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Amparo (Memorias de un loco)

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Yo veía en aquel encogimiento, orgullo, altivez, pesar de verse obligada a aceptar mis beneficios.

Esto me disgustaba.

Llegó un día en que creí que había sido un imbécil; que había ido, respecto a Amparo, más allá de donde debía.

Hasta llegué a creer que el padre Ambrosio era un hipócrita, y doña Gregoria una mujer interesada.

Cuando un hombre llega a disgustarse de la vida; cuando rompe el vínculo de afectos que le unen a la sociedad; cuando, en fin, llega a dudar de todo, o por mejor decir a no creer en nada… cuando se hace excéptico…

Un excéptico es la calumnia viviente.

Un excéptico es con suma facilidad malvado.

Dejé de ver a Amparo.

Y, sin embargo, el recuerdo de Amparo estaba fijo, siempre fijo en mi alma.

Es que halago un sueño, decía yo.

Y el sueño, o Amparo, se hacían más persistentes en mi pensamiento.

Por entonces, mi tío el duque de… me llamó al pueblo, a donde, cansado como yo de todo, se había retirado.

Fui y vi con asombro, que mi tío había tenido la fortuna de lograr crearse una familia sui generis con sus perros, sus patos, sus conejos y sus gallinas.

Entraban en esta familia, las flores del jardín, y las legumbres de la huerta.

Envidié con todo mi corazón a mi tío.

– Te he llamado, me dijo, para un asunto de interés: cuando digo que es de interés el asunto, claro está que a quien interesa es a ti, porque a mí ya no me interesa nada.

– ¡Oh! ¡sí por cierto! los perros, los patos, las gallinas.

– Tengo poder bastante para hacer completamente feliz la vida de esos animales: ellos por su parte me pagan cumplidamente, siendo mis cortesanos, y casi amándome: estoy seguro de que uno solo de mis perros me sea ingrato, y de que uno de mis conejos pretenda robarme o engañarme: las flores me recompensan de mis cuidados por ellas, dándome su fragancia y sus colores; y… en fin… y hablando formalmente, repito que nada me interesa en el mundo más que tú, que no me necesitas; y si no creyera en Dios y le temiera, hace mucho tiempo que… pero no hablemos de eso. El asunto que te interesa, consiste en que me suscitan dificultades a la posesión del mayorazgo que tengo en Italia.

– ¿Y qué le importa a usted?

– ¡A mí! ¿pues no me ha de importar? ¿no eres tú mi heredero? ¿No sabes que la fuerza de mis rentas está en Italia?

– Y bien, ¿qué quiere usted?

– Que vayas allá a ayudar con buenos patacones nuestro derecho, que de todo hay necesidad: te daré un poder en forma, y… estás delgado, pálido, hijo mío; vete a la hermosa Nápoles; enamora, gasta, distráete; temo que te me mueras como se me murió mi hermano… y mi temor es muy natural. ¡Diablo! eres lo único que queda de mi familia…

– Iré a Nápoles, tío.

– Pues bien: hablemos ahora cuanto quieras, de mis patos, mis gallinas, mis conejos, mis perros y mis flores.

Ocho días después, me despedí de mi tío y me puse en camino para Italia.

Llegué, vi y vencí.

Es decir, vi a los jueces, y reforcé mi derecho, o, por mejor decir, el derecho de mi tío, con tales razones, que quedaron allanadas todas las dificultades que se habían levantado contra su pacífica posesión de los bienes que tenía en Italia.

Escribí a mi tío, participándole el buen resultado del negocio, y manifestándole que, no teniendo nada que hacer en España, iba a completar mis viajes yendo a Oriente.

Mi tío me contestó enviándome libramientos por valor de algunos miles de duros, para que pudiese hacer el viaje como correspondía a mi clase.

Me llevé conmigo a Mauricio, y…

Aquí vendría bien una descripción detallada de lo que vi… pero yo no hacía mi viaje para instruirme, sino para distraerme, y no tomé un solo apunte, ni hice una sola pregunta.

