La música de la República

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Aus der Reihe: Estètica&Crítica #39
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Sin embargo, su principal defensa contra la «antigua calumnia» –que no es, en el fondo, más que la imputación de sofistería– descansa en un cuento que cuenta (20 e). Querefonte, su compinche en Las nubes, había perpetrado un golpe en Delfos: había hecho que el oráculo de Apolo declarara que nadie era más sabio que Sócrates. Después de eso, Sócrates se propuso modestamente probar que el dios se equivocaba, pero, a su pesar, ¡falló! Llama a esa tarea «dar la máxima prioridad al servicio del dios» (21 e) y considera que mencionarlo es suficiente defensa contra el cargo (24 b).

X La acusación correcta, como Sócrates la cita, es: «Que Sócrates obra mal corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras semidivinidades nuevas» (24 b).

Así es como afronta el verdadero cargo de irreverencia cuando le llega. La redacción del primer punto, si se traduce cuidadosamente el significado del verbo nomizein, dice que Sócrates «no considera a los dioses de la manera acostumbrada». Contra esto, Sócrates no tiene defensa. Él mismo admite que es cierto ante Eutifrón. Le cuenta que él, Sócrates, no puede aceptar las historias tradicionales de los dioses, es decir, los mitos comunes de los griegos; esa, añade, es la razón de su procesamiento (Eutifrón 6 a). Sin embargo, al interrogar a Meleto, hace que caiga en la trampa de una formulación alterada, a saber, que Sócrates «no cree que los dioses existan» (nomizein einai, 26 c, d). Ahora puede defenderse y presenta un argumento tan lógico como ridículo. Usando el sumario, alega que al imputado de introducir nuevas semidivinidades no se le puede acusar de no creer en los dioses plenos, que han de ser sus padres, más de lo que puede suponerse que quien reconozca la existencia de las mulas no crea en la de sus padres, esto es, caballos y asnos (27 c). Hasta ahí llega la irreverencia.

Queda el cargo de la introducción de nuevas divinidades. Sócrates aclara en el Eutifrón (3 b) y de nuevo en la Apología (31 d) que entiende que los acusadores estén pensando en su célebre daimónion,«lo semi-divino» que hay en él, y que lo consideren un «hacedor de dioses» por ello. Sin embargo, no solo no se esfuerza por mitigar sus aprensiones, sino que incluso insiste en su «signo divino» de forma más agresiva ante el tribunal que en ninguna otra parte.

XI ¿Cómo se defiende Sócrates a continuación del cargo de corrupción? Su versión en términos de la «antigua calumnia» es que Sócrates es «inteligente», el único sofista y pensador nativo que imparte una peligrosa sabiduría a una camarilla en un pensatorio. Desde luego, como todo el mundo sabe dentro y fuera del diálogo, Sócrates no tiene un establecimiento propio, así que el argumento cómico no necesita refutación. Su contrapartida seria en la acusación real, por otra parte, es que ofrece enseñanzas esotéricas. Sócrates denuncia que ese cargo es falso y mantiene que nadie le ha oído decir nada en privado que no fuera bien recibido por todos (33 b). Si yo hubiera estado en ese tribunal, me habría negado a creerle. No hay nada más claro que el hecho de que Sócrates no le diga todo a cualquiera.

Además, Sócrates sabe perfectamente que sus acusadores no tienen un conocimiento preciso de los sofistas, esa intrusa tribu viajera de profesionales. En el Menón, Ánito pasa por la conversación expresando horror por esa gente, pero confiesa con facilidad que nunca ha conocido a ninguno. Sócrates no está en condiciones de ridiculizarlo por esa falta de experiencia, pues en la República sostiene que sería útil que un médico probara la enfermedad en su propio cuerpo, pero que de ningún modo es bueno que alguien con la intención de gobernar el alma por sí misma experimente la corrupción (409 a). Un magistrado como Ánito podría afirmar que como precaución no intenta conocer a los que desprecia por puro sentido común.

