Buch lesen: «Dilemas de la educación universitaria del siglo XXI»

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© Felipe Portocarrero Suárez, Felipe Portocarrero O’Phelan y Paola Huaco Jara, 2018

De esta edición:

© Universidad del Pacífico

Av. Salaverry 2020

Lima 11, Perú

DILEMAS DE LA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA DEL SIGLO XXI

Felipe Portocarrero Suárez, Felipe Portocarrero O’Phelan y Paola Huaco Jara

1.ª edición: setiembre 2018

Diseño de la carátula: Icono Comunicadores

Tiraje: 800 ejemplares

ISBN: XXXXX

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2018-XXXXX


BUP

Portocarrero S., Felipe

Dilemas de la educación universitaria del siglo XXI / Felipe Portocarrero Suárez, Felipe Portocarrero O’Phelan, Paola Huaco Jara. -- 1a edición. -- Lima : Universidad del Pacífico, 2018.

216 p.

1. Educación superior -- Siglo XXI

2. Enseñanza universitaria

3. Educación humanística

4. Educación y globalización

I. Portocarrero O’Phelan, Felipe.

II. Huaco Jara, Paola.

III. Universidad del Pacífico (Lima)

378


Miembro de la Asociación Peruana de Editoriales Universitarias y de Escuelas Superiores (Apesu) y miembro de la Asociación de Editoriales Universitarias de América Latina y el Caribe (Eulac).

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a Ley

A la memoria de Juan Fernando Vega

El objetivo de la universidad, tal como la hemos conocido, utilizado y amado en los Estados Unidos, no es la obtención de un título […] sino la vida intelectual y espiritual. La vida y la disciplina de dicha universidad consisten en un proceso preparatorio, no en uno informativo. Por vida espiritual e intelectual me refiero a aquella que nos permite comprender y hacer un uso apropiado del mundo moderno y de todas sus oportunidades. El objetivo de la enseñanza liberal no es el aprendizaje, sino la disciplina y la ilustración de la mente. El hombre educado es reconocible por sus puntos de vista, por su temperamento, su actitud ante la vida y su modo justo de pensar. Puede ver, discriminar y combinar ideas, y percibir adónde conducen; posee perspicacia y comprensión. Su mente es un entrenado instrumento de apreciación. Se trata de un hombre propenso a arrojar más luz que pasión a una discusión […]. Tiene un conocimiento del mundo que no posee quien solo conoce su propia generación o su propia tarea.

Woodrow Wilson, The Spirit of Learning, discurso público en la Universidad de Cambridge, 1 de julio de 1909

Introducción

No es una exageración señalar que la universidad se encuentra atravesando «tiempos difíciles», como reza el título de la célebre novela de Charles Dickens (2009 [1854]). Desde hace por lo menos tres décadas, las presiones provenientes de los gobiernos y de las fuerzas del mercado han vuelto más precarias la independencia institucional y la autonomía académica, de las que usualmente disfrutaron las organizaciones universitarias durante largas etapas de su dilatada trayectoria histórica. Nuevas y crecientes demandas han puesto en cuestión su razón de ser profunda, pese a que un consenso que ha ido en aumento reconoce en ellas a una institución esencial para el desarrollo de una sociedad y de una economía donde el conocimiento debe jugar un papel central en la promoción del bienestar. Los efectos de esta dinámica han traído como consecuencia un cuestionamiento y una nueva priorización de las materias educativas y de las disciplinas consideradas como relevantes para enfrentar los colosales desafíos contemporáneos y, desde luego, los de un futuro no muy lejano. Es claro que en el discernimiento de este asunto se pone en juego la legitimidad social, el prestigio intelectual y la autoridad moral de la universidad. Pero no está demás señalar que se trata de una compleja tensión que, lejos de ser exclusiva al caso peruano o a la región latinoamericana, tiene alcances mundiales.