Me contentaba con ver, y el misterio de lo desconocido que siempre tenía ante los ojos, me distraía.

Sin recibir una sola carta de Europa, sin escribir, sin leer un solo periódico europeo, estuve viajando por Oriente durante cuatro años, vistiendo, comiendo y viviendo como los naturales del país en que me encontraba, y permaneciendo en un lugar hasta que me cansaba de él.

Y hubiera andado errante, sabe Dios cuanto tiempo, si no me hubiera quedado solo.

Mauricio, el pobre Mauricio, me había abandonado.

Y bien contra su voluntad por cierto.

La bala de la espingarda de un griego de Missolongi, le había servido de medio para su último viaje.

Para su viaje a la eternidad.

¡Ya se ve! el bueno de Mauricio había conocido por una extraña casualidad a una hija del tal griego, que tenía los ojos más negros y más habladores del mundo, y, sin duda, por casualidad había encontrado también el medio de introducirse de noche en los jardines del griego.

La casualidad hizo también que el padre se apercibiese de los amores de su hija con un extranjero, y… ya os lo he dicho: una bala fue a hospedarse en la cabeza de mi doméstico, que puesto en la calle por su matador, apenas tuvo tiempo para declarar… que después de haberle herido… el padre había extrangulado a su hija.

Este drama me impresionó fuertemente, y escapé.

Sin detenerme un solo día, sin pararme en ninguna parte, me trasladé a París.

Esta población era para mí muy familiar, tenía en ella multitud de amigos y toda clase de medios para pasar la vida al galope por medio de placeres.

Pero era el caso que los placeres no existían para mí.

O por mejor decir, yo no existía para los placeres.

¡Me hastiaba todo!

La amistad me daba risa. El amor asco.

Todos los hombres me parecían malos cómicos, que charlaban un papel aprendido de memoria.

En cuanto a las mujeres… ¡las mujeres! las miraba con odio.

«He allí, me decía, esa eterna mentira engalanada, que en todas partes ríe, que a todas partes lleva su hediondo misterio. He allí ese ser que se venga del hombre, extraviándole y degradándole, de la degradante posición del débil, a que el egoísmo del hombre le ha relegado. Ved la corrupción arrastrándose por los salones, coronada de rosas.»

Yo era indudablemente injusto.

¿Pero qué desgraciado no lo es?

Yo había nacido para amar, y del amor sólo había encontrado la fórmula, la frase.

Pero la realización, el hecho, tenía para mí el encanto de lo desconocido, de lo imposible.

El amor para mí no era otra cosa que un sentimiento mitho.

Hijo como todos los mithos, del entusiasmo, del sueño, en una palabra, de la poesía.

El amor para mí era un idilio irrealizable.

Las mujeres que hablaban de amor me irritaban: parecíanme los profanadores del templo que iban a vender a él sus mercancías.

Amparo solía surgir de tiempo en tiempo, como una excepción entre el embrollado caos de mi escéptico pensamiento.

Amparo, con toda su poesía, embellecida por su abandono, grata para mí, por la protección que la dispensaba.

Pero ¿acaso mi escepticismo no había alcanzado también a ella?

¿Acaso no la había creído una muchachuela picardeada en una casa de vecindad y amaestrada por un fraile hipócrita?

¿Acaso no había huido de ella como quien huye de un peligro?

Porque debo confesar, que desde el día en que almorzó conmigo, comprendí con terror que Amparo podría arrastrarme a un amor nuevo, desconocido para mí; y tanto más terrible, cuanto más accesible al amor estaba mi alma.

No la había olvidado un solo momento: vivía dentro de mí, no podré deciros cómo; era una idea vaga, íntima, que se había asimilado a mi manera de ser, a la que me había acostumbrado, que me acompañaba siempre, que vivía conmigo.

Pero indeterminada, misteriosa, monótona, muda con el mudismo de lo incomprendido, como una de esas inscripciones cuneiformes que los filólogos más profundos se esfuerzan en vano por descifrar.

