Platón y la voluntad

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II. El placer y el bien son tipos de conocimiento

a) La monarquía del bien

La mayoría de los hombres cree que, cuando son gobernados por los placeres corporales, hacen cosas que se saben inmoralmente-dolorosas (ponerá). El adjetivo “ponerós” que utiliza Sócrates en 353c7 no es casual y debe entenderse con precisión. Platón utiliza varios sinónimos para dar cuenta de lo moralmente reprobable –aiskhrón, kakón, phaûlon– pero en este caso puntual elige “ponerós”, adjetivo estrechamente ligado con el sustantivo “pónos”, usualmente traducido por “trabajo”, “fatiga”, “dolor”.73 El término tiene, además, un sentido moral negativo altamente atestiguado que, debido a su valor originario, no debe confundirse con otros adjetivos del mismo campo semántico: algo “ponerón” es algo doloroso pero, en algunos casos puntuales, algo “inmoralmente-doloroso”, algo que provoca un tipo específico de dolor, un dolor vicioso o vergonzoso, un dolor no-virtuoso. Visto de este modo, se entiende por qué Sócrates detecta la contradicción en la que incurre la mayoría de los hombres al afirmar que algo placentero puede ser, al mismo tiempo, inmoralmente-doloroso (ponerón). La respuesta que, según Sócrates, daría la mayoría es que dichas cosas no son ponerá debido al placer que procuran en el momento en que se realizan, sino debido a las enfermedades y miserias que causan en el futuro. Desambiguada la cuestión de que la maldad de las acciones placenteras no tiene que ver con un dolor-inmoral concomitante, sino con eventuales dolores-inmorales futuros, sí se las puede calificar de “moralmente-malas” (kaká) en sentido estricto: “no son malas por la acción del placer presente mismo, sino a causa de las cosas que surgen después, enfermedades y otras por el estilo” (353d-e). Las acciones placenteras catalogadas como viciosas no lo son tanto por el placer que generan en el momento, sino porque, tras haberlas realizado, generan un malestar a futuro. A la inversa, así como hay cosas placenteras-viciosas también hay, en el mismo sentido, cosas buenas-dolorosas (agathà aniará) como la gimnasia y los cuidados médicos que, si bien molestos y dolorosos al momento de realizarlos, conllevan un bienestar futuro. Hay, efectivamente, una distinción entre el corto y el mediano/largo plazo que implica, a su vez, una distinción entre medios y fines, distinción que hace de la acción presente un medio con vistas a lo que es objeto verdadero de nuestro deseo: el fin. Sócrates se centra, como se ve, en el placer mismo, que de inmediato se identificará con el bien, antes que en sus consecuencias. “Placer” significa, en definitiva, “mayor placer que dolor” en términos de cierta evaluación que el agente debería realizar entre el presente y las consecuencias futuras de sus actos.

En este punto (355a-b) el argumento llega a una conclusión que ya había sido adelantada en 351c-e: Sócrates le hace aceptar a la mayoría que lo bueno no es otra cosa que placer y que lo malo no es otra cosa que dolor. Según lo dicho más arriba, los hombres persiguen el placer en la medida en que es un bien y huyen del dolor por ser un mal: en efecto, el sometimiento a dolorosos tratamientos médicos solo se explica debido a que se considera que el bienestar futuro es un bien mayor que el mal que implican los dolores del tratamiento. Ahora bien, tras realizar esta especie de cálculo hedonista que incluye una reflexión a propósito de las consecuencias futuras del acto, si acaso los dolores –y, por lo tanto, los males– futuros fuesen mayores que los placeres presentes, en ese caso la acción ya no sería catalogada como buena, sino como mala. Sócrates volverá sobre la posibilidad concreta de realizar este cálculo hedonista más adelante, cosa que también haré yo.