Como consecuencia de esta tumultuosa nueva realidad, se ha producido confusión e inseguridad acerca de cómo y en dónde plantear los términos de la discusión. De hecho, la educación superior se ha convertido en un campo de batalla entre posiciones enfrentadas, militancias radicales y narrativas contrapuestas (Portocarrero, 2017). Uno en el que la discusión acerca de los valores y propósitos de la universidad ha sido un tema recurrente que ha dado origen a interminables debates cuyos argumentos pocas veces han hallado puntos de encuentro sobre ciertos objetivos comunes. Esta polarización ha hecho cuesta arriba el camino para obtener consensos mínimos que aproximen las posiciones extremas (Collini, 2012). Una breve taxonomía de esas tensiones ha sido examinada en otro lugar (Portocarrero, 2017), pero lo esencial de esa controversia puede ser resumido de la manera siguiente. Para algunos, esta época está siendo testigo de la muerte lenta de la universidad (Eagleton, 2015): la mercantilización de su vida intelectual, la burocratización cada vez más jerarquizada de su estilo de gestión, la progresiva privatización de la educación superior en desmedro de la pública, la pérdida de la capacidad de autogobernarse democráticamente, la declinación del ethos colegiado para tomar decisiones institucionales, el explosivo crecimiento de los colaboradores administrativos, el excesivo productivismo académico de los investigadores y la paralela declinación en el prestigio de la actividad docente, entre otras evidencias, constituyen el testimonio más elocuente de esta sensación generalizada que ha transformado la universidad en un lugar poco agradable y estimulante para desarrollar un trabajo académico concentrado. De hecho, los más severos críticos consideran que ha extraviado ese «honorable linaje» que la convertía en un espacio privilegiado de las sociedades modernas para someter toda ideología a un riguroso escrutinio intelectual (Collini, 2017, 2012; Readings, 1996; Belfiore & Upchurch, 2013).

En la otra orilla se encuentran quienes sostienen que, contrariamente a lo que defienden sus detractores, el lucro y la competencia entre las universidades por la «excelencia académica» conducirán a un uso social óptimo de los recursos públicos disponibles –que siempre son escasos frente a las crecientes necesidades–, pues la oferta tenderá a ajustarse a una demanda cada vez más diversa, exigente y sofisticada, proveniente de estudiantes que actúan como si fueran consumidores operando frente a un commodity más, exactamente igual a como lo harían en cualquier otro mercado. Desde esta perspectiva, que no sin una cierta arrogancia reclama hablar en nombre de la realidad y de las urgencias del mercado laboral, la función central de la universidad se transforma en la de entrenar a los estudiantes –que pasan a ser considerados como consumidores– en carreras altamente demandadas que atiendan las necesidades de una economía que se diversifica y especializa. Como contrapartida al esfuerzo desplegado, las credenciales académicas logradas por estos profesionales les permitirán obtener altas tasas de retorno no solo privadas sino también sociales (Salmi, 2009; Mazzarotto, 2007). Esta manera de entender la universidad olvida que la educación superior es portadora de valores cívicos y republicanos que representan una suerte de conciencia nacional difícilmente reducible a valores instrumentales y fines prácticos (Collini, 2017).