¿Qué representaba Amparo para mí?

Un ser débil, o una estafadora que me explotaba a título de caridad.

La duda es una cosa horrible.

Cuando la duda se convierte en una idea fija… cuando queréis aclarar esa duda y no podéis… cuando el ser que esa duda os inspira ha logrado convertirse en la asimilación de vuestro deseo… cuando se ha constituido en vuestro recuerdo… ¡oh! esa duda… esa duda es la muerte de vuestra razón… esa duda os trae a una jaula de locos…

Pero yo no dudo, no; ¡Dios mío! ¡yo no puedo dudar de ella! si dudo… no es de su virtud… no… no es de su pureza… dudaba… pero ahora… ahora, mi duda y mi locura es otra… yo pienso que Amparo no ha existido… yo pienso que Amparo sólo ha sido para mí un hermoso sueño de primavera… yo pienso que ha sido un fantasma soñado por mi deseo.

He pasado muchos días, sin escribir en mis memorias.

O, mejor dicho: hoy, antes de quedarme solo, cuando pensaba haber despertado de uno de esos sueños densos, en que nada se siente; sueño de tinieblas en que nada se ve; sueño que es la negación de la existencia y del que se despierta, antes de acabarse de dormir, espeluznados, estremecidos, fríos como si se hubiera sentido el contacto de la mano de la muerte; cuando sólo creí, repito, despertar de un sueño horrible, me han dicho que he estado un mes delirando, furioso, nombrando a Amparo, amenazándola, apostrofándola, insultándola, prodigándola los epítetos más degradantes.

Yo no recuerdo nada de esto.

Me he mirado al espejo y he visto…

¡Oh! el aspecto de mi miseria me ha hecho llorar.

Mi llanto ha sido una elegía muda a mi destrucción.

Porque yo soy una ruina.

El espejo, que no miente, me lo ha dicho.

Y luego, hay en mis ojos una cosa que me espanta; algo de fuego recóndito allá lejos, muy lejos, en la inmensidad, en lo infinito, dentro del foco de mi mirada.

Mis cabellos están blancos y rígidos, mi piel árida y arrugada, mi boca contraída.

 

Y luego estoy flaco, muy flaco.

Debajo de mi piel, que me viene muy ancha, se pueden contar mis ligamentos y mis arterias.

¡Ah! sin duda estoy loco… ¡loco!

¡Bah! no hay que afligirse por eso.

Yo creo que el mundo no es otra cosa que un gran hospital de locos que se comprenden y que se despedazan, comprendiéndose, y que sólo se encierran en hospitales más pequeños a los locos a quienes no comprende nadie… o acaso, acaso, llame el mundo locos a los que tienen razón.

La verdad es que yo veo continuamente hombres que se creen muy cuerdos y a mí me parecen los más rematados.

Me causan risa y lástima.

No me acuerdo de lo que he hecho o dicho durante ese mes.

Sí, indudablemente ha pasado un mes, sin que yo le sienta pasar.

Ayer el rosal que tengo en mi ventana, estaba cubierto de rosas; hoy las rosas están muertas, deshojadas… sólo las queda el pétalo negro y seco.

Ayer me trajeron un nido de ruiseñores.

Estaban triponcillos y desnudos; tenían hambre, y abrían, piando en coro, unas desmesuradas bocas amarillas: hoy están enteramente cubiertos de su plumaje pardo, saltan en la jaula, y ensayan sus primeros trinos.

Ayer mi cuadrante marcaba el mediodía natural a las doce y tres minutos y hoy le marca a las doce y treinta y tres.

Ha pasado un mes en que no he vivido.

Un mes, en que el no ser me ha envejecido veinte años.

Ayer aún era joven: hoy soy ya anciano.

¡Ah! ya me acuerdo… ya comprendo.

Vivo yo en un pequeño aposento; en este aposento hay algunos muebles muy sencillos.

