Mi ataúd abierto

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Look homeward angel: la dimensión anti-elegíaca de la elegía

The hand of the Lord was upon me, and carried me out in the Spirit of the

Lord, and set me down in the midst of the valley which was full of bones,

And caused me to pass by them round about: and, behold, there were

very many in the open valley; and, lo, they were very dry.

And he said unto me, Son of man, can these bones live? And I

answered, O Lord God, thou knowest.

Ezekiel 37: 1-3

La particular y compleja historia del concepto de elegía enriquece, a la vez que dificulta, su definición3. La existencia efímera como integrante esencial en la definición del hombre confirma la función y género de la elegía como texto - cuerpo/superficie - capaz de sobrevivir a todas las épocas y como mejor recipiente, herida y testimonio, de esa consecución de conflictos y de esa naturaleza efímera. La historia del ser humano es ineludiblemente también la historia de conflictos simultáneos y/o sucesivos de diversa índole y gravedad a lo largo de los siglos. En su magnífico estudio sobre los límites de la modernidad e invocando a Benjamin, Alberto Ruíz de Samaniego realiza la siguiente reflexión4:

El devenir del (en el) mundo se aprecia entonces únicamente como un espectáculo cuya finalidad es la contemplación estética. Mística de la muerte del mundo, como escribiera Benjamin, que nos permite vivir, un tanto sacrificialmente, la destrucción y el accidente como un goce estético de primer orden. Al cabo, desde el naufragio del Titánic hasta Chernóbil, el atentado de las Torres Gemelas o las explosiones del Challenger, el accidente forma parte de la experiencia cotidiana de nuestro tiempo. Marca la identidad catastrófica de nuestra modernidad, tal como la obra de Warhol, donde la relación entre accidente y tecnología es crucial, de nuevo nos enseña. Acaso porque los diversos fenómenos de aceleración de la era electrónica llevan siempre aparejado el riesgo de accidente: el progreso tecno-científico comporta, a su vez, el progreso de la catástrofe. De esta manera, el colapso del progreso promueve el abandono a todo tipo de fantasías apocalípticas y acontecimientos traumáticos: el accidente vuelto una suerte de forma laica del milagro redentor, o, en tanto que lado oscuro de la técnica, de la plaga bíblica. (A. Ruíz de Samaniego, p. 67)

Sin embargo, tal como muestran los ciclos históricos, no se trata tristemente sólo de una secuencia de “accidentes laicos”, sino que esta expansión del espectáculo en Warhol se traduce de forma atroz en la producción de la guerra televisada. La humanidad acordó que el holocausto no se volvería a repetir. Sin embargo el siglo XXI está mostrando pagar todos los errores cometidos en el reparto del mundo por parte de las naciones vencedoras en la Segunda Guerra Mundial. Frente a la pasividad de la observación de la catástrofe, bien sea a distancia, bien sea desde la proximidad, acordaremos con Baudrillard la pervivencia de la elegía.

Sin duda la elegía se nutre de la ansiedad de una pérdida a la vez que fortalece los puentes de conexión entre los sentimientos individuales y los universales. En este género la cercanía y lejanía entre la configuración del yo y el texto convoca una historia fascinante. La elegía revela la relación entre el yo y eros y Thanatos, cómo se ha ido modulando a lo largo de los siglos, cómo el ser humano ha intentado responder a la ausencia y vencer esa resistencia creando espacios en la palabra: palabra revelada y relato mítico, pero siempre palabra creativa.

La construcción y expresión de la elegía varía con las épocas. Etimológicamente el término proviene del griego “elegos”. Hace referencia a la muerte de alguien en concreto o bien un lamento doloroso y un vacío en términos generales. La elegía ha sido considerada tradicionalmente como un subgénero de la lírica que designaba por lo general a todo poema de lamento o canto triste, la invocación del dolor. Se ha considerado que la actitud elegíaca consistía en lamentar cualquier entidad que se pierde: la ilusión, la vida, el tiempo, un ser querido, etc. La elegía funeral adopta la forma de un poema de duelo por la muerte de un personaje público o un ser querido, y no debe confundirse con el epitafio o epicedio en la tradición hispánica, que son inscripciones ingeniosas y lapidarias que se inscribían en los monumentos funerarios más emparentados con el epigrama.