En este contexto, ha ganado un mayor terreno el interés por examinar el contenido y propósito de la educación y de los planes de estudio que los estudiantes reciben en las aulas universitarias. La mención de la falta de correspondencia entre la oferta educativa que promueve la universidad y las demandas de una economía y de una sociedad que están experimentando grandes transformaciones en los diversos campos del conocimiento es casi un lugar común en las encuestas y análisis sobre empleabilidad que se realizan con periódica frecuencia (European Political Strategy Centre, 2016; Gray, 2016; Gershon, 2017; Machuca, 2017; McKinsey Quarterly, 2017; Miscovich, 2017; Nature, 2017, Sagenmüller, 2017; Torres, 2017; World Economic Forum, 2016). En un sentido similar, las exploraciones de los «futurólogos» sobre cuáles serán las carreras que tendrán mayor atracción y vigencia en los próximos decenios abonan sobre el estereotipo de que los conocimientos prácticos y el manejo de softwares desplazarán inexorablemente a aquellos otros que provienen de las artes, las ciencias humanas y las ciencias sociales (Allen, Root, & Schwedel, 2017; Bhalla, Byrchs, & Strack, 2017; Andrews, 2017; Deloitte, 2016; Ernst & Young, 2012; Moran, 2017; PwC, 2017). Mientras que al primer tipo de conocimiento sus defensores le atribuyen un mayor «valor» en virtud de su aplicabilidad y utilidad para el trabajo y para atender necesidades sociales urgentes (ingeniería biomédica, bioinformática, robótica, mecatrónica y big data, entre otras), al segundo lo consideran como marginal, no prioritario e incluso inútil para enfrentar unas urgencias materiales, económicas y sociales que se consideran como impostergables en una era caracterizada por la globalización y los sorprendentes avances tecnológicos. En esta perspectiva, se pierde de vista que en la lógica implícita en el primer tipo de educación predomina la búsqueda del éxito personal y la obtención de resultados inmediatos por encima del aprendizaje como un fin en sí mismo, es decir, como una fuente de enriquecimiento espiritual y de estímulo para el desarrollo de la curiosidad y la creatividad humanas (Deresiewicz, 2014).

Lo cierto es que la educación liberal clásica –entendida en su sentido más general como una exploración abierta a la introspección, al contraste de perspectivas, al ejercicio y aprendizaje de un pensamiento crítico y al estímulo de la curiosidad intelectual humana– está bajo asedio. En la medida en que la educación superior norteamericana es un referente mundial emblemático de este tipo de enseñanza, lo que ocurra con ella tiene una gran repercusión internacional. Los grandes libros de la tradición intelectual universitaria de Occidente en filosofía, historia y literatura que permitían una educación organizada en función de principios que ordenaban la mente de los estudiantes, ahora son considerados por algunos como expresiones elitistas y obsoletas (Casement, 1996). La generalización de este nuevo sentido común ha provocado que, en Estados Unidos, en las últimas cuatro décadas, carreras como literatura o filosofía hayan visto disminuir a la mitad el número de sus estudiantes de pregrado, mientras que las vinculadas a los negocios han duplicado su demanda (Zakaria, 2015).

Algunos autores han abordado en profundidad el tipo de conocimientos pertinente para formar jóvenes cuyas vidas discurrirán en un mundo de complejidad creciente y en el que la tecnología jugará un papel central en su educación. Para eso han tenido que ir contra la corriente y abrirse paso en una jungla de conceptos y categorías instrumentales que han alentado falsas creencias y colonizado el debate contemporáneo sobre la educación superior con un lenguaje utilitario que proviene del campo de los negocios. Para ellos, la educación liberal puede convertirse en un antídoto contra la indefensión existencial a la que nos empuja el mundo contemporáneo, pues proporciona a la juventud el poder de controlar sus propias vidas y contribuye a una mayor capacidad para ser trabajadores productivos, pero también a estar interesados en ser buenos compañeros, amigos, padres y ciudadanos. Más aún, ayuda a construir vidas más elaboradas, introspectivas e integrales, menos sometidas exclusivamente a las pasiones materiales y al consumo desmedido, más interesadas en las consecuencias morales de sus actos y en el cultivo de virtudes como la bondad, la honestidad y la belleza (Gardner, 2011a).

Esa forma de educación supone cultivar entre los estudiantes una inteligencia que expanda su potencial de aprendizaje, utilice la tecnología a su disposición como un medio y no como un fin en sí mismo, sea capaz de examinar la complejidad de la realidad de una manera sistémica y no sucumba frente a los riesgos esterilizadores de la hiperespecialización. Esto impedirá que el «despotismo tecnocrático o comercial», como lo llamaba Berlin (2017), reduzca a los estudiantes a llevar la vida del hormiguero, empobrecida en cuanto a la obtención de conocimientos más amplios, alienada de su sentido más permanente, mecanizada en sus aprendizajes y deshumanizada en sus búsquedas espirituales. La historia está llena de ejemplos acerca de cómo la acumulación de poder en manos de «expertos» ha conducido a que se vuelvan relativamente inmunes al control democrático.

