¡Con su permiso, mi sargento!

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CRASS (@crass953): Me parece que en unos tiempos en los que la sociedad está tan dividida, es necesario que exista gente que exponga la otra cara de la Benemérita, y que saque esos ratitos que hacen entender que aquellos de verde también son personas. Grande compañero.

MURILL● (@muriDRAW): Te transporta al recuerdo de aquellas sobremesas donde el guardia, ya mayor, narraba sus experiencias.

V. MAGNACKY (@VMagnacky): Las personas vestidas de uniforme, esa es la grandeza y el valor de esas anécdotas. Arrancando sonrisas de la realidad.

CABO CUARTEL G.C. ALUMNO 125 PROMOCIÓN (@Baeza2019): Con «El Campana» muchos nos hemos cruzado. ¿Y quién no se ríe solo en casa leyendo tus anécdotas?

ROSA (@OcranSanabu78): Me gustan tus anécdotas beneméritas porque, además de echarte unas risas, descubres que bajo ese uniforme verde hay un ser humano que vive situaciones divertidas que lo hacen ser más cercano y borrar esa imagen que les dan algunos de fríos y lejanos por llevar tricornio.

FRANCISCO J. RUIZ: Me parecen estupendas. Me reí mucho leyéndolo y espero disfrutar igualmente con el nuevo libro.

BEA PARAMO DE CASTRO: Tus anécdotas son la rehostia, yo me he reído mucho.

DANIEL PULIDO LÓPEZ: Un sabio me dijo una vez: «El guardia civil vive los peores veinte minutos de muchas vidas cuando tiene que dar una mala noticia»…, y es cierto, pero con este libro también se viven los mejores minutos de un día vestid@ de verde. Enhorabuena, Germán.

NEIVA VÁZQUEZ PANCHO: El mejor libro que puedes tener es este. Pasas un buen rato, inviertes en algo interesante y divertido, y a la vez te hace conocer un poco de la vida de tantos héroes anónimos que no llevan capa, pero tienen el poder de estar siempre donde se les necesita Si algún día tengo hijos, me encargaré de que ellos sean sus superhéroes favoritos.

PARTE I

MI ACCESO A LA GUARDIA CIVIL

REFLEXIÓN INICIAL

Permitidme hablaros de mi trabajo: ¡Me encanta!

De verdad, me gusta muchísimo, no es coña, os lo prometo. Es un vicio, un sentimiento, una responsabilidad…, te atrapa. Tu vida gira en torno a lo que eres y tu cabeza te lo recuerda a cada instante. Siempre en verde.

Hice carrera universitaria y antes que guardia me licencié en Historia por la Universidad de Sevilla. De familia muy humilde, alternaba mi educación con la albañilería. Necesitaba dinero para costear mi formación y fue el trabajo en la construcción junto a mi padre el que me convirtió en una persona adulta y responsable. Pasando frío o calor, la obra me enseñó el valor de las cosas y lo que cuesta conseguirlas. Guardo en forma de cicatriz un par de machotazos en los dedos por si se me olvida esa lección.

Eso sí, mira si te atrapa el Cuerpo que mientras curraba en la construcción no recuerdo ir por la calle mirando las fachadas de las casas a ver cómo habían rematado los zócalos, buscando imperfecciones en el enfoscado u opinando sobre el acabado de solerías y alicatados. Pero desde que me hice guardia civil, veo, también huelo, porros a kilómetros, sospechosos por doquier y comportamientos inusuales que para cualquiera pasarían completamente desapercibidos. Lo que ya no sé es si se debe a mi formación o simplemente es por deformación profesional.

Cierto es que somos policías las veinticuatro horas, al menos eso dicen nuestros principios básicos de actuación. Pero lo que yo os he expuesto es distinto. Una cosa es que tenga que actuar allá donde se me necesite, esté o no de servicio, y otra muy distinta es que me vaya fijando en todo cual lechuza verde.