Por tanto, puesto que la descripción de la competencia de los sofistas se deja a Sócrates, escoge presentarlos como personas que «podrían tener una sabiduría mayor que la humana» (20 e), es decir, ellos son los expertos en lo que está por encima y por debajo, mientras que Sócrates solo tiene la reputación de «cierta sabiduría», que «tal vez sea una sabiduría humana». En ese momento los atenienses lo interrumpen, pues saben que esa sabiduría socrática, ese «conocimiento involuntario» (Eutifrón 11 e), solo tiene un contenido: el conocimiento de la ignorancia del propio Sócrates y la decidida exposición de la ignorancia de todos los demás en la ciudad (21 d).

Parte del cargo de sofistería es el de «enseñar». La acusación real no lo especifica, pero Sócrates lo aduce y engaña a Meleto para que enmiende la redacción y lo incluya (26 b). ¿Por qué? Porque, al señalar que su actividad no es la enseñanza, trata de poner de relieve tres circunstancias: que no recibe dinero, que no transmite ningún contenido y que no acepta responsabilidad alguna (33 b).

Que no reciba dinero solo significa que es incontrolable: no puede ser contratado ni destituido, como un padre podría alquilar o despedir a un profesional. Que no se responsabilice de las carreras de sus jóvenes asociados... bueno, a eso se le suele llamar irresponsabilidad. Que no transmita un contenido positivo a esos jóvenes es lo peor de todo, a la luz de lo que les muestra en su lugar. Pues con falsa inocencia da una vívida descripción de lo que les inculca en su compañía: entablar conversaciones con hombres públicos, poetas y artesanos que, en realidad, son exámenes, en el curso de los cuales emerge que verdaderamente no saben lo que están haciendo, aunque crean saberlo, mientras los jóvenes se mantienen aparte y miran y sonríen, pues, como dice de una manera encantadora: «No es desagradable» (33 c). Después, informa, deambulan por la ciudad imitándolo, presumiblemente como esos cachorros escépticos que se apropian inoportunamente de la dialéctica a quienes describe en la República (529 b). Eso es lo que Sócrates llama «no ser maestro de nadie», ¡y así es como se gana a sus conciudadanos!

Completa su defensa del cargo de corrupción señalando que nadie que crea haber sido corrompido o sea padre de un hijo corrompido se ha presentado para quejarse (34 b). Pero, entonces, aparte de lo improbable que es que un padre proclame la corrupción de su hijo en público, toda la ciudad sabía que el principal acusador, Ánito, se consideraba precisamente ese padre. Jenofonte deja constancia de esa circunstancia (Apología 29).

XII Esa es la defensa de Sócrates como Platón nos permite interpretarla en la mente de un miembro del jurado de la Heliae. Sin duda, hay algo autoincriminador en ella.

Sócrates ni siquiera tiene escrúpulos en usar frases que den a entender al tribunal en sus propios términos la naturaleza equívoca de su actividad. Me refiero a las expresiones que en la República dan la definición práctica de derecho o justicia, a saber, «ocuparse de lo suyo», y de obrar mal, a saber, «ocuparse de muchas cosas» (433 a), inmiscuirse, «hacer de todo», siendo esta última su descripción favorita de la actividad de los sofistas (596 c). Sin embargo, las dos parecen coincidir para Sócrates en Atenas: sostiene que en sus interrogatorios privados «se ocupa de lo suyo» (33 a), lo cual consiste en inmiscuirse en lo que concierne a los demás (31 c), y que al hacer lo que concierne a los demás también está haciendo lo que concierne al dios (33 c).

Así que da a entender algo posiblemente pernicioso, al tiempo que no se da cuenta de los temores reales de sus jueces. Esos temores afectan a la sustancia de la ciudad, compuesta de tradiciones –en particular los antiquísimos mitos sobre sus dioses y el respeto establecido por la sabiduría de sus ciudadanos–, de cuyo colapso Sócrates hace un espectáculo para los jóvenes. Además, puesto que no reconoce que enseña, evita dar una explicación cándida y consoladora de la lealtad esencial de sus intenciones, como la que incluso un ciudadano-maestro inconforme estaría obligado a dar a padres aprensivos; no dice que, en última instancia, tanto él como ellos cuiden de la misma ciudad.

Es necesario recordar que la acusación de Sócrates era judicialmente correcta. En estas circunstancias me parece que un miembro decente del jurado, dándose cuenta durante el discurso de que ambos cargos, irreverencia y corrupción, tienen la misma raíz, lo que no había descubierto la defensa, podría incluso sentirse forzado a condenar y al mismo tiempo rezara para evitar la ejecución.