El siguiente pasaje, aunque extenso, da cuenta de esta primera conclusión a la que llega Sócrates; le habla a esa mayoría que cree que la incontinencia es posible:

Pues les digo que, siendo esto así, el argumento se torna ridículo, toda vez que ustedes digan que un ser humano, sabiendo a menudo que los males son males, de todos modos los realiza –cuando le es posible no hacerlo– conducido y transportado por los placeres. Y de nuevo, al mismo tiempo, ustedes dicen que el ser humano, conociendo los bienes, no quiere realizarlos a causa de los placeres presentes, dominado por ellos. Resultará del todo manifiesto cuán ridículas es eso si no nos sirviéramos de múltiples nombres: para “placentero” y “doloroso”, por un lado, y para “bueno” y “malo”, por el otro. Dado que, por el contrario, estas cuatro cosas se revelaron como siendo dos, llamémoslas también con dos nombres: en primer lugar, con “bueno” y “malo”, y luego, a su vez, con “placentero” y “doloroso”. Ahora, tras poner las cosas de este modo, digamos que el ser humano, sabiendo que los males son males, de todos modos los realiza. Si alguien, entonces, nos preguntara:

– ¿Por qué?

– Dominado –diremos.

– ¿Dominado por quién? –nos preguntará aquél. Pero ya no nos es posible decir “por el placer”, pues “placer” ha adoptado otro nombre en lugar de “placer”: “bien”. Respondámosle, por lo tanto, y digamos:

– Porque es dominado.

– ¿Por quién? –dirá.

– ¡Por el bien! –diremos– ¡por Zeus!

Entonces, si el que nos pregunta fuese un chistoso, se burlará y dirá:

– Si alguien realiza males sin tener la necesidad de realizarlos, sabiendo que son males, dominado por los bienes, ustedes dicen algo verdaderamente ridículo (355a-d).

El recurso de la reducción al absurdo permite a Sócrates concluir que, incluso en aquellos casos en los que decimos que alguien obra mal a sabiendas, no lo hace queriendo el mal ni movido por el vicio, sino a causa del bien. No se puede obrar mal a sabiendas; cuando creíamos que era posible, Sócrates mostró que lo que en realidad manda es el bien.

Este argumento ha recibido una crítica según la cual Sócrates, a diferencia de la mayoría que tiene una concepción corto-placista del placer –i.e. consideran que el placer que los vence contra lo que saben mejor es el placer inmediato, el placer del corto plazo–, tiene una concepción del placer que lo compromete con el largo plazo. Gosling y Taylor, representantes de esta crítica, sostienen que no es cierto que el agente esté uniformemente motivado por el deseo de una única meta última, sino que “al tiempo que su última meta es el mejor balance de placer sobre dolor, el agente es extraviado por el deseo de un placer inmediato, independientemente de los efectos a largo plazo”.74 Si esto fuese efectivamente así, no tendría sentido lo que Sócrates afirma en 355c, a saber: que el incontinente sería vencido por un bien que ya ha sido identificado con el placer. Y no tendría sentido porque, según la postura de Gosling y Taylor, no es el placer inmediato el que Sócrates identifica con el bien, sino el placer del largo plazo. Sin embargo, en ningún momento del diálogo Sócrates diferencia el placer inmediato del placer a largo plazo respecto de la posibilidad o no de identificarlo con el bien. Según vimos, el placer es un bien en sí mismo, sea presente o futuro, más allá de lo que de él resulte posteriormente:

Al preguntar si el placer mismo (tèn autèn hedonén) no es un bien, digo esto: si, en tanto que placenteras (kath’ hóson hedéa), no se trata de cosas buenas (351e).

La aclaración “kath’ hóson hedéa” pretende dar cuenta de que se está preguntando por el placer mismo y no por sus consecuencias. Es cierto que Sócrates está especialmente interesado en las consecuencias futuras de los actos presentes, pues es allí donde se explican, por ejemplo, aquellas acciones catalogadas como viciosas en las que aparentemente domina el placer (inmediato). Sin embargo, en el Protágoras no parece estar en juego una distinción explícita entre placeres buenos y placeres malos.75 Por este motivo, el único aspecto en virtud del cual se pueden diferenciar dos placeres distintos no es cualitativo, sino cuantitativo. Todos los placeres, en tanto placeres, son buenos. La diferencia radica en la mayor o menor cantidad de placer que dos instancias reporten para el agente. Homogeneizando las motivaciones que pueden llevar al agente a tomar sus decisiones, eliminando toda diferencia cualitativa en nuestros objetos de deseo, Sócrates logra eliminar las instancias irracionales como orígenes posibles del actuar: si la homogeneidad cualitativa de dos cursos de acción alternativos es absoluta; si su heterogeneidad se reduce, por lo tanto, a aspectos cuantitativos; y si, por otra parte, dichos aspectos cuantitativos, en tanto que cuantitativos, pueden ser racionalmente calculables y reducidos a valores numéricos, entonces toda instancia humana que esté por fuera de su capacidad calculadora queda descartada como origen de la toma de decisiones.

