Buch lesen: «La muerte y un perro»
LA MUERTE Y UN PERRO
(Un misterio cozy de Lacey Doyle ― Libro dos)
FIONA GRACE
Fiona Grace
La escritora debutante Fiona Grace es la autora de la serie UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE, que incluye ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro 1), LA MUERTE Y UN PERRO (Libro 2), CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro 3), ENOJADO EN UNA VISITA (Libro 4) y MUERTO CON UN BESO (Libro 5). Fiona también es la autora de la serie UN MISTERIO COZY EN EL VIÑEDO DE LA TOSCANA.
A Fiona le encantaría saber tu opinión, así que por favor visita www.fionagraceauthor.com para recibir ebooks gratis, oír las últimas noticias y estar en contacto.
LIBROS ESCRITOS POR FIONA GRACE
MISTERIOS COZY DE LACEY DOYLE
ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro #1)
LA MUERTE Y UN PERRO (Libro #2)
CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro #3)
CAPÍTULO UNO
La campanilla de encima de la puerta tintineó. Lacey levantó la vista y vio que un señor mayor había entrado a su tienda de antigüedades. Llevaba una vestimenta de provinciano inglés, que hubiera parecido rara en la antigua casa de Lacey, la ciudad de Nueva York, pero aquí en la ciudad costera de Wilfordshire, Inglaterra, era uno más en el barrio. Lo único es que Lacey no lo reconocía, como hacía ahora con la mayoría de los habitantes de la pequeña ciudad. Su expresión perpleja hizo que se preguntara si estaba perdido.
Al darse cuenta de que podría necesitar ayuda, tapó rápidamente el altavoz del teléfono que sujetaba —a media conversación con la RSPCA— y se dirigió hacia él desde el mostrador:
–En un segundo estoy con usted. Tengo que terminar esta llamada.
El hombre parecía no oírla. Estaba concentrado en una estantería llena de figuritas de cristal glaseado.
Lacey sabía que tendría que darse prisa con su conversación con la RSPCA para poder atender al cliente con apariencia de estar confundido, así que quitó la manó del altavoz:
–Lo siento. ¿Podría repetirme lo que estaba diciendo?
La voz al otro lado era de hombre, y parecía agotado mientras suspiraba.
–Lo que le estaba diciendo, Señora Doyle, es que no puedo dar detalles de miembros del personal. Es por razones de seguridad. Estoy seguro de que lo entiende.
Lacey ya había oído todo esto antes. La primera vez que llamó a la RSPCA fue para adoptar oficialmente a Chester, el perro pastor inglés que más o menos venía con la tienda de antigüedades que ella arrendaba (sus anteriores propietarios, que habían arrendado la tienda antes que ella, habían muerto en un trágico accidente y Chester volvió deambulando hasta su casa). Pero ella se llevó la sorpresa de su vida cuando la mujer que estaba al otro lado de la línea le había preguntado si era pariente de Frank Doyle —el padre que la había abandonado cuando ella tenía siete años. Se cortó la conexión en su llamada y, desde entonces, ella había llamado cada día para encontrar a la mujer con la que había hablado. Pero resultaba que ahora todas las llamadas iban a una central de llamadas situada en la ciudad más cercana de Exeter, y Lacey nunca pudo localizar a la mujer que de algún modo había conocido a su padre por el nombre.
Lacey apretó con fuerza el auricular y se esforzó por mantener la voz estable.
–Sí, entiendo que no pueda decirme su nombre. Pero ¿no puede por lo menos pasarme con ella?
–No, señora —respondió la joven—. Aparte del hecho de que no sé quién es esa mujer, tenemos un sistema de centro de llamadas. Las llamadas se reparten de forma aleatoria. Lo único que yo puedo hacer, y que ya he hecho, es poner una nota con sus detalles. —Empezaba a parecer que estaba fuera de quicio.
–Pero ¿y si ella no ve la nota?
–Esa es una posibilidad muy real. Tenemos un montón de miembros del personal que trabajan voluntariamente según las necesidades. Puede que la persona con la que habló ni siquiera haya estado en la oficina desde la primera llamada.
Lacey ya había oído también esas palabras, de las numerosas llamadas que había hecho, pero cada vez deseaba y rezaba para que el resultado fuera diferente. Parecía que el personal del centro de llamadas empezaba a estar bastante molesta con ella.
