Raros

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23 de marzo, miércoles

Sería difícil encontrar la menor similitud entre el majestuoso y recoleto chalé de mi tía y este desvencijado ático en el que vivo, a pocas calles de la céntrica Plaza de Santa Ana. Pero este es mi refugio particular, yo lo he creado, yo lo he alimentado durante años con obstinada indiferencia, con mi silencio vital. Este desorden es mi obra: mi única obra.

Sentado en el suelo alfombrado como un niño el día de los Reyes Magos, esparzo mi colección de raros con alegría. Tantos años coleccionando recortes de prensa, anotando ideas en un cuaderno. ¿Qué hacer con estos recortes, con estos apuntes? ¿Qué hacer con el hombre que habito? Creo que inconscientemente visité ayer a tía Ágata con la sibilina intención de encontrar alguna excusa que me permitiera retirarme de este proyecto, que, he de confesarlo, en realidad nunca pensé llevar a cabo. La recomendación de mi tía –lapidaria y brumosa, pero recomendación en cualquier caso– me ha desconcertado.

Es la primera vez en mucho tiempo que me enfrento a una decisión más importante que la de escoger entre dos marcas de cerveza en el supermercado. Sé que el proyecto puede ser delicioso, que podría entregarme a él con devoción. Pero, por otra parte, es tan reconfortante dejar pasar los días sin hacer nada… Me da miedo, además, ofrecerle al mundo este álbum de raros tan personal que con tanto empeño he atesorado durante años. Sería una forma de desnudarme quitándole la ropa a otros.

Ahora dudo. Y es esta duda, haciendo buena la frase lacónica con la que mi tía me invitó a desarrollar este proyecto, la que me incita a pensar que debo sentarme a escribir sin más demora.

(“Escribiré a pesar de todo: es mi batalla por la existencia”, anotó Kafka en su diario el 31 de julio de 1914.)

24 de mayo, jueves

Vélez ha vuelto a telefonearme hoy. Quiere que le envíe un calendario de entregas parciales de cada capítulo de Raros (!!!). No me he atrevido a manifestarle mi escepticismo. Sigo pensando que Raros sería un buen libro, y tengo material de sobra. No es la obra en sí lo que me asusta, sino el autor. Me asusta ser incapaz de darle forma al proyecto y defraudar las expectativas de Vélez. No es fácil regresar al campo de batalla cuando uno lleva tanto tiempo observando la trifulca desde la colina, tumbado en una hamaca. Es la primera vez en muchos años que alguien centra sus expectativas en mí, la primera vez en muchos años que alguien me toma en serio.

25 de mayo, viernes

raro, ra

(Del lat. rarus)

1. adj. Que se comporta de un modo inhabitual

2. adj. Extraordinario, poco común o frecuente

3. adj. Escaso en su clase o especie

4. adj. Insigne, sobresaliente o excelente en su línea

5. adj. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse

6. adj. Dicho principalmente de un gas enrarecido: Que tiene poca densidad y consistencia

de raro en raro

1. loc. adv. raramente (de tarde en tarde)

Real Academia Española © Todos los derechos reservados

Repaso minuciosamente las acepciones que el diccionario de la Real Academia Española le dedica al adjetivo raro, que yo pretendo convertir en un sustantivo. Dentro de la inevitable dispersión que engloba a mis personajes, debo encontrar algún hilo conductor. El asunto no es fácil. Tiendo a poner demasiados reparos a estas acepciones. Vayamos con la número 1: no considero que un comportamiento inhabitual sea suficiente para que alguien sea considerado raro. Algunos de mis personajes tuvieron vidas aparentemente normales (Rose Valland, por ejemplo). Lo que debe marcar la rareza, creo, no es el comportamiento inhabitual del día a día sino la trayectoria final, el cómputo de una vida. Es ahí donde deben marcar la diferencia.

