Buch lesen: «Fuga permanente y otros cuentos»

Schriftart:



Parte I

Prisión de ámbar

Crisis

Crisis II

De paso

Cha cha cha

Quimera

Las fuerzas del mal

Asuntos antiguos y distantes

Fuga permanente

Parte II

El extraño viaje

Círculo de fuego

Un atado de plumas

Tareas











Parte I

Prisión de ámbar

Fue así como ocurrió. Bajaba por el Paseo Ahumada con Sergio, volvíamos del mercado y buscábamos un sitio donde tomar café para seguir conversando. Como el almuerzo había sido abundante, la larga caminata en procura de una mesa no se hizo pesada, pero cuando llegamos a la universidad y la avenida terminó y todavía no habíamos encontrado nada, acepté gustosa la propuesta de cambiar el café por una copa en una fonda cercana. En Ovalle y Tarapacá entramos a La Manoseada, nos sentamos cerca de la puerta de cocina, al lado de la rocola, y pedimos dos piscos. A esa hora el salón celeste estaba semivacío y las persianas bajas dejaban ver un cuarto igual a cualquier otro: algunas mesas y varias sillas. Solo había un hombre en la barra que tomaba a sorbos lentos un trago mientras Sergio me contaba de una cicatriz en su costado. Estuvimos sentados allí varias horas mientras las mesas se ocupaban; bebimos codo a codo, hasta que Sergio, tambaleándose, se paró y contestó su teléfono mientras yo, en las mismas condiciones, me dirigí al aparato de música. Coloqué dos monedas en la ranura y seleccioné Niégalo todo de Germán Rosario y La copa rota de Benito de Jesús. Cuando las canciones terminaron salí a la puerta de calle y, tras la noche, pude escuchar la complicidad del silencio; de regreso, pedí otro trago. Cuando volví, no sé si por el contraste, el aire tenía la consistencia de la melaza. No alcancé a desechar un cansancio tardío y me quedé dormida sobre el tablero de la mesa. Extrañamente ningún guaso se sobrepasó; aduzco, sobre todo, por al aburrimiento que volvía más viscosa a esa atmósfera ya pesada. Era un letargo cósmico capaz de desequilibrar a cualquiera o hacer aceptable la más inverosímil de las historias. Sergio nunca volvió. El hombre que estaba sentado en la barra se acercó con vaso en mano y pidió permiso para acompañarme, se lo di. La iluminación solo me dejó captar algo inacabado: un hombre de tez oscura, algo encorvado, vestido de negro y acompañado de un olor rancio a aceite quemado. No hablaba, recitaba axiomas de distinta índole como una letanía, alzándolos como un escudo.

—La sumisión a la moral puede ser esclavizante o vana o egoísta o resignada o obtusamente entusiasta o sin consecuencia o un acto de desesperación, como el sometimiento a un príncipe: por sí sola no es nada moral…Aceptar una fe solo por costumbre significa ser deshonesto, cobarde, vago. Y ser deshonesto, cobarde, vago, ¿son presupuestos de la moralidad? ¿Cómo entró la razón en el mundo? Como de costumbre, de una manera irracional, por accidente. Uno tendría que averiguarlo como si se tratara de una adivinanza.

Lo interrumpí, le pregunté que tomaba y pedí dos de lo mismo al mesero. Quería decirle, aunque me guardé de hacerlo, que con mucho o muy poco alcohol nunca se llega a la verdad, aunque más, generalmente, suele ayudar. Por tedio y nada más, le pregunté qué hacía ahí, por qué llevaba seis horas sentado en un bar bebiendo solo (debí recordar que hacen falta pocos conocimientos para perseguir una vida honesta y que sufrimos de su exceso, como de tantas otras cosas, y permanecer callada, pero no lo hice. Me atuve a las consecuencias). Con concentrada atención, hablando más con un imaginario punto situado en la distancia que conmigo, me dijo que hacía tiempo.

— ¿Para qué? —indagué.

—Para viajar a Paraguay —me respondió.

—Qué extraño —proseguí— acabo de volver de allí.

—¿Sí? —me preguntó.

—Estuve siguiendo la ruta de Elisabeth Nietzsche por el Chaco —le respondí.

Con ademán desdeñoso se acercó.

—¿Nadie intentó matarla? —se interesó.

—¿Por qué habrían de haberlo hecho? —continué.

—¿Qué averiguó? —continuó.

—Nada nuevo, llegué a Nueva Germania, me enseñaron su casa y me indicaron algunos sitios que podía fotografiar, luego me montaron en el primer camión que salía en dirección al río Paraguay y no se separaron de mí hasta que subí al carguero en dirección a Asunción —le respondí.

