Buch lesen: «Las tres estaciones»

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ERIC
NEPOMUCENO

LAS TRES

ESTACIONES

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2018 Eric Nepomuceno

© 2021 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED 140909 BPA

© De la traducción: Paula Abramo

https://almadiaeditorial.com/ www.facebook.com/editorialalmadía @Almadía_Edit

Edición digital: 2021

ISBN: 978-607-8764-13-6

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

ERIC NEPOMUCENO LAS TRES ESTACIONES


Almadía

Este libro es para Eduardo Galeano, en lo mejor de mi memoria, siempre

Y nos inventábamos como quien proyecta catedrales.

DE UNA CANCIÓN DE RENATO TEIXEIRA

I DICEN QUE ELLA EXISTE

TELEFUNKEN

Por el agujero redondo cubierto de tela amarillita, justo al centro de la caja de madera con el nombre Telefunken escrito en letritas blancas, sale la voz de una mujer enojada. Seguro que está enojada, porque su voz es finita. Mamá tiene la voz finita y se la pasa enojada.

Esta gente que canta en la radio nunca cambia de tema. Dale y duro con el amor: que si el amor esto, que si el amor lo otro, no hablan de otra cosa. Y hablan cantando, claro, porque son cantantes y todo eso, y hay un montón de personas diferentes. Es fácil notarlo, porque sus voces son diferentes y porque hablan un montón de lenguas.

Justo el otro día había un hombre gordo cantando en alemán. Sé que era alemán porque mamá me lo dijo, y sé que era un hombre gordo porque tenía un vozarrón igualito al de Miguel Italiano, que es gordo. Aunque yo creo que Miguel Italiano nunca va a cantar en la radio, porque nunca lo he visto cantando. No le ha de gustar cantar.

Cuando yo era chico creía que adentro del radio había hombres y mujeres muy chiquititos, y que nosotros hacíamos que su voz saliera de allí dándole unas vueltas al botón del radio.

Cuando somos chicos pensamos un montón de tonterías. Ahora que crecí un poco, o sea, ahora que estoy mucho más grande que cuando era chico, ya sé cómo funciona esto del radio. Esos hombres y mujeres están en otra casa, lejos de aquí, y su voz viene por el enchufe. Uno mete el cable del radio al enchufe y entonces salen las voces. Por eso hay tantos cables en la calle: la luz y el radio vienen por los cables que están colgados en los postes.

Tenemos un radio padre aquí en la casa; mamá a veces le pone encima una carpetita y un florerito con una flor, y luego lo sacude para quitarle el polvo; cuando yo crezca y tenga una casa y una esposa, lo primero que le voy a pedir es que cuide bien el radio, igual que mi mamá.

Voy a querer tener un radio parecido al nuestro. Nomás que no sea de madera oscura: voy a querer un radio blanco. No sé si eso sea bueno: seguro que los radios blancos son como los pantalones blancos: se ensucian mucho. Por eso será mejor que nadie se le acerque.

Me va a gustar tanto mi radio que, si mi esposa tiene un hijo como mi mamá me tuvo a mí, le voy a decir que no lo deje tocar el radio.

Cuando uno se casa siempre le salen hijos. Bueno, más o menos: la vecina Eulalia se casó hace mucho tiempo; el otro día mi mamá le dijo a no sé quién que Eulalia lleva más de diez años casada, y yo todavía no tengo ni diez años, por eso no sé cuándo se casó, pero diez años es mucho.

Nuestra vecina Eulalia no es mamá de nadie. Tal vez, si yo me caso, mi esposa tampoco se va a volver mamá de nadie. Porque yo sé que, si mi esposa se hace mamá, me voy a morir a los dos meses.

Eso pasó aquí en la casa: nací y, dos meses después, se murió mi papá. Mi mamá se la vive diciéndole a todo el mundo que, en cuanto nací, mi papá se murió. Y también dice, cuando se enoja, que soy un endemoniado, y yo no creo que eso sea algo bueno, porque también me dice “maldito”. Mi mamá se la pasa enojada.

Yo creo que va a ser mejor que yo no tenga hijos, si no me voy a morir a los dos meses y mi mujer le va a decir “maldito” al niño, y él se va a poner triste y ya no va a querer oír ni la radio ni nada, porque a mí me gusta oír la radio, pero de repente sale una mujer con la vocecita finita y me acuerdo de mi mamá. Y me pongo a pensar que hay un montón de gente con esa vocecita en el mundo, y que toda esa gente ha de estar enojada.