En la Grecia antigua existió una amplia variedad tipológica de lamentos y elegías, pero se pueden concentrar en dos tipos fundamentales: la elegía heroica y la elegía íntima. La primera lamenta las desgracias públicas elaboradas en textos que además del calor de la pasión admiten la grandeza de las imágenes y el entusiasmo de la Oda, mientras que la elegía íntima sería una composición eminentemente subjetiva dirigida al espíritu humano, constituyendo lo que ha venido en denominarse poesía del dolor.

Las múltiples definiciones del concepto coinciden relativamente en una fijación formal en referencia a una composición poética del género lírico y en una fijación temática concerniente al lamento sobre la muerte de una persona, o bien de una colectividad o acontecimiento privado o público susceptible de ser llorado. Tradicionalmente la elegía contextualiza y personaliza las circunstancias de una pérdida y en esta línea desarrolla una descripción de las virtudes de la misma para consiguientemente buscar consuelo. Por otra parte, a diferencia de una forma métrica, la elegía no viene asociada a un patrón formal o patrón de repetición. De esta forma, la estructura de una elegía resulta menos evidente que una balada o un soneto tradicional. Sin embargo, sí que han existido elegías que han sentado ciertas bases temáticas que el tiempo se ha encargado de canonizar como es el caso de “Lycidas” de John Milton, elegía pastoral escrita en 1637 y publicada en 1638 en una secuencia de poemas elegíacos. Se trata de un poema cuyo hablante lírico es un pastor que lamenta la muerte de su amigo ahogado, Lycidas. Para ello convoca la tradicional referencia metapoética a la inmortalidad del poeta invocado en el poema.

Suele considerarse que existen ciertas características intrínsecas a la elegía que se ha venido construyendo con el tiempo desde costumbres y decoros, desde envolturas formales y conceptuales, que una sociedad determinada espera que un poeta de su tiempo deba elegizar o que un poema de lamentación deba contener. Se trata de un género que, por ello, a pesar de carecer de una rigidez formal tradicional, sí posee unas expectativas suficientemente definidas ideológica y genéricamente. Según esta tradición, el dolor expresado por el poeta elegíaco, aun cuando tenga carácter íntimo y personal debe ser sentido y expresado con tanta fuerza que pueda alcanzar un ritmo universal y por tanto pueda conseguir importantes procesos de identificación en el dolor. Aquí radicará, según veremos, uno de los puntos de ruptura donde se concentrará la innovación, reacción, e incluso transgresión, ejercida por la elegía lowelliana, conformándose ésta como una crítica, una ironía sistemática, una desacralización o una secuencia de yuxtaposicones cronotópicas que se van sintetizando o amplificando para proceder a un desplazamiento hacia otros temas o motivos que interesan al poeta. Al situarse el poeta en muchos casos en el centro de la misma elegía, construye una imagen del yo que busca el pliegue autobiográfico y la ilusión testimonial. Debido a esto desarrollamos la imagen de Robert Lowell a partir de la subversión de la elegía.

La mención del concepto de elegía, o bien tradición elegíaca, dirige nuestro pensamiento inevitablemente hacia las elegías del inglés antiguo que enfatizaban aspectos como la soledad, el extrañamiento, la alienación, el exilio interior y exterior, o el concepto de wyrd, término que designaba el destino o fortuna en el antiguo anglosajón. The Wanderer, profundiza precisamente en el código de comitatus, en la fama y el destino5. Pero lo realmente sorprendente es el proceso mental y el correlato narrativo de este earth-walker, nómada físico y espiritual, quien de forma retrospectiva lamenta la pérdida de su Señor a través de un interesante desarrollo del tradicional Ubi Sunt en un progresivo proceso de desposesión, de clausura y cancelación de espacios.

Recordemos aquí la cercanía entre la elegía y las meditaciones en la época del Renacimiento en la obra de Lamartine. La elegía desde la época clásica vendría unida ineludiblemente a alguna variedad o tipo de lamentación, cuando podía ir asociada a diversos temas y motivos, escrita en metro elegíaco que se componía normalmente de unidades estróficas de dos versos rimados de diversa medida y expresando lo que podríamos considerar como una idea completa. El pareado típico de estas elegías es el dístico, un pareado compuesto por un hexámetro dáctilo seguido por un pentámetro dáctilo. Sin embargo, desde el Renacimiento, la elegía se ha ido identificando esencialmente con un poema meditativo sobre alguna persona fallecida, la ausencia, buscando adaptar el sentimiento expresado al contexto, la sociedad, la cultura y su historia, desde la perspectiva antropológica.