—¿Quiénes? —preguntó alzando la voz.

—Los encargados de su patrimonio, no me dejaron revisar ningún material ni hablar con los otros colonos. Me dijeron que nadie entendía español —continué.

—Eso es verdad —me dijo y me sorprendió.

—¿Ha estado allí? —le pregunté.

—Varias veces —respondió.

—¿Qué hacía?

—¿Usted? —replicó intrigante.

—Me mandó un periódico —le respondí.

—¿Para qué?

—Para seguir una pista, parece que antes de su derrumbe en Turín, Nietzsche entregó a su hermana una obra terminada que ésta no se atrevió a tocar o editar. Que ni siquiera mostró a su marido el doctor Förster, tal vez por mantener una carta bajo la manga si la utópica fundación no llegaba a buen término y ella necesitaba reestablecerse en otra parte, y que lleva perdida no sé cuántos años. Algunos piensan que Elisabeth tuvo un hijo fuera de matrimonio —saqué unas fotos que guardaba en la cartera—, ¿ve? Las fotos tienen once meses de diferencia entre sí. No es mucho tiempo y, sin embargo, ¿nota su cambio? ¿El cambio en el grosor de su cintura? Fui a buscar a un descendiente de ese hijo, el hijo que seguramente poseía la única copia del manuscrito perdido de Nietzsche —lo dije de un solo tirón.

—Todos en esa colonia son una banda de nazis, antisemitas y criminales y además todos son descendientes directos de Förster —dijo indignado—. Cuando Elisabeth volvió al lado de su hermano y abandonó el Paraguay no dejó nada que valiera la pena allí. Si tuvo un hijo haría bien en buscarlo en Alemania o aquí —el punto imaginario lo trasladó a mis ojos y ese cambio repentino de perspectiva, el mismo abrupto desplazamiento que ejecutan los tiburones antes de atacar, revelando su plateado vientre al girar, hizo que su mirada se volviera la de un desquiciado—. En Nueva Germania solo quedaron malos recuerdos; ni siquiera la tumba de Förster está allí.

—Y usted, ¿cómo sabe tanto? —le pregunté sobresaltada.

—Digamos que cierto interés personal me atrae al personaje de Elisabeth.

—¿Qué va a hacer ahora allá? —seguí preguntando a mí vez.

—Voy a dictar un curso —me respondió tranquilamente mientras empinaba su bebida.

—¿No me ha dicho que nadie habla castellano? —le dije algo molesta.

—¿Quién le ha dicho que lo voy a hacer en español? —me respondió.

Pensé en todas las puertas que el tedio nos descubre antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Quién lo contrata?

—El Instituto Goethe. Cada seis meses voy a Filadelfia y Nueva Germania, los talleres los realizamos en la iglesia menonita; yo me hospedo en el salón comunal. Le pregunté si han intentado matarla porque en mis dos últimos viajes he notado que algo se traen bajo las mangas esos nazis expatriados. Y no por algo que yo haya hecho; yo solo voy, dictó mis cursos y procuro mantenerme alejado.

—¿Sobre qué va a hablar? —me interesé.

—Céline y Kafka.

—¿Usted escoge los temas? —continué.

—No, el Instituto me entrega los programas. Pero esos dementes antisemitas ya me han condenado sin juicio, como no presento una amenaza para ellos se han dejado convencer por su estupidez que soy culpable.

—¿De qué? —le pregunté.

—Vaya a saber. Los motivos —como dice Céline— se suelen suministrar solos.

—¿Cuándo viaja? —continué curiosa.

—Tengo que ir antes a Israel, a mi regreso de ese viaje.

—¿Y qué va a hacer allá? —me interesé.

—Reconocer unos familiares, recuperar algunos documentos.

—¿Usted es judío? —le pregunté.

—Sí —me respondió.

—¿Y los herederos de Förster lo saben? —continué.

—¿Qué podría importarles? —me respondió molesto.

—Si no recuerdo mal, no fue también Céline el que dijo que cada día hay por lo menos cien personas que quisieran vernos muertos: los que están tras nuestro en las filas, los que no tiene casa y nos ven en la nuestra; y que, en condiciones extremas, pienso en usted a cientos de kilómetros de la carretera más cercana, esa impaciencia se suele volver más irracional y violenta.

—Sí, pero olvida que yo no soy un execrable y repulsivo criminal, mi fotografía aún no ha aparecido en los diarios con ese pie —dijo con frialdad.