Y no es que sea yo un excéntrico picoletillo. Todos los policías lo hacemos, da igual el color del uniforme. Pero me atrevo a decir que esta actitud no debe ser muy usual en otros oficios. No sé, no me imagino a un dentista mirar si las paletas de la gente con la que se cruza están amarilleadas por el tabaco, asesorándoles acto seguido con hacerse un blanqueamiento so pena de recibir una guantá con la mano abierta.

En fin, que no sé si será por vocación, por responsabilidad, porque se lo debemos a un uniforme con 175 años a sus espalda, por esa dedicación plena de la que hablaba o por sabe Dios qué pero, aun intentándolo, aun pensando: «Estás de vacaciones, amigo, deja de mirar a los dos pájaros esos merodeando a los ancianillos, que en realidad no están inventando nada», vas y lo haces. Y en algunas ocasiones incluso actúas a pesar de las quejas de tus propios familiares, quienes te recomiendan mejor llamar al 062 antes que, como diría mi madre, pisar lo fregao.

Pero este es mi trabajo, y me encanta. Así somos, de otra pasta y sin atisbo alguno de cambiar.

No obstante, tampoco es mi intención llevarles a equívoco pues quizá no todos los compañeros compartan mi optimismo.

Evidentemente, en esta profesión no todo es de color de rosa. Aunque me vean rebosar felicidad benemérita por los cuatro costados, por supuesto que en ocasiones te llevas más de un desencanto. Hay épocas, pocas para mí, en las que mandarías todo a freír espárragos: problemas con algún compañero, con el mando, abandono al que de vez en cuando nos somete la Administración, falta de medios para trabajar, sueldo inferior al de nuestros homólogos autonómicos, una sociedad a veces desagradecida que tilda a todo un colectivo por los actos de alguna oveja descarriada... Pero son etapas aisladas. Momentos que, al menos en mi caso, me sirven para coger nuevamente impulso.

Existe un dicho en esta empresa, curiosamente repetido en ocasiones por compañeros con pocos años de servicio, que reza tal que así: «Menudo batacazo te vas a dar cuando te des cuenta dónde te has metido, chaval», con sus numerosas variantes. Frase demoledora y lapidaria que sirve para bajar un poco los humos al personal, sobre todo al que, con todas las ganas y la ilusión del mundo, acaba de entrar en el Cuerpo.

Pues qué quieren que les diga. En mi caso, tras varios años vistiendo el uniforme, jamás se me pasaría por la cabeza decirle a un compañero, del cuerpo policial que fuera, que esto en realidad es una mierda. Yo, que vengo de la empresa privada y de pasar frío y calor en la construcción, siempre les respondo de la misma manera: «Si no te gusta, pide la baja»; pero oye, ninguno la cursa.

Sin embargo, ahí tenemos a nuestros caimanes, compañeros con más de treinta años de servicio que a pesar de haber vivido una época mil o diez mil veces más dura que la que nos ha tocado a los nuevos, apenas emiten gansadas como esas. Estos sí que tienen vocación de servicio y aman de verdad el verde oliva de nuestro uniforme. Miente quien diga que no les debe la mayor parte de su formación a los caimanes. Qué importante es la función de un buen caimán y qué poco se lo agradecemos…

Mi experiencia con esta horrible frase fue temprana. Fue pisar la calle y escucharla, lo recuerdo. Tengo hasta la imagen del momento grabada en mi memoria, supongo que será porque sabía que tarde o temprano esa afirmación llegaría. Creedme cuando os digo que en más de una ocasión reflexioné entonces sobre si pasados los años perdería el entusiasmo y las ganas de ayudar que al principio tenía. Si finalmente sucumbiría y se la soltaría años después al primer guardia alumno e incluso opositor con el que me topase.

Hoy, con algunos trienios en la mochila y con absolutamente todos mis servicios a pie de calle como agente de seguridad ciudadana, mi respuesta es rotunda:

¡NO!