–Pero si era una voluntaria, ¿eso no significa que podría no haber vuelto nunca para otro turno?
–Claro. Es una posibilidad. Pero no sé lo quiere que haga yo al respecto.
Lacey ya había intentado convencer lo suficiente por hoy. Suspiró y admitió la derrota:
–Vale, de acuerdo, gracias de todos modos.
Colgó el teléfono, con el corazón encogido. Pero no iba a obsesionarse con eso. Sus intentos por encontrar información sobre su padre dar dos pasos hacia delante y uno y medio hacia atrás, y ella se estaba acostumbrando a los callejones sin salida y a las decepciones. Además, tenía un cliente al que atender y su querida tienda siempre tenía prioridad sobre todo lo demás en la mente de Lacey.
Desde que los dos detectives de la policía, Karl Turner y Beth Lewis, habían publicado una noticia para decir que ella no tenía nada que ver con el asesinato de Iris Archer —y que, de hecho, les había ayudado a resolver el caso— la tienda de Lacey se había recuperado bien. Ahora era próspera, con un flujo regular de clientes diarios compuesto de gente de la ciudad y de turistas. Ahora Lacey tenía los ingresos suficientes para comprar Crag Cottage (algo que estaba en proceso de negociar con Ivan Parry, su actual propietario), e incluso tenía los ingresos suficientes para pagar a Gina, su vecina de al lado y amiga íntima, por horas de trabajo semipermanente. No es que Lacey se tomara la molestia durante el turno libre de Gina —lo usaba para aprender de subastas. Había disfrutado mucho de la que había llevado a cabo para las pertenencias de Iris Archer, iba a organizar una cada mes. Mañana iba a comenzar la siguiente subasta de Lacey, y estaba rebosante de emoción por ello.
Salió de detrás del mostrador —Chester levantó la cabeza para ofrecerle su habitual relincho— y se acercó al anciano. Era un extraño, ninguno de sus clientes habituales, y estaba mirando atentamente a la estantería donde estaban expuestas las bailarinas de cristal.
Lacey se apartó sus oscuros rizos de la cara, salió de detrás del mostrador y se dirigió hacia el anciano.
–¿Está buscando algo en concreto? —preguntó mientras se acercaba a él.
El hombre dio un salto.
–¡Dios mío, me ha asustado!
–Lo siento —dijo Lacey al ver su audífono por primera vez, y se recordó a sí misma a acercarse sigilosamente por detrás a la gente mayor en el futuro—. Solo me preguntaba si buscaba alguna cosa en concreto o solo estaba leyendo con atención.
El hombre volvió a mirar a las figuras, con una sonrisita en los labios.
–Es una historia curiosa —dijo—. Es el cumpleaños de mi difunta esposa. Vine al pueblo a tomar un té con pastas, como una especie de ceremonia conmemorativa, ¿sabe? Pero al pasar por su tienda, sentí la necesidad de entrar. —Señaló a las figuritas—. Ellas fueron lo primero que vi. —Sonrió a Lacey con complicidad—. Mi esposa era bailarina.
Lacey le devolvió la sonrisa, conmovida por la aflicción de la historia.
–¡Qué bonito!
–Fue por allá en los setenta —continuó el anciano, alargando su mano temblorosa y cogiendo un modelo de la estantería—. Estaba con la Royal Ballet Society. De hecho, fue su primera bailarina sin…
Justo entonces, el ruido de una furgoneta grande, que pasaba demasiado rápido por encima del badén regulador de velocidad directamente fuera de la tienda, cortó el final de la frase del anciano. El posterior bum que hizo al impactar al otro lado del badén le hizo dar un gran salto, y la figurita salió volando de sus manos. Se estrelló contra el entarimado de madera del suelo. El brazo de la bailarina se partió de inmediato y se coló debajo del mueble de estanterías.
–¡Oh, Dios mío! —exclamó el hombre—. ¡Lo siento mucho!
–No se preocupe —lo tranquilizó Lacey, con la mirada fija al otro lado del escaparate hacia la furgoneta blanca, que había frenado sobre el bordillo y había parado en seco. Ahora su motor estaba al ralentí y echaba humo por el tubo de escape—. No es culpa suya. Creo que el conductor no vio el badén. ¡Seguro que su furgoneta ha sufrido daños!