Y sobre el punto 4, considero que es demasiado limitador. Algunos raros lo son pese a no haber sido insignes, sobresalientes o excelentes, tres adjetivos pomposos que pueden acabar hundiendo la naturaleza humilde del adjetivo raro. Desconfío también del punto 5. La extravagancia puede ser una actitud más que una naturaleza. Me consta que algunas personas se esfuerzan en ser extravagantes o tienden a singularizarse precisamente porque son conscientes de su normalidad, de su mediocridad. Me atrae mucho, sin embargo, el punto 3: “escaso en su clase o especie”. No sirve para definir en exclusividad lo que es para mí un raro, pero empieza a acercarse al concepto. Quiero y debo escribir sobre personas escasas en su especie, o que –aun no siendo únicas– sirvan como modelo de atipicidad entre los suyos. El caso de Syd Barret –uno de mis raros preferidos– puede que encuentre demasiados espejos en su época (marcada por las drogas, el sexo y el rock), pero es al mismo tiempo, con sus singularidades, un magnífico escaparate del rarismo de la época.

Pretendo primar también las dobles vidas. Me fascinan esos personajes que son una cosa y la contraria, que ofrecen al mundo una imagen y guardan para sí otra. A veces, en los casos más notables, esta dualidad alcanza niveles tan notables, han sido trabajadas esas vidas paralelas con tanto acierto durante el paso de los años, que el individuo afectado acaba por no saber cuál es la verdadera y cuál la falsa.

Recapitulando: no me resulta fácil definir qué es un raro. El diccionario no me ayuda demasiado.

Pero ¿por qué me asusta tanto no encontrar un hilo conductor? ¡Ese hilo conductor existe, ese hilo conductor soy yo! Yo soy quien los ha reunido en un álbum y soy yo quien tratará de poner el foco en sus vidas (algunas de ellas completamente desconocidas para el común de los mortales).

Este no será un libro de raros canónicos. Será mi libro de raros, y punto.

Menos divagar. Es hora de poner manos a la obra.

26 de mayo, sábado

Avanzo con la estructura del libro. Tras una noche insomne, he llegado a la conclusión de que, partiendo de ciertos elementos comunes, debería establecer al menos tres categorías de raros:

1 a) aquellos que llevaron una doble vida.

2 b) aquellos que desafiaron arbitraria y negligentemente las leyes de la supervivencia y convirtieron su existencia en un sublime ejercicio de autodestrucción.

3 c) aquellos raros a su pesar cuya rareza proviene de su ensimismamiento, de su falta de atención al mundo que les ha tocado en suerte. Si fueron raros es quizá porque desconocieron lo que era la normalidad. (¿Por qué hablo en pasado? ¿Han de estar forzosamente muertos o voy a incluir a personas que aún viven? He de pensar en ello. Espero que responder a esta pregunta no me cueste otra noche de insomnio.)

Un último apunte: soy consciente de que estas tres clasificaciones deben ser más que nada orientativas. Deben ayudarme a articular mi trabajo, no a obstaculizarlo. Y, además, intuyo que no serán clasificaciones estancas. Seguramente guardo en mi carpeta algunos raros que reúnen dos de estas condiciones, e incluso las tres.

28 de mayo, lunes

He sobrevivido al fin de semana, y conmigo ha sobrevivido mi proyecto, que sigue en pie. A última hora de la tarde, superada la resaca y aprovechando que Pastora se ha marchado, ordeno los recortes en el suelo del salón, en hipotéticos capítulos. Sin embargo, indeciso, vuelvo a cambiarlos de lugar una y otra vez, alterando así el orden que yo había establecido.

Ahora, cuando la luz del día se retira del horizonte y mi habitáculo comienza a sumirse en la oscuridad, decido, más por cansancio que por convicción, que la hoja de ruta ya está prediseñada. Ha llegado el momento de demostrar que puedo hacerlo.

