Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri

Text
Aus der Reihe: Digital #4
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

LA MISIÓN DEL POETA, PROFETA DE ESPERANZA

Dante, por consiguiente, releyendo la propia vida, sobre todo a la luz de la fe, descubrió también la vocación y la misión que le habían sido confiadas, y mediante las cuales, paradójicamente, de hombre aparentemente fracasado y decepcionado, pecador y desalentado, se transformó en profeta de esperanza. En la Carta a Cangrande della Scala aclara, con extraordinaria transparencia, la finalidad de su obra, que no se realiza y explica a través de acciones políticas o militares, sino gracias a la poesía, al arte de la palabra que, dirigida a todos, a todos puede cambiar: «Hemos de afirmar brevemente que la finalidad del todo y de la parte es la misma; apartar a los mortales, mientras viven aquí abajo, del estado de miseria y llevarlos al estado de felicidad» (XIII, 39 [15]). Dicha finalidad pone en movimiento un camino de liberación de cualquier tipo de miseria y degradación humana (la «selva oscura») y, al mismo tiempo, señala la meta final, que es la felicidad, entendida sea como plenitud de vida en la historia que como bienaventuranza eterna en Dios.

Dante es mensajero, profeta y testigo de este doble fin, de este audaz programa de vida, y Beatriz lo confirma en su misión: «En pro del mundo que vive mal, / fija tus ojos en el carro, y lo que veas / escríbelo una vez vuelto allá» (Purg., XXXII, 103-105). También Cacciaguida, su antepasado, lo exhorta a no desfallecer en su misión. Al poeta, que recuerda brevemente su camino en los tres reinos del más allá y que hace presente la dificultad para comunicar las verdades que lastiman, que son incómodas, su ilustre ancestro le replica: «La conciencia, turbada / por la propia vergüenza o la ajena / será la que sienta la rudeza de tus palabras. / Pero, sin embargo, aparta toda mentira, / manifiesta totalmente tu visión / y deja que quien tiene sarna se rasque» (Par., XVII, 124-129). Una exhortación similar a que viva con valentía su misión profética le dirige san Pedro a Dante en el Paraíso, allá donde el apóstol, después de una diatriba terrible contra Bonifacio VIII, se dirige así al poeta: «Y tú, hijo, que, por el peso de lo mortal / aun volverás allá abajo, abre la boca / y no escondas lo que yo no escondo» (XXVII, 64-66).

De este modo, en la misión profética de Dante se incluye también la denuncia y la crítica dirigida a los creyentes, sean pontífices o simples fieles, que traicionan la adhesión a Cristo y transforman a la Iglesia en un medio para sus propios beneficios, olvidando el espíritu de las bienaventuranzas y la caridad hacia los pequeños y los pobres, e idolatrando el poder y la riqueza: «Pues todo lo que la Iglesia guarda / pertenece a la gente que pide por Dios, / y no a los parientes o a otros más indignos» (Par., XXII, 82-84). Pero el poeta, por medio de las palabras de san Pedro Damián, san Benito y san Pedro, a la vez que denuncia la corrupción de algunos sectores de la Iglesia, se hace portavoz de una renovación profunda, e invoca a la Providencia para que la impulse y la haga posible: «Pero la alta providencia, que con Escipión / defendió en Roma la gloria del mundo, / la socorrerá pronto, según pienso» (Par., XXVII, 61-63).

Dante exiliado, peregrino, frágil, pero ahora fortalecido por la profunda e íntima experiencia que lo transformó, renacido gracias a la visión que, desde la profundidad del infierno, desde la condición humana más degradada, lo elevó a la misma visión de Dios, se yergue ahora como mensajero de una nueva existencia, como profeta de una humanidad nueva que anhela la paz y la felicidad.

