La pasión de Jesús

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Un ejemplo de ese cuidado nos lo brinda un pasaje de la biografía de san Manuel González, cuando dejó reservado por primera vez el Santísimo Sacramento en un convento: “Después de haber cerrado el sagrario, ya lleno con la presencia real del Maestro divino de Nazaret, se despedía el Fundador de sus hijas, recordando la frase del beato Ávila, les repetía: ‘¡Que me lo tratéis bien, que es Hijo de buena Madre!’” (cf. Rodríguez, 2004, n. 531).

Podemos repetir la oración de san Josemaría al recordar ese suceso: ‘¡Tratádmelo bien, tratádmelo bien’ […] —¡Señor!: ¡Quién me diera voces y autoridad para clamar de este modo al oído y al corazón de muchos cristianos, de muchos!” (2008, n. 531). Aprendamos del ejemplo de María de Betania y de tantos santos enamorados de Jesucristo, prisionero de amor en la eucaristía. Que lo acojamos con el nardo de nuestras penitencias, de nuestra piedad renovada, del cariño fraterno, del afán apostólico incesante.

Volviendo a la escena de la unción en Betania, podemos preguntarnos: ¿cómo reaccionó Jesús ante la incómoda situación en que lo puso el comentario de Judas Iscariote? San Juan Pablo II continúa su exégesis:

la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos —“pobres tendréis siempre con vosotros”—, él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona. (2003b, n. 47)

Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis”. Por ese motivo este pasaje se lee el Lunes Santo, como preparación inmediata para la celebración del Triduo Pascual. El Señor anuncia veladamente que muy poco tiempo después estará sepultado. Y lo hace con una paz y una serenidad que muestran que en él se cumple la profecía del Siervo de Isaías, que se lee como primera lectura de la misa durante las jornadas iniciales de la Semana Santa (caps. 40-55): “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. Yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos”.

Jesucristo ofreció su vida generosamente por nosotros, asumió la voluntad del Padre de entregarse a la muerte por nuestra salvación. Debemos pensar, como el Apóstol san Pablo, que también podemos manifestar nuestro amor a Dios imitándolo en esa abnegación por nuestros hermanos, que nos permita decir, como el Apóstol: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia”.

La mejor manera de tomar la cruz de Cristo, camino del Calvario, es sufrir por los demás —sin dramatismos—, ser sus cirineos. Pidamos al Señor que nos ayude a descubrir su rostro en esos hermanos que salen a nuestro encuentro desde sus “periferias existenciales”, como dice el papa Francisco: con la enfermedad, la pobreza, las necesidades de afecto, de comprensión, de compañía. Podemos hacernos las preguntas que él mismo sugería:

¿Se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (2015a)

Cuando hablamos del amor a Dios y a los hombres, del que María de Betania es ejemplar, pensamos también en la Madre de Jesús, que al mismo tiempo es nuestra Madre. A ella, que “se entregó completamente al Señor y estuvo siempre pendiente de los hombres; hoy le pedimos que interceda por nosotros, para que, en nuestras vidas, el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en una sola cosa, como las dos caras de una misma moneda” (Echevarría, 2004).

2. Domingo de Ramos

2.1. Jesús, manso y humilde de corazón

El domingo de Ramos se considera en la liturgia la figura de un rey especial anunciado por el profeta Zacarías (9,9-10): “¡Salta de gozo, Sión; alégrate, ¡Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna”. Estas palabras no dejan de ser misteriosas, por paradójicas: anuncian a un rey, pero montado en un borrico, no en un brioso corcel:

un rey pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres. (Benedicto XVI, 2011, p. 14)

Si las primeras semanas del tiempo de cuaresma ponen el acento en el esfuerzo ascético del cristiano para convertirse, la última semana, en cambio, insiste en la contemplación del ejemplo de Jesús al final de su caminar terreno, según el Evangelio de san Juan. Se pretende responder a la pregunta por la naturaleza de Jesús (Aldazábal, 2003, pp. 93 ss.). En este pasaje se nos ofrece una respuesta: “Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres”. Se ve que Jesucristo es “un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Su poder reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios” (Benedicto XVI, 2011, p. 14).