En este aposento hay una reja que da sobre un jardín… sobre un pobrecillo jardín descuidado, en que las malvas locas se extienden libremente, y que es mi pequeño mundo.

Hay además una puerta muy fuerte, que tiene una rejilla muy espesa.

Esta puerta da a un pasadizo oscuro, por donde entran, como por una cerbatana, gritos estridentes, alaridos, bramidos, imprecaciones, carcajadas, cantares, ruidos; son de cadenas que se arrastran, chasquidos de puertas que se cierran, una tempestad continua de sonidos discordantes, secos, desentonados, agudos, horribles; algunas veces, de noche, muy tarde, suele avanzar, jadeante y cansado, por decirlo así, un canto triste, dulce, suspirante, siempre el mismo, cuyas palabras, no se entienden, pero cuyo sentimiento se adivina; canto con el que vuela por la estrecha crujía, apagándose, perdiéndose, gastándose al rozar las paredes, el alma de un ser que llora cantando: suave oleada que se escapa de un océano de sentimiento, y que acaricia mi alma y la consuela.

He preguntado de qué cuerpo se exhalaba aquella alma, y me han dicho:

– Es una pobre mujer que ha perdido a su esposo y a su hija, y se ha vuelto loca.

Yo amo a esa loca.

Quisiera saber su historia.

He ofrecido dinero, todo el que quiera, al que me traiga la historia de esa loca, y ha sido en vano.

La infeliz ha concentrado, ha sintetizado, ha simbolizado su historia en esa melodía inventada por ella; en ese eterno canto sin palabras… y no sabe más.

No pudiendo conocer su historia, quise conocerla a ella.

Ofrecí, compré la realización de mi deseo, y me sacaron de mi tumba, para llevarme a otra tumba… más pequeña, más oscura, más horrible.

Allí, replegada en un rincón, medio desnuda, temblando de frío, había una mujer.

Una joven con los cabellos canos…

Una ruina como yo…

Sin embargo, mis ojos vieron su hermosura… aquella mujer debió tener los cabellos negros y brillantes, y los ojos negros y llenos del fuego del amor.

La miré, me miró, se arrancó de su rincón, y se vino a asir los hierros de su jaula.

Me contempló con fijeza, se sonrió, y me dijo:

¡Tú también!

Y luego se volvió a su rincón, y entonó su eterna melodía.

Y entonces, cerca de mí, a mis espaldas, me estremeció una voz de mujer.

Aquella voz había pronunciado, conmovida y trémula, una palabra de conmiseración para la pobre loca.

Aquella voz me hizo temblar; me volví y vi delante de mí una mujer, un viejo y un niño.

Y la mujer… ¡oh Dios mío! la mujer lanzó al verme un grito horrible, y yo… yo… hace un momento que despierto… hace un momento que recuerdo…

¡Era ella!.. ¡Amparo!.. ¡viva!.. ¡al lado de otro hombre!.. ¡delante de mí!..

¡Oh! ¡es imposible! ¡imposible de todo punto! ¡mi razón perturbada por la vista de aquella loca infeliz!..

Pero el acento de aquella mujer, reposado, grave, sonoro…

Y sus ojos, y su frente, y sus cabellos…

Y su terror al verme…

¡Oh! ¡no! ¡no puede ser! un acento parecido… un terror natural en ella… porque yo, al escuchar aquel acento, me volví amenazador, terrible, a la persona que lo había producido…

No, no podía ser Amparo.

Los muertos no se levantan de su tumba.

Indudablemente no era ella, como no es ella ese blanco fantasma que veo algunas veces durante mi delirio de pie e inmóvil junto a mi lecho.

Acabé de fastidiarme en París.

Más aún, empecé a sentir un deseo punzante de ver a Amparo.

Como estaba acostumbrado a hacer mi voluntad, apenas el deseo de verla se me hizo exigente; me puse en camino.