Los autores más representativos de esta orientación de pensamiento son Martha Nussbaum (1995, 2005, 2008, 2010), Edgard Morin (1999, 2002b) y Howard Gardner (2008, 2011a). Reconocidos mundialmente por su vasta producción intelectual, los tres han escrito obras específicamente dedicadas a pensar acerca del tipo de educación que será necesario desarrollar en los sistemas de educación superior contemporáneos si queremos fortalecer nuestros sistemas democráticos. Su denominador común está asociado a la idea de que es necesario impulsar un pensamiento crítico entre los estudiantes, uno que no se someta al poder avasallador de la autoridad y a un seguimiento ciego de la tradición. Según estos autores, solo a través del cultivo de nuestra propia humanidad, del desarrollo de hábitos mentales críticos, de encargarnos de nuestros sentimientos de vulnerabilidad y de finitud, se podrán desarrollar las virtudes que cimienten instituciones democráticas cuya defensa esté a cargo de ciudadanos moralmente equilibrados.

¿Qué y cómo ha cambiado lo que los profesores enseñamos? ¿Qué y cómo ha cambiado lo que los estudiantes aprenden? ¿Es posible desactivar las comprensibles resistencias y el conservadurismo de las disciplinas para innovar la manera en que son transmitidos sus contenidos? ¿Cuáles deberían ser las características más importantes de una pedagogía dirigida a estimular la comprensión razonada de las incertidumbres que genera la producción continua de conocimiento? ¿Es irresoluble la tensión que se genera entre una educación especializada y otra más general, es decir, entre la educación vocacional orientada a lo práctico y la liberal más interesada en la argumentación, el cultivo de la imaginación y el desarrollo del pensamiento crítico? ¿Cómo estimular en los jóvenes el interés y la pasión por comprender los procesos mentales que organizan nuestro pensamiento, el efecto inmensamente liberador que produce el conocimiento, esa «aventura de las ideas» a la que hacía referencia el reconocido matemático y filósofo inglés Alfred N. Whitehead?

El presente trabajo responde a estas y otras interrogantes, para lo cual está dividido en dos partes. En la primera, nos proponemos realizar un estudio crítico de los textos claves de los tres autores arriba indicados. Se trata de una aproximación que busca identificar sus argumentos centrales y el sustento conceptual sobre el cual construyen sus propuestas intelectuales. Estas últimas, a su vez, tienen como fundamento una teoría del conocimiento que hunde sus raíces en diversas tradiciones filosóficas que solo serán materia de una identificación y análisis esquemáticos. Una vez reconstruidas las diversas perspectivas de estas formas de plantear la educación universitaria del futuro, será posible precisar la pertinencia de su razonamiento y las dificultades que enfrenta su implementación.

En la segunda parte, exploramos algunas iniciativas institucionales que han hecho de la formación liberal en artes y ciencias el horizonte hacia el cual se dirigen sus mejores esfuerzos intelectuales y académicos. En América Latina, el equivalente más cercano a la que en la tradición anglosajona se considera como una formación liberal es lo que con frecuencia los educadores denominan formación humanista. Pese a la proximidad entre ambos conceptos, el primero incluye al segundo y agrega, entre otras dimensiones, el pensamiento crítico como uno de sus componentes esenciales. Por esta razón y para evitar cualquier interpretación errónea, hemos preferido mantener el término «liberal» en nuestro análisis, pues representa con mayor precisión el tipo de educación universitaria que se requiere difundir y poner en práctica en los tiempos actuales. Con este objetivo en mente, examinamos: los estudios liberales en la Universidad de Oxford y, más específicamente, su casi centenario programa Philosophy, Politics and Economics (PPE), la conceptualización de un grupo de académicos norteamericanos interesados en rescatar las dimensiones centrales, el sentido y la relevancia del aprendizaje liberal para estudiantes de pregrado que optan por la educación en ciencias empresariales; la iniciativa de la University College London (UCL) sobre la mejor manera de conectar la docencia con la investigación; y, por último, el Proyecto Minerva, una propuesta de universidad que ha sido concebida con la intención de formar estudiantes intelectualmente versátiles y con herramientas cognitivas que les permitan tener éxito personal y profesional. Finalmente, a modo de conclusión, presentamos los grandes dilemas que enmarcan los propósitos de la educación liberal y constituyen el escenario, presente y futuro, de la universidad contemporánea. Acompañan a este texto, tres anexos que pueden servir de ilustración aplicada en relación a las consideraciones más generales formuladas previamente.