Iván no tiene radio, pero tiene un papá. Me dijo que su papá tiene la voz ronca y conversa con él, pero no es gordo.

Yo creo que preferiría tener un papá a escuchar la radio. Pero no sé muy bien, porque me gusta mucho escuchar la radio, y podría tocarme un papá enojón, así que no sé.

Cuando Iván viene a la casa se pone a escuchar la radio conmigo y sabe leer más rápido, y dice Telefunken más rápido que yo.

Cuando me case me voy a comprar un radio blanco y me voy a poner a escuchar las historias que cuentan en la noche. Y entonces, si a mi esposa le sale un hijo y empiezo a pensar que sólo me quedan dos meses de vida, voy a agarrar el radio y lo voy a vender para no dejárselo a mi hijo.

Si a mi mujer le sale un hijo y empiezo a pensar que sólo me quedan dos meses de vida, me voy a llevar el radio conmigo.

EL JURAMENTO

Era viernes y los cuatro estaban sentados en el suelo de tierra, con la espalda contra los bordes del barranco de arcilla seca, y el barranco dibujaba sombras sobre la carretera polvosa. Hablaban de los últimos días y de cómo habían sido los mejores. Cada vez que se acababan las vacaciones decían lo mismo.

Muchos años más tarde, él hubiera querido que los otros tres tuvieran un recuerdo tan doloroso como el suyo.

Se puso a hablar de aquellos tiempos, y de los tiempos de antes y los de después. Sentado, con la espalda contra los bordes del barranco de arcilla seca, habló de los tiempos y los tres lo miraron asombrados.

Habló de lo hermoso que era pasar todo el tiempo juntos y de las cosas que tenían, y de lo hermoso que era reconocer un árbol por su tacto y su olor, y los tres estuvieron de acuerdo.

Dijo que todo aquello se perdería algún día y que eso sería inevitable; pero que debían hacer lo imposible por aprovecharlo todo al máximo. Por salir enteros, al fin. Habló por primera vez de la calma amarga que le causaba saber que las cosas tendrían un fin, y fue la primera vez que sintió esa calma. Más tarde se acostumbraría a ella. Pero eso no lo entendieron los otros tres, ni entonces ni nunca.

Habló de esas cosas e insistió en que debían cuidarse. En que no debían dejar que todo se perdiera.

Finalmente, habló de un juramento. Y de lo solemne que es un juramento, y a los cuatro les encantaba la solemnidad de los caballeros; aceptaron unir sus muñecas cortadas en cruz, mezclando sus sangres en garantía de unión eterna.

En el último momento, en lugar de las muñecas cortadas prefirieron unir la punta de los pulgares, donde un pequeño corte mostraba a duras penas un puntito de sangre.

Años más tarde todo eso tiene una gracia amarga, porque la honestidad fue estúpidamente traicionada. Y ahora, cada vez que él se toca la soledad en la punta del pulgar derecho, lamenta –de alguna u otra manera– que en su muñeca no haya ninguna cicatriz.

LA MUJER DEL MAESTRO

Para Guto Pompéia y Sergio Eston

Ciro fue el último. Siempre era el último. A veces porque se quedaba cubriendo la retaguardia. Le gustaba decir: “Adelántense; yo cubro la retaguardia”. Otras veces, porque era gordo y siempre acababa quedándose atrás. Esa noche fue el último, pero ya no sé si por cubrirnos o por costumbre.

Recuerdo que cuando se subió a las cisternas ya estábamos los tres tendidos, en silencio, sobre el concreto áspero. Primero se tropezó con las piernas de Sergio, luego le pisó el codo a Guto. Yo me eché a reír bajito y él se acostó jadeante a mi lado y me dijo: “Cállate, idiota”. Y entonces nos reímos los tres y Ciro ya no dijo nada.

Nos pusimos a esperar y alguien preguntó qué hora era. Nadie tenía reloj. “Han de ser como las nueve”, dijo Guto, y explicó: “cuando salí de mi casa eran casi las nueve”.

Ella siempre aparecía después de las nueve. Eso lo sabíamos.

Para nosotros era la primera vez. Roberto, que era hermano de Ciro y era mayor que todos nosotros, nos había llevado la novedad una semana antes. Nos habló de la mujer que se bañaba todas las noches, de la ventana al patio que dejaba abierta, del silencio de la calle de terracería que corría a lo largo del muro; más allá de la calle había bosque; entre la calle y el bosque sólo estaba la construcción achaparrada y redonda de la cisterna; ninguna luz, nada.