Llegué a Madrid, y como había alentado una ilusión acaso para entretener mi hastío, y esta ilusión era la atmósfera en que vivía, sin tomarme más tiempo que el necesario para lavarme y mudar de traje me presenté en el colegio.

Salió a abrirme una persona desconocida, que me miró con extrañeza.

– ¿Doña Gregoria…? dije.

– No vive aquí, me contestó la criada y me dio con la puerta en las narices.

¡No vivía allí! sin embargo, yo no me había equivocado; era la misma casa.

Salí dudando, y miré a los balcones del cuarto principal.

Allí estaba la muestra, la antigua muestra del colegio, una Minerva coronando a una niña.

Sin embargo, allí no vivía doña Gregoria.

El acento con que la criada me había contestado, demostraba claramente que no la conocía.

Acaso había dejado la enseñanza y traspasado el colegio; ¿quién sabe?

Volví a subir la escalera y llamé.

Se abrió la puerta y… un perro viejo, lanudo, Mustafá, en una palabra, se abalanzó a mí, loco de alegría, ladrando, ahullando, gruñendo, saltando… había encontrado al fin un amigo… había encontrado a Amparo.

Sin hablar ni una palabra a la criada que me miraba con asombro, seguí a Mustafá que en medio de sus caricias se dirigía hacia el interior.

En aquel momento escuché el preludio de un piano.

¿Qué había de misterioso en aquel sonido que penetraba en mi alma, que me traía algo del alma de Amparo?

Porque yo no dudaba de que ella era la que producía aquel sonido…

Hay, sin disputa, en nosotros, un sentido íntimo, una intuición poderosa, sabia, que nunca se engaña, que nos habla continuamente, que nos avisa, que nos dirige, que nos ilumina, que es la inspiración del poeta, el fuego del entusiasmo, la adivinación, y al mismo tiempo la razón, la percepción de que no está al alcance de nuestros sentidos.

Y esta intuición, este fenómeno de nuestro ser, no comprendido aún, me decía:

«Ella es la que produce esa armonía sentida, dulce, lánguida; esa armonía que gime; esa exhalación; de un alma que sufre y llora como sólo puede sufrir y llorar Amparo, de una manera dulce, resignada, poética: esa es su alma trasmitida por sus dedos a las cuerdas de un instrumento.»

Y contuve con un ademán a la criada que iba a anunciarme, y con una caricia acallé las ruidosas manifestaciones de alegría de Mustafá.

La criada permaneció inmóvil y admirada en el lugar en que se encontraba, y Mustafá, como si me hubiera comprendido, calló y se encaminó a la puerta de la sala, en la cual se sentó, dirigiendo alternativamente sus miradas a la persona que había dentro y a mí.

El piano continuaba lanzando magníficas pero fugitivas armonías, como si obedeciese a una mano distraída, pero maestra: yo me acercaba todo conmovido, trémulo, desconcertado hacia el lugar de donde partía el sonido, y como si aquel sonido hubiera sido el medio de una atracción irresistible.

Al fin aquellas armonías desordenadas, inconexas, no escritas, emanadas por sí mismas, sin conciencia de quién las producía, se ordenaron, se desarrollaron, crecieron, interpretando un magnífico canto de sentimiento, y luego una voz de mujer, como yo no había oído jamás, tan extensa, tan grave, tan dulce, tan elocuente, tan pura, cantó.

Yo no sé lo que cantó: cuando el sentimiento se desarrolla, cuando domina, cuando inunda todo nuestro ser, la razón calla: yo no apreciaba, yo no comparaba, sentía, y aquel sentimiento me dominaba, me arrastraba hacia la mujer que producía en mí aquel sentimiento.

Cuando llegué a la puerta me detuve y lancé al interior una mirada ansiosa: sentada de espaldas a mí, delante de un piano estaba una mujer.

Seguía cantando.

Yo me acerqué silenciosamente, atravesé la habitación y quedé de pie, inmóvil, detrás de ella.