Humildad, mansedumbre, sencillez, pobreza. Estas son las notas prioritarias del rey que anunciaba Zacarías. Ese es el camino de Dios, desde el nacimiento en la humildad del pesebre hasta la muerte en el madero de la cruz, mientras que la piel del diablo es la soberbia (San Josemaría, 2009b, n. 726). Por tanto, es apenas lógico que la liturgia relacione la profecía sobre el rey humilde con el autorretrato de Jesús que transmite el Evangelio de Mateo (11,25-30): “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera”.

No es lo mismo tu yugo suave y tu carga ligera que nuestros cansancios y agobios. Nuestro descanso es llevar tu yugo del modo en que tú lo portas: con mansedumbre y humildad. De esa manera es como tu carga alcanza la suavidad. San Josemaría tiene dos textos en los que habla de este yugo, que pueden servirnos para nuestra oración: “el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz” (1992, n. 31). Y en el Viacrucis (n. 2, 4) añade otra característica: “mi yugo es la eficacia”.

Se trata del compromiso con Dios que, aunque vincula, también libera. Es la enseñanza cristiana sobre la auténtica libertad, que no es ausencia de compromisos, sino capacidad de darse: el que más se entrega es más libre (por lo cual Jesús fue el hombre más libre de todos, atado con clavos a un madero, porque lo hizo con la libertad que da el amor). Y por ese motivo quien toma el yugo de Cristo es más libre que, por ejemplo, el hijo pródigo, que terminó esclavo de sus vicios.

En la homilía se añade: “el yugo es la vida, que él nos ganó en la cruz”. Se trata de un peso que es fruto del amor. Puestos a sufrir —como había dicho Job (7,1): “la vida del hombre sobre la tierra es una milicia”—, mejor hacerlo por caridad que por egoísmo, mejor buscar la alegría de Dios que nuestro pequeño capricho.

Podemos pensar en la manera como la Virgen acogió la llamada del Señor: con un “hágase” generoso, sin condiciones. Refiriéndose a esa respuesta, san Josemaría veía en ella “el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios” (1992, n. 25). El descanso para nuestras almas está en llevar libremente tu yugo, Señor; en decidirnos por Ti, y aprender así de tu mansedumbre y de tu humildad. Aprender a ser libres como lo fuiste tú, entregándonos sin condiciones a la voluntad del Padre, a cumplir la vocación, la misión que nos has asignado.

La persona que se compromete libremente, que se entrega cada día por amor, sabe que, cuando llega el dolor, “se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva él sobre sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna” (San Josemaría, 1992, n. 28). Por eso el yugo de Cristo es vida, la vida que el mismo Señor nos ganó en la cruz: porque el yugo es el madero que él abrazó, porque él es nuestro cirineo. De ese modo, Jesús toma sobre sus hombros nuestras contradicciones y aligera nuestra carga. El Señor

nos propone un intercambio: darle lo que nos pesa y tomar nosotros su carga. Saldremos ganando, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Nos mueve a abandonar en él nuestra soberbia, que tantas fatigas nos procura, y a revestirnos su humildad, que permite considerar las cuestiones en su verdadera dimensión, sin exagerar las dificultades. A mudar nuestra ira y nuestra arrogancia, por su mansedumbre. Siempre un cambio a nuestro favor: cargamos sobre él la opresión que nuestros vicios y pecados merecen, y conseguimos las virtudes y la paz que él nos trae. Nos llama a canjear el desordenado amor propio, por ese amor de Dios que se entrega a todos. (Echevarría, 2005, p. 190)

San Agustín había esclarecido que el principal yugo que el Señor había venido a quitarnos de encima era el peso de los propios pecados, ¿Puede haber una carga más insufrible?: “Dice Jesús a los hombres que llevan cargas tan pesadas y detestables y que sudan en vano bajo ellas: ‘Venid a mí… y yo os aliviaré’. ¿Cómo alivia a los cargados con pecados, sino perdonándoselos?” (Sermón 164, 4).