Así, el hecho de realizar una acción dolorosa en el presente se explica por la mayor cantidad de placer que dicha acción proveerá en el futuro. Como se ve, es posible sostener que Sócrates está pensando (también) en el largo plazo sin tener que comprometerse con la interpretación de Gosling y Taylor. No se trata de que solo es bueno el placer futuro, sino de que lo que hoy guía mi acción lo hace por el hecho de ser cuantitativamente más placentero que el bien que me podría reportar realizar una acción dolorosa con vistas a sus consecuencias futuras.

En 356a Sócrates analiza la posibilidad de que alguien objete la distinción entre bienes y males presentes y futuros: “sin embargo, Sócrates, difiere en mucho lo placentero presente de lo placentero y doloroso futuro” (356a). La objeción pretende señalar que el presente es más determinante que el futuro respecto de la toma de decisiones, con lo cual, en última instancia, siempre se tiene en cuenta el aquí y ahora.76 Esta objeción de Protágoras resuena en la descripción hecha por Tucídides de la situación que se vivió en Atenas durante la peste del 429 a.C.: “nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo; lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue lo que pasó a ser noble y útil”.77

 

La respuesta de Sócrates a esta objeción apunta a la valoración de placeres y dolores independientemente del momento presente o futuro, esto es: las decisiones no se toman en virtud de cuándo tendrán lugar el placer o el dolor, sino en virtud de la obtención de mayor cantidad de placer posible y la evitación de la mayor cantidad de dolor posible. Si el presente es doloroso, pero implica un futuro con un placer mayor a ese dolor presente, entonces se buscará el dolor bajo la regencia del placer futuro:

Si se pesaran cosas placenteras frente a cosas dolorosas, y si las dolorosas fuesen sobrepasadas por las placenteras –tanto si las cercanas en el tiempo fuesen sobrepasadas por las lejanas, como si las lejanas fuesen sobrepasadas por las cercanas–, entonces se debería realizar esa acción en la que ocurriese eso <sc. donde las placenteras sobrepasan a las dolorosas> (356b).

Como se ve, es indistinto el presente y el futuro si de mayor placer se trata. El criterio de demarcación es, en el Protágoras, estrictamente cuantitativo. Es por este motivo que Nussbaum interpreta que el Sócrates del Protágoras no es hedonista, sino que iguala el placer con el bien con el fin de poder hacer del segundo algo cuantificable. A la incapacidad del bien de ser cuantificado de un modo más o menos objetivo, se le opone la posibilidad que sí tiene el placer de ser medido de un modo asequible a cualquiera.78

Hemos llegado, en este punto, a la siguiente conclusión: ser derrotado por el placer es ser derrotado por el bien, porque “placer” y “bien” son dos nombres para lo mismo. Esta derrota es inevitable: no hay posibilidad de rehuir el bien-placer que, si forma parte del repertorio epistémico del agente, gobierna indefectiblemente su querer. Incluso cuando creemos realizar una acción mala-dolorosa a sabiendas, lo que está operando como causa de nuestro querer es un bien-placer futuro. En este punto surge, sin embargo, una complicación: nuestro querer siempre desea aquello que consideramos bueno-placentero, pero, ¿qué garantía hay de que lo que tenemos por bueno-placentero es realmente bueno-placentero?

b) Bienes reales y bienes que (a)parecen tales al agente

No se puede distinguir la verdad de una ficción investida de afecto.