29 de mayo, martes

Miroslav Tichý es mi hombre. Él será el primer raro de este álbum literario. En realidad no hay excesiva información sobre su persona más allá de los consabidos titulares con que suelen comprimir su biografía. Algunos afortunados supieron de su existencia en 2005, seis años antes de su muerte, y otros como yo nos enteramos cuando leímos su obituario en los periódicos.

El paso por este mundo de este excéntrico vagabundo checo estuvo marcado por su afición al arte y a las mujeres y por sus problemas mentales. Tichý encarna a la perfección la figura del artista solitario, ensimismado y marginal.

Hijo de un sastre de la aldea checa de Kyjov, después de la Segunda Guerra Mundial comenzó sus estudios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de Praga. Aquí se hicieron notar por primera vez sus problemas mentales y su carácter inconformista. Tichý ejerció en todo momento, sin alharacas pero con gran determinación, su derecho a la desobediencia de las leyes ajenas. En 1948, año en que el golpe de Estado de los comunistas derribó al gobierno democrático, Tichý abandonó la Escuela, reacio a acatar las coordenadas de las nuevas autoridades, que exigían cambiar los modelos que posaban habitualmente ante los alumnos por obreros vestidos con sus monos de trabajo. A Tichý no le resultó nada fácil abrirse camino en el mundo artístico sin aceptar las órdenes del omnisciente y gris régimen comunista, que entendía el arte como un simple transmisor de su ideario marxista.

Pero nuestro raro quería ser artista. Artista de verdad, no un títere en manos del Estado. Y la libertad tiene un precio muy caro… A partir de entonces no disfrutó de otro techo bajo el cual cobijarse que el de las estrellas. Durante décadas vivió como un vagabundo, alternando la indigencia en las calles con estancias obligadas en prisiones y en hospitales psiquiátricos. Desde luego, para la policía no era ningún desconocido. Conocía sus pasos, sus hábitos, sus rarezas. Lo tenían por un enfermo mental, aunque al cabo del tiempo cayeron en la cuenta de que era inofensivo. Tichý no era un revolucionario sino un rebelde, un rebelde silencioso cuyo mayor pecado era mirar.

 

Es cierto que este voyeur carecía de dinero y de propiedades, pero conservaba algo que jamás podrían sustraerle: el instinto artístico, que mantenía tan vivo como en los tiempos de la Escuela de Bellas Artes. Haciendo de la necesidad una virtud, recurrió a sus habilidades manuales y en los años 60 construyó numerosas cámaras fotográficas con materiales de deshecho: carbón, madera, metal, carbón, plexiglás, latas usadas de tomate, paquetes de tabaco vacíos…. Este suceso marcaría un antes y un después en su carrera artística –si acaso hablar en estos términos, teniendo en cuenta el perfil del personaje, no es una frivolidad.

Desde entonces no paró de hacer fotografías a mujeres, mujeres, mujeres, que luego revelaba él mismo en su chabola, sin demasiado esmero y con materiales inadecuados. Mujeres en el campo, en la playa, vestidas o en bikini. Siempre mujeres. ¿Por qué esa obsesión? Al parecer era un apasionado del género femenino, pero su extrema timidez y su pobreza imposibilitaban cualquier acercamiento íntimo más allá del visor de una cámara. Lo simpático del asunto es que su aspecto alocado y lo rudimentario de sus cámaras fotográficas (recordemos que los objetivos los conseguía puliendo trozos de plexiglás), le permitían tomar sus fotos sin que nadie sintiera invadida su privacidad. No era un paparazzi sino un loco, un pobre loco. Y pensaban también que esos artefactos que usaba por cámaras no funcionaban, que eran meros juguetes elaborados por un chalado a partir de lo primero que tenía a mano: chatarra, básicamente. Pero eran cámaras fotográficas de verdad, vaya si lo eran. La chatarra encontró en Tichý el profeta que le abriría las puertas del arte.