XIII De hecho, se puede abogar por los atenienses que lo condenan. Hegel, que adopta una perspectiva comprehensiva del asunto, es su enérgico defensor y algunos de los puntos que siguen provienen, de hecho, de la Historia de la filosofía (vol. II, «El destino de Sócrates»). Pero lo más interesante es que todos proceden de los propios diálogos.

Primero, la opinión común de que fue un juicio político, el ataque de la rabiosa y restituida democracia contra un hombre de opiniones y asociados aristocráticos, no se sostiene. El propio Sócrates relata en el juicio las dificultados que ha pasado bajo varios regímenes, desde luego –en su beneficio– bajo los oligárquicos Treinta, que incluían a sus interlocutores Critias y Cármides (Apología 32 e; véase el cap. 4). Además, el principal acusador, Ánito, era un demócrata moderado, un «hombre ordenado y de buena conducta», de respetable reputación según cuenta Sócrates en el Menón (90 b).

La descripción misma de Sócrates como un antidemócrata no es demasiado convincente. Leída sin prejuicio, la viñeta del régimen democrático en la República, un diálogo que tiene lugar en el bastión democrático del puerto de Atenas, muestra, a pesar de sus exageraciones, un rasgo vital y redentor: ese régimen es, dice Sócrates, un perfecto supermercado de constituciones y quien quiera erigir una ciudad, «como nosotros lo estamos haciendo ahora», debe acudir allí (557 d; cf. Político 303 a). La ocupación de Sócrates encaja perfectamente en una democracia, por no mencionar que los atenienses consideran que Sócrates instiga el mismo atrevimiento en los jóvenes que él mismo califica de endémico en las democracias (República 563 a).

 

Como observa Sócrates en el Critón (52 e), los atenienses han tenido paciencia con él durante setenta años, a pesar del supuesto «gran odio» en su contra (28 a). Incluso sus dos incursiones en la política, por las que, como cuenta al tribunal, «tal vez» podría haber muerto (32 d), se desarrollaron de forma segura. Así que al hombre que dice a los atenienses que matarán a cualquiera que se les oponga públicamente (31 e), en realidad se le ha permitido llevar una larga vida de resistencia semipública.

No había necesidad de llegar a esa tardía conclusión. Si lo hubieran llevado mejor, observa con tristeza Critón, el caso no habría tenido que llegar al tribunal (45 e). Tampoco era necesario que Sócrates muriera, siendo posible el exilio voluntario, como le recuerdan las leyes cuando las hace hablar (52 c). Incluso en el tribunal y a pesar de la intransigencia de Sócrates, 220 –casi la mitad– de los 500 (o 501) miembros del jurado piensan que la acusación no ha quedado suficientemente probada o están conmovidos por una vehemente sensación de la excelencia de Sócrates o de acuerdo con él en que la ciudad podría aprovecharse de su existencia o consideran que a la ciudad le sería más útil la tolerancia. Esos 220 se niegan a declararlo culpable. Su número sorprende a Sócrates, que evidentemente no ha hecho justicia a la buena disposición de algunos atenienses (36 a).

Una vez se ha emitido el veredicto, de nuevo se le permite hablar libremente a Sócrates, siguiendo la civilizada costumbre ateniense, y reafirmar su relación con la ciudad participando en la formulación de su sentencia. Sócrates abusa de la ocasión al reiterar su opinión sobre la incompetencia del tribunal de la Heliae. Más aún, una vez sentenciado y en prisión, la ciudad de Atenas le permite mantener conversaciones diarias con sus amigos y acuerda una muerte sin derramamiento de sangre entre ellos. ¡No ha sido así en Jerusalén, Londres ni Berlín!

De hecho, su libertad es completa para hablar ante el gran público del tribunal o en el círculo íntimo de amigos en la prisión. El asunto formal de un mero derecho a la libertad de expresión, contra lo que piensa Whitehead, no concierne a Sócrates ni a los atenienses; solo les importa la cuestión esencial de si el discurso de Sócrates es perjudicial.

