A la sombra del asombro

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A la sombra del asombro
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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Educación Continua

Alameda 390, Santiago, Chile

editorialedicionesuc@uc.cl

www.ediciones.uc.cl

A la sombra del asombro

El mundo visto por la física

Francisco Claro

© Inscripción Nº 249.699

Derechos reservados

2015

ISBN Edición Impresa: 978-956-14-1497-6

ISBN Edición Digital: 978-956-14-2529-3

Diseño:

M. Francisco de la Maza

versión | producciones gráficas ltda.

Ilustraciones:

Christian Lungenstras

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

CIP – Pontificia Universidad Católica de Chile

Claro Huneeus, Francisco

A la sombra del asombro: el mundo visto por la física / Francisco Claro.

Incluye bibliografía.

1.- Filosofía de la física.

I.- t.

2015 530.01 + DDC 23 RCAA2


A Isabel, Alejandra, Magdalena y Sebastián

CONTENIDO

Prólogo a la nueva edición

Prefacio

Capítulo 1: Diversidad

Capítulo 2: Lo más pequeño

Capítulo 3: El pegamento

Capítulo 4: Armando el átomo

Capítulo 5: Lo grande

Capítulo 6: Lo más grande

Capítulo 7: Unidad

Addendum: Novedades en la frontera

Bibliografía

Glosario

Prólogo a la nueva edición

A menudo me he preguntado acerca de la diferencia entre una novela y un libro de divulgación científica. Me inquieta la pregunta porque pudiendo ambos ser relatos fascinantes, la novela tiende a ser más cautivante para la mayoría de las personas. Creo que esta realidad tiene que ver con la estructura de ambos relatos: mientras la novela desarrolla un argumento progresivo, el discurso científico tiende a ser plano y carecer enteramente de ese gancho tan efectivo para la novela que es el suspenso. La novela no se puede abandonar, hay que terminarla para conocer el desenlace, mientras el texto científico no tiene desenlace alguno y se puede dejar de lado en cualquier punto sin grave daño psicológico al lector.

Pero hay también otra diferencia. Mientras la fascinación que despierta una novela como Crimen y Castigo de Fiódor Dostoievsky sigue vigente a ciento cincuenta años de su aparición, el relato científico se torna pronto obsoleto por muy inspirado que haya sido su autor al presentarlo. La ciencia cambia con los años, progresando y superándose continuamente.

Es entonces oportuna la actualización ocasional de cualquier escrito que exponga el estado de la ciencia contemporánea. La estrategia usual es la revisión del texto en sus detalles. Quizás sea esto a veces suficiente, pero en lo que respecta a la física de las últimas décadas definitivamente no lo es. Ha habido avances tan medulares y sorprendentes que no se cubren lealmente con un cambio por aquí y un retoque por allá, requieren un desarrollo aparte.

Es lo que he pretendido en esta nueva edición, agregando un capítulo completo sobre los descubrimientos recientes de mayor importancia. En él trato la aparición en escena del grafeno, el bosón de Higgs, vestigios de ondas gravitacionales y la expansión acelerada del Universo. Si el relato dejara con hambre al lector –confieso que es parte de mi objetivo– los poderosos recursos modernos de búsqueda de información constituirán siempre un valioso complemento a este texto.

Francisco Claro

Noviembre del 2014

Prefacio

En una de esas inolvidables correrías en bicicleta por las colinas de Algarrobo, localidad cercana a Santiago, le pregunté a un buen amigo que suele acompañarme, “si leyeras un libro de física, ¿qué debería contener?”. Desde hacía algún tiempo me interesaba la pregunta y quería una opinión. Pensaba yo que me diría “el rayo láser” o “el átomo” o quizás, “el Big Bang”. Reflexionó un momento y luego me dijo, “Mira, lo primero sería que explicaras qué es la física”. Su respuesta me dejó completamente descolocado. ¿Cómo se pueden escribir 200 páginas para explicar qué es la física? No soy filósofo. Además, soy de pocas palabras y me siento más cómodo con las matemáticas que con el lenguaje. ¿Qué hacer?