Un crítico de arte contemporáneo, Harald Szeemann, personaje clave en esta historia sobre la marginalidad, alguien que pasaba por allí, descubrió a este fascinante y raro personaje a su pesar y le organizó una exposición en Colonia. A partir de ese momento, Miroslav Tichý logró conjugar su imagen de enfermo mental con la de artista. Ante la sociedad, siempre tan resultadista y meritocrática, había subido varios escalafones.

Sus fotografías, iconoclastas, borrosas y sin la calidad técnica propia de cualquier fotógrafo normal, recibieron el aplauso de numerosos críticos y aficionados que visitaron sus obras en exposiciones como la Bienal del Arte Contemporáneo de Sevilla, en 2004. Expuso también en salas de Madrid, París, Nueva York, etcétera. Tichý, como cabría esperar, nunca asistió a ninguna de esas exposiciones. Pese al glamour que venía emparejado a las nuevas circunstancias, siguió siendo el mismo de siempre: ese barbudo iconoclasta, solitario y marginal que sabía aunar su distante perversión por las mujeres con una exquisita sensibilidad artística.

Retrató mujeres compulsivamente hasta el último de sus días (hacía al menos cien fotografías diarias). Y mientras tanto, en los ratos libres –que eran muchos: no tenía oficina en la que fichar cada mañana ni familia que mantener–, seguía fabricando sus cámaras artesanales. Miroslav Tichý, el artista automarginal, enemigo de las normas establecidas por otros, seguía en pie. Pese a todo. Contra todos.

Murió pobre (rehusaba cobrar los beneficios de sus fotografías, cuyos precios oscilaban entre 4.000 y 8.000 euros), genio y figura. Sin hacer el menor ruido, durante décadas había retratado a hermosas mujeres (unas porque lo eran y otras porque él las hacía hermosas) y entrañables escenas de su pueblo natal. Sufrió la mofa continua de sus conciudadanos, que vieron en él a un mendigo ensimismado que iba de un lado a otro cargado de latas y otros cachivaches. Solo eso: un simple mendigo. Como suele ocurrir, este artista del hambre tuvo que morir para que aquellos que lo habían mirado por encima del hombro se dieran cuenta de que, a veces, la locura y el genio son primos hermanos.

Nota 1: rechazo etiquetarlo como autodestructivo. Si Tichý llevó una vida marginal no fue por afán autodestructivo sino por la necesidad de ser libre sin pagar el precio al que todos –o casi todos– estamos condenados para formar parte de esta sociedad.

Nota 2: descubro en Internet que hay un documental sobre Tichý, de Roman Buxbaum (2004), presidente de la fundación Tichý Ocean, titulado Tarzán jubilado, Tarzán retirado. Trataré de verlo.

Nombre: Miroslav Tichý (1926-2011)

Nacionalidad: Checa

Categoría: Raro a su pesar

Palabras clave: Arte, grabados, mujeres, fotografías, mendigo, chatarra, problemas mentales, prisión, sanatorios psiquiátricos

Referencias de interés:

Andrea Rizzi, Las modelos de Tichý, El País, 4-12-2005 Antón Castro, Miroslav Tichý en Valladolid, Blog de Antón Castro, 13-7-2011

31 de mayo, jueves

Llevo un par de días ordenando las notas sobre el siguiente personaje: Rose Valland. Yo nada sabía de ella hasta que leí hace unas semanas The Monuments Men, de Robert M. Edsel con Bret Witter (Destino, 2011). Elijo a Valland justo después de Tichý a propósito. Son dos personajes con perfiles y objetivos muy diferentes aunque con un denominador común: entregaron sus vidas al arte.

Antes que nada vayamos con una breve introducción a The Monuments Men. ¿Quiénes eran estos hombres y mujeres que entraron en la historia del siglo XX, tímidamente, por la puerta trasera? Digamos que fueron seleccionados para formar parte de una sección de rescate creada a finales de la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos eran militares, pero su objetivo no era causar bajas en el bando enemigo. No disparaban armas ni lanzaban bombas ni se refugiaban en trincheras o al amparo de sacos terreros.