La mujer era francesa. Era la mujer del profesor de francés. Según mis cálculos, existían en la ciudad desde hacía un par de meses. Según los cálculos de los demás, hacía unos cuatro meses. Casi nunca veíamos a la mujer. Yo, por ejemplo, no podría decir si era alta o baja o guapa. Imaginaba que tenía el pelo cobrizo, pero no sabía por qué.

Dos días antes habíamos decidido superar el miedo e internarnos en el territorio de la pandilla del Chino en plena guerra de verano, y nos subimos a la misma cisterna a la que ellos se subían para ver a la mujer bañándose y echándose talco en el cuerpo. Roberto, que era de la pandilla del Chino, dijo: “Todo mundo conoce a la Talquito”. Así le decían a la mujer del profesor de francés. “No les garantizo nada”, nos advirtió Roberto. “Si los cachan encima de la cisterna, no les garantizo nada.”

Estábamos en el techo áspero de concreto de la cisterna y la mujer no aparecía. Sergio y Guto miraban a cada rato la calle desierta, temiendo que alguien llegara; mi miedo era otro: que llegaran por atrás, por el bosque.

Yo nunca había visto a una mujer bañándose y luego echándose talco en el cuerpo. Ni siquiera había visto a la mujer del profesor de francés, y ahora iba a verla, por primera vez, junto con el talco, la toalla y la ducha.

La mujer no llegaba, y nosotros esperando. La de pelo color cobre, como Verónica, que estudiaba en mi grupo. Mucho tiempo después, cuando Ciro ya estaba parado en la cisterna, preparándose para bajar, se encendió la luz. Un rectángulo recortado justo frente a nosotros, a unos cinco o seis metros de distancia, a nuestra misma altura. Ciro se acostó otra vez en el techo de la cisterna y fue a ponerse a mi lado arrastrando los brazos, las piernas y la barriga.

La mujer del profesor de francés era morena y muy alta y delgada. Era una mujer muy guapa. Llevaba una bata color rosa y tenía el pelo recogido con un pañuelo. Detrás, por la nuca, debajo del pañuelo, caía su pelo negro. Nos quedamos los cuatro en silencio, mientras ella apartaba la cortina de plástico y abría la llave. Después se puso frente al espejo y se frotó la cara con un algodón para quitarse el maquillaje. Estuvo mucho tiempo frotándose la cara, mientras dejaba correr el agua de la ducha. La teníamos muy cerca, tan cerca que podíamos oír el ruido de la ducha, y nadie abría la boca ni para respirar. Podíamos ver los ojos desorbitados de Guto en la oscuridad.

Entonces la mujer se quitó la bata y tenía puesto un brasier negro. Yo nunca había visto un brasier negro: sólo en el cine. En ese momento pensé que usaba brasier negro porque era francesa. Se quitó la bata y se quedó en brasier y calzones y empezó a mover los brazos como si fueran hélices. Luego su cuerpo desaparecía y volvía a aparecer a un ritmo muy acompasado: extendía los brazos y seguramente tocaba el suelo, su espalda aparecía y desaparecía. “No se ve nada”, susurró Sergio. “Cállate y espera”, susurró Guto. Yo me eché a reír bajito.

La mujer se agachó y se levantó con los brazos extendidos muchas veces. Finalmente se detuvo, con los brazos hacia arriba. Permaneció así un instante. Cuando bajó los brazos, pasó su mano derecha a la espalda y se desabrochó el brasier. Se metió deprisa en la ducha, en calzones. Yo vi su cuerpo de espaldas.

“No se vio nada”, insistió Sergio, y Guto dijo: “Espérate, idiota, no se va a salir de la ducha de espaldas”.

Yo me imaginaba a la mujer del profesor más baja y con el pelo cobrizo. Echados sobre el concreto áspero, sobre la cisterna, seguimos esperando. Era una noche de enero, de cielo despejado, y estábamos en plenas vacaciones y en plena guerra de verano. Pensé que el Chino no debía enterarse nunca de que habíamos estado allí, compartiendo a la mujer del talquito, que era de ellos, en plena guerra de verano –una guerra que sólo se interrumpía las noches de los sábados, cuando nos invitaban a todos a las mismas fiestas, y las mañanas de los domingos, cuando íbamos a la iglesia a escuchar al padre Jairo.

Era una noche de enero y la mujer se bañaba infinitamente. Yo no podía olvidar su espalda, sus calzones estrechos, su brasier negro, su cuerpo largo y esbelto. Esperamos mucho tiempo.