Evidentemente maduras, adquieres experiencia, bajas las revoluciones, piensas antes de actuar… pero eso no es sinónimo de hartazgo. Finalmente comprendes que, en realidad, el ímpetu y las ganas de hacer las cosas rápido pueden darte algún disgusto y, amando igualmente tu trabajo, te tomas cualquier actuación de otra manera, aunque a vista de alumno pueda parecer desidia. De hecho, a mí me lo pareció entonces. Pero es aplicar el «despacito y con buena letra» de toda la vida.

Queridos guardias alumnos, escribidme dentro de unos años y decidme si me equivoco en esto que os acabo de transmitir.

Además, como amante del buen humor que soy, supe también sacar punta a esos simpáticos encontronazos que tuve con curas, perturbados, algún borrachuzo, prostitutas…, hasta con Franco; momentos que hicieron aún más entretenida si cabe mi labor policial. El contacto con el ciudadano es impredecible, normalmente positivo. Si pongo en una balanza los actos violentos sufridos con los hechos simpáticos vividos, ganan estos últimos mil a uno y eso, a pesar de haber dado algún barrigazo, me encanta. La cercanía con la población hace que adore mucho más mi oficio.

Seguro que muchos de mis lectores, compañeros de armas, estarán afirmando igual que yo que esta profesión también te permite echar unas risas más veces de las que el ciudadano cree. Y cuidado con el que piense que nos reímos de la gente, no van por ahí los tiros, amigo. Somos un Cuerpo cercano y el contacto con los vecinos es diario y constante. La seriedad no está reñida con el buen humor. Entonces, ¿por qué no echarnos unas risas todos juntos?

Conversamos, hablamos, ayudamos, nos reímos. Mal que les pese a algunos, esa es la Guardia Civil que tanto tiempo lleva siendo la Institución mejor valorada por los españoles.

Bueeeeeno, también hay guardias que no se ríen ni posando para una foto, supongo que tendré que hablaros de algún sieso en este libro. Pero, en general, somos un cuerpo policial muy querido por los ciudadanos y eso es algo que la gente nos demuestra a diario.

Otra cosa importante y que agradezco al verde es que me ha permitido conocer gente, o mejor dicho, me ha permitido conocer lugares, sus costumbres, su clima, su gastronomía... Una gozada.

Al ingresar en el Cuerpo, válido igualmente para la Policía Nacional, cada uno es libre de querer volver a casa lo antes posible, vacantes mediante. Pero yo, que tuve la oportunidad de dormir en casa durante mi año de guardia eventual, me lie la manta a la cabeza y me fui a Asturias. A tomar puer culo, como diría el extraordinario humorista manchego Agustín Durán (lector de mis anécdotas beneméritas, por cierto).

 

Luego marché a Barcelona y, tras un par de bandazos y una preciosa y gratificante experiencia en la UCO, acabé en Andalucía. Eso sí, a muchos kilómetros de mi ciudad natal pero pegadito a mi «hogar», que no es otro que mi mujer y mis hijos, independientemente de dónde vivamos.

La Guardia Civil me ha permitido viajar, conocer mundo, gente, costumbres, problemas, inquietudes… y sigo siendo libre para seguir viajando. Puedo pedir destino cada dos años y recorrer toda España. Y eso, que para algunos es un problema, para mí ha sido uno de los grandes descubrimientos, una gran ventaja.

Sé cómo es la gente en Galicia, he desmentido muchos tópicos de Cataluña. Conozco el sentir de los madrileños, la cercanía de los asturianos… y eso se lo debo a mi uniforme.

Y por si fuera poco esto que os acabo de contar, la Guardia Civil me ha dado la posibilidad de conocer a muchos, muchísimos compañeros. Dudo que no tenga al menos dos o tres compis a los que llamar ahora mismo en cada provincia de España. Hasta en Teruel que, por supuestísimo, existe. Cientos de personas con las que, gracias a las redes sociales y nuevas tecnologías, sigo sintiendo cerca de mí.