DANTE CANTOR DEL DESEO HUMANO

Dante sabe leer el corazón humano en profundidad y en todos, aun en las figuras más abyectas e inquietantes, sabe descubrir una chispa de deseo por alcanzar cierta felicidad, una plenitud de vida. Se detiene a escuchar a las almas que encuentra, dialoga con ellas, las interroga para identificarse y participar en sus tormentos o en su bienaventuranza. El poeta, partiendo de su propia condición personal, se convierte así en intérprete del deseo de todo ser humano de proseguir el camino hasta llegar a la meta final, hasta encontrar la verdad, la respuesta a los porqués de la existencia, hasta que, como ya afirmaba san Agustín,13 el corazón encuentre descanso y paz en Dios.

En El convite analiza precisamente el dinamismo del deseo: «El sumo deseo de toda cosa, dado en primer lugar por la misma naturaleza, es el retorno a su principio. Y como Dios es el principio de nuestras almas […], el deseo principal de esa alma es retornar a Dios. Y así como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido, cree que toda casa que ve desde lejos es un albergue, y, viendo que no es tal, dirige su esperanza a otra, y así de casa en casa hasta que llega al albergue, de la misma manera nuestra alma, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo» (IV, XII, 14-15).

El itinerario de Dante, particularmente el que se ilustra en la Divina comedia, es realmente el camino del deseo, de la necesidad profunda e interior de cambiar la propia vida para poder alcanzar la felicidad y de esta manera mostrarle el camino a quien se encuentra, como él, en una «selva oscura» y ha perdido «la recta vía». Además, resulta significativo que su guía, el gran poeta latino Virgilio, desde la primera etapa de este recorrido, le indique la meta que debe alcanzar, animándolo a que no se rinda ante el miedo y el cansancio: «Pero tú, ¿por qué vuelves a tanta pena? / ¿Por qué no subes al deleitoso monte / que es causa y principio de toda alegría?» (Inf., I, 76-78).

POETA DE LA MISERICORDIA DE DIOS Y DE LA LIBERTAD HUMANA

No se trata de un camino ilusorio o utópico, sino real y posible, del que todos pueden formar parte, porque la misericordia de Dios ofrece siempre la posibilidad de cambiar, de convertirse, de encontrarse y encontrar el camino hacia la felicidad. A este respecto, son significativos algunos episodios y personajes de la Comedia que manifiestan que ninguno en la tierra es excluido de dicho camino. Como, por ejemplo, el emperador Trajano, pagano y, sin embargo, situado en el Paraíso. Dante justifica así esta presencia: «Regnum coelorum sufre violencia / del cálido amor y de la viva esperanza, / que vence a la divina voluntad / no a la manera que el hombre sobrepuja al hombre, / sino que la vence porque ella quiere ser vencida, / y al serlo vence, a su vez, con su benignidad» (Par., XX, 94-99). El gesto de caridad de Trajano hacia una «pobre viuda» (45), o la «lagrimita» de arrepentimiento derramada en el momento de la muerte por Buonconte da Montefeltro (Purg., V, 107) no solo muestran la infinita misericordia de Dios, sino que confirman que el ser humano siempre puede elegir, con su libertad, el camino a seguir y el destino que ha de merecer.

En esta perspectiva, es significativo cómo el rey Manfredi, ubicado por Dante en el Purgatorio, evoca su fin y el juicio divino: «Después de tener mi cuerpo herido / por dos golpes mortales, me volví / llorando hacia Aquel que se complace en perdonar. / Horribles fueron mis pecados, / pero la bondad infinita tiene brazos tan largos / que toma en ellos a quien a ella se vuelve» (Purg., III, 118-123). Pareciera divisarse la figura del padre de la parábola evangélica, con los brazos abiertos, dispuesto a acoger al hijo pródigo que vuelve a él (cf. Lc 15,11-32).