Se agachó y estiró el brazo debajo del mueble de estanterías, hasta que rozó el trocito de cristal dentado con las puntas de los dedos. Sacó el brazo —que hará estaba cubierto por una fina capa de polvo— y se puso de nuevo de pie, a la vez que veía por la ventana a la conductora de la furgoneta bajando de un salto de la cabina al suelo adoquinado.
–Esto tiene que ser una broma… —murmuró Lacey mirando a la culpable, a la que ahora podía identificar, con los ojos entrecerrados—. Taryn.
Taryn era la propietaria de la tienda de ropa de al lado. Era una mujer clasista y mezquina, a la que Lacey le había otorgado el título de La mujer menos preferida de Wilfordshire. Siempre estaba intentando fastidiar a Lacey, para echarla de la ciudad. Taryn había hecho todo lo que estaba en su poder para frustrar todos los intentos de Lacey de empezar un negocio aquí en Wilfordshire, ¡hasta llegar a hacer agujeros con una taladradora en la pared de su propia tienda para fastidiarla! Y aunque la mujer había pedido una tregua después de que su empleado de mantenimiento hubiera llevado las cosas un poco demasiado lejos y lo hubieran pillado merodeando fuera de la casita de campo de Lacey una noche, Lacey no estaba muy segura de poder volver a confiar en ella. Taryn jugaba sucio. Seguramente este era otro de sus trucos. Para empezar, era imposible que no supiera que el badén estaba allí —¡se veía desde el escaparate de su propia tienda, por el amor de Dios! Así que lo había pasado demasiado rápido a propósito. Después, para colmo de males, la había aparcado justo delante de Lacey’s, en lugar de delante de su propia tienda, bien para tapar la vista o para que los humos salieran en su dirección.
–Lo siento mucho —repitió el hombre, atrayendo la atención de Lacey de nuevo al momento. Todavía sostenía la figurita, que ahora tenía un solo brazo—. Por favor. Permítame que le pague los daños.
–Ni hablar —le dijo Lacey con firmeza—. Usted no hizo nada malo. —Desvió lentamente sus ojos entrecerrados por encima del hombro hacia el otro lado del escaparate. Clavó la mirada en Taryn y siguió a la mujer mientras ella se dirigía tan campante a la parte trasera de la furgoneta como si no le preocupara nada en absoluto. Lacey estaba aún más enfadada con la propietaria de la tienda de ropa—. Si alguien tiene la culpa, esa es la conductora. —Apretó los puños—. ¡Casi parece que lo haya hecho a propósito! ¡Ay!
Lacey notó algo puntiagudo en la mano. Había apretado el brazo de la bailarina con tanta fuerza que le había hecho un corte en la piel.
–¡Oh! —exclamó el hombre al ver la brillante gota de sangre que crecía en su mano. Este cogió el brazo que la había lastimado con los dedos a modo de pinza, como si retirara algo que de algún modo pudiera sanar la herida—. ¿Se encuentra bien?
–Por favor, ¿me disculpa un segundo? —dijo Lacey.
Se dirigió hacia la puerta —dejando al hombre con una expresión perpleja, sujetando una bailarina rota en una mano y un brazo sin cuerpo en la otra— y salió a la calle. Fue nadando justo hasta su archienemiga en el barrio.
–¡Lacey! —sonrió Taryn, mientras levantaba con dificultad la puerta trasera de la furgoneta—. Supongo que no te importa que haya aparcado aquí. Tengo que descargar la mercancía de la nueva temporada. ¿No es el verano tu estación favorita para la ropa?
–No me importa en absoluto que aparques ahí —dijo Lacey—. Pero lo que sí me importa es que pases tan rápido por encima del badén regulador de velocidad. Sabes que el badén está justo delante de mi tienda. A mi cliente casi le da un ataque de corazón con el ruido.
Entonces se dio cuenta de que Taryn también había aparcado de tal manera que su voluminosa furgoneta le tapaba a Lacey la vista hacia la pastelería de Tom que estaba al otro lado de la calle. ¡Eso sí que estaba hecho a propósito!