¿Saben ese dicho popular de «aquí tienes tu casa»? Creo que habrá pocos colectivos que te permitan tener el placer y la suerte de tener casa y amigos prácticamente en toda España. Amistades que se fraguan en esos servicios donde tu binomio te guarda las espaldas, se torna en un hombro en el que apoyarte, un psicólogo improvisado, y, por encima de todo, un colega para toda la vida, consolidando amistades imperecederas a lo largo y ancho del país.

Óscar Martín, Muri, Antonio Rísquez y Antonio Carrillo. Arellano, Resmella, Gayol, Anacleto… Tengo la sensación de que me podría tirar media hora enumerándolos: Elenita, mi hermanita catalana Mireia, Juanito Ortiz, Fer, Campu… Juan María Sánchez, Arroyo, los Antonio y Rafa Luna, Cascón, Juande, Paquito Matajaca, Fariña, Mora, Óscar PJ, Pedro, Arenas, Vidal, Reyes, Nachete, Lolo, Uri, Aliste…

Y todo esto sin salir del verde, porque también he de reconocer que mi condición de agente de la autoridad me ha permitido conocer o interactuar por redes con compañeros de igual profesión pero distinto color: Enrique Martín, Nacho Naran, Jandro Lion, Olga Maeso, Espíritu González, Alfredo Perdiguero, Rubén Sánchez, Damián Cantero, Sánchez Fornet…

¿Continúan pensando que es solo una profesión?

Pues no, es una auténtica forma de vida.

Pero bueno, que eres libre si las vacantes te lo permiten de querer volver a casa a las primeras de cambio, lo veo igualmente respetable. No te preocupes, regresarás igualmente con un gran número de amigos y conocidos de esta gran familia policial.

Por último, quisiera finalizar esta reflexión inicial hablando de mis queridísimos opositores, también de esa atracción que siento por querer ayudarlos y aportar mi granito de arena para que puedan formar parte de la Policía en general y del Cuerpo en particular.

El proceso selectivo es duro, largo, costoso y agotador; con unos aspirantes que durante el proceso de preparación llegan a experimentar altibajos que pueden incluso llegar a requerir ayuda externa.

En mi caso concreto, he llegado a asesorar a algunos en su camino al verde, así como también he hecho algún cameo en academias de preparación, dando alguna conferencia de cómo es el proceso y qué es lo que espera a los aspirantes una vez consigan su plaza.

Sin embargo, y a pesar de que es algo que me encanta, he de confesaros que no tengo el don para ayudarlos tanto como quisiera. Por más que lo he intentado, no he sido capaz de transmitir ni la milésima parte de esa energía, positivismo y optimismo de los grandes Espíritu González o Damián Cantero.

Pero bueno, ahí quedan sus libros de autoayuda o canales de YouTube como el de Olga Maeso, la mosso de la eterna sonrisa; o el de nuestro querido psicólogo y miembro del Cuerpo Raúl Narváez. Desde aquí mi agradecimiento público a vuestra altruista labor. Os envidio sanísimamente.

Y como lo que más le gusta al opositor es conocer la experiencia de los que ya hemos pasado por ese proceso, paso a contaros brevemente qué ocurrió hace ya unos años para que este humilde servidor de la Patria, hoy pueda escribiros estas páginas como agente benemérito.

Espero y deseo que os sirva de inspiración.

MI YO OPOSITOR

Aunque no me crean, no nací guardia… o sí.

Cierto o no, lo que es indudable es que vine al mundo y me crié a escasos metros del cuartel de la Guardia Civil de mi ciudad natal, Carmona, en la provincia de Sevilla. Recuerdo con nostalgia jugar a la pelota con hijos de guardias civiles en el interior de aquel edificio, usando la puerta de acceso a las cuadras de caballos como improvisada portería, ¡qué tiempos!