La tradición elegíaca en las letras norteamericanas es de singular riqueza e importancia. En este contexto surge inmediatamente en la esfera poética de la cultura colonial norteamericana la poesía de Anne Bradstreet. Recordemos brevemente que Bradstreet no rompe drásticamente con la tradición de la elegía puritana, la cual normalmente concluía con el consuelo y la posterior afirmación de que la muerte forma parte de un diseño divino, aunque no acepta de forma resignada la muerte de su nieta (“On My Dear Grandchild Elizabeth Bradstreet”) como parte de esa divina providencia. Esta tensión entre la fe y la razón, entre el destino y los sentimientos, entre la voz íntima y la voz pública, entre el amor divino y el amor humano, el estilo puritano y el estilo renacentista barroco, la referencia bíblica y la referencia clásica, sitúa a Bradstreet en la base ideológica, espiritual y técnica de la poesía norteamericana. Una voz que recupera John Berryman en una obra que es preciso revalorizar como es la secuencia elegíaca que éste dedica a Bradstreet titulada Homage to Mistress Bradstreet (1953).

 

Podemos afirmar con Jeffrey Hammond6 que la denominada elegía funeral (funeral elegy) fue el género poético más popular en el contexto puritano de Nueva Inglaterra. Desde una perspectiva antropológica Hammond defiende que estas elegías responden a una experiencia dolorosa donde los lectores podían encontrar refugio ante la ausencia desde una perspectiva teológica acorde a sus creencias. Por ello enfatiza la importancia del contexto histórico, teológico y cultural en estas elegías convocando reacciones específicas ante el dolor de una pérdida, profundizando en la importancia del rito en la vida y pensamiento puritano:

What Puritans experienced in elegy was, at root, the power of a cultural myth and the satisfactions of a verbal performance that allowed them to enter that myth. The central trope of the Puritan elegy, when read in light of the literary codes of its time and place, is not the enduring monument, the treasured urn, or nature weeping in sympathy with survivors. The central trope is resurrection – a trope that emerges perhaps most clearly in the unforgettable image of a regathered and revivified Israel set forth in Ezekiel’s vision of the valley of dry bones7.


Aquí no podemos dejar de mencionar el poema “280 [340]”8 de Emily Dickinson, sobre el cual interesa detenerse dada la importancia de la obra de esta autora en el imaginario cultural colectivo, y también el individual en el caso de Robert Lowell.

La modernidad de esta autora ya se observa en la ruptura de expectativas del primer verso del poema, una ruptura que va al corazón de la tradición elegíaca: “I felt a Funeral, in my Brain”. En este verso llama especialmente la atención el énfasis sobre el sentimiento frente a la razón creando una sinécdoque que sugiere una disociación. El ritmo ritual del poema va a reproducir el ritmo de tambor asociado al Funeral: “And Mourners to and fro / Kept treading – treading – till it seemed / That Sense was breaking through –”.

Si bien este poema no consiste en una elegía, nos interesa aquí particularmente debido a la intensidad sobre la que el hablante reflexiona sobre los límites del conocimiento y la concepción de la muerte como una romántica frontera epistemológica. Evidentemente el pasaje de los “mourners” que el hablante visualiza en su mente se encuentra envuelto por los procesos de sentimiento y sentido (“Sense”) que van a ir estructurando el poema. De esta forma, el concepto más físico “brain” será sustituido en la siguiente estrofa por el más abstracto “Mind” que sufre un proceso de agonía que asimila al ritmo del tambor por cohesión fonética y por su colocación a final de verso: “And when they all were seated, / A Service, like a Drum – / Kept beating – beating – till I thought / My Mind was going numb –”. Son especialmente significativos los espacios vacíos y los silencios que van puntuando el ritmo ritual del poema a la vez que potencian el efecto de la sinécdoque que sigue creando esa sensación de disociación. La siguiente estrofa continúa con la escena que se desarrolla en la mente del hablante lírico pero ahora enfatiza el efecto de esa escena o pasaje sobre el alma o el espíritu de este hablante. Ahora el contraste se produce entre la referencia espiritual y la referencia física tanto al sonido (“creak across”) al levantar la “Caja” como a las “Botas de Plomo” (“Boots of Lead”).