Eran hombres de paz en un mundo en descomposición y estaban embarcados en una misión tan noble como necesaria: recuperar las obras de arte que los nazis habían robado en los primeros años de la contienda, cuando se creían invencibles y todopoderosos. No eran ni lo uno ni lo otro, como quedó demostrado. Sin embargo, un año antes del final de la guerra los nazis seguían teniendo en su poder más de cinco millones de objetos artísticos incautados en museos y catedrales europeos o en colecciones privadas (las de Rothschild, Selgimann y Wildenstein, por citar algunas).

Aquí es donde entra en escena la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, nombre suntuoso que por comodidad iba a quedar recortado a “la Sección Monumentos” o incluso “Monumentos”, a secas. El grupo, en funcionamiento hasta 1951, estaba compuesto por más de trescientos hombres y mujeres de trece países, y en sus filas, militares aparte, había historiadores, directores de museos, profesores, etcétera. Son The Monuments Men, y su historia constituye una de las menos conocidas de la muy estudiada Segunda Guerra Mundial.

El libro antes citado fue el que me puso tras la pista de estos guerreros del arte, así nombrados ya desde la cubierta. Robert M. Edsel es un exitoso empresario petrolífero estadounidense que en 1996, una vez instalado en Florencia, decide compatibilizar sus negocios con la escritura de libros de divulgación histórica-artística.

Publicado originalmente en 2009, The Monuments Men estudia los hechos sucedidos entre junio de 1944 y mayo de 1945 en algunos países de Europa como Francia, Países Bajos y Alemania.

Son varios los personajes clave de esta sección (el mayor Ronald Edmund Balfour, los capitanes Walker Hancock y Robert Posey, el teniente George Stout, el subteniente James Rorimer, el soldado Harry Ettlinger...), pero hay una mujer que yo destacaría por su trascendencia: Rose Valland, dechado de coraje y abnegación.

Si Tichý era un tipo con aureola de raro enajenado, Valland es a simple vista su reverso: sencilla, aburrida, alguien que si a los ojos de los demás destacaba en algo era en no destacar en nada. Y, sin embargo, ¡qué gran mujer!

Rose era de constitución fuerte, medía uno setenta y dos aproximadamente, vestía de manera insulsa y ajena a las tendencias del momento, tenía los ojos marrones que escondía bajo gafas de montura metálica y llevaba el pelo recogido en un moño, “como una abuela”. ¿Atractiva? No, físicamente era una mujer del montón.

La primera vez que la vio el subteniente James Rorimer, conservador del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met) y uno de los Monuments Men más significativos, pensó que tenía el aspecto de una “matrona”. No era pues su físico por lo que acabaría despuntando esta mujer que trabajaba como voluntaria en el Museo del Jeu de Paume, adyacente al Louvre, sino por su determinación a prueba de bombas. Pero Rorimer pensó algo más de ella, algo que la definía como persona. Pensó que nunca se pintaría una línea negra en la parte posterior de la pierna imitando las costuras, como hacían muchas parisinas durante la ocupación nazi. (Era, en definitiva, una mujer rara, fuera de la norma.) A Rorimer le pareció una persona inescrutable, alguien que no dejaba al descubierto sus anhelos más íntimos.

Durante la guerra, Rose se había convertido en la ayudante jefe del Jacques Jaujard, director de los museos nacionales de Francia. Este le contó a Rorimer, cuando todo estaba a punto de terminar, que las obras de arte (veintidós mil, al menos) expoliadas por los nazis en París y alrededores habían sido catalogadas y embaladas en el Jeu de Paume.

–Dentro teníamos un espía.

–¿Quién?

–Rose Valland.

Bien mirado, ¿quién mejor que ella? ¿Quién podría pensar que aquella mosquita muerta sin sex appeal, aquella empedernida rata de biblioteca tendría las agallas suficientes para espiar a los nazis ante sus propias narices? Nadie… nadie que no fuera lo suficiente sagaz como para comprender que tras su inteligente mirada había una mujer valiente, por no decir temeraria.