Esa infancia de patio de cuartel fijo que despertó mi inquietud por la Benemérita. De hecho, cuando de pequeño jugábamos a decir qué superhéroe queríamos ser o cuál nos gustaba más, yo siempre decía que quería ser un guardia civil. Recuerdo a los muy mamones de mis amigos del cole reírse de mí por ello pues pensaban que andaba de coña, pero yo hablaba completamente en serio. Normal, los había visto resolver muchísimos problemas y los tenía en muy alta estima.

Total, que ahora, para devolverles aquello, no hay día en el que no les recuerde que cada vez que tengan un problema, en vez de llamarme o mandarme un mensaje a mí (creen que estoy las veinticuatro horas de guardia), llamen a Supermán o al Capitán América. Se descojonan y claudican a partes iguales.

Acabado el instituto, aparqué mis aspiraciones al verde y comencé mis estudios en Historia en la Universidad de Sevilla, carrera que logré acabar, no sin mi esfuerzo ni el de mis padres, allá por el 2006.

Acto seguido, beneméritamente hablando, ocurrió lo que os paso a contar.

MIS INICIOS COMO OPOSITOR AL CUERPO

Hacía un frío de narices en aquel recién estrenado mes de enero de 2007.

En mi Carmona natal, a punto de entrar en una tienda para comprarme una camisa de mil flores de, parafraseando a mi padre, Hermes Bogavante, un buen colega me decía:

—Compi, llevo un tiempo estudiando para guardia, mucho, pero no remato. ¿Qué te parece si te dejo los apuntes y nos presentamos los dos? —Propuesta loca, desde luego.

—¡Puf! Ya sabes que siempre he querido ser guardia civil, amigo, pero es que así de sopetón… Que eso no es rellenar un papel y que te den un tricornio a continuación. Que eso cuesta tela —le contesté.

—Qué me vas a contar si me está costando más que a un borracho ensartar una aguja, Ger, pero tú eres un máquina estudiando. Además, ya has acabado la carrera. ¡Consigamos nuestro sueño juntos!

—Pero… es que tengo pagado un curso de experto en archivística y biblioteconomía por recomendación de un profesor de la facultad que… —Rápidamente dejé de hablar, hasta a mí me sonó algo ridículo teniendo en cuenta lo que me estaba proponiendo, con todo mi respeto a los bibliotecarios. Pero es que siempre quise ser guardia, incluso antes de comenzar mis estudios universitarios. Su oferta era muy tentadora.

—Déjate de tonterías y vamos a hacernos picoletos de una vez. Además —añadía al ver que me lo pensaba—, no solo estoy convencido de que aprobarías sino que, contigo a mi lado, yo también podría conseguirlo —me arengaba más confiando en mis capacidades que en las suyas propias.

—¡Venga! ¡Pásamelos! —fue mi contestación, dejándome llevar, completamente inconsciente del importantísimo paso que estaba dando en aquella fría mañana.

Era sin duda el inicio de algo maravilloso.

Sellamos nuestro compromiso con un fraternal abrazo y, tras comprarme una preciosa camisa, finalmente blanca con cuadros azules, nos fuimos a su casa a por esos documentos que serían la autopista hacia nuestro sueño.

Legislación fotocopiada y perfectamente encuadernada, comencé a estudiar, en mi caso, subrayando a lápiz lo que consideraba importante del temario para luego leer lo anotado una y otra vez, de la primera a la última hoja, del primer al último tema y vuelta a empezar. Ese siempre fue mi método de estudio y, la verdad, no me fue nada mal.

Al poco me mudé a Sevilla. Me había salido trabajo en una de las tiendas de una conocida marca de ropa y, aunque el curro me restaba bastante tiempo, obtuve unos ingresos que me permitieron independencia y cierta comodidad.

Todo iba sobre ruedas.