Dante se convierte en paladín de la dignidad de todo ser humano y de la libertad como condición fundamental tanto de las opciones de vida como de la misma fe. El destino eterno del hombre —sugiere Dante narrándonos las historias de tantos personajes, ilustres o poco conocidos— depende de sus elecciones, de su libertad. Incluso los gestos cotidianos y aparentemente insignificantes tienen un alcance que va más allá del tiempo, se proyectan en la dimensión eterna. El mayor don que Dios ha dado al hombre para que pueda alcanzar su destino final es precisamente la libertad, como afirma Beatriz: «El mayor don que Dios, en su liberalidad, / nos hizo al crearnos, el que está con la bondad / más conforme y el que más estima, / fue el del libre albedrío» (Par., V, 19-22). No son afirmaciones retóricas y vagas, porque surgen de la existencia de quien conoce el precio de la libertad: «Va buscando la libertad, que es tan amada / como sabe el que desprecia la vida por ella» (Purg., I, 71-72).

Pero la libertad, nos recuerda Alighieri, no es un fin en sí misma, es condición para ascender continuamente, y el recorrido a través de los tres reinos nos ilustra plásticamente precisamente este ascenso hasta tocar el cielo, hasta alcanzar la plena felicidad. El «alto deseo» (Par., XXII, 61) que suscita la libertad solo puede extinguirse cuando se llega a la meta, a la visión última y a la bienaventuranza: «Y yo, que al fin de todos los deseos / me aproximaba, puse término como debía / a la vehemencia de mi ardor» (Par., XXXIII, 46-48). El deseo también se hace oración, súplica, intercesión y canto que acompaña y marca el itinerario dantesco, del mismo modo que la oración litúrgica marca las horas y los momentos de la jornada. La paráfrasis del Padrenuestro que propone el poeta (cf. Purg., XI, 1-21) entrelaza el texto evangélico con la vivencia personal, con sus dificultades y sufrimientos: «Venga a nos la paz de tu reino, / porque no podemos alcanzarla por nosotros mismos si ella no viene. […] El pan nuestro de cada día dánosle hoy, / porque sin él, en este áspero desierto, / hacia atrás camina quien más adelante se afana por ir» (7-8, 13-15). La libertad de quien cree en Dios como Padre misericordioso, no puede más que confiarse a Él en la oración, y esto no la perjudica en absoluto, por el contrario, la fortalece.

 

LA IMAGEN DEL HOMBRE EN LA VISIÓN DE DIOS

En el itinerario de la Comedia, como ya señaló el papa Benedicto XVI, el camino de la libertad y del deseo no lleva consigo, como tal vez se podría imaginar, una reducción de lo humano en su realidad concreta, no saca fuera de sí a la persona, no anula ni omite lo que ha constituido su existencia histórica. De hecho, incluso en el Paraíso, Dante presenta a los bienaventurados —«las blancas vestiduras» (XXX, 129)— con su aspecto corpóreo, recuerda sus afectos y sus emociones, sus miradas y sus gestos. En definitiva, nos muestra a la humanidad en su realización perfecta de alma y cuerpo, prefigurando la resurrección de la carne. San Bernardo, que acompaña a Dante en el último tramo del camino, le muestra al poeta los niños presentes en la rosa de los bienaventurados y lo invita a observarlos y escucharlos: «Bien te puedes dar cuenta, por los rostros / y también por las voces pueriles, / si los miras atentamente y los escuchas» (XXXII, 46-48). Resulta conmovedora esta revelación de los bienaventurados en su luminosa humanidad completa que no sólo está motivada por sentimientos de afecto hacia los propios seres queridos, sino sobre todo por el deseo explícito de volver a ver los cuerpos, los semblantes terrenales: «que bien mostraron el deseo de recobrar sus cuerpos mortales, / tal vez no por ellos mismos, sino por sus madres, / sus padres y otros seres que les fueron queridos / antes de convertirse en llamas sempiternas» (XIV, 63-66).

Y finalmente, en el centro de la última visión, en el encuentro con el misterio de la Santísima Trinidad, Dante distingue precisamente un rostro humano, el de Cristo, el de la Palabra eterna hecha carne en el seno de María: «En la profunda y clara sustancia / de la alta luz se me aparecieron tres círculos / de tres colores y una dimensión […]. Aquel círculo, / que me parecía en ti como luz reflejada, / cuando con mis ojos la contemplé en torno, / dentro de mí, con su color mismo, / me pareció representada nuestra efigie» (XXXIII, 115-117, 127-131). Solo en la visio Dei se sacia el deseo del hombre y su fatigoso camino termina completamente: «Mi mente iluminada / por un fulgor que satisfizo su deseo. / A la alta fantasía le faltaron aquí las fuerzas» (140-142).