Ya nunca pude olvidar la espalda de la mujer del profesor de francés ni la alegría que sentimos cuando vimos asomar su mano tras la cortina de plástico para tomar la toalla blanca. Ella saliendo envuelta en la toalla, con el pelo desparramado sobre los hombros.

Se frotó el cuerpo con la toalla, y la toalla empezó a escurrirse. Primero aparecieron sus senos, redondos y grandes. Luego la línea de su cintura, su vientre plano y liso, la mata de vello. Fue allí donde empezó a rociarse el talco.

Parecía feliz, volteando la latita de talco sobre una esponja y frotándose el cuerpo con la esponja. Levantó un brazo y se echó talco. Luego puso una pierna sobre el lavabo. Vimos su espalda curva, la marca de su espina, la curva de sus piernas. Era una mujer muy alta y muy guapa. Y ya nunca pude olvidar la espalda de la mujer del profesor de francés. Vivieron seis meses más en la ciudad. Al siguiente verano, cuando ya estábamos listos para volver a empezarlo todo, se fueron.

Se llamaba Claudette, y el profesor de francés le decía Clôdét.

CUANDO EL MUNDO ERA MÍO

–Es que yo creo que no estoy listo para eso.

Están sentados ambos en una banca de la plaza. Son veinte para las cuatro de la tarde de un domingo de invierno, y un sol blancuzco cae a plomo sobre ellos, pero no los acalora. Guillermo se frota las manos, como si quisiera librarse de algo. Clava los ojos en el suelo y repite:

–Me faltó tiempo, no estoy listo.

Bernardo está impaciente. Voltea hacia un lado, mira el reloj que está a lo alto del colegio, le da a Guillermo una suave palmada en el hombro y dice:

–Ándale. No hay de otra. Ya llegaste hasta aquí, ahora tienes que ir hasta el final. No puedes echarte para atrás. Ándale, que sea lo que Dios quiera. Tú sabías que esto iba a pasar.

Guillermo no dice nada. Bernardo insiste:

–Ándale, ahora es cuando. Ahora o nunca.

–¿Y si no voy? No pasa nada. Si no es hoy, puede ser la semana que entra. ¿Quién dice que tiene que ser hoy?

–Esas cosas nadie las dice. Pero tú lo sabes: tiene que ser hoy. Ni modo: ya llegaste hasta aquí, ahora tienes que ir hasta el final. No hay vuelta de hoja.

–¿Qué hora es?

–Cuarto para las cuatro.

Bernardo siente que empieza a irritarse. Insiste:

–Ándale, ya no le des vueltas.

Guillermo respira hondo, observa un minuto los árboles de la plaza. El aire está absolutamente inmóvil. Bernardo echa su brazo sobre los hombros de Guillermo, los dos se levantan. Bernardo dice:

–Tú tranquilo. Todo va a salir bien.

–Ve tú a saber. No estoy listo. Pero en fin, tú sabrás. Vamos.

–Yo estoy contigo. En el fondo, no estás solo. O sea: vas a tener que resolverlo solo, ¿me explico? Pero estoy contigo.

Y ambos salen caminando apresurados hacia el Cine Majestic. Ese domingo de marzo la película es Helena de Troya.

Bernardo paga los dos boletos. Pasando la puerta de vidrio, el zaguán se abre ante ellos, con su carpeta roja, como la sala de espera de los tiempos venideros. Bernardo compra una cajita de pastillas de hierbabuena. Le entrega la cajita de pastillas a Guillermo. Con tantos nervios, Bernardo se pone generoso. Guillermo siente que carga el mundo sobre los hombros. Caminan juntos, pasando en silencio cerca de pequeños grupos de muchachos y muchachas. Caminan con la calma de quienes van a enfrentar una noche sin fondo, un mar de temporales. Guillermo sabe que, allá afuera, el sol blancuzco sigue iluminando sin calentar, y sabe que no sopla la brisa. Guillermo siente que los ojos del mundo están clavados en él.

Y entonces, entre un océano de cuerpos sin rostro, Guillermo ve la nuca, el pelo castaño y rizado sujeto en una trenza, la blusa azul claro de Camila. Y un despeñadero se abre a sus pies. Se detiene a la orilla del precipicio y se agarra del brazo de Bernardo, que no ha visto el peligro y camina hacia el desastre.

–Mírala, ahí está.

–¿Ahí dónde?

–Ahí. De espaldas. Es la de azul claro.

–Ah.

