Buch lesen: «Del socialismo utópico al socialismo científico»
Akal / Básica de Bolsillo / 356
Serie Clásicos del pensamiento político
Friedrich Engels
DEL SOCIALISMO UTÓPICO AL SOCIALISMO CIENTÍFICO
Del socialismo utópico al socialismo científico consta de tres capítulos que Engels extrajo de su Anti-Dühring, con el fin de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra. En él, Engels consigue explicar de una forma sencilla la génesis del materialismo dialéctico y cómo de las condiciones materiales del sistema capitalista surge la posibilidad de construir una sociedad sin clases, es decir, el socialismo, que evolucionó desde los planteamientos utópicos de Owens, Fourier y Saint-Simon, al socialismo científico centrado en la concepción materialista de la historia, que pronostica el advenimiento necesario del socialismo a partir de las contradicciones internas del modo capitalista de producción.
Publicado en primer lugar en Francia (traducción de Paul Lafargue, 1880) con el título de Socialisme utopique et socialisme scientifique, este folleto vio la luz en Alemania en 1882, y se tradujo a otros diez idiomas. Por su carácter divulgativo y por su breve extensión, es uno de los textos más difundidos de los fundadores del marxismo.
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Sergio Ramírez
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Título original
Socialisme utopique et socialisme scientifique
[Extraído del vol. 2 de Obras escogidas de K. Marx y F. Engels, Akal editor, 1975]
© Ediciones Akal, S. A., 2021
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-5076-6
Friedrich Engels en 1879.
Prólogo a la edición inglesa de 1892[1]
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el doctor E. Dühring, privat-docent en la Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada, sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista Alemán –los eisenachianos y los lassalleanos[2]– acababan de fusionarse, adquiriendo este así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la condición primordial era no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el doctor Dühring se aprestaba públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos resultase. Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto pesada. Es bien sabido que nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros principios de la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo existente. En este respecto, el doctor Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un Sistema completo de la filosofía –filosofía intelectual, moral, natural y de la historia–, un Sistema completo de Economía política y de socialismo y, finalmente, una Historia crítica de la Economía política –tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos, movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular–; en realidad, un intento de completa «subversión de la ciencia». Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo, desde la eternidad de la materia y el movimiento hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática universalidad de mi contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta entonces se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan gran variedad de materias. Y esta fue la razón principal que me movió a acometer esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el Vorwärts[3] de Leipzig, órgano central de prensa del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro, con el título de Herrn Eugen Dührings Umwälzung der Wissenschaft [La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring], del que en 1886 se publicó en Zúrich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de Lille en la Cámara de los Diputados de Francia, arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de Socialisme utopique et socialisme scientifique. De este texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En 1883, nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han publicado, a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés y al rumano. Es decir, que, contando la actual edición inglesa, este folleto se ha difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto comunista de 1848 y El capital de Marx, que haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte mil ejemplares.
El apéndice «La Marca»[4] fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido Socialista Alemán algunas nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba en vía de concluirse y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra, comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en su forma original, sin aludir a la hipótesis recientemente expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre los miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal, que abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga[5] de los sudeslavos, que aún existe hoy día). Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo lugar el reparto de la tierra. Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub júdice[6].
Los términos de economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son nuevos, con los de la edición inglesa de El capital de Marx. Designamos como «producción mercantil» aquella fase económica en que los objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del cambio, es decir, como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta los tiempos presentes; pero sólo alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el excedente del precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la historia de la producción industrial desde la Edad Media en tres periodos: 1) industria artesana, pequeños maestros artesanos con unos cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2) manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de obreros, elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división del trabajo, donde cada obrero sólo ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente por las manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la máquina movida por la fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público británico. Pero si nosotros, los continentales, hubiésemos guardado la menor consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es decir, del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos salido. Esta obra defiende lo que nosotros llamamos el «materialismo histórico», y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores británicos la palabra materialismo es un vocablo muy malsonante. «Agnosticismo»[7] aún podría pasar, pero materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del siglo XVII, es Inglaterra. «El materialismo es hijo natural de Gran Bretaña.» Ya el escolástico británico Duns Escoto se preguntaba si la materia no podría pensar. Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir, obligaba a la propia teología a predicar el materialismo. Duns Escoto era, además, nominalista[8]. El nominalismo aparece como elemento primordial en los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo. El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias naturales son la verdadera ciencia, y la física experimental, la parte más importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias[9] y Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son infalibles y constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en aplicar un método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación, la observación, la experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional. Entre las propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, como espíritu vital, como tensión, como «Qual»[10] –para emplear la expresión de Jakob Böhme– de la materia.
Las formas primitivas de la última son fuerzas sustanciales vivas, individualizantes, a ella inherentes, las fuerzas que producen las diferencias específicas.
En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo ingenuo los gérmenes de un desarrollo multilateral. La materia sonríe con un destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la doctrina aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas.
En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza el materialismo de Bacon. La sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se sacrifica al movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia fundamental. El materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batalla en su propio terreno al espíritu misantrópico y descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del intelecto.
Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos –argumenta Hobbes partiendo de Bacon–, los conceptos, las ideas, las representaciones mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o menos despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres a estos fantasmas. Un nombre se puede poner a varios fantasmas. Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una contradicción querer, de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además de los seres siempre individuales que nos representamos, existen seres universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los cambios. La palabra «infinito» carece de sentido, si no es como expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es perceptible, susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios. Sólo mi propia existencia es segura. Toda pasión humana es movimiento mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad son cosas idénticas.
Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su principio fundamental: el de que los conocimientos y las ideas tienen su origen en el mundo de los sentidos.
Locke, en su obra Essay on the Human understanding [Ensayo sobre el entendimiento humano], fundamenta el principio de Bacon y Hobbes.
Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos[11] del materialismo baconiano, Collins, Dodwell, Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo[12] no es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la religión[13].
Así se expresaba Karl Marx hablando de los orígenes británicos del materialismo moderno. Y si a los ingleses de hoy día no les hace mucha gracia este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero es innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de aquella brillante escuela de materialistas franceses que, pese a todas las derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por tierra a Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella Revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros por adaptar en Inglaterra y en Alemania.
No puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa –así tenía que considerarla él– de la «respetable» clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos materialistas, o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible que, para encontrar a gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir a los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan», como en aquel entonces se decía, a los obreros, y principalmente a los socialistas owenianos.
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851[14] fue el toque mortal al exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida, en las costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres inglesas encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han encontrado otros usos continentales en Inglaterra. Lo que puede asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental en materias religiosas, habiéndose llegado hasta el extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvación[15]. No puedo por menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del descreimiento será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de «Made in Germany», fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el contrario, un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace doscientos años iban bastante más allá que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La concepción agnóstica de la naturaleza es enteramente materialista. Todo el mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar o refutar la existencia de un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la mécanique céleste[16] del gran astrónomo no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó con estas palabras orgullosas: «Je n’avais pas besoin de cette hypothèse»[17]. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni para un creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la existencia de un ser supremo puesto al margen de todo el mundo existente, incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que recibimos por medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo sabemos –añade– si nuestros sentidos nos transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación. Pero los hombres, antes de argumentar, habían actuado.
«Im Anfang war die Tat.»[18] Y la acción humana había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. «The proof of the pudding is in the eating.»[19]. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible en cuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca de la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar forzosamente. Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea que nos formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los resultados de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien utilizadas, veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia que poseemos hasta hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente controladas originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la realidad, o de que entre el mundo exterior y las percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí, podremos tal vez percibir exactamente las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto, ya hace mucho tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa, conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia. Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible. Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy, aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos. La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la constitución química de cualquier cuerpo, este cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay absolutamente ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él podamos fabricar albúmina artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la vida orgánica, pues la vida, desde sus formas inferiores hasta las superiores, no es más que la modalidad normal de existencia de los cuerpos albuminoides.
Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en un todo como el materialista empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento o, como ahora se dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra él esta confesión en un caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del espiritualismo, in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y podemos saber, no existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables como indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del cerebro. Todo lo que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el mundo material se halla regido por leyes inmutables, etcétera, etcétera. Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo, el agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los campos que no domina, traduce su ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no podría dar a la concepción de la historia esbozada en este librito el nombre de «agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así pues, confío en que la «respetabilidad» británica, que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de «materialismo histórico» para designar esa concepción de los derroteros de la historia universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del modo de producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de estas clases entre sí.
Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el materialismo histórico puede incluso ser útil para la respetabilidad británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el extranjero culto que se instalaba a vivir en Gran Bretaña se veía desagradablemente sorprendido por lo que necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el extranjero inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era su elemento revolucionario. La posición reconocida, que se había conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la burguesía, no era ya compatible con el sistema feudal; este tenía forzosamente que derrumbarse.
Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana. Ella unía a toda Europa Occidental feudalizada, pese a todas sus guerras intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto al mundo cismático griego como al mundo mahometano. Revistió a las instituciones feudales del halo de la consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el modelo feudal, y era, a fin de cuentas, el mayor de todos los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial del mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había que destruir esta organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento de la ciencia. Volvían a cultivarse la astronomía, la mecánica, la física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el desarrollo de su producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los cuerpos físicos y el funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la servidora humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra, había sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía necesariamente que chocar con la religión establecida; pero esto bastará para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la lucha contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo, que por aquel entonces toda lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades, tenía inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre los campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres grandes batallas decisivas.
La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de rebelión de Lutero contra la Iglesia, respondieron dos insurrecciones políticas; primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen, en 1523, y luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente, de la falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la burguesía de las ciudades; falta de decisión cuyas causas no podemos investigar aquí. Desde este instante, la lucha degeneró en una reyerta entre los príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por doscientos años del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana condujo a una nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el luteranismo, los campesinos del nordeste de Alemania se vieron degradados de hombres libres a siervos de la gleba.
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