Fueron meses de mucho estudio compaginados con un trabajo a tiempo completo que me quitaba la mayor parte de las horas del día. Pero ya no había marcha atrás. Fue cuestión de semanas meterme en una dinámica de trabajo, gimnasio, estudio y descanso que no cesaría hasta alcanzar mi sueño.

Me considero una persona optimista, muy constante, metódica, comprometida, determinante y, por encima de todo eso, ilusionada. Comencé a darle muy duro al temario, sin tregua, sin solución de continuidad. «Aquel año había tres mil plazas, nos sobraban 2.998», arengaba a mi compi día sí y día también.

Positivismo made in Espíritu González directo en vena.

Al poco, mi colega pegó un pelotazo gordo. Le salió un trabajo espectacular. Casi dos mil euros al mes y una jornada de treinta y cinco horas semanales le hicieron olvidar los apuntes, dejándome solo en esta empresa. Pero fue una piedra fácil de sortear. Las imágenes donde yo aparecía vestido de verde poblaban todos mis pensamientos, la máquina estaba en marcha. Era imparable.

Por el camino conocí a muchos opositores, decenas. Personas desconocidas pero a las que te une un objetivo común. Nunca los ves como enemigos aunque estén aspirando a lo mismo. Jamás los consideré rivales para conseguir mi plaza y ojo, no es que yo fuera o me sintiera más listo que ellos, simplemente era consciente que aquí aprobaría el que realmente se esforzase, y yo me iba a dejar el pellejo en conseguirlo.

Es más, afirmo todo lo contrario, ellos pueden ser el apoyo que necesitas para seguir adelante. Te reconforta saber que si te caes, ellos te levantarán, y si ves a uno en el suelo, no dudarás en poner todo tu empeño para contagiarle tu optimismo.

Me encanta a día de hoy ver comunidades, foros, grupos de WhatsApp, de Telegram o perfiles de Twitter, Facebook o Instagram cuyo único objetivo es ayudar al opositor y servirles de guía hasta la consecución de su sueño. Eso antes no lo había.

¡A cuántos de los que se quedaron por el camino les hubiera venido de lujo esta ayuda!

No me cabe la menor duda de que estas comunidades, unidas a muchas personas que desinteresadamente ofrecen sus conocimientos y experiencias para ayudar al opositor, han desembocado en el aprobado de centenares de opositores que quizá en mi época se hubieran quedado en la estacada.

Desde aquí mi reconocimiento público a comunidades como futurosguardiasciviles, foro del guardia civil o twitteros como @caraena, @spiritugonzalez, @polilla88, @O_Charles, @marcfer99, @OlgaMaeso, @Raul_N_B o @mdamiancab, por citar algunos.

¡Pa comeros con papas, compañeros!

Volviendo a mi caso particular y a falta de estos artistas de la motivación, he de decir que yo contaba con una ventaja… o varias, según se mire. La primera era esa seguridad y confianza innata de la que ya os he hablado. Si emprendo algo, sé que lo voy a acabar, y esta oposición sería mía tarde o temprano. Además, no era una manía pasajera, sino un anhelo desde pequeñito. Iba a por todas.

Otra ventaja es que supe rodearme de gente impresionante, destacando a mi profe de inglés y ortografía Anna García (la que corrige mis anécdotas), así como grandes opositores con los que hoy comparto uniforme, Nacho, Jero, Ana Sevilla; y otros que, por distintas circunstancias, se quedaron por el camino: Jesús, Ana Suárez, Tabi, Ramón, Juanjo…

Por último y no menos importante, estar currando en un empleo fijo como era mi caso me daba la seguridad y estabilidad necesarias como para saber que si no lo conseguía a la primera, podría seguir intentándolo hasta hacerme con mi plaza.

Con todo esto a mi favor, ¿qué podía salir mal?

LA PRUEBA DE CONOCIMIENTOS

 

Para mí, la oposición era algo así como los 100 metros lisos de Carl Lewis, Usain Bolt para los más jóvenes. Días, semanas, meses preparándote a fondo para darlo todo en un ratito. El velocista americano me servía de inspiración por entonces.