—¿Y eso qué puede importar? A la hora de buscar motivos para culpar a alguien, usted mismo lo ha dicho, éstos se suministran solos —le dije antes de callar.

Su mirada se volvió a perder. No hay duda, todos los eventos importantes de la vida se realizan en la oscuridad o por lo menos en una prisión de ámbar. Me paré y fui a buscar otras dos bebidas. Cuando volví había pasado algo allí adentro, su imaginación no se movía más en el vacío. Levantó el vaso y bebió un largo trago antes de proseguir.

—¿Usted sabe la diferencia que existe entre las creencias y los hechos? —me preguntó.

—Solo sé que los matices son muy leves y que no me podría defender si tuviera que distinguir con absoluta precisión —le respondí.

—¿Quiere decir que no? —dijo.

—Sí —respondí.

—Pues la verdad, eso que usted dice tiene poca importancia, consiste en una forma de correspondencia entre los dos. Las mentes no crean la verdad, crean creencias y lo que hace a esas creencias realidad son los hechos. ¿Me sigue?

Asentí moviendo la cabeza.

—Para establecer algo como verdadero se tienen que cumplir tres requisitos: primero, la verdad tiene que tener un opuesto, una mentira, soy un villano, por ejemplo; segundo, la verdad dependerá de ciertas creencias, nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario; pero y, por último, éstas a su vez dependerán completamente de la relación de esas creencias con las cosas, nunca he matado a alguien, la corroboración la encontrará en mi ficha policial.

—Sí, de acuerdo, pero eso no lo salvaría de nada en caso que las creencias que operan en su contra fueran falsas; desechemos por un instante los hechos como lo harían sus posibles verdugos. ¿Qué haría entonces? —argumenté.

—Simple —me dijo y retiró un cigarrillo del paquete con sus labios—, huiría. He analizado demasiadas veces La Colonia Penal junto a ellos para esperar ver sus reacciones. El miedo —me miró a los ojos con un destello desenfocado— es, sin lugar a dudas, la mejor manera de lograr salir de una situación incómoda.

—¿Y las cosas quedarían así?

—Señora, nuestra dignidad depende de la habilidad que tengamos de pagar tanto lo bueno como lo malo. Buscaría venganza.

—¿Qué haría? —le pregunté.

—He ido acumulando pruebas, a través de los años he hablado con alguna gente, he dado con paraderos remotos, he encontrado otras colonias, sitios que ni siquiera imaginaría.

Comenzó a trazar un mapa imaginario del Paraguay sobre la mesa, me habló de un sinnúmero de lugares, de estancias subterráneas, de cárceles y zoológicos humanos. Mencionó un poblado cercano donde las elites nazis...

— ¿Las nonagenarias elites? —pregunté.

Con su mano hizo un gesto que liquidaba el plano de un solo borrón, se paró y se dirigió a la barra. El resto de la madrugada acobijé la esperanza que volvería, me supo mantener en un estado de suspenso. Me torturó y yo aguaité la laucha —esperé escuchando la única guarania de la rocola—, acertó si pensó que había tirado suficiente lastre. Cuando el encargado empezó a barrer el local y a recoger las sillas, me acerqué. Como la madrugada estaba cerca y la luz era diáfana me percaté de sus prominentes cejas y gruesos bigotes, su frágil estructura y un maletín, que atado con una soga, llevaba sujeto a su muñeca. Pensé que mi entusiasmo me engañaba, lo que tenía frente a mí era un calco infeliz del filósofo buscado. ¿Cómo pude obviar todos esos detalles en la noche? Como una réproba me acerqué; hablaba consigo mismo, «estamos todos corruptos por haber perdido nuestro instinto de sobrevivencia». Toqué su hombro, ¿qué quiere?, me dijo sin darse vuelta. No supe qué decir, aunque mi titubeo duró poco, quise provocarlo y el resultado no pudo ser más feliz. Repetí la frase final de Nietzsche, lo último que escribió con su puño y letra antes de perder la razón, Siamo contenti? Sono dio, ho fatto questa caricatura.

—Así que usted es el creador —dijo y siguió tomando— dígale a su marido que me da lástima, convivir con alguien tan digno de objeción.

Después de eso salí, ¿qué podía responderle? Como objetar a su razonamiento, a fin de cuentas reconocía que Dios era una mujer, cómo interrogarlo sobre su conocimiento del italiano, como decirle que no era más que una simple periodista en busca de una pista y que tal vez la clave que buscaba estaba atada a su muñeca. ¿Cómo aceptar la posibilidad de que la solución se encontrara en un bar perdido de Santiago y no en Alemania o Italia? Caminé en dirección al río, cuando llegué a Diagonal Paraguay trastabillé y volví la cabeza.