En este sentido, incluso la dura recomendación de Ánito de que el caso no debería haber llegado al tribunal ni como caso capital (29 c) puede, al menos, tomarse como prueba de un estado de ánimo opuesto a lo trivial, un estado de ánimo que Platón debe respetar. En el Político, un diálogo dramáticamente contemporáneo del juicio (Teeteto 210 d), el extranjero al que Sócrates se ha dirigido en la conversación dice que, en ausencia de un verdadero sentido de Estado, deben regir las leyes y costumbres ancestrales. Puesto que nadie es más sabio que ellas, si se ve a alguien investigando las profesiones útiles que se han establecido legalmente, y aumentando su conocimiento, se le puede acusar de corromper a los jóvenes y hacerle sufrir «los castigos más extremos» (299 b).

En suma, la misma seriedad con la que toman la actividad no política de Sócrates hace que los atenienses sean dignos de nuestro respeto, pues el modus vivendi de muchos de nosotros es tomar a los filósofos a la ligera. Desde luego no es bueno interrumpir a un orador, pero su clamor es breve y controlable y surge de forma correcta, en momentos cruciales. En efecto, un solo hombre, un filósofo, se ha ganado la atención de toda una ciudad. ¿De qué otro pueblo puede decirse eso?

XIV Está claro que ese Sócrates que se enfrenta a esa ciudad y la afronta de esa manera es un Sócrates bastante oblicuo. El aspecto es justo el que describe Kierkegaard en un pasaje de El concepto de ironía.

Vemos claramente que la posición de Sócrates respecto al Estado es rigurosamente negativa, que fracasa por completo al tratar de encajar en él, pero aún lo vemos mejor en el momento en el que, procesado por su estilo de vida, sin duda ha tenido que ser consciente de su desproporción respecto al Estado. Pero mantuvo su posición sin desfallecer, con la espada sobre la cabeza. Su discurso no contiene el pathos poderoso del entusiasmo [...], sino una ironía llevada hasta el límite.9

Kierkegaard no entiende por «ironía» lo mismo que Sócrates cuando se aplica el término a sí mismo –a saber, su disimulo, la pretensión de saber menos de lo que sabe–, sino un tipo de autolevitación por la que nos elevamos por encima de todo conocimiento positivo. Esa exaltada abstención de contenido caracteriza, en cierto modo, al Sócrates de la Apología. En cualquier caso, con la espada sobre la cabeza, Sócrates es un hombre de negación.

XV Estos son sus rasgos: primero y principal, está ese misterioso negador en su interior al que llama su daimónion y que desempeña un papel más importante en este diálogo que en ningún otro que por lo general se acepte como genuino. Lo describe como una especie de voz interior que lo acompaña desde la infancia (31 d); es decir, es innato, pero no necesita «reminiscencia», que el pensamiento lo busque. Esa «semidivinidad» e incluso «algo divino» no ayuda al pensamiento ni insta a obrar. Solo habla para advertirle de que no haga algo.

Es insondable a qué reino del ser pertenece ese notorio daimónion, pero el papel que desempeña en la vida de Sócrates no es incomprensible. Entusiasmo significa literalmente el estado de tener una divinidad dentro de sí (éntheos): el daimónion es el entusiasmo negativo de Sócrates, un poder restrictivo implantado permanentemente. Sócrates no es entusiasta porque las exaltaciones del pensamiento no se deben a un organismo especial, pero necesita una facultad negativa específica. Su principal enseñanza es que la excelencia es conocimiento (e.g. Protágoras 360 e ss.) y que los correspondientes actos de excelencia son consecuencia directa del conocimiento. Según la proposición inversa (lógicamente independiente), todos los actos injustos se derivan de la ignorancia y son siempre inadvertidos en un sentido profundo; nadie hace nada malo completamente consciente. En consecuencia, puesto que están por propia naturaleza más allá del contexto de la razón, requieren, una vez se imaginan, un extraño poder de prevención. El daimónion es la habilidad de Sócrates para evitar el mal, su excelencia negativa.

