El caso del cuadro robado

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Aus der Reihe: Marzo Michel #1
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El caso del cuadro robado
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Ningún perro ha

pensado jamás en

ponerse aretes.

T. GAUTIER

Yo no soy bella, soy peor.

DORVAL

1

—¿Le gusta a usted Guadalajara?

—No sé —le dije—, aquí nací. Pero una vez alguien me dijo que esta ciudad es un buen lugar para desaparecer, y creo que es un elogio. (Me gusta decir que Guadalajara es un buen lugar para desaparecer porque deja a la gente pensativa).

El editor me había mostrado imágenes de la obra del pintor Garval. Vi gente que corría y una cruz roja que tachaba un dibujo. Vi enmascarados. Vi desperdicios tecnológicos, carritos de supermercado, mujeres grotescas (el artista, según Fellini, vive entre dos mundos: uno es consciente y en el otro rigen los modelos que predominan en su cultura: José Clemente Orozco, el de los pinceles violentos, generó una vocación tremendista, por lo que aquí el arte o es tremendista o es artesanía). Por la ventana se veía el sol del mediodía; afuera, el paisaje anodino de la avenida de las Américas; una de esas avenidas que bien podría ser de cualquier ciudad del mundo.

—El cuadro —dijo— estaba ahí, y ya no está.

Había otros cuadros. Había cajas y objetos tirados por toda la oficina, libros y más libros apilados, dejados aquí y allá entre ceniceros con colillas aplastadas y tazas de café a medio terminar.

—¿Se muda?

—Sí, esta propiedad va a ser demolida. Encontramos un lugar cerca de casa y decidimos mudarnos de una vez.

Pensé que quizá era una forma disfrazada de despedirse del negocio, pretextando un cambio de domicilio. No pude evitar la pregunta.

—¿Libros de papel o libros virtuales?

Pareció que le hubieran pisado un callo.

—¡El libro de papel nunca va a desaparecer!

—Quizá en lo que a nosotros concierne, no —dije, tratando de explicarme—, mientras vivamos seguiremos leyendo libros de papel, pero ¿qué me dice de las nuevas generaciones? Su mundo está hecho de imágenes...

No era eso lo que yo quería decir, quería decir algo épico, algo como: «Los libros de papel morirán con nuestra generación» o «¿Cree usted que estamos viviendo el canto del cisne del libro?».

Pero ninguna frase así llegó en mi auxilio.

—La tecnología digital tiene un problema muy grande —dijo el editor.

—¿Y cuál es?

—Sin energía no existe. Ese es su talón de Aquiles. Demasiados chips, alambres, transistores, botones, para algo tan sencillo como el acto de leer. El libro de papel, estimado amigo, es como el tiburón, su diseño no ha cambiado simplemente porque no lo necesita, el problema es que no genera una nueva necesidad, por eso lo consideran obsoleto los manipuladores del mercado.

—Estoy de acuerdo —dije. Tengo ese defecto. En cuanto encuentro un tema que me interesa me olvido que estoy trabajando. Iba a abundar sobre el asunto pero decidí concentrarme—. Pero me estoy extendiendo… —Saqué una de mis libretas negras para hacer anotaciones—. Vayamos al tema que nos ocupa.

—Tal como se lo dije ya —insistió el editor— aparte de esos jóvenes de la mudanza nadie más ha venido. Aquí solo trabajamos mi mujer, una asistente y yo. Como habrá notado, la puerta está intacta, no queda nadie en el edificio, no han renovado los contratos, así que paulatinamente se ha ido desocupando todo, nada más queda la oficina del vecino de al lado y nosotros, que ya nos vamos.

—¿Y su asistente desde cuándo trabaja aquí?

—No pierda su tiempo, ella no fue. Hace años que trabaja con nosotros. Los únicos extraños que entraron fueron los dos jóvenes de la mudanza. Vinieron a recoger las cajas, fueron ellos, no puede ser de otra forma. Entiendo que no es la clase de gente que suele estar interesada en el arte, y hay otras preguntas que me intrigan: ¿Por qué ese cuadro y no otro?