 

Dios cambia el misterio de la iniquidad de nuestros primeros padres y de nosotros mismos por el misterio de su caridad infinita, que es el camino de la liberación, de la redención, de la justificación. Por esa razón, la propuesta del Señor para liberarnos del yugo del pecado es que acudamos a su misericordia, que acojamos su voluntad y que imitemos su ejemplo: “Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

¡Cuántas manifestaciones de humildad podríamos comentar! Por ejemplo: recordar que el apostolado es de Dios, no nuestro. Que lo que atrae y conquista a las almas es la gracia de Dios, la fuerza del Evangelio, y no nuestras pobres palabras humanas —aunque tenemos que prever muy bien lo que vayamos a decir—. Por eso, la mejor preparación del apostolado, de la predicación, de la caridad, es “gastar” tiempo delante del sagrario, “perder” esos minutos en adoración, desagravio, pidiendo perdón, y en intercesión por tantas almas y tantos asuntos: encomendarlos a Dios para que sea él quien haga su obra, antes, más y mejor. Como hemos visto antes, “mi yugo es la eficacia”. Humildad es esforzarse por hacer muy bien la oración, lo que san Agustín resumía diciendo que primero está la oración y después la peroración (cf. De Doctrina Christiana, n. 32). San Josemaría lo afirmaba con palabras parecidas: “antes de hablar a las almas de Dios, hablad mucho a Dios de las almas” (citado por Echevarría, 2016).

Podemos concluir con un elenco de siete virtudes que manifiestan la humildad interior. Si nos faltan esas características de la vida cristiana, es que quizá hay una “soberbia oculta” en el fondo de nuestra alma:

— “La oración” es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de él y nada de sí mismo.

— “La fe” es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia.

— “La obediencia” es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios.

— “La castidad” es la humildad de la carne, que se somete al espíritu.

— “La mortificación” exterior es la humildad de los sentidos.

— “La penitencia” es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor.

— La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética (2009a, n. 259)

Acudamos a la Virgen Santísima, quien decía que el Señor la había llamado porque se había fijado “en la humildad de su esclava”, y pidámosle que nos alcance la audacia necesaria para decidirnos a llevar sobre nosotros el yugo de su Hijo y a aprender de él, que es manso y humilde de corazón. De esa manera, Madre nuestra, encontraremos el verdadero descanso para nuestras almas: “porque su yugo es llevadero y su carga ligera”.

2.2. El grano de trigo

El Evangelio de san Juan presenta las últimas jornadas de Jesús con una consideración teológica, más que como un simple recuento de esos eventos. En el capítulo 12 (20-36) muestra que el Señor subió a Jerusalén para celebrar la que sería su última Pascua en la tierra. Acababa de pasar la entrada triunfal en la ciudad santa y, entre los peregrinos, “había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: ‘Señor, queremos ver a Jesús’. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús”.

Parece un relato prescindible y, sin embargo, tiene un significado importante: la misión universal de Jesús. Justo cuando las autoridades del pueblo elegido lo rechazarán como su Mesías, unos extranjeros se interesan por él. Además, esta primera escena nos muestra el “hecho religioso”, que todas las culturas buscan a Dios: “queremos ver a Jesús”. Y también nos enseña la importancia del testimonio cristiano: aquellos griegos se acercaron a Felipe porque sabían que era un seguidor de Cristo. Y él actuó con prontitud, consciente del valor de cada alma. Se unió a otro Apóstol y, con él, intercedió ante el Maestro por esos hombres.

Jesús reaccionó con alegría y les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre”. Pero ¿en qué consiste esa exaltación? Uno se imagina un ensalzamiento, una festividad. Sin embargo, el Señor continúa con una pequeña parábola, que explica lo que sucederá en los siguientes días de la primera Semana Santa: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”.

Todos eran conscientes de la dinámica agraria, de la muerte de la semilla, y captaban el significado de la enseñanza. Sin embargo, para que no quedaran dudas, Jesús aclaró: “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna”. Muchas personas, leyendo estas palabras del Evangelio, han visto claramente la vocación a la que el Señor las llamaba: dar la propia vida, aborrecer los reclamos del mundo y decidirse a servir a Jesús y, de ese modo, ganar la vida eterna.