Tras muchas tardes y sobre todo noches de estudio, llegó el día del examen, en Baeza, en mi caso un 24 de junio de 2007. Tocaba disfrutar el momento.

No me llevé el más mínimo apunte, ni siquiera un mísero esquema. La suerte estaba echada y yo me sentía completamente preparado para el envite fuese cual fuese el resultado.

Hicimos noche en aquella preciosa ciudad jiennense Patrimonio de la Humanidad para no tener que darnos el palizón de coche la madrugada anterior al examen. Tampoco es que durmiera mucho pero bueno, al menos no me iba a estresar pensando en una hipotética avería mecánica yendo desde Sevilla hasta Baeza la misma mañana de la prueba.

El día del examen, después de un buen desayuno, nos acercamos hasta la puerta de la Academia de Guardias y Suboficiales de Baeza. Sonó un silbato y comenzamos a entrar como borregos al matadero. Algunos miraban apuntes, otros andaban ensimismados, miradas perdidas, nervios. Había quien toqueteaba esos aparatos que antes servían para llamar y que ahora, bajo el nombre de smartphone, se usan para casi todo menos para hablar con la gente.

En fin, que no se escuchaba un alma.

Una vez sentados cada uno en el aula designada comenzaron a repartir el examen. A mí me tocó hacerlo en el comedor de la Academia, curioso. Eso sí, sería semanas después cuando me diera cuenta de que aquella estancia la emplearía para desayunar, almorzar y cenar durante mi formación académica. Ciertamente, el día del examen ni me fijé, la verdad.

Rodeados de guardias civiles uniformados, nos conminaban a hacer cada uno su examen con la advertencia de que si oían hablar o levantar la cabeza a alguien, quedaría expulsado del proceso selectivo. Después de meses hincando codos como un condenado, no estaba yo para bromas.

A las nueve de la mañana comenzamos la prueba ortográfica. Luego vinieron las cien cuestiones de conocimientos y las veinte de idioma, en mi caso, inglés.

Los nervios del principio pronto se disiparon. Me centré en el examen y di todo lo que pude sin distracción alguna. Quizá esa sea otra virtud.

Recuerdo que, al acabar esta prueba, en un breve receso antes de comenzar los psicotécnicos, un muchacho levantó la mano pues quería ir al baño. Cuarenta veces le dijeron que no, pero a la que hizo cuarenta y uno, supongo que al verle la cara de «¡que me meo encima, puñetas!», lo dejaron desahogarse. Eso sí, fue al baño escoltado por un par de guardias… como para sacar una chuleta por el camino.

Otra anécdota que recuerdo, igualmente escatológica, es la que me ocurrió con un agente casi finalizado el examen. Aún no tenía los conocimientos necesarios como para distinguir los galones de un cabo primero con las estrellas de cuatro puntas de un general de división, pero de lo que sí me percaté sin necesidad de más entendimiento es de que este guardia, que vigilaba la zona por la que yo me examinaba, al pasar por mi vera, se pegó un cuesco, y no precisamente pequeño.

Aparte de «¡qué asco!», me diréis, «¿cómo es que te acuerdas de eso?». Pues sencillamente porque andaba pensando, y esto es literal: «Última pregunta de la prueba teórica y acabo. A ver si nos dejan salir de aquí de una vez y puedo liberarme de este estrés, que necesito desahogarme tras meses de duro trabajo». Creo que el pedo vino más o menos en la palabra «desahogarme». Verídico.

Serían casi las dos de la tarde cuando salí de aquel recinto, había acabado el examen y lo cierto es que me sentía como cuando pagas la última letra de una hipoteca a treinta años. Y es que después de casi cinco horas de pruebas… yo creo que ya está bien, ¿no?