Crisis

—Señor, ¿nos puede llevar a algún lugar decente donde pasar la noche?

Glosario para el taxista

Decente: donde traspasemos el umbral y aún lleguemos ilesos a los aposentos.

Glosario para la niña

Decente: para que reposes tus amables huesos junto a los míos ya que no hay cucho propio donde hacerlo; se me pasó comunicártelo cuando solicité tu exquisita compañía a mi inexistente casa.

Glosario del niño

Decente: que alcance con los últimos 50 mil que traigo en el bolsillo (síporfavordiositolindo).

Mientras el carro se desliza por las calles de Quito a las tres de la madrugada, los dos se sientan muy rectos y juntos, tratando de adivinar la trayectoria del conductor; él más consciente que ella del taxímetro que corre (y haciendo cálculos mentales de cuánto se paga por el dato de la pensión sobre el precio marcado); ella, algo ofuscada por haber aceptado esa propuesta nocturna a alguien que le tiene confianza a un taxista (sin olvidar –su memoria histórica es de largo alcance—, que el capricho del conductor y su elección de posada estará inevitablemente ligada a la revolución amarilla de marzo del noventa y nueve: no viene lo uno sin lo otro, si pide el combo es con papas fritas; con arroz, es otro precio, ¿vio? En manos de un revolucionario la ha puesto su amor). Se acurrucan, él con los ojos puestos todavía en los números que pasan algo mustios pero con rapidez, en una carrera de postas intercolegial, mientras los de ella se posan sobre la nuca del chofer (la punta de su taco, ha comprobado en el cine, en un buen ángulo, acusa como buen proyectil). El carro baja por la Patria, sube el puente a desnivel de la 10 de Agosto, tuerce a la izquierda, ellos se toman de la mano, se interna por las calles adyacentes al Seguro, duda en una esquina y acaba volviendo por el depósito de la Flota Imbabura hasta dejarlos en una puerta iluminada con reja donde tres o cuatro taxistas ríen bajo un farol. Es tarde y él paga, no sin antes preguntar algo nervioso al chofer, y ahora, ¿qué hago?

Glosario del taxista

Qué hago: muchacho, si no sabes, debí dar más vueltas y cobrarte el doble.

Glosario de la niña

Qué hago: va a ser una larga, larga noche.

Glosario del niño

Qué hago: si dudo un instante más, todo se va al carajo, quiero decir, ¿es amigo suyo el dueño, hay algún código, hay timbre? Ya veo la luz, la puerta, el mostrador. ¿Qué puedo decir? No creí que iba a estar aquí esta noche. Ni siquiera me afeité. Mire a quién traigo al lado, ¿no haría preguntas estúpidas también?

Ella lo toma de la mano, le sonríe al chofer como diciéndole: yo me encargo desde aquí, y van en dirección de la puerta de El Dorado. Buen signo, piensa ella mientras espera que él timbre, él piensa en los 40 mil que le quedan en el bolsillo y los 20 mil que tiene guardados en el doble fondo de su maletín (para casos de emergencia, éste puede calificar como uno), calcula mientras bajan por el corredor, luego que les abrieran, que no puede ser más de eso. Tiene todavía tiempo de seguir especulando, cuando a esas tempranas horas encuentran una fila frente al mostrador. No necesariamente en las mismas circunstancias que ellos. Se retiran a la pared de enfrente, esperando que atiendan a las otras dos parejas.

—Jorge, dame una habitación en el primer piso.

—No quedan, están todas ocupadas.

—Ay hombre, esas del segundo son huecos que rebotan.

Con un codazo suave ella le pregunta, ¿rebotan qué? Algo aturdido Martín le responde, ¿qué? (está pensando en los otros gastos, nunca le va a alcanzar. Tal vez si ella tuviera). Damita, ¿usted no andará con protección? ¿Qué? Es ahora el turno de ella. ¿Contra qué? No sabe de qué está hablando. ¿Quieres una curita? Abre la cartera y busca en el monedero. No, no, le dice, tranquila (él sigue calculando).

—Bueno, entonces el cuarto 14, una botella de Norteño y dos cajas de condones —se da la vuelta y le pregunta al hombre—, ¿o tres?

Ella se da cuenta y se sonroja. Le jala la manga y le dice que no, que no tiene y, levemente, su cuerpo la comienza a traicionar. Se dobla sobre sí mismo, busca las escaleras y apoya su cabeza contra la pared. Martín va hacia ella y le pregunta si está bien, mientras acaricia su mejilla. Ella intenta una sonrisa que le sale algo afectada. No le convence. Beldad, comparto un cuarto, no podemos ir allá.