S. Freud, Carta 69

Se abren aquí dos cuestiones: por un lado, el tema de la diferencia entre el bien real y el bien que al agente le (a)parece tal (phainómenon agathón).79 Por el otro, se confirma que la analítica socrática de la prâxis, su “teoría de la acción”, marcha por una senda distinta –aunque complementaria, claro está– a la de su propuesta ética: una cosa es decir que el querer humano siempre aspira al bien, y otra es la discusión en torno al contenido material concreto de lo realmente bueno. En este sentido, el IS no enuncia una fórmula para obtener agentes moralmente buenos, sino que se centra en los resortes formales en los que descansan todas las decisiones humanas, las buenas y las malas, a saber: toda acción tiende a lo que el agente tiene por bueno, a lo que el agente sabe bueno o cree bueno, al menos bueno para él, independientemente de que ese bien sea realmente bueno o no.80 Como se ve, Sócrates no afirma que el agente siempre elige lo realmente bueno según los parámetros socialmente consagrados, sino que, en términos estrictamente descriptivos, muestra que todo ser humano actúa con vistas a un bien-placer que es tal en virtud de sus propias consideraciones particulares, esto es, en conformidad con lo que le (a)parece (phaínesthai) bueno, lo sea efectivamente o no.81 La única condición que las decisiones del agente deben cumplir es la de la “racionalidad interna”, esto es, cada nueva decisión debe es coherente, de facto, con todo el repertorio de decisiones pasadas y con los deseos y creencias del agente. Este requisito de “racionalidad interna” reafirma que la teoría socrática de la acción no tiene, en principio, pretensiones estrictamente morales.82 El mejor testimonio de la “racionalidad interna” de Sócrates se halla en un pasaje de la Apología de Jenofonte: al preguntarle Hermógenes si no debería preparar los argumentos para su defensa, el hijo de la partera le responde:

¿No te parece, en efecto, que me pasé la vida preparándome para defenderme? […] Pasé <toda mi vida> sin hacer nada injusto, y esto es precisamente lo que considero la mejor práctica de una defensa (§3).

La conducta de vida, el repertorio de decisiones coherentes entre sí, es la mejor defensa contra las acusaciones que pesan sobre Sócrates:

Yo, por mi parte, creo que es mejor para mí que la lira desafine y desentone, y también el coro que podría dirigir, y que muchísimas personas no estén de acuerdo conmigo y digan cosas contrarias a mí, antes que, siendo yo uno solo, sea disonante conmigo mismo. (Gorgias 482b-c).

Hay, pues, dos discusiones distintas: una, de índole descriptiva, se centra en cómo y por qué el hombre actúa como actúa, más allá del contenido material de la meta que persigue. La otra, de índole normativa, apunta a descubrir el contenido concreto-material de los bienes reales. Denomino “teoría socrática de la acción” a la primera, y “ética socrática” a la segunda.83

¿Qué rol juegan los bienes que (a)parecen tales en esta discusión? Nadie, repite Sócrates una y otra vez, obra mal a sabiendas o voluntariamente. Todo agente actúa con vistas a un bien-placer. Ahora bien, ¿cómo explicar la acción de quien, a criterio de un tercero, obra mal? Si se le pregunta por qué lo hizo, sin dudas contestará que eso era lo que consideraba mejor-más placentero en sus circunstancias particulares. ¿Cómo es posible, entonces, calificar de “mala-dolorosa” a dicha acción? Pues bien, ocurre que el agente ha seguido lo que consideraba un bien cuando en realidad, equivocado, siguió un bien que solo le (a)parecía tal, no el bien real. Paradójicamente, el agente hizo aquello que, de haber poseído conocimiento, no hubiese querido hacer. Así, en lo que hace a la materialización concreta en una acción, no hay diferencia entre lo que es efectivamente bueno y lo que al agente le (a)parece bueno, aun cuando no lo sea:

Si, por lo tanto, lo placentero es bueno, entonces nadie, ni cuando sabe ni cuando cree (oúte eidòs oúte oiómenos) que existen otras cosas mejores que las que hace, y <que son> posibles de hacer, hace estas cosas si es posible hacer las mejores (358b-c).