En particular, el daimónion le impide comprometerse en política (31 d) porque habría equivalido, dice, a una especie de inútil y prematura autodestrucción. Sin embargo, se describe en el Gorgias (521 d) como el único hombre de Atenas verdaderamente comprometido en política. Eso quiere decir que ha dispuesto para sí un modo de ser privadamente público (o al revés); por su descripción es un modo de «dar en privado el mayor beneficio a cada ciudadano» (36 c). No abandonará esa misión que se le ha asignado aunque «muera muchas veces» (33 c). Esa es la política negativa de Sócrates: negar que el campo público sea el verdadero ámbito político y afirmar intransigentemente su lógos interior al servicio de la ciudad. En ese sentido, Sócrates difiere en mucho de Tomás Moro. Moro acepta, reacia aunque obedientemente, un alto cargo público, pero reivindica hasta su muerte el derecho a no franquearse más que a su Dios. Es, en resumen, la distinción en materia política entre un filósofo, al que le importa lo común del Ser, y un cristiano, que adora a una Persona en la intimidad.

XVI Por último, lo más importante, cuando Sócrates formula en este discurso cuál es «el mayor bien para el hombre», lo hace en términos completamente negativos: «La vida sin examinar no es viable para un hombre» (38 a); lo que preocupa a la gente en la actualidad no es mucho (30 a); dicho de manera positiva, la labor que de verdad vale la pena es la de examinar, probar, refutar, exponer de manera imparcial tanto a uno mismo como a otros. Al menos en este aspecto se siente sabio: sabe que no sabe nada (21 d); sus conciudadanos, por otro lado, suspenden por completo en el examen y la ofensa de Sócrates consiste precisamente en publicar esos fracasos. Sostiene, no obstante, sin ironía, que guardar silencio sería desobedecer «al dios» (37 e).

Dicho de otro modo: la primera culminación de la enseñanza no didáctica de Sócrates suele ser su notoria aporía, literalmente «ausencia de camino», una rentable perplejidad o bochorno inducida en el que aprende por su propio bien (por ejemplo, Menón 84). En tanto que Sócrates representa su actividad como servicio público, sin embargo, su interlocutor se avergüenza, no por sí mismo, sino como lección objetiva, y no continúa la conversación hacia el aprendizaje positivo; en ese entorno, Sócrates es desde luego un maestro negativo.

La actividad filosófica se presenta como un esfuerzo por completo negativo, sin fin ni sustancia; es significativo que no emplee el sustantivo philosophía, sino solo el verbo philosopheín, «esforzarse por la sabiduría». Pero, en particular, en el centro literal del discurso (29 b), y de nuevo al final, Sócrates afirma su definitiva sabiduría negativa: el conocimiento de su ignorancia respecto al Hades, el reino de la muerte.

XVII Platón escribe una segunda defensa de Sócrates en prisión para contrarrestar al Sócrates negativo del banquillo de los acusados, cuya defensa parece registrar. Las conversaciones del Critón y el Fedón son los complementos deliberadamente positivos a la oratoria de la Apología.

Al comienzo del Critón, Sócrates despierta de un sueño profundo, igual que el descrito con tanto anhelo al final de la Apología, a una conversación en la que acepta su condena como no lo haría ante el tribunal, a saber, por proceder debidamente de las leyes bajo las que ha vivido voluntariamente toda su vida (53 a). En un tono completamente opuesto al de la Apología, hace que las leyes le reprendan: «¿Piensas que lo correcto es lo mismo para ti que para nosotras, que cualquier cosa que prometamos hacerte es adecuado que nos la hagas a nosotras?» (50 e).

Este otro Sócrates positivo se delinea aún con más fuerza en el Fedón, el diálogo sobre la muerte que contiene expresamente su segunda y, así lo espera, más exitosa defensa (69 e). En su último día no es un retórico duro y ofensivo, sino un oyente encantador y atento, como se esfuerza por señalar el narrador (89 a). No habla como un interrogador implacable, sino como quien está preparado, si su interlocutor lo desea, para «hablar a través de cuentos» (diamythologeín, 70 b). No se presenta orgulloso de su ignorancia, sino que se presenta como el único conocedor (76 b); tampoco finge no tener una enseñanza, sino que aparece, en cambio, como quien –el receptor del relato de Fedón se detiene a advertirlo– aclara asombrosamente las materias filosóficas (102 a). Aquí se recopilan todas las grandes nociones socráticas: su suposición de los eíde, los «aspectos» o formas invisibles; el mito de la reminiscencia; el verdadero bien más allá del mero bien humano de la refutación (véase el cap. 2). En esa conversación, Sócrates se refiere con frecuencia a la philosophía y la presenta como la investigación sobre el reino de la muerte, el «Hades invisible» (Aídes aeidés), que también es el lugar de los invisibles eíde (80 d), el lugar del Ser (76 d). Aquí no ignora la muerte, sino que se muestra experto en ella, y la muerte que le confiere la ciudad no es una nada que se esconda como un sueño, sino una «migración» al reino del Ser (40 c, 117 c), una feliz alternativa al exilio.