»¿No era más lógico que se llevaran el que estaba a la mano y no el que tuvieron que subirse a una silla para alcanzarlo? Podrían haberse llevado el grabado de Cuevas, por ejemplo, o ese dibujo de Marcos Huerta, o el Montenegro; todos esos están a la altura de una persona. El asunto es que ese cuadro que se llevaron fue portada de la edición de nuestro veinte aniversario. Llamé a la mudanza para quejarme y alegaron que todos sus empleados pasan exámenes de confianza, que en el desorden de una mudanza los clientes creen perder cosas que luego aparecen. Es absurdo. Tengo fama de distraído y ahora mi mujer insiste que algo hice yo con ese cuadro. Por otra parte, se aproxima una exposición en el Museo de las Artes y lo tengo comprometido para la exhibición. El asunto ha comenzado a obsesionarme. No he denunciado el robo a la policía; primero, porque ya tuvimos un robo en casa y la experiencia con la policía resultó peor que el asunto del robo, y segundo, porque los enredos como este no suelen interesar a la policía, y menos para resolverse a la brevedad.

Fui a la ventana para revisar el hueco dejado por el aire acondicionado que ya habían quitado y por donde pudo haber pasado una persona fácilmente.

—¿Este hueco ya estaba cuando notó la desaparición del cuadro?

—¿O sea que alguien escaló un piso para entrar por ese hueco solo para robarse precisamente ese cuadro y huir?

—En eso consiste este trabajo, en agotar todas las posibilidades.

Tomé fotografías con el celular. Terminé de recopilar datos. ¿A qué horas habían pasado los de la mudanza? ¿Cuánto tiempo habían estado ahí? ¿El conserje del edificio (un viejo torvo que vi al entrar), tenía llaves de la oficina? ¿Sabía si habían reparado alguna línea eléctrica de la calle en los dos últimos días?

Anoté todas las respuestas.

Afuera, en un enorme estacionamiento empedrado, un árbol de huele crecía desordenadamente. Ese gigante verde y añoso iba a ser derribado junto con el edificio para construir un centro comercial. Subí al jeep para tomar avenida de las Américas.

Bajé por la calle Manuel Acuña rumbo al centro. Me detuve en el mercado de Santa Tere. Un viene–viene quitó un bote de pintura para que pudiera estacionarme.

—¿Lavado, jefe?

Le hice la seña con el índice en el ojo.

—Bien cuidado, jefe.

Compré un birote salado, dorado en la costra; entré al mercado para sentarme en uno de los puestos. Cazuelas de barro con frijoles, chilaquiles, carne con chile, me esperaban humeantes. Pedí un plato con un poco de todo y pedí que agregaran queso seco. Saqué el birote, retiré el migajón, usé la costra mojada en chile para empujar la comida al tenedor. Un trío de cancioneros se acercó y pedí «Flores negras», aunque luego me pareció algo triste para esa hora de la mañana, así que, para cambiar, pedí «Amanecí en tus brazos», solo para darme cuenta de que a pesar de todo el amor que destila, también es una canción triste. Dejé que otros clientes pidieran sus canciones. Me sentí mejor cuando comenzaron a cantar «Cuando calienta el sol», al estilo de Javier Solís, pero luego sentí también algo triste en esa canción, pues tiene que ver con la nostalgia. Noté que un viejo, de los tres que cantaban, era el que tenía ese dejo triste en la voz.

Enchilado y huyendo de la voz del viejo, pagué, repartí monedas al trío, salí, le di unas monedas al viene–viene, conduje hasta avenida Federalismo y de ahí a las oficinas y patios de la mudanza, acelerando, para dejar la tristeza atrás como un mal viento.

Me presenté con la secretaria mostrándole mi credencial:

Marzo Michel

Detective Privado

Tienden a creer que soy policía. Yo no miento, les dejo creer lo que quieran.

Le dije mi asunto.

—Sí, ya nos llamaron sobre eso, los estibadores hace tiempo que trabajan con nosotros, son de confianza, aquí todo el personal debe pasar pruebas de confianza...

Seguía tecleando en la computadora sin mirarme.

—Me gustaría hablar con ellos.

—Pase —dijo—, están en el patio.

En el patio empedrado se veían camiones de mudanza en reparación y una bodega de techo de láminas de asbesto repleta de objetos. Los estibadores trabajaban bajo la sombra de un árbol. Llevaban monos azules deslavados. Dejaron lo que estaban haciendo. Yo iba vestido con mi sempiterna cazadora de piel Wilson, camisa blanca de vestir, Levi's deslavados y botines Ferragamo color café claro. Me había afeitado con navaja y suavizado las mejillas con Givenchy Blue esa mañana.