En andanzas posteriores hice varios intentos por conversarle de distintos temas de la física, buscando diferentes enfoques, diferentes ejemplos, diferentes estilos, siempre tratando de interesarlo y observando sus reacciones. La tarea era ardua porque notaba que las mismas palabras lo echaban todo a perder. Son a menudo tan técnicas y a más de alguno le traen malos recuerdos de la época de estudiante cuando quizás “odiaba la física” o era un suplicio enfrentarse con un problema de presión en gases. Recuerdo a mi sobrina Paz estudiando con su amiga Vesna para un examen y memorizando la ley de Boyle diciéndose mil veces, “Paz y Vesna No Tienen Remedio” (la ley se escribe pV=nTR).

Por esos días el encuentro casual con un amigo y colega de trabajo en la universidad, me obligó a aterrizar la inquietud. “Escribe un libro que pueda entender cualquiera”, me propuso. Además de mis cursos especializados habituales, llevaba yo ya algún tiempo dando esporádicas conferencias para no especialistas. También, aparte de mis escritos técnicos, tenía uno que otro artículo en revistas de divulgación. Sentí entonces que mi amigo me lanzaba el desafío de realizar un esfuerzo más substancial y global, y no pude resistir la tentación de enfrentarlo. Este libro es el producto de haber caído en esa tentación.

Al escribirlo, parto de la base que todos nos hacemos preguntas. Supongo que el asombro ante la belleza natural ha marcado momentos de nuestras vidas. Imagino que algunos se han detenido ante la experiencia para reflexionar y buscar explicaciones. Pienso que unos y otros sólo nos diferenciamos en la atención que prestamos a nuestros “¿por qué?”, en el tiempo que le dedicamos a su estudio y al intento de convertirlos en “Porque…”. Pero todos, alguna vez, nos hemos preguntado qué es lo más pequeño que existe, cómo funciona el láser, o por qué el Sol calienta. Mi intención es tocar esas preguntas y darles un poco de tiempo a través de la lectura. Es que nos detengamos unos minutos a la sombra del asombro.

Tratando de complacer a mi compañero de paseos en Algarrobo y los que, como él, quisieran saber qué es la física, procuro mostrarlo sin decirle al lector que le hablo de esta rama de la ciencia para que sus prejuicios no lo estorben. Sin embargo, mi esperanza es que una lectura completa del libro muestre un panorama de la manera como los físicos interpretamos hoy el mundo. Tenemos una manera de ver las cosas influida por largos años de estudio, en que se combinan las matemáticas y la reflexión sobre la naturaleza. Es una mentalidad especial, entrenada en el uso de una mezcla de intuición imaginativa y rigor intelectual. Cuando observo algo que no entiendo, tengo la tendencia natural a buscarle una explicación inmediata. Los conocimientos de matemáticas y de física acuden entonces en mi ayuda y llenan una especie de caja de herramientas a mi lado para construir la teoría. A veces no sirven demasiado, pero suelen también ayudar. Si lograra en estas páginas transmitir algo de esa manera de pensar, me sentiría contento. Quizás el mundo material no sea como lo vemos. Pero hasta la fecha nadie ha encontrado una manera mejor de entenderlo y por eso vale la pena conocer algo del lenguaje y de los conceptos que dominan la física de hoy.

El ideal sería tener una varita mágica que despertara inquietudes y preguntas dormidas. Pero sé que cuesta mantener la atención del lector en estos temas, y me siento obligado a pedirle que acepte explicaciones algo áridas a veces, o un vocabulario nuevo que necesito ir desarrollando para que nos podamos comunicar. Lo que aquí presento es un panorama global, como un rápido paseo guiado por un museo, sin detenerse demasiado en ningún cuadro en particular. He incluido tópicos que no se encuentran en libros similares, y dejado fuera otros que ya están demasiado cubiertos. Para ilustrar conceptos a menudo menciono números, los cuales deben entenderse siempre como cifras aproximadas solamente. Aparte de informar, ojalá estas líneas estimulen la reflexión en torno a la experiencia diaria con las cosas que nos rodean. El mundo es extraordinariamente diverso y el comportamiento de las cosas nos deja a menudo perplejos. ¿Cómo no observarlo, cómo no detenerse ante tanta belleza, unidad, armonía? Ignorarlo es como jamás haber leído un libro o escuchado música. Se puede sobrevivir así, pero se pierde demasiada riqueza y satisfacción espiritual.