En el último verso de esta tercera estrofa surge una referencia explícita a un espacio abstracto que comienza a “repicar” (“toll”) en una proyección mental típicamente romántica. La proyección de este espacio introducido en el poema por el adverbio de tiempo va a ocupar la cuarta estrofa. Aquí el ritmo va creciendo potenciado por la estructura anafórica que se anuncia en los versos segundo y tercero. Esta estructura anafórica se reproduce en su totalidad en los cuatro versos de la última estrofa como progresión del ritmo mental que se encuentra siguiendo los latidos rituales del tambor que ha aumentado su cadencia. En la cuarta estrofa el contraste típicamente de Emily Dickinson viene planteado entre el sonido y el silencio. El yo se asimila a este último. Son dos versos donde el hablante lírico se autorrepresenta. La estratégica colocación del epíteto a su vez califica y prepara la profundización final, formal y conceptual. Así, el participio en función de adjetivo “Wrecked” en un verso que concluye con un silencio, con un espacio en blanco, inicia una doble cohesión con la siguiente estrofa:

And then a Plank in Reason, broke,

And I dropped down, and down –

And hit a World, at every plunge,

And Finished knowing – then –

Se están trabajando intensa y simultáneamente dos campos semánticos que presiden esta estrofa. El término “Plank” cohesiona con el anterior participio “Wrecked” por sus connotaciones al ámbito marino o del agua. Ambos, a su vez, comparten campo con “plunge”, representando el movimiento simbólico de la profundización que experimenta el yo. Lo mismo ocurre entre “Broke” y “Wrecked” y “dropped down” engarza con todos ellos en un ensalzado de ese movimiento del yo. Asimismo, en el nivel conceptual, el uso de la mayúscula potencia la extraña colocación del término “Plank” en una construcción sintáctica que enfatiza el verbo a final de verso en una ruptura de la lógica oracional, además de ser un término claramente onomatopéyico.


En ese espacio conflictivo donde contrastaban al inicio del poema la razón y el espíritu, ahora se explicita que la razón se ha quebrado mientras el yo entra en un estado de profundización cuya resolución queda abierta y ambigua. Paradójicamente, el silencio se apodera del mensaje, finalizando el poema en una ausencia estética, cuyo último verso vuelve a introducir un término que pertenece al campo semántico del saber. Pero este término al que aludimos “knowing” es más amplio que el anterior “Reason”, un concepto que da lugar al espacio vacío, al silencio, pero al sonido del ritual del poema. Una situación que remite al poema “465 [591]” con esa referencia a “Keepsakes” que sugiere en última instancia que el recuerdo que permanece tras la muerte, el silencio, o el vacío, es la palabra poética.

Un poema, que junto a la poética general de Emily Dickinson, contribuye a contextualizar, localizar, visualizar e interpretar los procesos de expresión elegíaca en los años posteriores, especialmente teniendo en cuenta que la modernidad de esta autora no fue comprendida en su momento. La profunda introspección de estos poemas sobre la indagación en la muerte, junto a un intenso trabajo psicológico en función de esa tensión tradicional entre fe y razón, que de forma efectiva cantó Bradstreet, han creado espacios que posteriormente han nutrido a la elegía moderna. Este es un proceso intenso que Paul Derrick ha descrito con gran acierto: “If her reclusion allowed her to write poetry, then the composition itself of that poetry became, for her, eternity’s disclosure of immortality. Shrinking away from a transient world, she fixed that world into amber scenes of immortality with her verse.9

Es interesante que Emily Dickinson influyera tanto a Robert Lowell en ciertas fases de su creación poética y que, por otra parte, ocurriera otro tanto en la influencia de Anne Bradstreet sobre John Berryman. En ambos casos es fundamentalmente la inmersión en la elegía la que configura el camino de superación de las resistencias para construir alternativas a la nada. Lowell acudirá al mito para desarrollar su madeja vital y estética, a la cual deberá volver (estirar) décadas después para encontrarse como el Minotauro en su laberinto.

De forma genérica, Jahan Ramazani (1994) denomina al “subgénero” que surge tras la segunda posguerra como American Family Elegy. Un camino que Robert Lowell abre aproximadamente hacia el año 1945, actualizando acaso la avanzada descripción que Coleridge realiza respecto al género como una forma de poesía “natural to a reflective mind”. Cada libro de poemas en la poética lowelliana contiene sus movimientos y particularidades, sin embargo desde el principio existe un proceso de construcción de una anti-elegía que podríamos definir como subversión y sistemática transgresión. Una paradoja típica del poeta de Boston, ya que se trata de un proceso que construye y deconstruye simultáneamente cuyo resultado o efecto es la consecución de una revolución del género elegíaco: “Postwar elegists have constructed their discourse against many other cultural forms that quietly simplify, rationalize, or occlude the intimate experience of death and mourning” (Ramazani 1994: 225).