“Ni cuando sabe ni cuando cree” significa que nada importa, en términos formales, si el agente sabe que la acción a realizar es buena o si simplemente lo cree. Al momento de tomar una decisión concreta, el status epistemológico de lo que se tiene por bueno es indiferente: basta con creer que es así para realizarlo. Se podría dudar del tipo de oposición que Platón establece aquí entre creer y saber: si se trata (i) de un conocimiento frente a una opinión verdadera; (ii) de un conocimiento frente a una opinión falsa; o (iii) de una opinión verdadera frente a una opinión falsa. Respecto de esta triple posibilidad, si bien me inclino a creer que Sócrates está pensando en (iii), lo cierto es que poco importa a los fines de la discusión: todo ser humano, sepa o crea –verdadera o falsamente– que lo que hace es lo mejor, lo hace. De allí la insistencia socrática en someter a examen las propias opiniones. Ahora bien, dado que esta creencia puede resultar falsa a la postre, el error moral es posible pero a posteriori, es decir: sin intención previa. Su explicación, como Sócrates intenta defender en el Protágoras, tiene que ver con una falla epistemológica, con un yerro cognitivo que el agente solo podría verificar con posterioridad a la acción, pues si lo verificara antes de decidir, no lo haría.84

Esté equivocado o no en cuanto al bien material que persigue, el querer del agente se dirige hacia él por definición. La condena moral solo tendrá sentido, pues, desde la perspectiva de una tercera persona, dado que, desde el punto de vista de la primera persona, toda acción es intencionada como buena-placentera: “a quien está en el error, y en la medida precisa en que lo está, el error justamente no se le revela como error, sino que se le aparece más bien como lo contrario de lo que realmente es, es decir, como genuino saber […] Desde la perspectiva de la primera persona, la diferencia entre error y saber tiene un carácter auto-ocultante”.85 En una línea similar, Gómez-Lobo señala que “no puedo estar equivocado al querer lo que es mejor para mí, pero puedo equivocarme al pensar que X es lo mejor para mí”86. El agente moral no puede sino querer lo que, por el mero hecho de ser querido, es un bien (en principio para él), es la meta “correcta” (en principio para él). Dado que esto es así invariablemente, pasa a un segundo plano si eso que se quiere responde a un saber digno del título de “epistéme” o a una simple creencia. En este sentido, en palabras de Carone: “no parece ser verdad que solo deseamos cosas buenas; más bien parece que lo máximo que Sócrates puede reclamar es que deseamos en todos los casos lo que creemos que es bueno”.87

Todo ser humano quiere ser feliz.88 El hecho de que alguien no quiera ser feliz solo se podría explicar porque no ser feliz lo haría feliz. Así, Gulley entiende que “aun cuando nadie, excepto cuando es compelido, actuará contrariamente a lo que quiere, mucha gente, sin compulsión, hará lo que está mal sin saber que está mal. Y es posible decir de esta gente que todos ellos desean alcanzar lo que es ‘realmente’ bueno y que si supieran lo que es ‘realmente’ bueno, no harían lo que es ‘realmente’ malo”.89 Se confirma, así, lo que decía más arriba: nadie puede obrar contra lo que su querer tiene por bueno. De este modo, conceptos como “bueno” y “ventajoso” pierden toda carga moral en la teoría socrática de la acción, por cuanto hacen referencia al individuo en primera persona que, así, se vuelve, en lo que a la estructura formal de la prâxis respecta, inevitable criterio de lo mejor para sí mismo. En este sentido, no hay que perder de vista el modo en que se define la ignorancia en este contexto:

Tener una opinión falsa (pseudê dóxan) y engañarse-con-mentiras (epseûsthai) acerca de asuntos muy valiosos (358c).

Ignorar no es la ausencia de saber. Ignorar no es lo contrario a lo que denominaré “estado epistémico materialmente determinado”, esto es: ciertos contenidos proposicionales mínimos, sean o no verdaderos, que hacen que ningún agente moral sea una tabula rasa. Para Sócrates todos sabemos o creemos saber algo. Ignorar es, más bien, lo contrario a lo que denominaré un “estado epistémico proposicionalmente verdadero”. Nadie es ignorante en el sentido de que no sabe nada; todos, cuando sabemos o cuando creemos, tenemos una determinada idea acerca de lo que es bueno (en principio para nosotros). Así, a los efectos del actuar es indiferente si contamos con conocimiento o con una opinión acerca de lo bueno: en cualquier caso actuamos conforme lo que consideramos mejor, lo sea o no realmente. Esto tiene como consecuencia que las acciones que el agente realiza, sabiendo o creyendo, son, en la propuesta socrática, voluntarias, dado que lo que nadie haría voluntariamente es dejar de hacer eso que se sabe o cree bueno: “en el Protágoras no son solo aquellos que saben lo que está bien quienes actúan voluntariamente. Una acción voluntaria es cualquier acción elegida como un curso de acción posible, ya sea que se sepa o bien que se crea bueno”.90 Una acción involuntaria sería, en definitiva, la que se hace en desacuerdo con el objetivo que el agente hubiese tenido en caso de haber sabido lo que era realmente bueno (al menos para él) y, por lo tanto, lo que hubiese querido hacer verdaderamente. Este componente del IS que se podría denominar “egoísta” –según el cual el agente siempre e indefectiblemente está pensando en lo que considera un bien ante todo para sí mismo91– es explícitamente referido en una de las clásicas formulaciones de los Memorabilia de Jenofonte:

 

Y al preguntarle si consideraba que quienes conocen (toùs epistaménous) lo que hay que hacer pero hacen lo contrario son sabios e incontinentes (akrateîs) al mismo tiempo, <Sócrates> respondía:

– En absoluto son más <sabios> que los no-sabios (asóphous) e incontinentes, pues creo que todos, eligiendo entre las cosas posibles lo que creen que es más conveniente para ellos (autoîs), lo hacen. Por lo tanto, considero que quienes actúan incorrectamente no son ni sabios ni sensatos (III.9.4).92

Así, las diferencias entre los seres humanos en lo que hace al actuar excelente o virtuoso no se explican en función del deseo de lo bueno o de lo malo, porque que todos, inclusive el tirano –como veremos más adelante-, desean lo que consideran bueno para sí mismos. Lo que diferencia es el tipo de saber que cada quien haya alcanzado: quienes tienen conocimiento de lo bueno son sabios –i.e. desean lo realmente bueno–, mientras que quienes tienen opiniones falsas son ignorantes –i.e. desean lo que (a)parece bueno–. Pero en ambos casos hay deseo de algo bueno (para el agente).

c) El placer y el bien son tipos de conocimiento

Llegados a este punto, cabe destacar los tres movimientos centrales de la argumentación socrática:

(i) la distinción entre los placeres y dolores presentes y los futuros;

(ii) la equiparación entre placer y bien, por un lado, y dolor y mal, por el otro;

(iii) el supuesto de que es posible realizar un cálculo de los placeres y dolores, presentes y futuros.

Si (i) el dolor presente se padece pensando en el placer futuro –placer futuro que (iii) de alguna manera puede calcularse y preverse–; y si, asimismo, (ii) el dolor es un mal y el placer un bien; entonces podemos concluir que el mal (presente) se hace, en realidad, a causa del bien (futuro), con lo cual dicho mal termina siendo, stricto sensu, un bien. Ya comenté las posibles objeciones al paso (i) de la argumentación.

Tras hablar, como vimos en 356b, del placer en términos de cierto “sopesar”, Sócrates define la felicidad como el realizar las mayores magnitudes y rehuir las más pequeñas haciendo referencia, claro está, a los placeres: bajo el supuesto de la equiparación entre placer y bien, actuar bien es equivalente a obtener el mayor placer posible. Este tema nos lleva directamente al problema planteado en (iii): el de la posibilidad de una cierta técnica que nos permita medir y sopesar placeres y dolores. Para ello Sócrates introduce la “técnica de medición” o “técnica métrica” (metretikè tékhne),93 cuya función es doble: por un lado, se utiliza para calcular los placeres y dolores respecto de la variable temporal presente-futuro; por el otro, es el modo más seguro, según Sócrates, de evitar las trampas tendidas por el poder de lo que (a)parece (he toû phainoménou dýnamis):

La técnica métrica, ¿le quitaría autoridad a esa apariencia (phántasma) y, tras manifestar lo verdadero, haría que el alma tuviese tranquilidad al permanecer en lo verdadero y salvaría su vida? ¿Acaso los seres humanos acordarían que la técnica métrica nos salvaría en relación con estas cosas o <dirían que lo haría alguna> otra <técnica>? (356d-e).