Así que no puede caber duda de que, ante el tribunal, Sócrates abrevia sus explicaciones a propósito y se contiene.

XVIII La pregunta que se plantea es: ¿por qué? ¿Por qué ofende deliberadamente Sócrates al tribunal? ¿Por qué se pone a la ofensiva contra los atenienses? ¿Por qué usa su defensa para documentar su ofensa a la ciudad?

Puesto que Sócrates vivió y tuvo que defenderse realmente ante el tribunal de la Heliae, ha de haber algunos aspectos de la Apología (el título significa «Defensa») de Platón que deriven de las verdaderas circunstancias. Una vez inculpado, Sócrates se convirtió en un resistente, el defensor de la filosofía del ataque de la ciudad. Tal vez pensara que esa ocasión pública era el momento para mostrar su espíritu, confirmar de hecho la dedicación de toda su vida a las palabras, ser lo que Aquiles, con quien se compara, fue en la guerra: un héroe, un héroe de la filosofía (28 c).

 

En parte, su conducta debió acomodarse a las condiciones de la ocasión, a saber, el breve espacio de tiempo que tenía para hablar y la gran multitud a la que debía dirigirse. Dos veces menciona la falta de tiempo para persuadir con calma (19 a, 37 b). Esa falta de ocio e intimidad no es un asunto secundario: nada de lo que Sócrates piensa puede transmitirse de manera conveniente en público; debe engendrarse lentamente en una ociosa conversación directa con su correspondiente diálogo interior (Teeteto 172 d). La sabiduría positiva de Sócrates parecería simplemente rara si se expusiera de manera concisa en público.

El Sócrates negativo y el positivo son el anverso el uno del otro. La refutación, romper con una opinión aceptada, se convierte en la búsqueda de una verdad. Pero en público, tanto si Sócrates comparece ante el tribunal como si lo aborda alguien que no sea amigo suyo, no tendrá lugar la transformación: la conversación se trunca. La Apología deja a un lado las cuestiones más generales y profundas sobre la relación adecuada entre la comunidad política y el cuidado de las almas, pero supone esto: cuando la filosofía llega a la ciudad, llega en forma de negación y amenaza.

XIX Es posible deducir por qué Platón deja constancia para tiempos venideros de una declaración tan detallada y enfática de Sócrates, el resistente. Un momento sobrecogedor en la Apología arroja luz sobre este asunto. Por primera y última vez el propio Platón irrumpe en su obra (38 a). Sócrates lo oye alzar la voz para sugerir una sobria y sensata multa, para subvertir, por decirlo así, las propuestas orgullosas y ridículas de Sócrates. La sugerencia es muy parecida a una reprimenda y Sócrates la acepta. Es como si en esta obra, en la que Platón no habla por medio de Sócrates, sino que se representa como si Sócrates hablara por él, Platón estuviera captando algo que ha oído en el tribunal que debe arrojar su sombra sobre los otros diálogos y, por tanto, sobre la tradición filosófica. Ha oído que la actividad de Sócrates es públicamente indefendible.

XX Haré una conjetura. La vida, si no la letra, de las conversaciones socráticas habría quedado relegada al olvido, igual que el contenido positivo de la sabiduría de Sócrates, sus profundas suposiciones e incluyentes mitos, se habrían marchitado en conformidad con los sistemas técnicos y más enérgicos de sus sucesores. Uno de ellos, Aristóteles, aparecería pronto en Atenas.

Por otro lado, habiendo pronunciado su defensa ante la mayor audiencia de su vida, el discurso de Sócrates continuaría vigente a lo largo de los milenios. Su heroica intransigencia, que había llevado una vez al tribunal al extremo en su contra, serviría luego para restablecerlo. De ahí que prevaleciera el Sócrates de las refutaciones. Según una tendencia popular suavizada ese es el Sócrates de la famosa descripción de Cicerón:

Sócrates fue el primero que bajó a la filosofía de los cielos, la estableció en las ciudades e incluso la introdujo en casas particulares y la obligó a preguntar acerca de asuntos vitales y morales y cosas buenas y malas (Tusculanas V IV 10).