Ella continuó cantando; pero de repente, como si mi ser se hubiera hecho sentir del suyo, a pesar de que no me veía, de que no la tocaba, de que no producía el menor ruido, de que contenía mi respiración, volvió la cabeza y me miró de una manera profunda, tranquila, con una de esas largas miradas que sólo duran un momento, y luego espiró el sonido del piano, y ella se puso pálida, contuvo un grito, se levantó y quedó inmóvil delante de mí.

Por un momento ni ella ni yo hablamos.

Yo la contemplaba.

Nunca había visto tan soberana hermosura; nunca tanta majestad y tanta sencillez: estaba fascinado, trémulo, y sin embargo yo no conocía a aquel ser divino, a aquel ser a quien no me atrevo a llamar mujer.

No, no la conocía: era para mí enteramente nueva.

– ¡Ah! perdone usted – la dije, – me he equivocado… buscaba… dispénseme usted… a los pies de usted.

– ¡Buscaba usted a Amparo! – me dijo.

– Sí… en efecto, una joven…

– Que encontró usted hace seis años a media noche en la calle…

Y los ojos de la joven se llenaron de lágrimas…

– ¡Amparo! – exclamé, reconociéndola al fin.

– Sí, yo soy Amparo – me contestó dominándose y sonriendo tristemente; yo soy su protegida de usted.

Y calló, me indicó el sofá, y fue a sentarse junto a él en un sillón.

Seguimos guardando silencio por algún tiempo.

Yo la contemplaba con asombro.

Quisiera poder describirla.

Pero es imposible.

Sólo puedo daros una descripción incompletísima; yo sólo puedo deciros que era una joven de veinte años, alta, esbelta, admirablemente formada, con ojos negros, grandes, brillantes, hermosos hasta lo infinito; frente blanca, tersa, pura como el marfil; vamos: es imposible, lo veo: a una mujer hermosa se la pinta, no se la describe, y aún pintándola, por más que el retrato sea obra de un gran artista, sólo tendréis el remedo, porque faltará allí la vida; porque una fisonomía no se reproduce en un solo rasgo, en una sola manifestación; porque no pueden fijarse, reproducirse las ondulaciones del alma; esa sonrisa a la que sucede una gravedad triste, esa mirada anhelante que vacila y tiembla delante de vuestra mirada y se aparta de vos para volver a buscaros, ya más serena más cauta, rehecha de la primera impresión; esa boca entreabierta y pura que deja escapar un hálito ardiente y entrecortado; ese seno que se alza y se deprime obedeciendo a ese hálito; no, no; el pintor sólo puede reproducir el alma en un momento dado, y el alma, que es la luz del semblante, no se reproduce, no se manifiesta en una sola sensación… es imposible que yo pueda daros una idea de Amparo.

Lo que sí puedo deciros es que estaba completamente transformada: sólo conservaba de lo que había sido, la cicatriz de la herida que se había hecho en la mano derecha al huir de la infamia: por lo demás los gérmenes morales y físicos que en ella existían cuando yo salí seis años antes de Madrid, se habían desarrollado: en lo moral no era ya pobre muchacha de maneras humildes, viva y tímida a un tiempo, recelosa y confiada, conocedora sólo de la miseria y resignada por un instinto de fuerza a su pobreza: era en el aspecto una dama en la que nada podía echarse de menos, ni las maneras sueltas, dignas y sin afectación del gran mundo, ni el gusto más exquisito en el traje, ni la posesión de sí misma, ni la ausencia de toda afectación, de todo encogimiento: quedaba siempre en ella la mirada lúcida, anhelante; la dulce palidez, la triste sonrisa, la expresión melancólica y profundamente resignada; pero no era aquella la resignación que se refiere a los dolores físicos, a las privaciones, al trabajo, a la carencia de todo lo necesario: era una resignación más terrible, porque se refería al infortunio del alma; a la carencia de esas expansiones, sin las cuales un ser humano no es otra cosa que un cadáver a quien su propio cuerpo sirve de ataúd ambulante. En lo físico la transformación había sido también maravillosa: había crecido: sus formas antes flacas se habían redondeado, modelado, armonizado, dulcificado hasta lo infinito: se desprendía de ella tal fuerza de vida, su piel era tan intensamente blanca, tan sedosa, tan bellamente pálida, con una palidez nacarada; sus cabellos eran tan negros, tan brillantes, tan ricos, que su peinado parecía estar hecho por un escultor griego sobre ébano; las cejas negras y las pestañas negras también, espesas, convexas, dando fuerza con su sombra a su mirada, velándola, amortiguando su brillo; su boca pequeña, de color vivo, fresco y puro; el corte general de la cabeza, lo esbelto del cuello, lo redondo de los hombros, la altura virginal del seno, y los brazos que se veían entre los encajes de una bata de seda a listas, la suelta plegadura de esta bata que revelaba la ausencia de esos ahuecadores con que las raquíticas mujeres de nuestros días encubren la flacura de sus formas, todo esto la daba una fuerza de voluptuosidad irresistible, y para aumentar esta voluptuosidad, se desprendía de ella, de su expresión, de sus miradas, de su actitud, tal perfume de castidad, que era necesario creer que su cuerpo como su alma estaba virgen.