 

Cuando le conté a un visitante alemán que planeaba hacer un libro sobre toda la física, me preguntó en cuánto tiempo lo iba a escribir. Le dije que en cinco meses, a lo que respondió “serán cinco años”. Me imaginé entonces a Mozart escribiendo la Flauta Mágica en diez días, y luego pensé cuán distante estoy yo de ser un Mozart, de escribir a toda velocidad sin cometer errores, de producir algo genial… Qué depresión. Traté de zafarme con todas las argucias imaginables, pero siempre mi interior dijo ¡No!, hay que hacerlo. Y rápido. El desafío ya lo había aceptado y tenía que cumplir. Me puse un horario de trabajo en las mañanas y poco a poco, golpe a golpe, fueron saliendo palabras, ideas, conceptos. El resultado no es una pequeña serenata diurna mozartiana ni nada que se le parezca, pero ha quedado el tema cubierto.

El libro está pensado para leerse de corrido, más como un relato liviano que como un texto de física. Los temas tratados son tan vastos y diversos que necesariamente los recorremos sin intentar profundizarlos. Quien desee adentrarse en los detalles encontrará una guía en la bibliografía indicada al final del libro, seleccionada teniendo en mente lectores que prefieren no entrar en el lenguaje matemático. También se ha incluido un glosario, y un índice temático que permite ubicar rápidamente en el escrito algún concepto particular. El apoyo de esa inmensa biblioteca contenida en internet es un valioso recurso para complementar esta lectura.

Agradezco el apoyo constante y comprensivo de mi esposa Isabel, de mis hijas Alejandra y Magdalena, y de mi hijo Sebastián. Cada uno me entregó algo valioso a su manera, que aprecio infinitamente. Agradezco también a Bruno Philippi por empujarme a esta aventura, a Carlos Friedli por abrirme los cofres de su informadísimo e inagotable intelecto, a Jorge Alfaro y Hernán Quintana por corregirme en áreas en que saben muchísimo más que yo, a Gisela Hertling y Roberto Musa, por leer pacientemente cada palabra del manuscrito (y sugerirme sin cuenta correcciones).

También expreso mi gratitud a Zdenka Barticevic, Cecilia García Huidobro, Juan Antonio Guzmán, Douglas Hofstadter, Leopoldo Infante, Marcelo Loewe, Nicolás Majluf, Karl von Meÿenn, Mónica Pacheco, Gustav Obermeir, Jorge Ossandón, Julio Retamal, Arturo Reyes, Carlos Rivera y Cristóbal Sánchez, quienes contribuyeron de una u otra manera a lo bueno que pueda contener este libro. Lo malo, es de mi entera responsabilidad.

Capítulo 1

Diversidad

Sentado frente a la ventana, observo el pequeño jardín asoleado, con su terraza en sombra. Veo las sillas blancas de plástico, los maceteros de arcilla rojos, el patio de cemento, la pelota de fútbol, de cuero, en un rincón; veo las hojas de los más variados verdes en los árboles. Veo el cielo azul y el agua de la manguera que lo salpica todo. En este momento, un sorprendente picaflor, quieto en el aire, sostenido apenas por la invisible esfera de su veloz aleteo, extrae ávidamente el néctar de un abutilón. Veo los cables de electricidad en la calle, el metal de la reja en la ventana, la lámpara de bronce de mi abuela sobre un extremo de la antigua mesa en que trabajo, el cuaderno de papel a mi lado, el procesador de palabras en que escribo, mis dedos que se mueven sobre su teclado. Me veo a mí mismo viendo y me pregunto ¿cómo es todo ello posible? ¿Por qué tanta diversidad?

Estas simples preguntas, y otras como ellas, han acompañado a las culturas desde sus inicios y surgen en la mente de cada ser humano muchas veces a lo largo de su vida. Todos han buscado respuestas, aunque algunos en forma más dedicada que otros.

Un ejemplo de esta actitud, rico en anécdotas, personajes y descubrimientos, lo provee la historia de la astronomía, esa antigua práctica de abrir una ventana del intelecto hacia lo más grande, hacia aquello que siempre ha fascinado y sobrecogido al ser humano: el cielo. Es también el origen del largo peregrinaje seguido por las culturas más antiguas en el sendero de las preguntas.