Los autores quieren agradecer las críticas y observaciones formuladas a este trabajo por dos revisores anónimos. En un sentido similar, queremos expresar nuestro reconocimiento a diversos colegas que nos hicieron llegar sus comentarios a versiones preliminares de algunos de nuestros capítulos: Arlette Beltrán, Matilde Schwalb, Elsa Del Castillo, Cecilia Montes, Cecilia O’Neill, Gonzalo Portocarrero, Manuel Burga, Juan Fernando Vega (†), Enrique Vásquez, Martín Monsalve, Gustavo Yamada, Juan Francisco Castro, Esteban Chong y Benjamín Garmendia, todos ellos fueron especialmente incisivos en sus observaciones. Desde luego, cualquier error u omisión debe ser atribuido exclusivamente a los autores.

Primera parte

Capítulo I

Educación liberal para una ciudadanía democrática y humana: Martha Nussbaum y el enfoque de las capacidades

Seguramente hay un aspecto en que el arte –y yo reúno bajo esta expresión las bellas artes y la literatura– puede, con todo derecho, aparecer como un instrumento de educación moral.

Emile Durkheim, La educación moral, 1903

Este capítulo tiene por objeto presentar una visión unificada de la propuesta de Martha Nussbaum1 en torno a la reforma de la educación superior a partir de cuatro de sus trabajos en los que mejor elabora su filosofía educativa. Si bien en El cultivo de la humanidad (2005) encontramos la articulación sistemática de su proyecto, el complemento que nos brindan libros como Justicia poética (1997), Crear capacidades (2012) y Sin fines de lucro (2010) expande y refina los argumentos de su primer trabajo. En el texto Crear capacidades (2012), la autora nos acerca a su propuesta de teoría de la justicia como una forma de liberalismo político, una en la que la educación se vislumbra como una «capacidad central» y un derecho fundamental al que todo individuo debe acceder sin cuestión en una sociedad que respeta la dignidad humana. Sin embargo, es en el marco del «enfoque de las capacidades» en el que su visión de la reforma de la educación superior queda mejor articulada. Una propuesta de educación liberal en la que se pretende desarrollar un conjunto de «capacidades internas» que faciliten la inserción e interacción de las personas entre sí, y con un mundo que viene experimentando cambios drásticos y acelerados, cuya heterogénea diversidad debe ser pensada más como una posibilidad que como un problema. En Justicia poética (1997) abordamos elementos esenciales de las «capacidades internas» que se pretenden desarrollar, mientras que en Sin fines de lucro (2010) nos introducimos en la crítica del paradigma dominante en educación superior y exploramos el planteamiento de una propuesta de reforma.

La estructura de este capítulo está organizada en tres secciones y algunas reflexiones finales. En la primera sección haremos una reconstrucción de la crítica que Nussbaum dirige al paradigma del desarrollo imperante tanto en asuntos de políticas públicas en general como de políticas educativas en particular. La segunda presenta una síntesis de la propuesta del enfoque de las capacidades para, de esta manera, poder explorar el panorama general en el que la autora desarrolla sus ideas puntuales con respecto a la reforma de la educación superior. Se entiende que, para que el proyecto desarrollado por este enfoque sea posible, se necesita de ciudadanos que posean ciertas capacidades que, en gran medida, el acceso a una educación de calidad permite formar. Por ello, la tercera sección se concentra en explicar los tres elementos que le otorgan sentido a las capacidades que la educación debe fomentar y formar en los individuos: el autoexamen y la indagación crítica; la ciudadanía del mundo/ciudadanía universal; y la imaginación compasiva y la comprensión empática. Asimismo, en esta sección nos acercamos a aquellas dimensiones del contenido curricular que Nussbaum propone incorporar para que el objetivo expresado por el imperativo de formar las capacidades mencionadas sea alcanzado. Finalmente, concluimos con algunas consideraciones críticas al proyecto de la autora.