Pero el supuesto método socrático también reaparecería de manera más violenta, como «duda radical», como «ilustración», como «crítica», como «transvaloración de todos los valores» o como estímulo general de una disposición a cuestionar las cosas. En cada una de esas modalidades, la filosofía penetraría una vez más en las pretensiones de crédito alegadas por otro medio comunitario.

Sin suponer que Platón hubiera podido prever todos esos desarrollos, es posible imaginar que tenía indicios, que le inquietaba tanto la reivindicación fácil del estilo de Sócrates como la osificación culta de su pensamiento. Para prevenir lo segundo –o más bien para proporcionar una posibilidad permanente de renacimiento– escribió numerosas conversaciones socráticas. Para impedir lo primero –o, mejor dicho, poner obstáculos perennes en su camino– escribió un discurso socrático. Esa oración, orgullosa y noble de acuerdo con el acontecimiento, se escribió así para revelar bajo nuevo examen que a Platón le parecía que Sócrates había cometido una innegable ofensa contra la ciudad y que había considerado a su maestro, al menos una vez, verdaderamente peligroso. El discurso serviría como advertencia para futuros amigos... y como incentivo.

Por añadir una aplicación moderna: en el sistema de gobierno americano, la ofensa de Sócrates no es un delito capital ni sus sucesores modernos están a su altura. Además, en un tribunal de justicia, la Constitución y sus interpretaciones y leyes guiarían y frenarían a un ciudadano americano miembro de un jurado. El problema judicial es, por tanto, mucho menos terrible; es más urgente formular opiniones generales sobre esas situaciones. Ahí la Apología ofrece un claro comentario, que, expresado del modo más cauto, dice: la parte que se resiste a la ilustración también tiene algo vital que defender y debe ser oída.

Aún hay otro pensamiento. El propio Sócrates, estoy convencida, viviría entre nosotros sin hacer daño ni recibirlo. Entonces, la gran pregunta que ha de considerarse es: ¿debe esa inmunidad ser fuente de gran satisfacción o ha de ser también causa de profundos recelos?

1. Plato’s Eutyphro, Apology of Socrates, and Crito, ed. de John Burnet, Oxford, Clarendon Press, 1924. Me gustaría llamar la atención sobre el magnífico tratamiento de Thomas G. West, Plato’s Defense of Socrates, Ithaca, Cornell University Press, 1979.

2. The Socratic Enigma. A Collection of Testimonies Through Twenty-Four Centuries, ed. de Herbert Spiegelberg, Bobbs-Merrill, Indianapolis, The Library of Liberal Arts, 1964, pp. 99, 112, 243, 262, 203, 278.

3. Helmut James von Moltke, Briefe, Berlín, Henssel Verlag, 1971, p. 63.

4. The Socratic Enigma, pp. 43, 66, 187, 228, 285; G. W. F. Hegel, Philosophy of Religion, III II 3 [Lecciones sobre la filosofía de la religión, trad. de R. Ferrara, Madrid, Alianza, 1984].

5. William Roper y Nicholas Harpsfield, Lives of Saint Thomas More, Londres, Everyman Library, 1963, p. 175.

6. Plato’s Eutyphro, Apology of Socrates, and Crito, p. 103.

7. The Meno of Plato, ed. de E. Seymer Thompson, Cambridge, W. Heffer and Sons, 1961, p. XXIV.

8. Una ocasión inmediata para este ensayo fue la controversia del libro de texto de 1974 en el condado de Kanawha, Virginia Occidental. Surgió de un choque entre padres cuyas sensibilidades morales y religiosas se vieron ofendidas por algunos de los libros que asignaron a sus hijos en las escuelas públicas y educadores a cuyo juicio era necesaria esa lectura para el desarrollo intelectual de los niños.

9. Søren Kierkegaard, The Concept of Irony, With Constant Reference to Socrates, Londres, Collins, 1966, p. 221 [De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de ironía, Escritos de Søren Kierkegaard, vol. 1, ed. de R. Larrañeta et al., Madrid, Trotta, 2000]; cf. The Socratic Enigma, p. 291.

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