–Entendido —dijo Taryn con una alegría fingida—. Me aseguraré de conducir más despacio cuando tenga que traer la mercancía de otoño. Oye, tienes que pasarte cuando lo haya colocado todo. Renueva tu armario. Date un capricho. Te lo mereces. —Recorrió con la mirada la ropa de Lacey—. Y ya toca.
–Me lo pensaré —dijo Lacey con un tono monótono, haciendo una sonrisa falsa como la de Taryn.
En el instante en el que le dio la espalda a la mujer, su sonrisa se convirtió en una mueca. Realmente Taryn era la reina de los cumplidos con doble intención.
Cuando entró de nuevo a su tienda, Lacey vio que ahora el cliente anciano esperaba al lado del mostrador y una segunda persona —un hombre con un traje oscuro— también había entrado. Estaba mirando atentamente la estantería llena de artículos náuticos que Lacey tenía pensado subastar mañana, mientras estaba bajo la atenta mirada de Chester el perro. Podía oler su loción para después del afeitado incluso desde esa distancia.
–En un segundo estoy con usted —dijo en voz alta al nuevo cliente mientras iba a toda prisa a la parte trasera de la tienda, donde el señor mayor estaba esperando.
–¿Está bien su mano? —le preguntó el hombre.
–Totalmente bien. —Miró el pequeño rasguño que tenía en la mano, que ya había dejado de sangrar—. Siento haberme ido tan deprisa. Tenía que … —escogió sus palabras con cuidado— ocuparme de una cosa.
Lacey estaba decidida a que Taryn no la desanimara. Si dejaba que le afectara la propietaria de la tienda, sería como si se marcara un gol en propia puerta.
Cuando Lacey se metió detrás del mostrador, vio que el anciano había dejado la figurita rota encima.
–Me gustaría comprarla —anunció.
–Pero está rota —contestó Lacey. Era evidente que él intentaba ser amable, a pesar de que no tenía ninguna razón para sentirse culpable por los daños. En realidad, no había sido para nada culpa suya.
–Aun así la quiero.
Lacey se sonrojó. Era realmente insistente.
–¿Puede dejarme que intente arreglarla primero, por lo menos? —dijo—. Tengo pegamento extrafuerte y…
_¡No hace falta! —interrumpió el hombre—. La quiero tal como está. Abe, ahora me recuerda a mi esposa incluso más. Eso es lo que estaba a punto de decir cuando la furgoneta ha hecho tanto ruido. Ella fue la primera bailarina de la Royal Ballet Society con una discapacidad. Levantó la figura y la hizo girar a la luz. La luz atrapó el brazo derecho, que todavía se veía elegante, extendido a pesar de que terminaba en un muñón dentado a la altura del codo—. Bailaba con un brazo.
Lacey levantó las cejas. Abrió la boca sorprendida.
–¡No me diga!
El hombre asintió con entusiasmo.
–¡De verdad! ¿No lo ve? Esto ha sido una señal de ella.
Lacey no podía evitar estar de acuerdo con él. Al fin y al cabo, ella estaba buscando a su propio fantasma, en forma de su padre, así que era especialmente sensible a las señales del universo.
–En ese caso tiene razón, tiene que quedársela —dijo Lacey—. Pero no puedo cobrársela.
–¿Está segura? —preguntó el hombre, sorprendido.
Lacey sonrió.
–¡Estoy segurísima! Su mujer le mandó una señal. La figurita es suya por derecho.
El hombre parecía emocionado.
–Gracias.
Lacey empezó a envolverle la figurita con papel de seda.
–Nos aseguraremos de que no pierda otra extremidad, ¿eh?
–Veo que va a celebrar una subasta —dijo el hombre, señalando por encima del hombro de ella al cartel que colgaba en la pared.
A diferencia de los rudimentarios carteles hechos a mano que anunciaron su última subasta, Lacey había encargado que este lo hicieran unos profesionales. Estaba decorado con motivos náuticos; barcos y gaviotas y un borde hecho para que parecieran banderines de tela a cuadros, en honor a la obsesión de Wilfordshire por los banderines.
–Así es —dijo Lacey, sintiendo que el pecho se le llenaba de orgullo—. Es mi segunda subasta. Esta es exclusivamente de artículos antiguos de la marina. Sextantes. Anclas. Telescopios. Voy a vender toda una variedad de tesoros. ¿Le gustaría asistir?