–¿Y ahora qué hago?

–En primer lugar, mantén la calma. Tranquilo.

–Está bien. Tranquilo. Estoy tranquilo. ¿Y luego?

–Luego nada. Eso. Vamos. Llegamos, la saludamos, conversamos un poquito y listo. Entras con ella, ¿entiendes? ¡Con ella! No dejes que nadie se siente entre ustedes. Si puedes, escoge la butaca del pasillo, siéntate tú en la orilla, con ella junto, y que las demás chicas se las arreglen como puedan. ¿Entiendes?

–Sí, entiendo. Pero, ¿qué le digo?

–Yo qué sé. ¿Qué le dijiste ayer?

–No fue ayer, fue el viernes. Le pregunté si podía venir con ella a la función de las cuatro del domingo. O sea, esta, hoy, ahora.

–¿Así nomás, si podías venir con ella? ¿No le preguntaste si ella quería venir contigo?

–¿Y cuál es la diferencia? No entiendo, Bernardo. Creo que se lo dije bien, con todo el respeto, ¿entiendes?

–¿Y ella?

–¿Ella? Ah, me dijo que lo iba a pensar. Ayer, en el club, volví a preguntarle. Y entonces me dijo que sí.

–¿Ya ves? Todo está bien. Ahora nada más tenemos que acercarnos.

–Pero, ¿qué le digo?

–¡Yo qué sé! Dile así: “Hola”.

–Pero, ¿cuándo le pido que sea mi novia?

–A la salida. A la salida, ¿me oíste bien? ¡A la salida!

–¿Por qué?

–Porque es mejor.

Las chicas están reunidas en un pequeño grupo. Cuando Guillermo y Bernardo están a punto de llegar, Fernando se aparece frente a ellos, de la nada.

–¿Conque hoy, eh?

Los dos quedan desconcertados, y Bernardo pregunta:

–¿Hoy qué?

–Todo mundo quiere verlo. Mi hermana me contó. ¿Conque hoy, eh, Guillermo?

Guillermo sabe que tiene un segundo para decidirse: o sigue adelante o se rinde de una vez por todas. Siente un miedo extraño, único. Bernardo lo adivina, y decide:

–Sí, hoy. Vamos.

Guillermo siente que va a odiarlo para siempre. Quiere preguntarle a Fernando cómo se enteró su hermana, si la única persona a quien le contó lo que iba a pasar fue a Bernardo. No hay tiempo para preguntar nada: Fernando ya está lejos. Guillermo entonces le pregunta a los cielos si está bien peinado, si se puso la cantidad adecuada de brillantina, si alcanza a olerse el Lancaster que cuidadosamente se roció sobre el pecho y la nuca, si Bernardo lo arruinará todo, si Fernando sabrá ser discreto. Mastica presuroso una pastilla de hierbabuena.

Caminan hacia las chicas. Guillermo sabe que Camila sabe que él se está acercando. Guillermo se pregunta por qué ella no se da la vuelta de una vez por todas para esperarlo. Guillermo siente que las palmas de sus manos están húmedas. Guillermo se mira los zapatos blancos, ve sus propios pies afirmándose a cada paso. Sabe que camina hacia el cielo o hacia el infierno. Sabe que no hay atajos en ese camino. Cuando está casi al lado de Camila, ella se da la vuelta y sonríe. Guillermo siente que la mano de Bernardo le aprieta el brazo. Guillermo sabe que la primera etapa ha sido superada. Guillermo sabe que ahora empieza la peor parte. Guillermo despliega una sonrisa, mira profundamente los ojos de Camila y se arroja al vacío:

–Hola.

Mucho, pero mucho tiempo después –hacia las seis y media de la tarde de ese domingo perdido de un invierno permanente–, Guillermo llegó a la última parada del autobús. Bernardo estaba esperándolo.

–¿Y?

Guillermo hunde las manos en los bolsillos de su pantalón, patea una piedrita con el pie izquierdo, el pie metido en el zapato blanco, y dice:

–Es raro, ¿no?

Y los dos emprenden el camino rumbo sus casas.

Guillermo siente un calor vacío en el centro de su cuerpo. Bernardo está ansioso, pero sabe que tiene que dosificar las preguntas.

–¿Todo bien?

–Sí.

–¿Y?

Y Guillermo no dice nada.