Uno era un joven fornido, de rostro bonachón, pelo prematuramente entrecano, cara ovalada y una boca carnosa y femenina, propia de los hombres débiles de carácter, cuya mujer los convierte en la mascota de la casa.

El otro era un joven moreno de lentes de fondo de botella, melenita y un airecillo intelectual, de esos que estudian Filosofía o Letras en la UdeG y suelen tener imaginación y fantasías; sobre todo, sueñan con ser hombres intrépidos y conquistar mujeres hermosas.

—Señores, ¿cómo están hoy? —Hice un gesto de afabilidad—. Vengo a hacerles unas preguntas. —Mostré la placa. El fornido se movió hacia atrás, se sentó en el borde de lo que debió ser una tarjea para vacas, cuando esa parte de Guadalajara todavía era huertas y corrales.

Me dirigí al de lentes de fondo de botella, que dijo llamarse Amadeo.

—Hace días hicieron una mudanza de una oficina editorial, en la avenida Américas...

—Sí, sí, ya hablaron con el gerente —me interrumpió Amadeo—. Nosotros no sabemos nada de eso… —Hizo un gesto para sacar a relucir su argumento triunfal—. En todo caso, de robar algo, nos hubiéramos robado otra cosa…

 

No me gusta cuando un sospechoso tiene preparado un mal argumento. La frasecita esa que dice que los ojos son la ventana del alma es una verdad del tamaño del mundo.

El fornido parecía nervioso.

La técnica consiste en no hacer caso al nervioso para que se ponga aún más inquieto, y luego abordarlo en solitario.

—Bueno, voy a necesitar sus datos por si hay necesidad de preguntarles algo más, ¿están de acuerdo?

Me dieron sus señas. El fornido vivía en una unidad habitacional muy cerca de ahí, era casado. Lentes de fondo de botella y audaz conquistador de melenita y fantasioso hombre de acción, vivía en San Andrés, estudiaba Letras en la UdeG y era soltero.

Me ablandé como si estuviera seguro que ellos nada tenían que ver.

—¿Qué creen que pasó, muchachos?

El fornido volteó a mirar a Amadeo.

—Nosotros no sabemos nada —insistió Amadeo—, a ese tipo de oficinas entra mucha gente, y cuando se están cambiando pasa eso. Se les extravían cosas y luego dicen que fueron los de la mudanza.

—Bueno, hasta luego, los veré en otra ocasión, hay que seguir investigando esto —dije.

Me iba y no pudo contenerse.

—¿Y cuesta mucho dinero ese cuadro o qué?— preguntó Amadeo.

Es peculiar este trabajo de detective. Mi especialidad son los homicidios, pero entre un homicidio y otro, para ganarme la vida, tomo cualquier asunto que tenga que ver con mi profesión. En este oficio, si hay algo imprescindible, es aprender a observar los detalles de las cosas.

«En los detalles es donde está Dios», según un dicho que llevo siempre conmigo, y eso que soy ateo.

Hay narraciones escritas en los rostros de las personas como si fuera una novela. Algo importante de aquel cursito por correspondencia gracias al cual me convertí en detective privado (un curso de la Hemison School anunciado en la última página de un cómic por el que tuve que decidirme entre estudiar para secretario, aeromozo o detective privado), fue la recomendación de leer cuentos y novelas como fuente de conocimiento de los diferentes caracteres humanos. Nadie te hablará mejor que Dostoiesky de cómo un estudiante puede convertirse en el asesino de una usurera. O sobre el carácter de ciertas mujeres como lo hace Tolstoi en Ana Karenina, o como lo hace Flaubert en Madame Bovary. Uno tardaría una vida completa para descubrir las motivaciones en la psique de un tipo como el capitán Ahab y el misterio de su obsesión con la monstruosa, blanca y terrible ballena Moby Dick. O las simplezas de la codicia y los sueños de los personajes de la picaresca, o pongamos también como ejemplo el mundo de los rebeldes anarquistas del El agente secreto, de Joseph Conrad, o el duelo perverso de dos libertinos en Las amistades peligrosas.

Las personas comunes y corrientes se convierten en personas extraordinarias al cometer crímenes, todas esas personas tienen algo de los personajes de novela, algo que aflora de pronto y toma posesión para someterlos a las situaciones en las que cometen esos actos, que van desde el simple robo de una minucia hasta el asesinato. Busca su punto flaco, la debilidad que los altera y ahí encontrarás las claves de sus motivaciones, lo que te llevará a resolver el caso y te revelará la verdad.

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