“I’m cross with god who has wrecked this generation. / First he seized Ted, then Richard, Randall, and now Delmore. / In between he gorged on Sylvia Plath. / That was a first rate haul. He left alive / fools I could number like a kitchen knife / but Lowell he did not touch” (John Berryman. “Dream Song” 153, His Toy, His Dream, His Rest). Con estos versos uno de los sujetos líricos de esta secuencia destaca la muerte como marca generacional de algunos poetas contemporáneos. La naturaleza, esencia, contenidos y flexibilidad del género elegíaco garantizan la supervivencia del mismo. Podemos considerar a la elegía como un espacio discursivo susceptible de infinitas mutaciones pero con un espejismo en el horizonte tan nítido como difuso, tan sencillo como complejo y en ocasiones tan real como imaginado: la muerte. Es esta esencia la que convierte a la elegía en un extraordinario registro de las transformaciones de cada sociedad, un barómetro que mide los grados de calor, la fiebre, del sufrimiento. Recoge las diferentes formas de reacción y reflexión ante algo tan vital para nuestra identidad como es la muerte. Sin duda, a través de la elegía vemos el mundo desde los ojos y desde el imaginario de la persona o colectivo que la expresa, anulando así la convención temporal en la palabra que vuelve a invocar el lector. Desde el formato del salmo bíblico hasta los sofisticados rituales de las tribus del Amazonas, los cantos elegíacos exorcizan el sufrimiento desde la articulación verbal del dolor. A su vez, muestra ciertos procesos y espacios de construcción o disolución de la identidad a partir del ritmo y la pulsación de la tragedia. Es decir, provee el marco necesario para expresar la ausencia. Pero además funciona como cordón umbilical en la relación esencial y decisiva entre el ser humano y la divinidad, entre el ser humano y el vacío, entre el “ser y el no ser”, entre el “ser y la nada”: “no, no, no” son las palabras del Rey Lear como concentración de la tragedia y el dolor en la obra de Shakespeare. Una partícula negativa conteniendo toda la intensidad y significado catártico de la tragedia bajo el ojo implacable de la tormenta. La negación, la anulación de sí mismo que se recupera en el aullido (howl) cuando sus brazos sostienen el cuerpo inerte de Cordelia. En el centro de la reflexión sobre tal registro descubrimos los intensos diálogos entre cuerpo y espíritu junto a esquemas y laberintos heredados sobre la interpretación del desarraigo, de la desposesión, del vacío y sobre todo de la ausencia. Esta relación ha dado lugar de forma especialmente intensa, a partir de la subversión del romanticismo, a fascinantes exploraciones sobre la ontología de la corporalidad. Tengamos en cuenta que ausencia hace referencia a la ausencia de cuerpo en toda la complejidad del concepto.

Reflexión o meditación, grito o angustia, sufrimiento o recreación en el dolor, gran parte de los poetas de la generación de Robert Lowell, o bien la denominada “Middle Generation”, “Wrecked Generation”, o bien junto a la generación siguiente bajo la rúbrica de “Confessional Poets”, de forma intensa y, en general, de forma tanto meditada como impulsiva, asimilan la elegía a la cotidianidad. La vivencia cotidiana es asimilada por la palabra poética en el marco de la elegía. Se trata, además, de una elegía que se define por procesos de subversión. Estos poetas son conscientes de la universalidad del dolor en su trazo individual. La muerte desde el contexto radical de la Segunda Guerra Mundial (Randall Jarrell), la muerte desde el contexto épico de la Ilíada o desde la muerte de sus familiares (Robert Lowell), la muerte desde la infancia a partir del suicidio del padre (John Berryman), la muerte desde el proceso de degradación del cuerpo de la madre debido al cáncer (Allen Ginsberg), la muerte desde la experiencia propia en el cáncer de próstata (Ramon Guthrie), la muerte en los campos de concentración (W. D. Snodgrass o William Heyen), la lista es inmensa.