Allá arriba…

El asombro ante lo que vemos al mirar hacia arriba es tan antiguo como la humanidad. El Sol, las estrellas fijas y las fugaces, la Luna y sus fases, los cometas, los eclipses, el movimiento de los planetas en el cielo, despertaron siempre admiración, curiosidad y temor. Lo atestiguan silenciosos monumentos de épocas remotas como Stonehenge en Inglaterra, Chichén Itzá en México, Angkor Vat en Camboya, los Moai en Isla de Pascua, Abu Simbel en Egipto.

Desde tiempos remotos las civilizaciones sobre la Tierra tuvieron cada una su propia visión del cosmos. El Inca se consideraba descendiente del dios Sol. Para los aztecas el joven guerrero Huitzilopochtli, símbolo del astro rey, amanecía cada mañana con un dardo de luz combatiendo a sus hermanos, las estrellas, y a su hermana, la Luna, para que se retirasen y así imponer su reinado diurno. Moría en el crepúsculo para volver a la madre Tierra, donde renovaba su fuerza a fin de enfrentar un nuevo ciclo el día siguiente.

Para las tribus primitivas de la India, la Tierra era una enorme bandeja de té que reposaba sobre tres inmensos elefantes, los que a su vez estaban sobre la caparazón de una tortuga gigante. Para los antiguos egipcios el cielo era una versión etérea del Nilo, por el cual el dios Ra (el Sol) navegaba de Este a Oeste cada día, retornando a su punto de partida a través de los abismos subterráneos donde moran los muertos; los eclipses eran provocados por ataques de una serpiente a la embarcación de Ra. Para los babilonios la Tierra era una gran montaña hueca semi sumergida en los océanos, bajo los cuales moran los muertos. Sobre la Tierra estaba el firmamento, la bóveda majestuosa del cielo, que dividía las aguas del más allá de las que nos rodean.

El Sol nos ilumina y nos calienta de día. La Luna alumbra la noche. Los planetas se mueven lentamente sobre el fondo inmutable de las estrellas, describiendo trayectorias aparentemente circulares. El ritmo de las estaciones nos trae los coloridos cambiantes de las flores y las hojas de los árboles, e impone a las siembras que nos alimentan el rigor implacable de sus ciclos. Produce la migración de los pájaros y la aparición o desaparición de insectos y otros animales. El ciclo diario despierta a gallos, lechuzas y murciélagos en diferentes horarios. La regularidad de las fases lunares es la de las mareas y coincide misteriosamente con la del período menstrual femenino. ¿Cómo no fascinarse ante todo esto?

El sobrecogimiento que produce el espectáculo celestial en una noche clara y transparente, lejos de las luces de la ciudad, ciertamente incita a la reflexión y hace surgir una multitud de preguntas, como ¿hasta qué distancias hay estrellas? o ¿habrá por allí algún otro planeta habitado? o ¿las estrellas se mueven o están fijas en el cielo? o ¿para qué tanta cosa cuando a nosotros nos basta para existir el sistema solar? Miles de preguntas, algunas ingenuas y otras muy serias, que uno quisiera contestar, y que han despertado el interés de tantos por el estudio del cielo.

Aunque las preguntas nacidas de la curiosidad natural guiaron la búsqueda, también hubo siempre fines prácticos tras el afán por conocer mejor qué es todo aquello y cómo funciona. Penetrar los secretos del cielo constituyó, desde las primeras civilizaciones, una importante fuente de poder. La navegación orientada por las estrellas dio ventajas en la guerra sobre las aguas, mientras la agricultura apoyada en el conocimiento de los ciclos naturales permitió una mejor subsistencia en la Tierra. El selecto grupo de personas que tuvo alcance a estos secretos fue venerado por las sociedades primitivas, fue el protegido de los jefes de las tribus y, posteriormente, de los príncipes y de los reyes.

La conjunción de diversas motivaciones hizo entonces al ser humano escudriñar el cielo desde los albores de la civilización. Fundada en actitudes centrales a su ser, nació así la astronomía, ese fruto de la paciente contemplación del cielo y de un acucioso registro y análisis de lo que allí ocurre. Los avances fueron sostenidos, aunque lentos al principio. Hace cinco mil años la gente de Mesopotamia ya reconocía una serie de constelaciones, a fuerza de mirar e imaginarse formas de objetos y animales. Las constelaciones son grupos de estrellas que, al unirlas con trazos imaginarios, forman figuras en el cielo. Los antiguos dieron nombres de animales a estas agrupaciones. Por ejemplo, a una la llamaron “león” (actual Leo).