Los altos mandos de los Monuments Men no sabían qué pensar de Rose. Uno de ellos, McDonell, la había investigado y había llegado a la conclusión de que no tenía información valiosa que ofrecerles. McDonell estaba equivocado, muy equivocado. Seguramente no había una sola persona en el mundo, al margen de ciertos nazis privilegiados, que supiera tanto sobre el paradero de los tesoros artísticos expoliados. Pero por el momento solo había compartido parte de esa información con Jacques Jaujard, el hombre que le había pedido que espiase para él, su mentor, su confidente. La desconfianza de Rose tenía explicación: después de trabajar cuatro años con colaboracionistas, Rose no estaba en condiciones de fiarse de nadie. El mundo era un polvorín y no estaba dispuesta a que algún desalmado prendiera la mecha bajo sus pies. Y los precedentes no eran buenos: en alguna ocasión en que había compartido información valiosa con las autoridades francesas, estas habían tardado hasta dos meses en tomar cartas en el asunto, cuando ya nada se podía hacer. ¿De qué servía entonces tomar tantos riesgos?

Necesitaba contactar con alguien de fuera, alguien trabajador y expeditivo. Alguien como James Rorimer. Ella apreciaba su trabajo y quería transmitirle la información. Poco a poco, sin prisas.

¿Cómo había conseguido Rose Valland pasar inadvertida ante los nazis mientras llevaba a cabo sus arriesgadas operaciones de espionaje? De manera discreta y manteniendo buenas relaciones con todos. Se llevaba muy bien con el doctor Borchers, un historiador que estaba encargado de catalogar las obras saqueadas. Conversaban, se hacían confidencias. Pero no todos eran tan apacibles como Borchers. Bruno Lohse, un alemán corrupto que había ayudado con fervor a que los nazis expoliaran las obras europeas, un hombre pagado de sí mismo que –incomprensiblemente para Rose– gustaba a las mujeres, dio orden de ejecutarla en 1944 tras descubrirla tratando de descifrar unas direcciones en varios sobres certificados. Ella siempre se mantuvo firme ante él, simulando no tener miedo de sus amenazas. Lohse robaba para uso personal, y Rose lo sabía. Ese conocimiento, huelga decirlo, aumentaba el riesgo de que él se deshiciera de ella.

Casi al final de la contienda, todo pareció precipitarse. Los alemanes empezaron a llevarse con urgencia todos los objetos que habían escondido durante años. Pero a Rose no se le escapaba una. Descubrió que los camiones que habían sido cargados con las últimas obras de arte francesas no viajaban a Alemania, como cabría esperar, sino a la estación de trenes de Aubervilliers, en las afueras de París. Sabía incluso el número del convoy. Los malos volvían a toparse con esta aguerrida mujer. Y ni siquiera estaban al tanto de sus gestiones a favor de los aliados, a favor de la conservación de los tesoros artísticos, a favor –en definitiva– de encender la luz del humanismo entre tanta tiniebla. El tren, después de una oportuna huelga, se puso en marcha el 12 de agosto de 1944, pero iba tan cargado que se averió y no pasó de Le Bourget. La Resistencia francesa hizo el resto. Así fue como detuvieron un tren que llevaba ni más ni menos que 148 cajones de obras de arte. No obstante, tuvieron que pasar dos meses antes de que todos los cajones fueran desalojados y devueltos al museo.

 

Rose Valland aún tenía mucho que ofrecer. A Rorimer le puso en bandeja –en su estilo: poco a poco– nuevas informaciones. Pero le gustaba fomentar la ansiedad en Rorimer. Este le pedía más detalles, pero ella siempre –o casi siempre– le daba la misma respuesta: “Se lo diré cuando llegue el momento”.