Aquí una breve anécdota-confesión de la que ahora me río, pero entonces…:

Curiosamente, mis padres, que siempre me imaginaron como profesor de instituto o facultad, para eso me estaba formando, desconocían por completo mis intenciones beneméritas. Bueno, sabían que quería ser guardia, al menos alguna vez lo había comentado, pero no les hacía nada de gracia esta aspiración. A mi madre particularmente le daba y da miedo. Pero ese era mi sueño.

Para evitar distracciones y aunque no sabía si era lo más correcto, decidí no comentarles nada. Y desde luego, aquel 24 de junio no tenían la más remota idea que acababa de hacer el examen de acceso al Cuerpo.

Fue fácil mantener el secreto ya que, al emanciparme, no me veían estudiar. Pero… resulta que al cámara de Canal Sur que cubría la noticia del examen, a fin de cuentas éramos miles de opositores en aquella sede, no se le ocurrió otra cosa que enfocarme a mí de entre los miles de aspirantes.

A mí, no a otro. ¡A mí!

No contento con ello, en el informativo de las tres, el realizador titularía: «Uno de los más de veinte mil opositores que en la mañana de hoy han optado a una de las tres mil plazas para el acceso al cuerpo de la Guardia Civil».

¡La madre que parió a Juan y Medio, a Arrayán y al telediario de las tres!

Evidentemente, mis padres me vieron. ¿Dónde se ha visto a un matrimonio de la tercera edad en Andalucía sin el Canal Sur sintonizado? Pues eso, cazado y sin más remedio que reconocer mi aspiración al verde.

Las notas no tardaron en salir. Por fortuna, resultaba apto… ¡y con plaza!

LAS FÍSICAS

Aprobada esta parte, llegaron las pruebas físicas en el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro. Como el orden de realización se debía a la letra del primer apellido, la V en mi caso, me tocó la penúltima tanda del proceso, entre los días 17 y 19 de julio de 2007.

El primer día hacíamos las pruebas propiamente físicas. El kilómetro, los cincuenta metros lisos, las flexiones y la natación no fueron un problema para mí. Primero por mi forma física, algo deteriorada hoy pero más que suficiente para superar los tiempos exigidos entonces. Segundo porque no dejé de ejercitarme en ningún momento durante la preparación de la oposición. De hecho, recuerdo pasar el articulado de la Constitución Española a formato Mp3 y escucharla mientras corría. Buscavidas me llaman.

No obstante, aquel primer día resultaba desolador ver cómo muchos aspirantes caían en las pistas de Valdemoro, sobre todo en el kilómetro y en las flexiones. Chavales y muchachas que habían sacado notazas en la prueba teórica pero que habían descuidado por completo el tema físico, cometiendo el error de no considerarlo parte de la oposición.

Una chica me abrazó llorando, os lo juro. Jamás olvidaré su cara. Había caído en el kilómetro que ambos habíamos corrido juntos en una de aquellas tandas de veinticinco aspirantes: «¡Soy la número cien de la oposición, la número cien!», me repetía mientras sollozaba. La pobre no es que entrara fuera de tiempo, es que ni siquiera terminó el kilómetro, y no precisamente por sufrir una lesión.

Aún más me dolió saber que ella era perfectamente consciente de que no estaba preparada para conseguir el tiempo requerido. Conocedora de su limitación, abandonó el tema físico para quedar como la aspirante cien de promoción, evidentemente, expulsada del proceso.

No quise hacer leña del árbol caído pero ganas no me faltaron de decirle que podía haber sido la mil quinientos y haber invertido esas horas en preparar las físicas. Desconozco si finalmente esa chica accedió a la Guardia Civil. Lo que sí os puedo asegurar es que, desde luego, no fue en esa 113A promoción.

Como no es mi intención dejaros mal cuerpo con esa triste anécdota, voy a contaros otra situación que viví también aquel día y que resume a la perfección lo que representa el espíritu benemérito del que hace gala la Guardia Civil:

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