El misterio de la encarnación, que hoy celebramos, es el verdadero centro inspirador y el núcleo esencial de todo el poema. En este se realiza lo que los padres de la Iglesia llamaban divinización, el admirabile commercium, el intercambio prodigioso mediante el cual, mientras Dios entra en nuestra historia haciéndose carne, el ser humano, con su carne, puede entrar en la realidad divina, simbolizada por la rosa de los bienaventurados. La humanidad, en su realidad concreta, con los gestos y las palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, con el cuerpo y las emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la verdadera felicidad y la realización plena y última, meta de todo su camino. Dante había deseado y previsto esta meta al comienzo del Paraíso: «Esto debería encender más el deseo / de ver aquella esencia en la cual se sabe / que nuestra naturaleza y la de Dios se unieron. / Allí se verá lo que creemos por fe, / sin estar demostrado, pero que se nos hace tan evidente / como los primeros axiomas que el hombre admite» (II, 40-45).

LAS TRES MUJERES DE LA COMEDIA: MARÍA, BEATRIZ Y LUCÍA

Dante, cantando el misterio de la encarnación, fuente de salvación y de alegría para toda la humanidad, no puede dejar de entonar las alabanzas a María, la Virgen Madre que con su sí, con su aceptación plena y total del proyecto de Dios, hace posible que el Verbo se haga carne. En la obra de Dante, encontramos un hermoso tratado de mariología. Con acentos líricos altísimos, particularmente en la oración pronunciada por san Bernardo, sintetiza toda la reflexión teológica sobre María y su participación en el misterio de Dios: «Virgen madre, hija de tu Hijo, / la más humilde y alta de las criaturas, / término fijo de la eterna voluntad, / tú eres quien la humana naturaleza / ennobleciste, de modo que su Hacedor / no desdeñó convertirse en su hechura» (Par., XXXIII, 1-6). El oxímoron inicial y la sucesión de términos antitéticos resaltan la originalidad de la figura de María, su belleza singular.

San Bernardo, mostrando a los bienaventurados situados en la rosa mística, invita a Dante a contemplar a María, que dio los rasgos humanos al Verbo encarnado: «Contempla ahora el rostro que a Cristo / se asemeja más, que sólo su claridad / te puede disponer para ver a Cristo» (Par., XXXII, 85-87). Una vez más, se evoca el misterio de la encarnación por la presencia del arcángel Gabriel. Dante pregunta a san Bernardo: «¿Quién es ese ángel que con tanto gozo / mira a los ojos de nuestra reina, / de tal manera enamorado que parece de fuego?» (103-105); y este responde: «Él es el que llevó la palma / a María, cuando el Hijo de Dios / quiso cargar con nuestro cuerpo» (112-114). La referencia a María es constante en toda la Divina comedia. En el camino del Purgatorio, es el modelo de las virtudes que se contraponen a los vicios; es la estrella de la mañana que ayuda a salir de la selva oscura para encaminarse hacia el monte de Dios; es la presencia constante, por medio de su invocación —«el nombre de la bella flor que siempre invoco, / mañana y noche» (Par., XXIII, 88-89)—, que prepara al encuentro con Cristo y con el misterio de Dios.

Dante, que nunca está solo en su camino, sino que se deja guiar primero por Virgilio, símbolo de la razón humana, y después por Beatriz y san Bernardo, ahora, gracias a la intercesión de María, puede llegar a la patria y gustar la alegría plena deseada en cada momento de la existencia: «Y aún destila / en mi corazón la dulzura que nació de ella» (Par., XXXIII, 62-63). No nos salvamos solos, parece repetirnos el poeta, consciente de la propia insuficiencia: «No vengo por mí mismo» (Inf., X, 61); es necesario que hagamos el camino en compañía de quien puede sostenernos y guiarnos con sabiduría y prudencia.