 

Y sin embargo, aquella boca entreabierta y suspirante, aquella mirada vaga y tímida, aquella palidez mate, revelaban que en ella ardía el fuego sagrado; que estaba ansiosa de amor.

¿Pero a quién podía amar Amparo?

¿Dónde el ser que pudiera llenar aquella alma tan entusiasta, tan apasionada por lo bello, que se remontaba en sus aspiraciones al cielo y vivía con pena en la tierra.

¿Dónde el alma en que pudiera reclinarse, confundirse, vivir aquella alma desterrada?

Porque estas aspiraciones y estas necesidades de su alma estaban impresas sobre el semblante de Amparo.

Y fue tan franca en los primeros momentos de nuestra vida la expresión de aquel semblante, que comprendí que Amparo amaba, que amaba con toda su alma y que amaba sin esperanza.

Y al comprender esto sentí al mismo tiempo celos y remordimientos.

Celos porque no era yo el hombre a quien ella amaba.

Remordimientos porque, elevando su educación, había elevado su espíritu, la había aumentado sus aspiraciones, y la había hecho por consecuencia infeliz.

Porque a pesar de su magnífica hermosura, ni tenía nombre ni dote.

Amparo era una expósita; Amparo sólo tenía necesidades.

¡Y es tan positivista el siglo xix!

En otros tiempos la hermosura y la virtud podrán haber sido un magnífico dote: hoy el dote está sobre la virtud y sobre la hermosura: los viejos son los únicos que se casan con las mujeres jóvenes, honradas y bonitas.

El siglo xix, bajo cualquiera faz que se le mire, es el siglo de la sangre y del lodo.

El siglo de la compraventa.

El siglo del incesto y del adulterio.

El siglo corruptor y corrompido.

El siglo en que la acepción de las palabras más notables está viciada.

El siglo en que todo es mentira menos el dinero.

¡Qué podéis esperar de un siglo en el cual el que invoca con entusiasmo la patria, el amor y la fraternidad, o lo que es lo mismo la caridad, se pone en ridículo!

¡De un siglo en que…!

El siglo xx hará la historia del siglo xix.

¿Qué podía esperar Amparo?

Una vida de sufrimiento.

Porque Amparo tenía la desgracia de flotar, soñando, en alas de su entusiasmo, en una región a la cual sólo podía alzarse su deseo.

Todo lo que acabo de apuntar lo observé, lo comparé, lo pensé, lo deduje en un momento en que estuvimos callando, ella turbada con la mirada baja, y yo contemplándola absorto y enamorado.

Sí, enamorado, y enamorado como un loco.

Sin embargo, un mismo pensamiento, sin duda, nos hizo ponernos la máscara de la conveniencia.