Ay, amorcito corazón, suspira en voz baja, mientras sigue la transacción comercial. La segunda pareja va más rápido —nadie habla—, solo hay un intercambio de determinada cantidad por una llave.

Les toca. Martín toma su mano y los dos van, como condenados (cada cual con otras razones), al mostrador. Una habitación, dice. Piden su cédula mientras le echan una mirada. En su acepción 32: suponer o conjeturar la distancia, edad, precio, etc., que nos son desconocidos. Ella le echa una de vuelta al que atiende y le pregunta, sin que venga a cuento, qué tal el trabajo, si paga bien, si le entretiene lo suficiente. Martín guarda su cédula y le echa una también (eso de jugar billar con los ojos tiene su cosa), mientras ella continúa la conversación —que, además, le gana tiempo contra el segundo piso y los huecos que rebotan—, ya que ahora es demasiado tarde para salir corriendo. ¿En qué momento hubiera sido todavía una posibilidad? Hay una promoción, ¿no le interesaría?, dice el que la mira. ¿De qué?, responde ella. De condones y vino, dice mientras levanta la cabeza y la mira. Ella toma —tras el mostrador—, la mano que Martín le tiende y le sostiene la mirada, pero solo si es buena la cosecha, le responde. ¿De qué año es? El hombre no coge la caja de vino ambateño San Francisco, sino la otra, y la mira, no dice, le dice. Y entonces, no aguanta más. Se ríe, Martín se ríe, el hombre tras el mostrador se ríe, alguien en el segundo piso se ríe.

Glosario fuera de eje

Risa de la niña: ¿dónde coño se metió y, ahora, cuál el debido comportamiento?

Risa de él: nadie me va a pegar un quiño, todavía tengo 10 mil para la promoción y, por fin, vamos a poder subir (graciasdiositolindo).

Risa del de la mirada: ¿De dónde cayeron estos marcianos? ¿Cosecha? ¿De qué me están hablando?

Risa de la mujer del segundo piso (intercalada en el justo momento): estoy fuera de aquí en diez minutos máximo (graciasdiositolindo).

Suben las gradas a la habitación quince, que contiene:

Una cama doble

Un mostrador

Un espejo ancho

Ninguna toalla

Un closet

Una ventana (con cortina) que va del techo al suelo y que no da a la calle sino al interior de un corredor que, visto en esa luz, parece no tener fin.

Cierra la cortina, no vaya a ser que por un precio adicional el cuarto se vuelva pecera y la sala se llene de espectadores. Coger parece un objetivo inalcanzable, él quiere pero ella está agotada. Tendidos en la cama, las luces apagadas —él sin saber qué decir, ella sin ocurrírsele algo mejor que cerrar los ojos—, escuchan la puerta de al lado que cierra y los tacones de una mujer que se alejan. Parece que no van a necesitar las tres cajas, dice Martín. Ella no puede responder, ni reír, ni abrazarlo; él la mira. Cariñito, le dice, mientras abre las cobijas y le quita los zapatos, la despierto mañana. Ella pone su cabeza sobre su pecho y pasa los dedos por su cabello, mientras él continúa, podemos caminar hasta el mercado y comer empanadas de viento (sueña soñador). Y hablan, lo segundo mejor que se puede hacer en esa habitación, lo segundo mejor que se puede hacer después del amor. Si puede ser tan bueno, también debe ser tan malo (tiene una amiga que le dice cuando le habla de su predilección por las palabras). Abajo, ya comienza a clarear, un carro, ¿el taxista?, tiene puesta la radio, canta Juan Gabriel: no tengo dinero, ni nada que dar, lo único que tengo, es amor para amar. Está cerca la U. Central y recuerdan una clase de materialismo histórico, ríen mientras lo hacen: Marx dijo que la historia (con h mayúscula, pero están en El Dorado y son las cinco y media y entre los dos no tienen el suficiente capital como para comprar esas empanadas de viento que Martín prometió), se repite primero como tragedia y luego como farsa. A las seis de la mañana, con el sol rayando las cumbres del Pichincha, entrarán a la farsa (a ver si así, resulta). Él se presentará, dirá, hola, soy Martín. ¿Desearía bailar conmigo? Encantada, ella responderá y tomará su mano: si así tú me quieres, te puedo querer pero, si no puedes, ni modo, qué hacer.

Uno no entra ni sale libremente de nada, que diría el profesor.

€4,49