1.El paradigma cuestionado y sus implicancias en el mundo educativo

Nussbaum sostiene acertadamente que los modelos normativos prevalecientes durante los últimos treinta a cuarenta años han gobernado el diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas en sus distintas variantes sin hacerse cargo de sus claras insuficiencias analíticas y de las peligrosas simplificaciones de razonamiento en las que incurren. Estos modelos están fundamentados en el uso de ciertos indicadores para medir la calidad de vida humana que, como sostiene la autora, no consideran la complejidad y diversidad que comprende justamente hablar de la calidad de vida en un contexto heterogéneo. La idea de que la calidad de vida puede ser medida por el índice de crecimiento económico de una nación, es decir, por su producto bruto interno (PBI), es para Nussbaum una concepción peligrosamente equivocada. En su libro Sin fines de lucro, la autora caracteriza al Estado como «sediento de dinero» (2010, p. 20) en un escenario en el que la carrera por la competitividad propiciada por el mundo globalizado y por organizaciones supranacionales que influencian el proceso de formación de políticas públicas ha determinado que el mejor reflejo de las condiciones de vida de una sociedad es la cifra de crecimiento económico de la nación a la que esta pertenece2.

Frente al reduccionismo técnico-económico del paradigma rentista, Nussbaum opone la idea de que «el objetivo básico del desarrollo es crear un ambiente propicio para que los seres humanos disfruten de una vida prolongada, saludable y creativa» (2012, p. 19; Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, PNUD, 1990 p. 31). Ninguno de estos últimos elementos es incluido y menos considerado en el paradigma criticado. En Crear capacidades (2012), la autora identifica tres insuficiencias principales en el enfoque basado en el PBI: i) el incremento del PBI no tiene correlato con el aumento de la renta familiar media; ii) los enfoques basados en promedios nacionales del ingreso per cápita no toman en consideración la distribución real de la riqueza, lo que hace invisibles las condiciones de vida de los más pobres; y, iii) reduce a una cifra aparentemente precisa e inequívoca la multiplicidad de dimensiones que componen la calidad de vida de las personas. Estas objeciones, razonablemente planteadas, no hacen sino mostrar las debilidades de una perspectiva que, pese a sus limitaciones y sesgos, continúa teniendo amplia aceptación.

Sin embargo, la crítica mencionada se hace extensiva a otras aproximaciones teóricas al mismo tema, a saber, al enfoque utilitarista y al basado en los recursos, también conocido como la versión igualitarista del enfoque del PBI. Al primero, le hace las siguientes observaciones:

•El indicador de utilidad, al igual que en el caso del PBI per cápita, se convierte en representativo de toda una masa poblacional, sin recoger las desigualdades de todo orden que subyacen en la realidad y que el indicador, al ser solo un promedio, no es capaz de capturar adecuadamente.

•Tanto «el término “satisfacción” como el de “placer” […] sugieren unicidad y conmensurabilidad allí donde la vida real evoca diversidad e inconmensurabilidad». Al igual que el concepto de «ingreso per cápita», los dos términos mencionados suponen la existencia de una sociedad homogénea y sin fisuras en la que sus miembros conforman una masa indiferenciada donde no es posible identificar diferencias de ningún tipo (Nussbaum, 2012, p. 74).

•Algo similar ocurre con el concepto de «preferencias» cuando se asume que estas son innatas e inmutables y se olvida que deben ser analizadas a partir de condiciones sociales y culturales específicas. Así, por ejemplo, las personas aprenden a no querer determinadas cosas cuando la sociedad las pone fuera de su alcance, es decir, la sociedad moldea las preferencias individuales a partir de lo que considera como posible y, de esta manera, da lugar a lo que se denomina «preferencias adaptativas». Una persona pobre jamás va a preferir comer caviar, puesto que es muy probable que ni siquiera sea capaz de atribuirle un significado a esa palabra. Como bien indica Nussbaum, «al definir el objetivo social en términos de la satisfacción de preferencias reales actuales, los enfoques utilitaristas suelen reforzar el statu quo, que puede ser, a su vez, muy injusto» (Nussbaum, 2012, p. 75).