En una ocasión, asumiendo que quizá estaba siendo demasiado dura con el bueno de Rorimer (es sabido que aproximar el queso al ratón para retirarlo en el último minuto, una y otra vez, puede provocar la huida del hambriento ratón), compró una botella de champán y le propuso que se la bebieran entre los dos.

Jaujard era también un buen pájaro (en el mejor sentido de la palabra). Conchabado con el conde Wolff-Metternich, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de “el nazi bueno”, había conseguido durante la guerra que muchas obras robadas fueran a parar al Museo del Jeu de Paume, donde estarían a salvo. Lo hizo, eso sí, con una condición: que fueran los franceses los encargados de inventariar las obras. ¿Y quién iba a llevar a cabo esa tarea? En efecto: Rose Valland. Por allí habían pasado cuatrocientos cajones con obras de arte, propiedad de personas como Rothschild, Wildenstein o David-Weill. Y los artistas no tenían desperdicio: Vermeer, Teniers, Renoir, Bouchet, Rembrandt…

Rose Valland era una solitaria. Vivía sola y con austeridad en un pequeño piso sin apenas muebles. No era proclive a estrechar lazos de amistad profundos con nadie. Se había entregado al arte en cuerpo y alma, y de manera voluntaria, es decir: sin salario. Nunca desfallecía.

Si algo se le daba bien era hacerse invisible. Los nazis compartían información entre ellos, ignorantes de que Rose sabía alemán. Ella memorizaba sus conversaciones y por la noche buscaba los negativos de las fotografías que hacían. Sacaba copias de esos negativos y tomaba nota de los escritos importantes. Se pasó cuatro años en vela, trabajando a la sombra, al filo de la sospecha.

Era tanto lo que tenía que contarle a Rorimer... Y sin embargo… siempre se echaba atrás en el último minuto: “Lo siento, no puedo”.

Pero tampoco era cuestión de dejar a aquel hombre completamente a oscuras. Como si de una gran novelista se tratara, Rose iba dosificando la información, alimentando el suspense con pequeñas e interesantes –aunque a la larga insuficientes– dosis informativas que enervaban y entusiasmaban a Rorimer. Finalmente, Rose lo invitó un día a su apartamento. Para Rorimer no iba a ser un día, iba a ser el día. Le enseñó fotografías. De Göring, de Wlater Andreas Hoffe, de Bruno Lohse. Y luego le enseñó al asombrado Rorimer recibos, copias de documentos ferroviarios, más fotografías… Le indicó incluso dónde estaba escondido El astrónomo de Vermeer: en la colección privada de Hitler; no en vano, era uno de sus cuadros preferidos. Le contó que fueron quemadas obras de Klee, Miró, Max Ernst, Picasso… Y algo de vital importancia: señaló dónde estaban los depósitos de arte que los nazis tenían en Heilbronn, Buxheim y Hohenschwangau.

–Los nazis tienen miles de obras robadas en el castillo de Neuschwanstein –añadió Rose.

¡El emblemático castillo de Neuschwanstein, que había sido construido en el siglo XIX por Luis de Baviera, el rey loco –hoy fácilmente reconocible por la famosa réplica de Walt Disney–, se había convertido en la caverna de Alí Babá y los cuarenta ladrones!

Recuperar las obras escondidas en aquel tenebroso castillo de hadas se convirtió en la obsesión de Rorimer. Un sueño que se hizo realidad a principios de mayo de 1945, coincidiendo con el final de la guerra. Le acompañaba una unidad estadounidense, en la que destacaba su nuevo ayudante, un joven llamado John Skilton, oficial que Asuntos Civiles. El interior del castillo estaba distribuido de manera laberíntica y contaba con 360 habitaciones. Poco a poco estos hombres fueron encontrando tapices, colecciones de joyas, objetos de plata. Rose Valland había sido clave, una vez más, a la hora de recuperar valiosas obras de arte.

Bruno Loshe fue detenido el 4 de mayo por James Rorimer. Pero, gracias a que testificaría en contra de sus compañeros nazis, su pena sería reducida notablemente. Abandonó la prisión en 1950. Una vez libre, se instaló como merchante de arte (legal), y en sus ratos libres acosaba a Rose Valland, que se quejó de ello a sus compañeros de la sección Monumentos.

Rorimer dejó París, pero Rose Valland prosiguió con su defensa del patrimonio cultural francés. Entre el 14 y el 16 de mayo de 1945 se personó en el castillo de Neuschwanstein. Se había jugado la vida para que las obras escondidas en este falso castillo de hadas fueran recuperadas. Sin embargo, Rose no nació para el estrellato ni para los oropeles, y tampoco para los castillos de hadas. Una vez llegó a la puerta, un centinela estadounidense –que nada sabía de ella– le prohibió la entrada. La suerte no estaba de su parte: Rorimer, que le hubiera hecho todos los honores y facilitado el ingreso con mucho gusto, se encontraba ausente ese día. Rose prefirió no intentar ganarse al centinela. Se dio media vuelta y se marchó tal como había vivido toda su vida: con discreción.

Aunque desconocida para la inmensa mayoría, sus logros no pasaron desapercibidos para determinados sectores. Le concedieron la Legión de Honor y la Medalla de la Resistencia y fue nombrada comandante de la Orden de las Artes y las Letras. Recibió la Medalla de la Libertad de Estados Unidos en 1948 y la Cruz Oficial de la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania. Y en 1953 fue ascendida al cargo de conservadora.

Se han recuperado algunas fotografías suyas, donde se la ve rodeada de oficiales, vestida de capitana, sonriente –sí, Rose Valland sabía sonreír– y con un cigarrillo en la mano.

En 1961 publicó un libro, Le front d l´art, que fue llevado al cine en 1964 con el título El tren, con Burt Lancaster como protagonista estelar. En la película se narra el famoso rescate del tren del arte. Pero el Museo Jeu de Paume, donde pasó los mejores años de su vida, apenas sale en la película. Y ella, nuestra querida Rose, aparece también muy poco.

Murió el 18 de septiembre de 1980. Fue enterrada en una modesta tumba de su población natal, Saint-Étienne-de-Saint-Geoirs.

Una amiga suya, Magdeleine Hours, compañera del Louvre, se quejó tras la muerte de Rose de que, pese a que esta había puesto en riesgo su vida en tantas ocasiones y había salvado las obras de arte de muchos coleccionistas, “recibió un trato indiferente, cuando no hostil”.

Quiero pensar que la Historia, que a veces se permite el lujo de aparcar su indiferencia y su hostilidad, hoy le rinde un sentido y humilde homenaje a Rose Valland desde estas páginas, donde se ha ganado a pulso un hueco como rara de honor.

Nombre: Rose Valland (1898-1980)

Nacionalidad: Francesa

Categoría: Rara por doble vida

Palabras clave: The Monuments Men, obras de arte, nazis, expolio, Jacques Jaujard, James Rorimer, Bruno Lohse, Museo del Jeu de Paume, Hermann Wilhelm Göring, Adolf Hitler

Referencias de interés:

Robert M. Edsel (con Bret Witter), The Monuments Men, Destino, 2012. Traducción de David Paradela López

Monuments Men: www.monumentsmen.com Programa Educativo Mayor Robo de la Historia: www.greatesttheft.com Francisco Rodríguez Criado, The Monuments Men contra el expolio nazi, Anatomía de la Historia L’Association “La Mémoire de Rose Valland”. http://www.rosevalland.com/ El tren (John Frankenheimer, 1964). Guión: Franklin Coen y Frank Davis. Productora: Coprod. USA/Francia /Italia; United Artists. Reparto: Burt Lancaster, Paul Socofield, Jeanne Moreau, Michel Simon, Howard Vemon, Suzanne Flon, Charles Millot, Wolfgang Preiss, Albert Rémy

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