Buch lesen: «CEGADOS Parte III»
Cegados
Parte III
Por Fransánchez
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Advertencia
Calificación por edades: mayores de 18 años
© 2019 Francisco José Sánchez Contreras
© Imagen de portada 2019 Francisco José Sánchez Contreras
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Calificación por edades: mayores de 18 años
1.ª edición
Impreso en España
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Also by Fran Sánchez
Saga Cegados
Cegados Parte III (Coming Soon)
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Tabla de Contenido
Título
Derechos de Autor
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CEGADOS Parte III (Saga Cegados, #3)
Episodio 1 | El policía
Episodio 2 | El escritor
Episodio 3 | Susana y Jaime
Episodio 4 | ONU
Episodio 5 | El monumento
Epílogo
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Also By Fran Sánchez
About the Author
Índice
Episodio 1 El policía
Episodio 2 El escritor
Episodio 3 Susana y Jaime
Episodio 4 ONU
Episodio 5 El monumento
Epílogo
––––––––
Episodio 1
El policía
––––––––
No se podía permitir ningún fallo, Ángel preparaba el equipo con mucho cuidado, comprobó que la batería estaba completamente cargada y bien adherida a la pierna del detenido. Pegó con cinta el micro en el peludo tórax y realizó una prueba de voz.
—Di algo —ordenó el policía.
—Algo —respondió el drogadicto.
—¡No!, algo más largo —volvió a ordenar.
—Algo... algo más largo —repitió con su característica tartamudez, cuando iniciaba una frase, duplicaba siempre la primera palabra.
Tras la carcajada general de sus compañeros, el agente, algo enfadado, le replicó:
—¿Tú eres tonto o te lo haces?
—Si... si usted lo dice, muy listo no soy.
—¿Te estás cachondeando de mí?
—Señor... señor comisario, le juro por mis muertos que no.
—Y dale, que ya te he dicho que no soy comisario.
—Como... como es el que manda.
—Señor comisario —dijo otro de los funcionarios en tono jocoso—, el equipo de grabación funciona correctamente.
—¿Ve... ve como sí es comisario?, me está liando.
El policía prefirió no darle más pie y se centró en su trabajo. Volvió a explicarle el procedimiento de la operación. Recogería a su amigo de toda la vida a la salida de prisión y le acompañaría para intentar averiguar dónde estaba el botín del atraco, ellos estarían siempre cerca y muy importante, debía evitar que descubriese el micro.
Estaban a punto de resolver el asalto a un banco perpetrado quince años antes. Dos delincuentes de poca monta, ambos drogadictos, atracaron una sucursal bancaria de una céntrica calle de Almería. Tras disparar una tanda de cartuchos contra el director, que casi pierde la vida, aunque quedó tetrapléjico, consiguieron un botín de veinte millones de pesetas de la época.
Las rápidas pesquisas policiales obtuvieron como premio, unas pocas horas después, la detención de uno de ellos, el autor de los disparos, conocido como El Indalecio. Pero nunca confesó dónde escondió las sacas ni delató a su compinche. Todas las sospechas recayeron sobre aquel pobre tartamudo, apodado Culebra, pero sin pruebas quedó en libertad, y tras meses de seguimientos y verificar su pésimo estilo de vida, dedujeron que nada sabía de aquel dinero.
El chorizo de gatillo fácil fue sentenciado y encarcelado en la prisión de la ciudad. Tras una rebaja de condena, quedaba en libertad quince años después. La policía, presionada por la compañía de seguros que cubrió el quebranto de aquel robo, deseaba recuperar aquel dinero. Decidieron buscar al tartamudo y presionarle para que colaborase con ellos, Ángel tenía un especial interés personal en el caso.
Lo encontró en los alrededores de un conocido punto de venta de drogas al menudeo, estaba en las últimas, excesivamente delgado, desnutrido, desaliñado, sin dinero y con síndrome de abstinencia. Le trasladaron a comisaría, donde le apretaron las tuercas. Él suplicaba y suplicaba por una dosis, aunque fuera de metadona, pero los policías fueron inflexibles. Jugaron al clásico poli malo y poli bueno. Un agente le amenazaba con ingresarle en presidio endosándole un reciente robo a un supermercado. Siguió intimidándolo aún más, le destinaría como compañero de celda otro delincuente con el que tenía cuentas pendientes. El poli bueno, Ángel, le ofrecía dejarle libre, incluirle en un programa de desintoxicación e incluso una pequeña recompensa por la recuperación del botín.