•La última objeción al enfoque utilitarista tiene que ver con la comprensión que se tiene de la satisfacción como objetivo, esto es, cuando se entiende solo como el estado alcanzado por un individuo como resultado de una actividad. Lo que no hay que perder de vista es que, en muchos casos, esa satisfacción no es necesariamente producida por una actividad propia o por una actividad en cuanto tal. Muchas veces la satisfacción puede ser el resultado de una actividad ajena en la que el sujeto de la satisfacción ni siquiera ha participado, pero se le ha hecho creer que sí ha formado parte de su realización. Este razonamiento se basa en un conocido experimento mental propuesto por el filósofo Robert Nozick. Dicho experimento plantea la existencia de una «máquina de experiencias» a través de la cual los individuos tendrían la falsa ilusión de estar realizando diversas actividades y gozando de la satisfacción que estas producen sin estarlas ejecutando realmente. El núcleo del planteamiento de Nozick considera que, si se ofreciera esa alternativa, los individuos seguirían eligiendo una vida de libertad y elecciones, aun cuando esa decisión implicara frustraciones y decisiones equivocadas (Nussbaum, 2012, p. 76-77).

En lo que concierne al enfoque basado en los recursos, Nussbaum señala que «la renta y la riqueza no son buenos indicadores de lo que las personas son realmente capaces de hacer y de ser» (Nussbaum, 2012, p. 79). La realidad nos muestra que cada individuo tiene necesidades, capacidades y recursos muy distintos y que, por lo tanto, su acceso a posibles funcionamientos está condicionado por estos elementos. La redistribución no debería ser pensada en términos de igualdad sino de equidad, una equidad en la que se tome en consideración el carácter particular de cada individuo o grupo de individuos y se redistribuya de forma proporcional las diversas necesidades y capacidades, incluso considerando aspectos históricos de marginación o exclusión, cuando las circunstancias así lo exijan.

La influencia de estos enfoques ha tenido alcances significativos en distintos ámbitos de la vida en sociedad y, por eso mismo, la educación superior no ha sido inmune a ellos. En las últimas décadas, las universidades se han visto colonizadas por los imperativos que el mercado exige en cuanto a sus propósitos y fines. Planteado esto en otros términos, la educación en general, y la educación superior en particular, se han convertido en vehículos o medios para generar crecimiento económico e incrementar las rentas de la nación, es decir, en una educación orientada, en lo fundamental, a la generación de ingresos.

En Sin fines de lucro (Nussbaum, 2010), la autora narra algunos pasajes que reflejan esta situación y revelan una marcada tendencia hacia la mercantilización del quehacer universitario:

•En 2006, una comisión estadounidense conformada para analizar y abordar el problema de la educación en el futuro presentó un informe en el que criticaba el asunto de la desigualdad en el acceso a la educación superior. Sin embargo, el registro discursivo en el que se manejaba la crítica estaba plenamente alineado con la idea de que la educación debía estar orientada hacia la productividad y el beneficio económico nacional y a desarrollar capacidades en esa dirección. Las artes y humanidades no eran prioritarias en el discurso formulado, una omisión que por lo demás resultaba elocuente.

•En 2004, un grupo de especialistas se reunió para discutir en torno a la filosofía educativa de Rabindranath Tagore y sus propuestas para una educación socrática dirigida a la formación de individuos autónomos. La conclusión fue que las ideas de este pensador eran desacreditadas incluso en su país de origen, la India, y que las tendencias apuntaban a una educación con miras a la rentabilidad.

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0+
Umfang:
331 S. 3 Illustrationen
ISBN:
9789972574504
Rechteinhaber:
Bookwire
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