Yo creí que debía apelar a toda mi fuerza de espíritu para mostrarme con ella en la verdadera posición en que podía colocarme: esto es, en la posición que me encontraba seis años antes.

Amparo debía ser siempre para mí la misma: una protegida a quien yo dispensaba cuanta protección debía de una manera enteramente desinteresada: lo demás me parecía repugnante.

Y ella… ella levantó al fin los ojos. Su semblante no mostraba más expresión que la del respeto, la del agradecimiento: era la misma niña de seis años antes, pero hermosa, hermosísima, con un traje de seda, en una habitación amueblada con gusto y confiada y tranquila a mi lado, como si se hubiera tratado de su padre.

Pero se transparentaba bajo aquella tranquilidad algo de doloroso: se comprendía que la careta la hacía daño.

– ¿Con que hasta tal punto me había olvidado usted – me dijo sonriendo – que no me ha reconocido?

– Se ha transformado usted de una manera completa – le contesté.

– Creo que quien se ha transformado es usted.

– ¡Yo! no por cierto, siempre el mismo, se lo juro a usted.

– ¿Y ese usted? ¿ese encogimiento…? Yo… yo soy siempre la misma: siempre contenta, siempre amándole a usted, siempre dando gracias a Dios por el bien que me ha hecho…

– Me parece, Amparo – la dije conmovido – que sufres, que no eres feliz, que estás contrariada.

– ¡Ah! ya vuelve usted a ser el que era: el usted me hacía daño: por lo demás veamos lo que soy: una muchacha que en vez de vivir en un tabuco, vive en un bonito cuarto: que viste seda y que borda, cose, canta, atormenta un piano y enseña lo que se enseña en España en un colegio. Esta es toda la diferencia: por lo demás, pienso hoy de la misma manera que pensaba el día en que almorcé con usted.

– ¡Ah! ¡Te acuerdas!

– Sí me acuerdo. Y en prueba de mi buena memoria: ¿continúa usted cansado de la vida? ¿No espera usted nada? ¿No desea usted nada?

– ¡Oh! – la contesté: – nada espero, nada deseo…

– Y en esos largos viajes…

– Sólo he encontrado motivo para hastiarme más.

– ¡Siempre el mismo! ¡Siempre sin esperanza! exclamó de una manera particular, y sin que por su acento pudiera yo conocer su intención.

– Esto en mí es una enfermedad incurable, la dije: tratemos de ti… y tú… ¿qué esperas? ¿qué deseas?

– Yo… me contestó mirándome fijamente, pienso como pensaba hace seis años.

– ¡No recuerdo!

– Pienso buscar la paz y la felicidad en Dios.

– ¡Ah! ¡vuelves a lo del convento!

– Sí.

– Pero es extraño… ¿No amas?

– No.

– Eso es imposible. Una joven como tú…

– Una joven como yo… que no se pertenece; que sólo puede dar a un hombre inconvenientes; que no tiene apellido para sus hijos, no se casa y una mujer como yo cuando no piensa casarse no ama.

– El amor es un sentimiento: no se ama porque se quiere amar.

– Sí, sí; concedido: comprendo que se ama porque se ama. Pero he tenido la suerte de no enamorarme.

– De seguro no habrá faltado…

– ¿Y qué importa? yo me he guardado muy bien de amar.

– Pero… lo que yo quería está ya conseguido: eres toda una dama…

– Sí, es verdad, soy directora de un colegio, y salgo todos los días a dar lecciones de lenguas.

– Pero y bien… este siglo no mira más que las apariencias: acepta un dote cuantioso; cierra el colegio…

– ¡Ah! ¡Es que quiere usted comprarme un marido!

La contestación de Amparo, aunque pronunciada en medio de una alegre risa y con gran ligereza, tenía un fondo de dolor y de dignidad ofendida que no podían desconocerse.

– No hablemos más de eso; la dije: harás lo que quieras, todo menos ser monja. Hablemos de otra cosa. ¿Qué se ha hecho de doña Gregoria?