El desesperado no pudo resistir más, claudicó y aceptó las condiciones. Ángel redactó el acuerdo y después de firmar le trasladaron al hospital para tranquilizar su ansiedad y descansar para estar en unas mínimas condiciones de operatividad. Por la mañana, muy temprano, tras la instalación del micro y repetir varias veces las pautas del procedimiento, le facilitaron el más destartalado de los vehículos requisados, decorado para darle verosimilitud y evitar cualquier sospecha.
Ángel conducía el vehículo policial camuflado detrás de él a una distancia prudencial mientras se dirigían hacia El Acebuche, nombre que recibe el centro penitenciario de la provincia de Almería. El resto del operativo de apoyo se quedaba esperando noticias en la comisaría. De repente, el coche de delante se detuvo en el arcén derecho, el conductor abrió la puerta y salió por piernas por un descampado de matorrales en dirección a unas laberínticas plantaciones de invernaderos.
—Mierda, será hijoputa el tartamudo, nos quiere joder la operación —dijo el policía de paisano que lo acompañaba.
Se detuvieron con un gran frenazo tras el otro vehículo y salieron corriendo detrás de él.
—El cabrón nos hará sudar esta mañana —dijo su compañero.
—¡Alto, alto! ¡Detente! —gritaba Ángel con un torrente de voz.
El delincuente hizo caso omiso a las advertencias y azuzado por la adrenalina se acercaba esperanzado a su objetivo.
—¡Detente o disparo! —volvió a gritar mientras sacaba su arma reglamentaria.
Los policías estaban en mejor forma física e iban ganando terreno, pero el drogadicto aún les llevaba cierta ventaja. Si llegaba a los invernaderos le podían dar por perdido, así que disparó un par de veces al aire. Las dos detonaciones sonaron como truenos y el asustado Culebra se echó a tierra.
—¿Qué mierda haces? —preguntó Ángel con dificultad al llegar hasta él mientras intentaba recuperar el resuello.
—Soltadme..., soltadme, no puedo hacerle eso a mi colega, no puedo...
—¡Mira, atontao! —le reprendía con violencia mientras le agarraba fuerte de la pechera y se acercaba con una mueca de odio a su cara—, ¡tenemos el papel firmado por ti donde detalla que eres un jodido judas!
Lo levantaron, le agarraron por los brazos y mientras se encaminaban a los coches Ángel continuaba con la bronca.
—¡Vamos a hacer fotocopias y vamos a empapelar tu barrio y El Acebuche para que todo el mundo sepa la clase de tipejo que eres! ¡Vas a durar menos que un pastel en una merienda de gordas!
—Pero... pero comisario, ¿usted no era el poli bueno?
—Tío, ya llegamos tarde, como le perdamos la pista al Indalecio lo llevas mal, muy mal —respondió impaciente.
—Dame... dame algo bueno, pa los nervios.
—Toma un paquete de tabaco, si te portas bien pillarás algo luego —prometió.
Antes de volver a subirle al coche a regañadientes, su compañero revisó que el equipo de grabación no hubiera sufrido daños, mientras, Ángel atendía una llamada en su móvil.
—Hola —susurraba alejándose—, sí, estoy en ello..., como te prometí, en cuanto tenga oportunidad me los cargo, ha llegado nuestro momento. Tranquilo, tendré cuidado..., yo también te quiero.
Regresó a los vehículos preocupado y pensativo.
—Vamos a continuar con el operativo, como nos la vuelvas a jugar, ya sabes lo que te espera —le advirtió.
Continuaron la marcha, esta vez iban más próximos al coche que les precedía. Al llegar se detuvieron en un lugar estratégico desde donde controlar la operación.