Las inundaciones del Nilo en Egipto se asociaban con la aparición antes del amanecer de la estrella Sirio, el quinto astro en luminosidad en el cielo después del Sol, la Luna, Venus y Júpiter. Su estudio llevó a concluir que el año dura unas seis horas más que 365 días (la cifra correcta incluye cuarenta minutos adicionales). De esta observación surgió también la invención del primer calendario de 365 días.

Por su parte, la civilización Maya, habitante de la península de Yucatán y partes de las actuales Guatemala y Honduras, consiguió un desarrollo comparable con la astronomía. Lo prueba su famoso calendario, elaborado hace por lo menos veinte siglos, que se basó en un ingenioso estudio de los desplazamientos de la Luna y la Gran Estrella noh ek (Venus) respecto del Sol. El año de esta cultura difiere del actual en menos de cinco minutos, en tanto que el calendario romano, de la misma época, se equivoca en unos once minutos al año.

Los rizos de Ptolomeo

En Grecia ya se sabía bastante de astronomía algunos siglos antes de Cristo. No sabemos cuán difundido y aceptado era este conocimiento, pues en el siglo tercero fue destruida la legendaria biblioteca del museo de Alejandría, lugar donde se guardaban preciosos documentos de la Antigüedad. Dicen que alrededor del año 280 antes de Cristo, Aristarco de Samos escribió que la Tierra era un cuerpo esférico que, como los demás planetas, giraba en torno al Sol y en torno a sí mismo, tal como hoy sabemos que ocurre. Por la misma época, Eratóstenes, bibliotecario del museo, midió la circunferencia de la Tierra, obteniendo un valor que difiere en sólo unos ochenta kilómetros del valor correcto (apenas un dos por mil de error). Para obtener este número se cuenta que Eratóstenes contrató a un paciente caminante para que midiera en pasos la distancia entre Alejandría y Syene (hoy Aswan, en el extremo sur del río Nilo). La distancia es de 800 kilómetros, lo que implica que el paseo (cerca de un millón de pasos) tomó varios días. El método de Eratóstenes consistió en medir en ambos lugares y a la misma hora, la longitud de la sombra de una estaca clavada en la tierra. Si en Syene el Sol estaba justo arriba, la estaca no proyectaría allí sombra alguna; en Alejandría, en cambio, por la curvatura de la Tierra, habría una sombra que delataría justamente la magnitud de esa curvatura y, por tanto, la circunferencia del planeta.


A pesar de las enseñanzas de Aristarco y Eratóstenes, la creencia predominante entre los griegos era que la Luna, el Sol y los demás astros que pueblan el cielo giran sobre esferas perfectas en torno a la Tierra, el centro absoluto e inmóvil del Universo. La Luna sobre la esfera más cercana, luego Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno, este último seguido de las estrellas fijas. Finalmente el inmóvil primum mobile (Dios), la razón primera que alentaba el movimiento armónico de todo este esférico concierto celestial.

Es la concepción geocéntrica del cosmos, sistematizada en la cosmología aristotélica y elaborada en la tradición analítica del pensamiento griego. Constituyó el paradigma cosmológico que dominó imperturbado al Viejo Mundo hasta el siglo XVI. Lo conocemos con todo detalle gracias a Claudius Ptolemaeus (Ptolomeo) quien, en el siglo II, escribió una monumental obra enciclopédica de astronomía. Su nombre original La Colección Matemática cambió luego a El Gran Astrónomo, para distinguirla de un conjunto de textos de otros personajes, como Euclides y Menelaus, agrupados bajo el título El Pequeño Astrónomo. En el siglo IX, los árabes la llamaron finalmente como la conocemos hoy, Almagest, o El gran tratado. Consta de trece volúmenes que tratan del sistema geocéntrico, los planetas, el Sol y las estrellas fijas, de los eclipses, de geometría y trigonometría, de la construcción de instrumentos y observatorios astronómicos.

 

Exhausta con la contundencia del Almagest y anestesiada por las corrientes predominantes en la Edad Media, la astronomía se durmió en Occidente por catorce siglos para despertar luego sobresaltada con una osada proposición de Nicolaus Koperlingk de Thorn (Copérnico). Este hombre, estudioso de teología, filosofía y astronomía, propuso un Universo centrado en el Sol, con los planetas describiendo círculos perfectos en torno a él, ya que ante toda falta de uniformidad “el intelecto retrocede con horror”. Se iniciaba así la llamada “revolución Copernicana”, pero sin su gestor. Copérnico publicó sus ideas en 1543. Según una carta de la época, sin embargo, “…vio su obra llevada a término precisamente el día de su muerte”. Su trabajo se titula “De Revolutionibus Orbium Coelestium”, escondido presagio de la magnitud de la revolución conceptual a la que dio origen.

Al publicar sus convicciones, Copérnico fue fiel a dos principios que orientan el avance de la ciencia. Uno, que si vamos a preguntarnos sobre los objetos en el cielo, lo primero es mirar hacia arriba y ver qué nos dice la observación de lo que allí hay. Podemos imaginar o discurrir acerca de lo que no es fácil o posible de observar. Sin embargo, si el comportamiento imaginado contradice lo que se observa, debe ser abandonado. Es el principio de sometimiento al fenómeno, a lo que ocurre y puede medirse: el comportamiento de la naturaleza, si uno quiere conocerla, siempre manda.

El otro principio es el de simplicidad: de dos explicaciones, la más simple es siempre la mejor. Pero no tan simple que viole el primer principio. Einstein dice: “Todo debe ser lo más simple posible, pero no más simple”.

Al respecto, una primera idea que surge al mirar el cielo con ojos de niño, es que los astros están todos fijos sobre una esfera transparente, como pintas sobre un globo de cristal, que gira una vez por día en torno a la Tierra. Ese modelo da cuenta del día y la noche, es verdad, pero es demasiado simple. Un poco más de observación muestra que el Sol, la Luna y los siete planetas más visibles cambian de posición con respecto a las estrellas. La primera corrección al modelo de esfera única agrega entonces una esfera por cada astro: una para el Sol, una para la Luna y una para cada uno de los siete planetas más brillantes. El modelo de Universo se parece entonces a una gran cebolla de capas móviles, con la Tierra al centro.


Una observación aún más fina muestra, sin embargo, que los planetas describen órbitas que parecen rizos en el cielo. ¿Cómo conciliarla con el modelo de simples esferas centradas en la Tierra? Ptolomeo logró explicar el movimiento rizado en base a pequeñas órbitas circulares en torno de otras más grandes. Círculos que giran en torno a círculos. Era una explicación complicada, sólo para expertos en geometría esférica. Catorce siglos más tarde Copérnico advirtió que, centrando las esferas en el Sol, se podía explicar lo mismo manteniendo la simplicidad, al costo, eso sí, de abandonar el postulado de la inmovilidad de la Tierra. En su modelo, llamado heliocéntrico (helios en griego significa Sol), sólo la Luna gira en torno de la Tierra, mientras ésta rota en torno a un eje y en torno al Sol, como lo hacen los demás planetas.


Sabemos que sabemos que sabemos:

una depresión superada…

Mientras el modelo heliocéntrico de Aristarco no causó mayor impacto en su tiempo, el enunciado por Copérnico cayó en tierra fértil. No hacía mucho, Colón había navegado hacia el Oeste sin precipitarse al supuesto abismo lleno de voraces monstruos en que habría de terminar la Tierra si fuese cuadrada. Sin saberlo, había descubierto, en cambio, un nuevo continente lleno de insospechados habitantes y riquezas. Juan Sebastián Elcano, al mando de 17 sobrevivientes europeos y cuatro indígenas, había regresado de la primera vuelta al mundo, aunque sin su líder, Hernando de Magallanes, muerto en la expedición. La imprenta de Johann Gutenberg tenía ya cien años de rodaje, permitiendo la diseminación de todo lo que ocurría y de los textos de la antigua sabiduría griega. La hibernación medieval, con sus innegables virtudes y defectos, llegaba a su fin, y Europa se abría como una flor llena de perfumes de los más variados y controversiales aromas. En esta atmósfera de novedad, un atrevido modelo cosmológico, concebido en el centro mismo del continente, no podía pasar inadvertido. De hecho inició un proceso de profunda transformación de la imagen que el ser humano tiene sobre sí mismo y su entorno, comparable a un gran terremoto, del cual aún hoy día se escuchan réplicas.

En el Génesis, relato bíblico de los orígenes del Universo y de la vida, el ser humano aparece claramente privilegiado sobre el resto de la creación. Surge como la coronación de esa sublime semana de Dios, cuando ya los astros, las aguas, las plantas y los animales han sido creados y declarados “buenos” por El. El hombre es hecho “a imagen y semejanza” del Creador mismo. ¡Qué maravillosa expresión de este privilegio es encontrarse en el propio centro del Universo! Qué cosa más natural que los astros ejecuten su singular danza en torno de este ser especial, como las abejas alrededor de la reina del enjambre, o los súbditos de un reino en torno a su soberano. Ser el centro geométrico del Universo otorgaba una prueba objetiva, palpable, verificable por todos, de ese protagonismo del ser humano.

Y he aquí que surgen en el Renacimiento algunos rebeldes que delatan esta pretensión como falsa. Primero Copérnico, con cautela, lo hace el mismo día de su muerte. Luego Giordano Bruno, un hombre de vida tumultuosa que muere en la hoguera por sus desórdenes, y finalmente Galileo Galilei, a quien la Iglesia ordena el silencio. Es interesante notar que, desafiando la costumbre de la época de hacer todo escrito docto en latín, Galileo escribe en italiano, permitiendo así que sus rebeldes ideas lleguen al pueblo.

Aún cuando hoy mismo no faltan quienes creen que la Tierra es plana, el tiempo y los avances de la astronomía nos han convencido de que habitamos uno de nueve planetas esféricos mayores que giran en torno al Sol; que este astro es una estrella como la mayoría de las demás, una entre cien mil millones sólo en nuestra galaxia, la que a su vez no es más que una entre otros cuantos millones de millones de galaxias que pueblan el Universo visible. No somos el centro geométrico de nada. ¡Qué depresión!

No, no hay razón para estar deprimidos. Muy por el contrario. Somos tan extraordinariamente especiales que, a diferencia de otras formas de vida que habitan el planeta, hemos aprendido cosas acerca del Cosmos, de su inmensa variedad y riqueza. Hemos aprendido que no somos su centro geométrico, y más aún, que ¡el Universo que habitamos ni siquiera tiene un centro! Lo singular de nuestra especie es que tenemos curiosidad y la capacidad de satisfacerla. Podemos aprender, pero más importante aún, sabemos que hemos aprendido…, y hasta sabemos que sabemos que hemos aprendido…, y que hay mucho más por aprender.

El verdadero lugar de la belleza

La fascinante historia de la astronomía muestra la íntima relación entre religión y ciencia, entre la búsqueda de un significado para los misterios del Universo y la búsqueda de un sentido para la vida personal. La vinculación más estrecha se dio en las antiguas culturas como la maya, la egipcia, la griega, y tantas otras, para las cuales los astros eran los propios dioses. Los sacerdotes en ellas solían ser los astrónomos mismos, los que conocían las fases de la Luna y predecían las tormentas. La sabiduría natural y la religiosa se reforzaban mutuamente, dando autoridad una a la otra.

Hoy podemos aceptar que los agujeros negros, las estrellas, los planetas y los átomos han sido en último término creados por Dios, pero a la vez estamos convencidos de que, en su naturaleza material, toman parte en un baile cósmico sin categorías ni privilegios especiales, todos sometidos a las mismas leyes. Si unas estrellas son más grandes que otras, unas más brillantes que otras, o más influyentes sobre la vida en el planeta que otras, ello es explicable en términos de principios universales que valen para todas por igual. No hay leyes especiales para el Sol, diferentes de las que rigen a Alfa Centauro, Cygnus X-1, o cualquier estrella en el más distante de los lugares del Universo, o de las que rigen para el núcleo atómico. Hasta hemos debido sacrificar nuestra esperanza de eterna perdurabilidad, al reconocer que si se agota la energía que emiten las estrellas también se agotará algún día la del Sol, y es difícil imaginar cómo podría así continuar la vida en nuestro entorno y el resto del Universo (no hay para qué preocuparse todavía, esto ocurrirá en miles de millones de años más).