 

Podríamos trazar, por otra parte, un puente de dimensiones imaginarias extraordinarias entre dos poetas de intenso calado: el poeta americano Edgar Lee Masters y en la tradición hispánica, el poeta argentino Juan Gelman. En realidad ese gran puente lo construye de forma retrospectiva y analógica en cuanto a la recuperación de la secuencia poética titulada Spoon River Anthology, para articularla en su propio lenguaje en el libro Poemas de Sydney West. Este puente fascinante se articula desde el concepto de ciudad-cementerio como símbolo de democracia, como espacio donde se anulan las clases y las categorías, y a la vez, en versos de Juan Gelman, se recategorizan los conceptos y las palabras. Spoon River es, entonces, el río que transcurre y discurre a lo largo de la colina donde se encuentra el cementerio: “All, all are sleeping, sleeping, sleeping on the hill”. Esta secuencia poética se inspiró y se basó parcialmente en The Greek Anthology, una compilación de epitafios y epigramas griegos y bizantinos, que concluye con un epílogo dramático que invoca la eternidad a través de unos versos previos a modo de homilía en un cuarteto en tono puritano y moralizante: “Worship thy power, / Conquer thy hour, / Sleep not but strive, / So shalt thou live”. Finalmente el poeta recupera la palabra: “Infinite law, / Infinite Life”. Spoon River es también un lugar imaginario y ese espacio cotidiano y familiar reconocible en cualquier parte. Precisamente esta combinación de lo imaginario y lo familiar configuran la bisagra necesaria para elevarlo finalmente a un lugar mítico en un proceso de construcción verosímil y estética similar a las ciudades míticas de los grandes novelistas latinoamericanos como Gabriel García Márquez con Macondo o Juan Carlos Onetti con Santa María por poner sólo dos ejemplos. Desde esta perspectiva, la intención de Masters parece ser la de expresar en 1915 la vida y las costumbres de la contemporaneidad americana donde cualquier ciudadano pudiera reconocerse e identificarse. En realidad se trata de la articulación de mecanismos artísticos como registros de la realidad desde diferentes miradas o gestos en la estela del dibujante y pintor americano Norman Rockwell. El proceso se activa desde la individualidad hacia la colectividad de tal forma que el mensaje en un epitafio nos provea de la posibilidad de conocernos un poco más, especialmente a través de una lectura irónica y humorística que convoca la distancia necesaria para que ese proceso sea efectivo. Es precisamente esta distancia la que le interesa a Juan Gelman en su reescritura de la secuencia poética Poemas de Sidney West. La estrategia que articula el poeta argentino en su secuencia consiste en empujar el humor hasta su pesadilla desde una secuencia de sinécdoques muy elaboradas. Precisamente esta versión en castellano pervierte de forma calculada la secuencia de Lee Masters al jugar lingüística e imaginariamente con su secuencia poética. Ahora la mayoría de los títulos están construidos en función de esa sinécdoque, donde lo que es materia de la elegía es una parte del todo, es decir, alguna característica representativa de la persona como foco del lamento en cuestión. En otros poemas, el lamento se desplaza hacia alguna pertenencia del personaje donde ese humor incluso se potencia, especialmente cuando se usan diminutivos o es el caso de los animales. Este proceso configura un humor que trabaja en contra del propio género al parodiar el modelo del que parte: “lamento por el arbolito de philip”; “lamento por la tórtola de butch butchanam”; “lamento por el sapo de stanley hook”; “lamento por la nuca de tom steward”; “lamento por el uteró de mecha vaugham”; “lamento por la tripa de helen carmody”, etc. Debemos observar que los nombres propios aparecen en minúsculas, así como la letra inicial del poema, y es notable la proliferación de desviaciones sintácticas y gramaticales del tipo “uteró”, por ejemplo. Por otra parte, el poeta es consciente de la asimetría generada en la utilización de los nombres en inglés, generando otra distancia trabajada en el humor de cada poema y cada pasaje.

Cualquier reflexión sobre la elegía moderna debe detenerse sin duda, y aunque sea brevemente, sobre la obra del poeta chileno Raúl Zurita, a nuestro parecer, el poeta elegíaco de mayor fuerza de las últimas décadas en la tradición hispánica. Cuando un poeta tiene la entereza y poder capaz de convertir en amor el sufrimiento y la muerte en el contexto de la represión de una atroz dictadura, nos encontramos con uno de esos casos únicos en la historiografía literaria. Libros como Purgatorio, Anteparaíso, Inri, La vida nueva, Los sueños de Kurosawa, El Paraíso está vacío, incluso su impresionante reinvención y reestructuración de la secuencia como obra total en Zurita, configuran uno de los grandes monumentos vivos a la poesía universal y la resurrección simbólica del ser humano a través de la palabra poética venciendo así a la tragedia y al terrorismo de Estado.