Con unos prismáticos confirmaron que su objetivo principal estaba de pie esperando el próximo autobús. El tartamudo, haciéndose notar, giró la glorieta derrapando rueda y de un brusco frenazo se detuvo al lado de su amigo. Ángel escuchaba la charla a través de los auriculares, sus saludos, conversación banal, por poco se delata el tartamudo mencionando la cantidad exacta del botín, que su compinche desconocía. Emprendieron la marcha hacia la casa del preso, al lado del cementerio. El parloteo giraba sobre la situación actual de sus antiguos conocidos, se estaban poniendo al día.
Tuvieron que aparcar en las inmediaciones del barrio marginal para no delatar su presencia. El sonido disminuyó en calidad e intensidad, pero era audible. Los delincuentes, tras permanecer un rato en la antigua vivienda de El Indalecio, se pusieron en marcha a pie hacia el cementerio, Ángel se emocionó, el presidiario acababa de confirmar que el botín estaba escondido allí.
—¡Atención central! —comunicó por la emisora—. Unidad de seguimiento solicita grupo de apoyo en el cementerio. Confirmado, el dinero está dentro del cementerio.
—¡Recibido seguimiento! Unidades de apoyo en marcha, nos colocaremos en la puerta, ustedes síganlos dentro y manténganos informados.
—Recibido, procedemos.
Desde su posición se acercaron a la puerta del camposanto. Recién abierto, a esa hora se respiraba mucha tranquilidad, apenas encontraron visitantes, por lo que les resultó muy fácil detectarles y seguirles a una cierta distancia. Anduvieron un rato mientras se adentraban en el gran cementerio, dejaban atrás los patios y calles de nichos y entraban en la llamada zona noble, compuesta de panteones familiares y mausoleos, algunos lujosos, otros en buen estado, pero algunos medio abandonados.
El tartamudo se quedó fuera mientras el otro bajaba a una cripta subterránea y muy envejecida, casi en ruinas.
Ángel se ocultó detrás de una gran lápida, observando, parapetado por entre los pies del ángel que la coronaba.
—Unidades de apoyo en posición —escuchó por el pinganillo.
El cementerio, muy cuidado, estaba muy bonito aquella soleada mañana, resaltaba el color del césped y los altos cedros. De repente, el verde fue tornándose más claro cada vez, como diluyéndose, y con él todos los colores, hasta convertirse en blanco, un blanco tan brillante que dañaba los ojos, un blanco tan brillante que obligó a Ángel a cerrarlos y protegerlos con sus manos. Tras ser cegado por el inexplicable resplandor y pasados unos segundos de desconcierto, los abrió, negrura total. No podía mantenerlos abiertos, los pegajosos párpados se lo impedían. Llamó al compañero que permanecía a su lado, estaba en similares condiciones que él. Intentó contactar con el equipo de apoyo, pero nadie respondía.
Estaba nervioso, asustado, muy alarmado y a la vez ansioso por obtener respuestas, conocer y entender qué había sucedido y por qué estaba pasando.
Por el pasillo central del cementerio escucharon voces, eran el tartamudo y su colega.
—Socorro, no vemos, nos hemos quedado ciegos —gritó Ángel.
—Mierda..., mierda, seguro que son pasma, que estos cabrone nos han seguío —les delató el Culebra.
Los dos compinches apretaron el paso para huir, Ángel sacó su arma reglamentaria y apuntando a ciegas les dio el alto, estuvo tentado en abrir fuego, pero no quiso correr el riesgo de alcanzar a ningún inocente. Como no obtuvo respuesta, alzó el brazo hacia el cielo y disparó varias veces al aire con la intención de asustarles y la esperanza de que se entregaran. Esperó unos segundos, ningún ruido, ninguna señal, dedujo que habían huido, solo le quedaba una esperanza.
—Equipo de apoyo, tenemos problemas, se escapan, reténganles a la salida.
—Negativo, estamos ciegos, no sabemos qué ha pasado, estamos todos ciegos, venid a ayudarnos —contestaron con gran desespero.
Ángel se arrodilló impotente y lloró apenado, y no por su ceguera, sino porque no había podido cumplir su promesa, sus lágrimas eran de furia y rabia. Sus pensamientos evocaban aquel director de banco obligado a vivir de por vida postrado en una silla de ruedas. Su pareja sentimental desde que se conocieron, muchos años atrás. Su ansiada venganza por amor quedaba de momento en suspenso.
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