó sobremanera con la llegada y conversión de hombre tan calificado, ya que esto le demostraba que el Señor tenía cuidado de él, pues le daba un compañero necesario y un amigo fiel.

(Tomás de Celano, Vida primera I, 10: FF 359-361)

5 de enero

Así pues, en cuanto llegó a oídos de muchos la noticia de la verdad, tanto de la sencilla doctrina como de la vida del varón de Dios, algunos hombres, impresionados con su ejemplo, comenzaron a animarse a hacer penitencia, y, tras abandonarlo todo, se unieron a él, acomodándose a su vestido y vida.

El primero de entre ellos fue el venerable Bernardo, quien, hecho partícipe de la vocación divina (cf Heb 3,1), mereció ser el primogénito del santo Padre tanto por la prioridad del tiempo como por la prerrogativa de su santidad. En efecto, habiendo descubierto Bernardo la santidad del siervo de Dios, decidió, a la luz de su ejemplo, renunciar por completo al mundo, y acudió a consultar al Santo la manera de llevar a la práctica su intención. Al oírlo, el siervo de Dios se llenó de una gran consolación del Espíritu Santo por el alumbramiento de su primer vástago, y le dijo: «Es a Dios a quien en esto debemos pedir consejo».

Así que, una vez amanecido, se dirigieron juntos a la iglesia de San Nicolás, donde, tras una ferviente oración, Francisco, que rendía un culto especial a la Santa Trinidad, abrió por tres veces el libro de los evangelios, pidiendo a Dios que, mediante un triple testimonio, confirmase el santo propósito de Bernardo.

En la primera apertura del libro apareció aquel texto: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21).

En la segunda: No toméis nada para el camino (Lc 9,3).

Finalmente, en la tercera se les presentaron estas palabras: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24).

«Esta es –dijo el Santo– nuestra vida y regla, y la de todos aquellos que quieran unirse a nuestra compañía. Por lo tanto, si quieres ser perfecto (Mt 19,21), vete y cumple lo que has oído».

(Buenaventura, Leyenda mayor, III, 3: FF 1053-1054)

6 de enero

Entre los diversos dones y carismas que obtuvo Francisco del generoso Dador de todo bien, destaca, como una prerrogativa especial, el haber merecido crecer en las riquezas de la simplicidad mediante su amor a la altísima pobreza. Considerando el Santo que esta virtud había sido muy familiar al Hijo de Dios y al verla ahora rechazada casi en todo el mundo, de tal modo se determinó a desposarse con ella mediante los lazos de un amor eterno, que por su causa no sólo abandonó al padre y a la madre, sino que también se desprendió de todos los bienes que pudiera poseer (cf Gén 2,24; Jer 31,3; Mc 10,7).

No hubo nadie tan ávido de oro como él de la pobreza, ni nadie fue jamás tan solícito en guardar un tesoro como él en conservar esta perla evangélica. Nada había que le alterase tanto como el ver en sus hermanos algo que no estuviera del todo en armonía con la pobreza.

De hecho, respecto a su persona, se consideró rico con una túnica, la cuerda y los calzones desde el principio de la fundación de la Religión hasta su muerte y vivió contento sólo con eso.

Frecuentemente evocaba –no sin lágrimas– la pobreza de Cristo Jesús y de su madre; y como fruto de sus reflexiones afirmaba ser la pobreza la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de reyes y en la Reina, su madre.

Por eso, al preguntarle los hermanos en una reu-nión cuál era la virtud con la que mejor se granjea la amistad de Cristo, respondió como quien descubre un secreto de su corazón: «Sabed, hermanos, que la pobreza es el camino especial de salvación, como que fomenta la humildad y es raíz de la perfección, y sus frutos –aunque ocultos– son múltiples y variados. Esta virtud es el tesoro escondido del campo evangélico (Mt 13,44): para comprarlo merece la pena vender todas las cosas, y las que no pueden venderse han de estimarse por nada en comparación con tal tesoro».

(Buenaventura, Leyenda mayor, VII, 1: FF 1117)

7 de enero

Sobre tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, porque sé firmemente que esta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos.