Sangre en Atarazanas

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Sangre en Atarazanas
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Francisco Madrid

Sangre en Atarazanas

Edición a cargo de Julià Guillamon

Fotografías de Gabriel Casas i Galobardes


Índice

Prefacio, Sergio Vila-Sanjuán: El libro que dio nombre al barrio chino

Sangre en Atarazanas

Prólogo. Una vida al cronómetro

En la puerta del mal camino

Sangre en Atarazanas

El Distrito Quinto tiene su barrio chino

Un domingo por la tarde en la calle del Mediodía

Un establecimiento serio

La organización comercial de un prostíbulo

La comida de Santa Madrona

La Mina. Juan, el sereno

Historia del Xato Pintó

Una noche en una casa de dormir

Mercado de cosas robadas

La magnífica calle del Cid. Los niños en la calle y en el prostíbulo

Vidas estrafalarias

La muerte en el lupanar

Cal Manco y su amo

Teresa o la hija del Distrito Quinto

Gente del barrio chino

La feria de los libros

La agencia de matrimonios

Historia de una mujer que vende cerillas en la puerta del Excelsior

Un apasionado enemigo de la cocaína

Vida del hombre que cumplió una cadena perpetua

Drama de un hombre que sin barbas no podía ganarse la vida

Las tres etapas de la mala vida moderna de Barcelona

I. El café de camareras

II. El ‘cabaret’

III. ‘Dancing’

Escenas de una huelga general

A Salvador Seguí

La novela de un crimen social

Un mes entre explotadores de mujeres

Desembarcan dos judíos polacos

El ‘trust’ de la trata de blancas

Clandestinas casas de huéspedes

De Marsella a Barcelona pasando por Palma de Mallorca

Un Don Juan de nuestro tiempo: François de la Gentille

Dos policías españoles contra ochocientos indeseables extranjeros

Fichados en el barrio chino barcelonés

El claroscuro de Barcelona

Epílogo, Julià Guillamon: El cronista del candor

Créditos fotográficos

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

Prefacio

El libro que dio nombre

al barrio chino

Este es un libro que todo amante del periodismo, y de la ciudad de Barcelona, debe leer.

Sangre en Atarazanas fue publicado por primera vez en 1926. Su autor, Francisco –Paco– Madrid, lo redactó a partir de reportajes que había publicado en la revista El Escándalo, que él mismo promovía. En sus páginas se acuña por primera vez un término que haría fortuna, el de barrio chino, para denominar a un conflictivo y abigarrado sector del Distrito Quinto barcelonés, entre las Atarazanas y la Rambla. Tan sólo por eso ya se trata de una obra histórica.

Llena de vitalidad y dureza, acoge un hilo de dinámicas estampas sobre delincuencia, prostitución, drogas, violencia política… Testimonio directo de los bajos fondos, denuncia la explotación de mujeres y homosexuales en el mercado del sexo de la gran ciudad. Desprende una intensa energía y un claro compromiso con la humanidad más vapuleada, que impacta sobre la conciencia del lector.

Francisco Madrid utilizó técnicas narrativas literarias para plasmar un material surgido de la realidad y rico en tremendas historias personales. Por su temprana fecha de publicación, podemos considerarlo un pionero en el campo del periodismo narrativo hoy tan en auge. Una figura en la línea de sus coetáneos Manuel Chaves Nogales, Josep Pla o Albert Londres; un eslabón significativo en el sendero que nos lleva hacia Truman Capote, Joseph Mitchell, Gabriel García Márquez o Ryszard Kapuscinski.

En su día Sangre en Atarazanas constituyó un best seller, con al menos nueve ediciones. Tras la Guerra Civil desapareció de las librerías, y no volvió a hablarse del libro hasta los años noventa, en que el investigador Paco Villar recuperó la figura de su autor en sucesivos trabajos sobre el barrio chino. En el 2010 apareció una traducción al catalán.

La editorial Libros de Vanguardia, consagrada al periodismo y el ensayo de calidad, acariciaba desde hacía tiempo la idea de recuperar Sangre en Atarazanas. Una conversación con el crítico e historiador literario Julià Guillamon proporcionó el desencadenante para hacerlo. Guillamon estaba estudiando el periodo en que Paco Madrid trabajó, y conocía bien su figura, tan aventurera, apasionada y literaria. Además, iba a viajar a Argentina, donde reside la hija del autor. Núria Madrid le atendió muy amablemente y brindó todas las facilidades para el rescate del libro de su padre.

Julià Guillamon ha localizado, además, una serie de reportajes de Francisco Madrid sobre la trata de blancas, publicados ya en la época de la República, que complementan el texto de Sangre en Atarazanas. Su edición incluye las fotografías de Gabriel Casas i Galobardes, colaborador habitual del periodista y quien posiblemente realizó la mejor documentacion visual del barrio chino de la época.

Estas aportaciones enriquecen la grata recuperación de un clásico olvidado, que sigue tan vivo y palpitante como en el momento de su primera aparición.

Sergio Vila-Sanjuán

Sangre en

Atarazanas


Prólogo. Una vida al cronómetro

A los 13 años era aprendiz en una tienda de géneros de punto; a los 14, meritorio en un banco; a los 15, mecanógrafo de un concejal; a los 16, empleado en la casa de Pich; a los 17, oficial en la secretaría del señor Lerroux; a los 18, redactor de Los Miserables; a los 19 entré en la cárcel; a los 20 era redactor de El Sol; a los 22 tuve que salir de Barcelona porque la muerte me acechaba traicionera; a los 23 era corresponsal de varios diarios españoles en París, en Berlín, en Ginebra o en Londres, y pasaba hambre para comprar libros y flores a las mujeres; a los 25 regresé a Barcelona con el corazón destrozado, la salud quebrantada y las alas un poco rotas... Pero siento en mí el deseo de volver a volar...

 

Este es mi primer libro, y como en mi vida hay de todo, días buenos y días malos... Es un poco arbitrario, amargo, divertido o triste, según las impresiones recibidas en el momento de escribir...

Para ti es, lector. Yo una vez escrito lo hubiera echado al fuego. Ahora hasta casi me arrepiento de no haberlo hecho.

Francisco Madrid


En la puerta del mal camino

Lectora, lector: he aquí el Distrito Quinto; he aquí toda la fiereza y toda la brutalidad de Barcelona. Es el Distrito Quinto la llaga de la ciudad; es el barrio bajo; es el refugio de la mala gente. Cierto es que viven en él familias honradas. Esta es la tragedia. En el montón deforme de basura y de dolor, de inconsciencia y de pecado, que forma el Distrito Quinto se mezclan el obrero y el chorizo; la lavandera y la peripatética que en el cabaret elegante parece hija de nobles y que duerme en su propia casa sobre un catre... Ni los barrios bajos de Génova, ni el barrio del puerto de Marsella, ni la Villette parisina, ni el Whitechapel londinense, tienen nada que ver con nuestro Distrito Quinto, con el ambiente equívoco de nuestra zona prohibida. Es más, el Distrito Quinto les supera. Se juntan aquí, de una manera absurda y única, la casa de lenocinio y la lechería para los obreros que madrugan; la tienda que alquila mantones y en donde se presta dinero a las artistas de los music-halls y el palacio del conde de Güell; cal Manco y la Casa del Pueblo Radical; el hospital de la Santa Cruz y la taberna de La Mina; el cuartel de Drassanes y la pequeña feria de libros viejos; los hoteles meublés y la Atracción de Forasteros... Lo bueno y lo malo; la civilización y el hurdismo, que es toda una política nacional. Pasea esa desdichada de La Moños sus harapos, y unos cuantos imbéciles vestidos de hortera y unas cuantas rameras que huelen a Heno de Pravia le hacen cantar unas canciones grotescas para reírse de su locura. Cruza la calle el sereno Juan, y se cubren la cara para que no les reconozca los pequeños ladrones. Venden cocaína algunos limpiabotas, y aparecen los invertidos en plena calle mostrando sus vergüenzas, su impudor y su pecado; las gitanas de Villa Rosa cantan roncamente, y al acecho una procesión de pedigüeños os asalta casi con violencia; duermen en los quicios de las puertas los pobres, y apoyado en un farol, un borracho expone una teoría filosófica con la música del Porque era negro... Hay todavía becs de gaz, románticos y calles silenciosas.

Vamos a entrar en el Distrito Quinto. En la puerta del Arco del Teatro nos despedimos del amigo que nos acompaña y que no quiere seguir porque teme la atracción del mal. En el bar adosado a la pared, un pelotari paga unas cañas. La calle es estrecha, es larga, es sucia, es tortuosa. Vista, desde las Ramblas, parece que las casas de una acera y de otra se juntan y que queda un trozo vacío por donde asoma el cielo de color de violeta.


Sangre en Atarazanas

Entonces Jaume Ros parose ante un cartel teatral pegado a la pared de la calle del Marqués del Duero junto a la de San Beltrán. Se acercaron los dos hombres que le seguían de cerca desde el paseo de la Aduana y dispararon a quemarropa. Cayó Jaume Ros, gritando:

–¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!

Los dos agresores ganaron las escaleras de la calle de San Beltrán. Uno de ellos resbaló y cayó, dándose un golpe en la cabeza con la verja de la fuente, pero levantose y continuó la carrera; el otro corría arrimado al edificio de La Eléctrica Española y al llegar al cruce de la calle de Santa Madrona adentrose en la taberna denominada Las cuatro gotas, exclamando:

–Quin susto! –como si huyera del atentado.

El compañero siguió corriendo por la calle de Santa Madrona, cruzó la del Arco del Teatro para pasar a la de Berenguer el Viejo y dobló rápidamente la del Cid. Aquí detuvo la marcha y, con paso nervioso pero lento, caminó por la acera. El barrio chino estaba animado a aquella hora. Un dependiente de la taberna El Mundo, en mangas de camisa, permanecía en el quicio de la puerta. El huidor le dijo “¡Adiós!” y pasó al patio de La Mina. Entró en el zaguán de la casa de dormir, se acercó al registro, pidió una cama, dio su nombre y apellidos y se dirigió a la sala menor del albergue.

Jaume Ros no pudo pronunciar más palabras que estas: “¡Socorro! ¡Socorro! ¡Asesinos!”. Se acercaron al cadáver unos vecinos, unos clientes de la pequeña taberna establecida en la calle de San Beltrán junto a las escalerillas que conducen al Marqués del Duero; bajaron unos pasajeros de un tranvía de circunvalación, que en el momento de la agresión pasaba por allí; corrieron unos guardias que salieron, pistola en mano, de la delegación de policía de Atarazanas y que detuvieron a cinco o seis transeúntes que huían asustados por los disparos. Se oyeron pitos, abrir de ventanas y balcones; algunas exclamaciones y voces anónimas de Agafeu-lo! Agafeu-lo!. Los policías cachearon a los curiosos. Una madre dio una zurra a un pequeño que quieras que no deseaba meterse entre las piernas de los curiosos para ver al muerto.

Jaume Ros vestía un traje oscuro, de mecánico; envolvía su cuello una modesta bufanda, y en su rostro había una mueca de terror, de espanto final; en mitad de la frente tenía un balazo que le alcanzó cuando se volvía rápido contra los agresores y estos disparaban; en la nuca había otra herida. Junto a su cabeza, que parecía de marfil, quedó una laguna de sangre. Permanecía su boca abierta y parecía notarse en los labios la angustia de no haber podido pronunciar unos nombres antes de enmudecer para siempre. Las manos del muerto quedaron contraídas en una crispación última y vengativa.

Un vecino puso junto a la cabeza de Jaume Ros una vela. La pequeña llama azul agitábase inquieta al roce del airecillo frío.

El agresor que entró en la taberna de Las cuatro gotas, sentose en un banco junto a la pared.

–¡Qué susto! De poco más me tocan a mí... –dijo.

–¿Qué ha sido eso? –preguntaron unos clientes y el dependiente.

–No sé –contestó el hombre–. Bajaba las escaleras esas, cuando oí a mi espalda unos disparos. Huí. Me pareció que los balazos habían entrado en mi cuerpo. ¡Cómo está Barcelona! ¡Qué escándalo!

–¡Cuánta razón tiene usted! ¡No es posible ir seguro por la calle! ¿Quiere usted beber algo?

Bebió una copita de coñac y salió de la taberna. Subió la calle de Santa Madrona, pero antes de llegar a la del Conde del Asalto encontrose con que la policía había cerrado el paso y cacheaba a los transeúntes.

¿Qué hacer? Si retrocedía podía ser detenido. Si avanzaba corría el peligro de que le encontraran la Star aún caliente de los disparos. Pero este hombre era decidido y audaz. Llevaba bien escondida el arma. Adelantó.

–¡Alto! ¡Arriba las manos! –vociferó un guardia acercándose–. ¿Llevas algún arma?

–No, señor.

–Vamos a verlo. –El guardia metió las manos bajo la chaqueta, empezó por los sobacos y le palpó el cuerpo, las caderas, los muslos y los brazos–. ¿De dónde vienes?

–De ahí, de la taberna de la esquina. Me iba a dormir.

–Bueno, pasa.

Entró en la calle del Conde del Asalto. La gente, como siempre, invadía las estrechas aceras de la famosa arteria del Distrito Quinto. Nuestro hombre se perdió entre la multitud mientras sonreía victorioso.

–¡Qué tontos son estos guardias! ¡Mira que no encontrar el utensilio! –pensó.

Efectivamente, el agresor llevaba encima el arma. La anilla de la Star estaba ligada a un largo cordel que a su vez iba atado a un botón del pantalón, de los que deben sujetar los tirantes. El bolsillo derecho estaba completamente agujereado. Así es que una vez cometido el atentado el agresor metió en el agujero del bolsillo del pantalón la Star, que quedó en la pierna junto al pie casi. El guardia no cacheó más abajo de la rodilla, y el arma no fue descubierta.

Mientras el agresor que entró en la casa de dormir se desnudaba para acostarse, en el camastro de sesenta céntimos, el otro pasó las Ramblas, cogió un tranvía de Gracia y se fue a dormir a la casa de unos obreros que vivían en la calle del Diamante y en la que él tenía alquilada una habitación.

La policía telefoneó a la Jefatura; los guardias municipales a la Comandancia... Los periodistas en la central de teléfonos de la plaza de Cataluña comentaron rápidamente el suceso.

–¿Quién es Jaume Ros? ¿Es del rojo o es del otro? –preguntábanse.

–Me parece que era un confidente de la patronal.

–¿Jaume Ros? Creo que este sujeto pertenecía a la banda del barón de Koenig... –apuntó un reportero que inmediatamente quería haberlo visto todo y saberlo todo.

Media hora después de ocurrido el atentado, la Jefatura de Policía facilitaba una nota identificando la personalidad de Jaume Ros.

Jaume Ros era un antiguo confidente que vendió el movimiento revolucionario del año 1911, que durante la guerra estuvo a las órdenes de un espía alemán y que más tarde pasó a ser un bandolero de la ciudad. El atentado no impresionó a nadie. Todos dijeron a una:

–Era un pájaro de cuenta...

La policía, no obstante, buscaba a los agresores. Habían matado a un buen confidente. Nadie sabía cómo se las arreglaba, pero lo cierto es que Jaume Ros, a pesar de ser señalado por todos sus antiguos compañeros del sindicato del ramo de la madera como un enemigo, estaba al corriente de todo; absolutamente de todo. Precisamente, merced a los informes de Jaume Ros la policía hacía tres días que sabía al pie de la letra lo que había ocurrido en una asamblea de delegados de la federación local celebrada en la calle del Olmo.

El comité de huelga pidió apoyo a la federación local y la federación local la ofreció; reuniéronse, y el Noi aconsejó comedimiento y tacto. Un delegado exigió posiciones violentas y dramáticas. Hubo un altercado entre la presidencia y ese delegado. Se mezclaron en la polémica algunos más. Al día siguiente la policía, gracias a Jaume Ros, lo sabía todo y eran detenidos los delegados que pidieron medidas extremas y lamentables. La policía indagó. Ese atentado no podían haberlo hecho nada más que unos hombres que hubiesen sido perjudicados por Jaume Ros. Buscaron en las fichas de Jefatura y encontraron seis nombres: Pere Ferrer, Joan Sebastiá, Josep Miró, Trotzky, El Xato de Sóller, Miquel y Román Castellanos Álvarez. Se dieron las órdenes oportunas y poco después la brigada especial detenía al Trotzky y al Castellanos. Los dos pistoleros estaban jugando al treinta y cuarenta en el Café Catalán, de la rambla de Santa Mónica: café de camareras modernizado. Uno de los pocos cafés de camareras que van quedando en Barcelona y en donde la algarabía de un jazz-band ha puesto unas notas de civilización y europeísmo. El Trotzky era un antiguo trabajador del muelle al que le gustaban más el vino y las mujeres que el trabajo. Formó parte del Partido Radical y tenía un cementerio para él solo, a creer sus valentonadas y guapezas. Cuando llegaban las elecciones –sobre todo en las municipales– Trotzky se presentaba en casa del candidato y le ofrecía su pistola y su protección; prometía la organización perfecta de las “ruedas”; la limpieza de las calles a tiro limpio; la seguridad del triunfo. A base de todo esto, Trotzky se hacía un traje, comía bien durante unos días, iba en auto constantemente y hacía desaparecer unos billetes. Más tarde se hizo, no sabemos por qué, ácrata; escribió un artículo en Tierra y Libertad, abjurando de su pasado político, y poco después engrosaba las filas de los confidentes. Pasaba esto en 1913, que fue uno de los años en que las confidencias pagáronse mejor. Por aquellos años el anarquismo local sufrió un cambio radicalísimo. Hasta entonces las sociedades ácratas no escondieron nunca su carácter y su objeto, ni disfrazaron sus propagandas como cuestiones entre el capital y el trabajo: atentaron individualmente primero, colocaron bombas después y se retrotrajeron al primer procedimiento. Pero la policía tenía que acabar con aquello: rodeó el círculo de los exaltados con promesas y dinero, y surgieron los delatores. Gracias a los delatores pudiéronse detener agresores. Recibiéronse acusaciones falsas que respondían a una venganza; desbaratáronse planes y hasta, a veces, imagináronse complots o se cooperó con ellos para cobrarlos y deshacerlos después. Los anarquistas de acción (los otros, los idealistas, los pobres idealistas, no sabían nunca nada de lo que se tramaba y eran los que pagaban siempre con la cárcel, el destierro o el andar por las carreteras las culpas de los demás...) decidieron acabar con las confidencias y fundaron entonces los grupos anarquistas: las células terroristas. Los grupos eran compuestos por tres, cuatro, cinco, todo lo más siete individuos. Todos eran amigos y todos se conocían a fondo. Cada grupo tenía un nombre –Libertad, Justicia, Acción, Aurora, Vida, Atenas, Lucha– y un delegado que con los delegados de los otros grupos formaban la organización terrorista. Los grupos pedían dinero a la federación encubiertamente para socorrer a un sin trabajo o a un enfermo, para fundar un semanario o para reavivar una campaña, de propaganda... Tras estos propósitos había otros. En este instante los policías volvíanse locos para adquirir confidencias y las pagaban bien. Los que perteneciendo a los grupos se hacían confidentes cobraban sus cincuenta pesetas semanales más la libertad de bandolear por la ciudad, impunemente. Trotzky fue de estos. Jaume Ros le inició, y después Trotzky se hizo un nombre por su labor personal. Llegó la guerra, estuvo al servicio de los alemanes y se peleó con Jaume Ros porque este no le presentó las cuentas claras de una operación que hicieron juntos por orden de uno que había sido comisario de policía. Sirvió más tarde a un sector social de Barcelona y en el momento de su detención actuaba en una banda de estafadores.

 

Jaume Ros y Trotzky se habían vuelto a encontrar hacía poco frente a frente por cuestiones de faldas: una camarera gorda y grosera de La Bombilla que había vivido con Trotzky se había juntado desde hacía algunos meses con Ros, y aquel se la había jurado.

Román Castellanos Álvarez era de Murcia y había matado a un hombre por cincuenta céntimos. Jugando al monte en el cafetín de La Haya, cerca de Lorca, por una postura de dos reales salieron a relucir las facas, y hubo un muerto. Huyó Castellanos Álvarez, fue detenido, procesado, y como estaba protegido por los caciques, se acusó al vino de ser el causante del crimen. Y Castellanos Álvarez, a los pocos años, salió del presidio y marchó a Barcelona. Hombre de pelo en pecho pronto encontró en el Lion d’Or quién le ofreciera poco trabajo y bastante sueldo. Tenía alguna letra y pasó a ser un puntal de vigilancia en una mancebía de Santa Madrona; tuvo en seguida una prostituta bajo su tutela que le permitía pasarse el día en los cafés planeando negocios fáciles... Román Castellanos Álvarez había actuado dos o tres veces con Jaume Ros y con Trotzky. El último negocio que hicieron juntos era el de plumar a un cobrador de un banco barcelonés a la carteta. Cuando Ros retiró a la antigua mujer de Trotzky, Castellanos, que era muy amigo de este, se peleó con aquel.

La policía se llevó a los dos a la delegación de Atarazanas.

–¿Por qué lo habéis matado? –preguntó el agente.

–Pero ¿a quién?

–Vamos. No os hagáis los desentendidos, que a vosotros no os está bien. ¿A quién teníais que matar? A Jaume Ros.

–¿Al Ros? –exclamaron los dos detenidos.

–Pero si hemos estado toda la noche en el Catalán.

–Eso ha sido a las nueve de la noche. ¿Dónde estabais a esa hora?

–Yo –exclamó Trotzky– a esa hora estaba cenando en Casa Juan.

–Y yo –explicó Castellanos– tomaba café con mi mujer en ese bar de la calle del Conde del Asalto que hay frente a la calle de San Ramón.

–Bien, bien, ya comprobaremos todo esto –dijo el policía al encerrarlos en el calabozo que está a la izquierda, según se entra, en la delegación de Atarazanas.

La policía no pudo detener hasta la madrugada al Xato de Sóller y a Pere Ferrer. Al Xato de Sóller, que había sido un pistolero a las órdenes del barón de Koenig y antiguo croupier del Pay-Pay, porque no llegó a su domicilio hasta las cinco acompañado por unos amigos y completamente borracho. Hasta esa hora juerguearon en la casa de una querida de un compinche que vivía en la calle de Viladomat. A Pere Ferrer, porque pasó la noche en la imprenta de la Soli conversando con los redactores del diario.

Ni Joan Sebastiá ni Miquel pudieron ser detenidos. A las ocho de la mañana pasaron todos al juzgado, y una vez comprobado que nada tenían que ver con el atentado contra Jaume Ros, se les puso en libertad a todos menos a Pere Ferrer. Quedaban por ser detenidos Joan Sebastiá y Miquel.

Aquella noche nadie los había visto.

Joan Sebastiá era uno de los anarquistas más firmes y más convencidos. Nació en un pueblo de la provincia de Gerona, y a los pocos meses del nacimiento su familia tuvo que instalarse en Barcelona. Se crió en las calles de Sans. Su padre era federal y espiritista; para ganarse un sobresueldo fabricaba jaulas para pájaros y era un decidido defensor de la libertad. Creció Joan Sebastiá y entró de aprendiz en un modesto taller mecánico del barrio. Por las noches iba a una academia a aprender a leer y escribir. Tenía un gran afán por las lecturas, y papel que caía en sus manos, papel que leía ávidamente; hasta los trozos de diario en que su madre le envolvía el almuerzo. Una tarde el dueño de la tienda le envió con unas herramientas a una casa de la calle del Rosal.

–Irás a pie por la calle del Marqués del Duero, y ¡corre! Así llegarás más pronto.

El chaval cruzó la carretera de Sans, llegó a la plaza de España y siguió por la amplia vía del Paralelo. Eran las cuatro de la tarde de un día del mes de agosto. El sol requemaba las losas de la calle. Pasaban los tranvías camino del puerto. Joan Sebastiá no llevaba un céntimo encima y pensaba en lo felices que eran los que podían ir en el tranvía, rápida y descansadamente. Caminaba entre los rieles. Cuando sonaba el timbre del tranvía montaba en la acera y, una vez había pasado, volvía a ponerse entre los rieles y miraba cómo se alejaba... Entonces sentía una honda pena de no poder correr, alcanzarle y subir en él.

–¡Si tuviera diez céntimos!

Joan Sebastiá, en aquellos momentos concibió todo un sistema de economía política.

–Tendría que subirse gratis en los tranvías. Es decir, pagar con el trabajo. Cuando el conductor del tranvía necesitase una llave yo se la haría gratis y cuando yo quisiera ir en tranvía no tendría que pagar. El dinero no existiría y todo iría bien.

Pocos días después Joan Sebastiá contó a un dependiente del taller sus ideas sobre el trabajo y el dinero. El dependiente lo miró fijamente y le dijo:

–Noi, això és l’anarquia! –y siguió trabajando.

–¿Anarquía? –repitió mentalmente Joan Sebastiá–, pues si eso es la anarquía, yo soy de los de la anarquía.

Esto ocurría cuando Joan Sebastiá tenía 14 años. Joan Sebastiá creció, y en sus manos cayeron los libros de la Editorial Sempere, de Valencia. Leyó a Nietzsche y a Victor Hugo; a Rousseau y a Schopenhauer... Sabía de memoria las proclamas del Ateneo Racionalista, de Sans, y todos los folletos de Tierra y Libertad. Mayor ya encontró compañeros semejantes a él, que preferían estudiar el esperanto y reunirse para encontrar el mejor medio de hacer la revolución que ir a los bailes públicos y al cine. Joan Sebastiá creía que Fola Igúrbide era un genio teatral y subía a Montjuich muchas mañanas para rendir culto a Francisco Ferrer.

La policía lo fichó, y desde ese día cada dos por tres iba a la cárcel... Pero él permanecía impasible. Cuando le iban a buscar decía:

–Què hi fet jo! –y ya no volvía a pronunciar palabra.

Después sonreía de una manera tan plácida que hacía exclamar a los policías:

–¡Qué cínico! ¡No te rías así porque te voy a soltar un sopapo! ¡Verás tú!

... No, no. No encontraron ni a Joan Sebastiá ni a Miquel.

Miquel era un trabajador honrado que lo ignoraba todo, pero que sentía un gran placer en gritar y en tener razón a fuerza de juramentos y de groserías. Tenía alma de lacayo y le gustaba ser criado de cualquier leader del movimiento obrero. Le llevaba el abrigo o el hijo o el paquete de comida; le apartaba los preguntones y le guardaba la silla en el Café Español; le iba a buscar tabaco y en cuanto veía que el divo social se preparaba a liar un cigarrillo ya estaba él dándole golpecitos a su encendedor para evitarle la molestia de encender una cerilla.

Miquel era de Lérida y carpintero. Trabajaba a destajo y tenía horas libres... Quería estar en el secreto de todo, y esto le perdía. No sabía nada, pero él, se hablase de lo que se hablase, se encogía de hombros y exclamaba:

–Tu no saps res... Jo ho sé tot, però no puc dic res...

Juntaba los labios, levantaba el brazo, ponía el índice sobre el labio superior y el pulgar bajo el inferior y los apretaba como cerrando la boca para siempre...

–No puc dir res... Mmm!

Pero ¿dónde se habría metido Joan Sebastiá? ¿Y Miquel?

La policía había dado por fin con el paradero de Joan Sebastiá y de Miquel. Este fue detenido, el otro no. Se sabía que estaba en Francia, que había escrito desde Perpiñán una carta y por tanto no podía ser autor material del atentado contra Jaume Ros. A Miquel la policía lo cazó en Badalona...

–¿Qué has ido a hacer tú a Badalona? ¡Di, habla!

Miquel, a pesar de los golpes sobre la mesa del café, a pesar de las interjecciones permanentes y del enorme pecho felpudo, estaba apocadísimo ante la policía. Bien es verdad que era la primera vez que se le detenía.

–¿Yo? –titubeó.

Se perdió.

–Sí, tú. ¿Has buscado la coartada, verdad? ¡Ay, que rico! Tú has asesinado a Jaume Ros.

–¿Yo? ¡No! –y puso tanta energía en esta afirmación que si llega a ser un dios mitológico hace temblar el universo.

–Vamos, no...

Le maniataron y lo metieron en un Ford. Durante el camino Miquel iba perdiendo arrestos. Ni se acordaba para qué había ido él a Badalona. ¿Para qué? ¡Ah, sí! Para llevar una orden de paro...

–¿Cómo digo yo esto? –preguntábase a sí mismo preparando su alegato ante el jefe superior de Policía–. Porque si digo que he ido a Badalona para que la huelga se extendiera me la cargo con todo el equipo... ¿Qué puedo inventar? ¿Que había ido a ver un amigo? ¿A cuál? ¿A quién conozco yo en Badalona? ¿Al Peret, al Joan, al Subirats? Pero esto puede comprometerles... Mec...!

Brincaba el auto sobre los adoquines que cubren la carretera. Los plátanos daban una sombra bienhechora y de cuando en cuando dejaban atrás un tranvía amarillo que en medio de aquellos verdes y de aquellos campos parecía un barracón de feria que seguía su camino.

Miquel miraba el paisaje y no lo veía. Estaba tan acostumbrado a oír hablar de las persecuciones policíacas, de los martirios oficiales, que aquel viaje, sin que le pegaran ni le maltrataran, empezaba a parecerle un sueño.

–Jo sí que l’he f... –decía–. ¿Cómo me arreglo para avisar a los de casa?

Y él, que no pensaba nunca en ir a trabajar, ni en terminar ningún encargo, repitióse:

–¿Cómo voy a terminar aquel letrero y aquella caja para embalar el piano? ¿Y aquel arreglo que tenía que hacer a la mesa de la secretaría del ramo de la madera?

Entró el auto en la carretera de Pedro IV; empezó Miquel a ver gente por las aceras: obreros que tomaban el sol, mujeres que regresaban de la plaza o de la tienda, chiquillos que corrían por las calles... Se fijaba en los rostros de los obreros para ver si reconocía alguno de ellos y si estos se fijaban en él. Era tan infantil su alma que se hubiera dado por bien pagado en aquel momento si los camaradas del café que como él hablaban de “emancipación del proletariado” y de “resurgimiento social” le hubieran visto convertido como se creía en un “mártir de la causa”. ¡Con qué gozo hubiera puesto mala cara mostrando las manos esposadas y diciendo en un encogimiento de hombros: Ja ho veieu, nois!