Nótese, en primer lugar, que la medida ordena la experiencia humana aportando tranquilidad al alma y permitiéndole, así, descansar en el terreno firme de lo verdadero. El “poder de la apariencia” que la medida combate es falaz, inconstante, mudable y, por ello, fuente de imprevisibilidad e intranquilidad para el alma. Es la calculabilidad –como contracara de la incidencia de la fortuna– lo que, al decir de Sócrates, nos puede salvar la vida. La metretikè tékhne opone a lo que (a)parece su acción de “hacer manifiesto” (deloûn): al poder de los phantásmata contrapone el poder de lo real. Por otro lado, la técnica de medición restablece el orden jerárquico que debe imperar en el humano sano al hacer que lo que simplemente (a)parece se vuelva ákyron, carente de autoridad. Ahora bien, ¿en qué consiste esto “verdadero” que la metretiké hace evidente? El concepto de “autoridad” es fundamental aquí: no se trata tanto de que la técnica métrica modifica las apariencias descubriendo la verdad que se oculta ‘detrás de’ o ‘en’ ellas, sino de que restablece el orden jerárquico que debe existir en el alma. La apariencia sigue siendo apariencia dado que la certeza intelectual no es tan potente como para modificar, por ejemplo, el testimonio confuso de los sentidos, mas ahora dicha apariencia ya no cuenta con el poder (suficiente) como para que el agente decida conforme a ella.94

Algo similar a esta especie de clarificación de lo dudoso lo hallamos, una vez más, en el Menón, en el marco de la diferenciación entre “opinión verdadera” y “conocimiento”:

Las opiniones verdaderas, durante el tiempo que permanezcan, vuelven noble el asunto <del que se trate> y buenas a todas las cosas, pero no desean permanecer mucho tiempo, sino que escapan del alma del hombre, de modo que no son muy dignas (áxiai) hasta el momento en que alguien las ata con un discernimiento de la causa <por la cual son verdaderas> (aitías logismôi) (97e-98a).

La opinión, incluso verdadera, escapa del agente porque este, ignorante del porqué que sustenta su verdad, no tiene armas espistemológicas para sellarla definitivamnte en su alma. Por ese motivo, o bien puede sucumbir a una apariencia alternativa que, por las razones que fuere, le resulte más convincente que la opinión en cuestión, o bien puede creer que lo que está sosteniendo es en realidad falso y apartar de sí, sin saberlo, la verdad. El discernimiento de la causa, la capacidad de juzgar lógicamente el porqué de la verdad de lo verdadero, es el modo no solo de clarificar la duda que inevitablemente acosa a quien sostiene una opinión (sea o no en definitiva verdadera) sino también, como ocurre mutatis mutandis con la técnica métrica del Protágoras, el modo de quitar autoridad al poder de lo aparente, oponiendo, en su contra., el insuperable poder de lo verdadero-consciente.95

Volviendo al terreno del Protágoras, poco a poco Sócrates ha recuperado el hilo principal de su argumento. Cabe agregar que el sopesar de la técnica métrica no es, como se podría creer, cualitativo, sino cuantitativo: la prueba de ello es la equiparación que se hace entre esta técnica de medición y su par encargado de medir y calcular aritméticamente lo par, lo impar, lo mayor o lo menor; dado que en ambos casos se trata de medidas, ambas son “conocimientos”, epistêmai.96 Así, Sócrates vuelve al problema inicial de si acaso es posible que los placeres gobiernen al ser humano por encima de lo que sabe (o cree) bueno. No se da el caso, como pretende la mayoría, de que el placer mueve al agente al error moral, sino que, cuando esto ocurre, es porque el agente en realidad ignora lo que en verdad es lo mejor, ignora que el mayor placer no se halla donde creía. Esto ocurre porque quien se equivoca siguiendo al placer lo hace, en realidad, debido a la carencia de la técnica de medición que, como ya se dijo, es un tipo de conocimiento. Quien carece del conocimiento del arte de medir no puede sopesar placeres y dolores en conformidad con la verdad y, por ello, dado que el placer es equivalente al bien, es incapaz de encaminarse al bien-actuar y a la felicidad:

Y, en efecto, ustedes han acordado que quienes yerran en relación con la elección de placeres y dolores –bienes y males <respectivamente>– yerran debido a la carencia de conocimiento, y no de conocimiento sin más, sino del <conocimiento> que ya antes hemos acordado que es métrico <sc. la técnica métrica>. Así, sepan ustedes que la acción errada sin conocimiento se realiza, de alguna manera, por ignorancia, de modo que ser dominado por el placer es esto: ignorancia, la mayor <ignorancia> (357d-e).

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