En otras ocasiones, personas ya entregadas a Dios se han reafirmado en los propósitos de entrega, como queremos hacer nosotros ahora. Pensemos, por ejemplo, en la experiencia espiritual de san Josemaría:

Le decía yo al Señor, hace unos días, en la santa misa: “Dime algo, Jesús, dime algo”. Y, como respuesta, vi con claridad un sueño que había tenido la noche anterior, en el que Jesús era grano, enterrado y podrido —aparentemente—, para ser después espiga cuajada y fecunda. Y comprendí que ése, y no otro, es mi camino. ¡Buena respuesta! Efectivamente, desde octubre, aunque creo que nada he dicho, no me falta cruz..., cruces de todos los tamaños; aunque a mí, de ordinario, me pesan poco: las lleva él. (Apuntes íntimos, n. 1304, citado por Rodríguez, 2004, n. 199)

Seguir a Cristo en su camino hacia el Calvario; ser grano enterrado, sacrificado como Jesús, para resucitar con él. “¡Buena respuesta!”, buen propósito para acompañar al Maestro cargando con la cruz de cada día: “Procura vivir de tal manera que sepas, voluntariamente, privarte de la comodidad y bienestar que verías mal en los hábitos de otro hombre de Dios. Mira que eres el grano de trigo del que habla el Evangelio. —Si no te entierras y mueres, no habrá fruto” (San Josemaría, 2008, n. 938).

Podemos examinarnos sobre cómo vivimos la penitencia: ¿qué tanto escuchamos la invitación y el ejemplo del Señor para convertirnos de nuevo? ¿Notamos la exigencia en la mortificación interior (imaginación, curiosidad, inteligencia, voluntad), en los pequeños ayunos, en la mortificación de los sentidos (uno por uno), en el “minuto heroico” al levantarse, en la puntualidad, en la lucha por dominar nuestro carácter? ¿Cómo hemos afinado en el plan de vida espiritual, en la santa misa, en el santo rosario, en la oración mental?

“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará”. El camino del seguimiento de Cristo en su morir como la semilla de trigo pasa también por la unión con él en la eucaristía, donde se cumple la “mutua inmanencia”: “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.

A continuación, san Juan transmite la intimidad de Jesús, su autoconciencia divina, por medio de unas palabras relacionadas con la oración en el huerto de Getsemaní (que el cuarto Evangelio omite): “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora”. La voluntad humana de Jesús se identifica con la voluntad divina, acoge la llamada a la cruz, a la muerte del grano de trigo. Y el “hágase tu voluntad” de los sinópticos aparece aquí como “¡Padre, glorifica tu nombre!”.

Es difícil, para nuestra mentalidad, entender que la glorificación del Padre se da por medio del sacrificio del Hijo. Y que la llamada que Jesús quiere hacernos es a que lo sigamos por ese camino de acoger la cruz en nuestra vida, de morir con él a través de la penitencia para después resucitar con él, como decía san Pablo (Rm 6,5): “si hemos sido injertados en él con una muerte como la suya, también lo seremos con una resurrección como la suya”.

El Padre confirma esta doctrina con una teofanía con la cual expresa que glorificará a Jesús por medio de la Resurrección. Siempre da más de lo que pide. El Hijo le entrega su vida terrena y recibe, a cambio, la gloria de la exaltación definitiva:

Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera”. (Jn 12,30)

La escena del Evangelio concluye con una expresión un poco misteriosa: “Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Juan se ve obligado a aclarar: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”. San Josemaría tuvo una experiencia mística con estas palabras del Evangelio, y exponía las consecuencias de su interpretación para los cristianos de hoy: “Cristo, muriendo en la cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas” (2011, 59).

Podemos terminar haciendo nuestra una oración que el cardenal Ratzinger escribió para el último Viacrucis que presidió Juan Pablo II:

Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto […]. Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que, en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a encontrar, en el “perder la vida”, la vía del amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia. (2005b, pp. 3, 6)

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