En este contexto, la presencia femenina es significativa. Al comienzo del arduo itinerario, Virgilio, el primer guía, conforta y anima a Dante para que siga adelante, porque tres mujeres interceden por él y lo guiarán: María, la Madre de Dios, figura de la caridad; Beatriz, símbolo de la esperanza, y santa Lucía, imagen de la fe. Beatriz se presenta con estas conmovedoras palabras: «Soy Beatriz, la que te manda que vayas; / vengo del lugar a donde deseo volver / y es el amor quien me mueve y me hace hablar» (Inf., II, 70-72), afirmando que la única fuente que nos puede dar la salvación es el amor, el amor divino que transfigura el amor humano. Beatriz remite, además, a la intercesión de otra mujer, la Virgen María: «Una mujer excelsa hay en el cielo que se compadece / de la situación en que está aquel a quien te envío, / y ella mitiga allí todo juicio severo» (94-96). Luego, dirigiéndose a Beatriz, interviene Lucía: «Beatriz, alabanza de Dios verdadero, / ¿por qué no socorres a quien tanto te amó, / que se alejó por ti de la esfera vulgar?» (103-105). Dante reconoce que solo quien es movido por el amor puede verdaderamente sostenernos en el camino y llevarnos a la salvación, a la renovación de la vida y, por consiguiente, a la felicidad.

FRANCISCO, ESPOSO DE LA DAMA POBREZA

En la rosa cándida de los bienaventurados, en cuyo centro brilla la figura de María, Dante ubica también a numerosos santos, de los que traza la vida y la misión, para proponerlos como figuras que, en lo concreto de su existencia y también a través de muchas pruebas, alcanzaron el objetivo de su vida y de su vocación. Recordaré brevemente solo la de san Francisco de Asís, que se ilustra en el Canto XI del Paraíso, donde se habla de los espíritus sabios.

Hay una profunda sintonía entre san Francisco y Dante. El primero salió del claustro junto con los suyos y anduvo entre la gente por los caminos de aldeas y ciudades, predicando al pueblo, quedándose en las casas; el segundo hizo la elección, incomprensible en esa época, de usar la lengua de todos para el gran poema del más allá, poblando su narración de personajes conocidos y menos conocidos, pero todos iguales en dignidad a los poderosos de la tierra. Los dos personajes tienen otro rasgo en común: la apertura a la belleza y al valor del mundo de las criaturas, espejo y vestigio de su Creador. ¿Cómo no reconocer en aquel «alabado sea tu nombre y tu poder / por toda criatura» de la paráfrasis dantesca del Padrenuestro (Purg., XI, 4-5) una referencia al Cántico de las criaturas, de san Francisco?

Dicha consonancia se presenta en el Canto XI del Paraíso con un nuevo aspecto, que los asemeja aún más. La santidad y la sabiduría de Francisco sobresalen precisamente porque Dante, mirando nuestra tierra desde el cielo, puede percibir la mezquindad del que confía en los bienes terrenales: «¡Oh insensatos cuidados de los mortales! / ¡Cuán débiles son las razones / que os hacen volar a ras de tierra!» (1-3). Toda la historia o, mejor, la «vida admirable» del santo se basa en su relación privilegiada con la Dama Pobreza: «Mas para no proseguir en lenguaje demasiado hermético, / entiende que Francisco y la Pobreza son estos amantes / a los que me refiero en mi largo discurso» (73-75). En el canto de san Francisco, se recuerdan los momentos más destacados de su vida, sus pruebas y, finalmente, el acontecimiento en el que su configuración con Cristo, pobre y crucificado, encuentra la máxima y divina confirmación en la impresión de los estigmas: «Encontrando a aquella gente demasiado reacia a la conversión, / por no permanecer ocioso / volvióse a recoger el fruto del huerto de Italia, / y en el áspero monte entre el Tíber y el Arno, / de Cristo recibió el último sello / que sus miembros llevaron durante dos años» (103-108).