–Tal vez lo haga —respondió el hombre con una sonrisa.
–Le pondré un folleto en la bolsa.
Lacey lo hizo y, a continuación, le dio al hombre su valiosa figurilla desde el otro lado del mostrador. Él le dio las gracias y se marchó.
Lacey observó al anciano mientras este salía de la tienda, emocionada por la historia que le había contado, antes de que recordara que tenía otro cliente al que atender.
Miró hacia la derecha para dirigir su atención hacia el otro hombre. Fue entonces cuando vio que se había ido. Se había ido sigilosamente y en silencio, desapercibido, antes de que ni tan solo hubiera tenido ocasión de ver si necesitaba ayuda.
Fue hacia la zona donde él había estado mirando —la estantería de abajo donde ella había colocado cajas de almacenaje llenas con todos los artículos que iba a vender en la subasta de mañana. Un cartel, escrito a mano por Gina, decía: «Nada de lo que hay aquí está a la venta. ¡Se subastará todo!». Había garabateado lo que parecía ser una calavera y unos huesos cruzados debajo, evidentemente confundiendo el tema náutico con el pirata. Con suerte, el cliente había visto el cartel y volvería mañana para hacer una oferta por el artículo que fuera que tanto le interesaba.
Lacey cogió una de las cajas llena de artículos que todavía no había tasado y la llevó al mostrador. Mientras sacaba un artículo tras otro y los ponía en fila encima del mostrador, no podía evitar que la emoción fluyera en su interior. Su anterior subasta había sido maravillosa, aunque atemperada por el hecho que estaba persiguiendo a un asesino. Esta la podría disfrutar completamente. Realmente tendría la oportunidad de sacar músculo como subastadora ¡y literalmente no podía esperar!
Realmente estaba fluyendo mientras tasaba y catalogaba los artículos cuando el sonido estridente de su móvil la interrumpió. Un poco frustrada porque, sin duda, la molestara la teatrera de su hermana pequeña, Naomi, con una crisis relacionada con ser madre soltera, Lacey desvió la mirada hacia el móvil, que estaba boca arriba encima del mostrador. Ante su sorpresa, la identidad que se le mostró era «David», su exmarido desde hacia poco.
Lacey miró fijamente la pantalla parpadeante por un instante, tan perpleja que no podía reaccionar. La recoció un tsunami de emociones diferentes. David y ella habían intercambiado exactamente cero palabras desde el divorcio —aunque al parecer todavía se hablaba ni más ni menos que con la madre de Lacey— y todo lo habían gestionado a través de sus abogados. Pero ¿por qué la llamaba directamente a ella? Lacey no sabía ni por dónde empezar a teorizar por qué él estaría haciendo algo así.
En contra de todo pronóstico, Lacey respondió la llamada.
–¿David? ¿Va todo bien?
–No, no va bien —se oyó su voz penetrante, que le evocó un millón de recuerdos latentes que habían estado dormidos en la mente de Lacey, como polvo revuelto.
Se puso tensa, preparándose par algún terrible bombazo.
–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
–No ha llegado tu pensión conyugal.
Lacey puso los ojos tan en blanco que se hizo daño. El dinero. Cómo no. A David no había nada que le importara más que el dinero. Uno de los aspectos más ridículos de su divorcio de David fue el hecho que ella tenía que pagarle una pensión conyugal porque ella había sido la que más ganaba de los dos. Era de esperar que la única cosa que lo obligara a ponerse en contacto real con ella fuera eso.
–Pero yo lo domicilié por el banco —le dijo Lacey—. Debería ser automático.
–Bueno, es evidente que los británicos tienen una interpretación diferente de la palabra automático —dijo con arrogancia—. Porque en mi cuenta bancaria no se ha depositado ningún dinero y, por si no eras consciente, ¡hoy es la fecha límite! Así que te sugiero que te pongas al teléfono con tu banco de inmediato y resuelvas la situación.
Parecía un director de instituto. Lacey casi esperaba que terminara su monólogo con la expresión «niñata estúpida».
Apretó el móvil, con fuerza, intentando con todas sus fuerzas que David no consiguiera hacerla sentir mal, hoy no, ¡el día antes de la subasta que estaba deseando tanto!
–Qué sugerencia más ingeniosa, David —respondió, colocándose el teléfono entre la oreja y el hombro para poder tener las manos libres y usarlas para conectar con su cuenta bancaria en línea—. A mí nunca se me hubiera ocurrido hacerlo.
Sus palabras se encontraron con el silencio. Seguramente David nunca la había oído usando un tono sarcástico y esto lo había desconcertado. Ella culpaba a Tom de eso. El sentido del humor inglés de su nuevo novio se le estaba pegando rápidamente.
–No te lo estás tomando muy en serio —respondió David, cuando pudo reaccionar.
–¿Debería hacerlo? —respondió Lacey—. Solo es una equivocación del banco. Seguro que me lo podrán arreglar antes de que termine el día. De hecho, sí, hay un aviso aquí en mi cuenta. —Hizo clic en el pequeño icono rojo y apareció un cuadrito de información. Leyó en voz alta—: «Debido al día festivo a nivel nacional, todas las fechas de pago previstas que coincidan en domingo o lunes llegarán a las cuentas el martes». Ajá. Ahí lo tienes. Sabía que sería algo sencillo. Un día festivo. —Hizo una pausa y miró por la ventana a la multitud de gente que pasaba—. Y decía yo que había demasiada gente por las calles hoy.
Casi podía oír a David apretando los dientes por el altavoz.
–En realidad, esto es sumamente inoportuno —dijo de forma brusca—. Ya sabes que tengo facturas que pagar.
Lacey miró hacia Chester, como si necesitara un colega en esta conversación especialmente frustrante. Este levantó la cabeza de las patas y arqueó una ceja.
–¿Frida no puede prestarte unos cuantos millones de dólares si tú estás tieso?
–Eda —le corrigió David.
Lacey sabía perfectamente bien el nombre de la nueva novia de David. Pero Naomi y ella se habían acostumbrado a llamarla Frida en quince días en referencia a la rapidez con la que se habían comprometido y ahora no podía pensar en ella de otra manera.
–Y no —continuó él—. No debería hacerlo. ¿Y se puede saber quién te ha hablado de Eda?
–Puede que se le haya escapado a mi madre una o dos docenas de veces. Por cierto, ¿tú qué haces hablando con mi madre?
–Ha sido parte de mi familia durante catorce años. De ella no me he divorciado.
Lacey suspiró.
–No. Supongo que no. Así pues, ¿cuál es el plan? ¿Iréis los tres amigos a haceros la manicura y la pedicura?
Ahora intentaba pincharlo y no podía evitarlo. Era muy divertido.
–Estás haciendo el ridículo —dijo David.
–¿No era la heredera de un emporio de uñas postizas? —dijo con una inocencia fingida.
–Sí, pero no hace falta que lo digas de esa manera —dijo David, con una voz que lanzó la imagen de su cara haciendo puchero a la imaginación de Lacey.
–Solo estaba haciendo conjeturas de cómo podrías pasar el rato juntos los tres.
–Con un tono de crítica.
–Mi madre me dice que es joven —dijo Lacey, cambiando de tema—. Veinte. A ver, creo que puede ser un poco demasiado joven para un hombre de tu edad, pero por lo menos tiene diecinueve años enteros para decidir si quiere tener hijos o no. Al fin y al cabo, treinta y nueve es el límite para ti.
En cuanto lo hubo dicho, se dio cuenta de lo mucho que se parecía a Taryn. Se estremeció. Igual que no tenía inconveniente en que se le pegaran las costumbres de Tom, ¡sin duda ponía límites a las de Taryn!
–Lo siento —murmuró, retractándose.
David dejó pasar un segundo.
–Mándame el dinero, Lace.
Se cortó la llamada.
Lacey suspiró y colgó el teléfono. Por muy irritante que hubiera sido la conversación, estaba completamente decidida a no dejar que la hundiera. Ahora David estaba en su pasado. Ella había construido una vida completamente nueva aquí en Wilfordshire. Y además, no hay mal que por bien no venga. Si David avanzaba con Eda, ella no tendría que pagarle la pensión conyugal si se casaban ¡y el problema se solucionaría! Pero sabiendo cómo le iban normalmente a ella las cosas, tenía la sensación de que este sería un compromiso muy largo.