¿Qué decir? Piensa que es inconcebible todo lo que puede suceder en tan poco tiempo. Menos de dos horas de la función de las cuatro de ese domingo, después la charla medio torpe, presurosa, sofocada, a la salida, y después buscar a Bernardo hasta concluir que se habría ido en el autobús de las seis y estaría esperándolo en la última parada. Toda una vida pasada en ese tiempo tan veloz. Otra vida amenazando empezar. Ganas de desaparecer de la faz de la tierra.

–Mañana hablamos. Te advertí que no estaba listo para esto. Ahora ve tú a saber…

Bernardo quiere preguntarle más, quiere acabar ya con esa plática. Quiere, necesita saber. Pero se calla. Ve a Guillermo diciéndole adiós con la mano y caminando hacia la puerta de su casa. Ve a Guillermo entrando en su casa. Y se queda pensando que la vida tiene sorpresas así. Guillermo y Camila. ¿Cuándo le llegará a él el momento de estar con alguien? Piensa también que Guillermo anda raro, tenso como la cuerda de un tendedero.

(¿Por qué tienen que ser así las cosas? Aquí estoy, en la inmensidad de este cuarto desordenado. No puedo ni subirle a la música, porque se quejan. Nadie respeta a nadie; uno tiene que respetar a todo mundo.

Fue tan fácil y tan difícil, y ahora ya no sé nada.

Vi que Bernardo y Fernando se alejaron, supe que de ahí en adelante todo estaba en mis manos, sentí un golpe de frío en el pecho, pero poco después creí que las cosas iban a salir bien. Ella también apretó el paso y dejó atrás a las demás chicas. Todo iba bien, ella ayudaba. Hasta pude escoger la fila. Le dije:

–Si te parece, nos sentamos en este extremo. ¿Estás de acuerdo?

Y agregué, con una voz sombría –había tenido que pensar un montón antes de decidir cuál sería el mejor momento para hablar por primera vez con una voz sombría:

–Yo nada más me siento en las butacas que dan al pasillo. Ya sabes: manías.

Ella se detuvo un instante, puso cara de no entender nada y luego preguntó:

–¿Este extremo está bien para ti?

–Perfecto. Sólo es una vieja manía.

Yo creo que todo mundo debe tener viejas manías. Es importante. No muchas: apenas las suficientes para darse cierto aire de misterio. En realidad me moría de miedo de que me preguntara el porqué de esa vieja manía que acababa de inventarme. Pero no me preguntó nada: fue piadosa. O no le dio importancia a aquello. O fue sabia. O todo al mismo tiempo.

Camila se había puesto un buen perfume. Suave. Inmediatamente sentí que había sido un acierto usar el frasco de Lancaster que mi padre había traído de Argentina. Lo trajo para él, claro. Pero los padres son padres.

Y entonces llegaron las demás chicas, que pasaron por donde estábamos y fueron sentándose junto a ella, una tras otra, hacia el centro de la hilera de butacas. Se me hizo rara la forma en que pasó María Alice frente a nosotros: yo encogí las rodillas, pero ella pasó despacito, así, como que distraída, y sentí cómo rozaban sus piernas mis rodillas encogidas. Aquello me desconcertó, me hizo sentir incómodo, una especie de pervertido irremediable. Al instante pensé que tendría que contárselo a Bernardo, Guto y Sergio Eston. Bernardo la traía en la mira. Decía que era un buen ejemplo de chica progre. Yo, en realidad, no entendía si eso era un elogio. Sergio Eston decía que la alemanita esa, la que había andado con el hermano de Guto, Petra, también era progre, y a todos nos parecía que Petra era una chica diferente, alguien nos había asegurado que el hermano de Guto se la había echado a la bolsa bien, bien fácil. A mí su nombre se me hacía muy feo. Pero ella me parecía realmente guapa. En fin: eso de las chicas progre no era fácil de entender ni de explicar.

Lo que sí importaba, lo que podíamos entender, era esto: María Alice era más alta que nosotros, y eso nos intimidaba a todos. Recuerdo que una vez Bernardo estaba bailando con ella en una fiesta en casa de Luis y ella dejó que se le acercara: dejó que se le acercara mucho. Él hacía como que no se daba cuenta, se arrimó un poco más, y entonces ella dijo: “Ahí párale. No voy a bailar así con un chico al que podría comerle el pelo”. Bernardo salió arrasado. Yo me tardé un poco en entender eso de comer el pelo, hasta que comprendí aquella maldad durísima: era su forma de decir que ella era mucho más grande, pero tanto, tan más alta, que cuando bailaba con él, Bernardo le quedaba muy abajo. Recordé eso y también recordé que Bernardo y yo medíamos exactamente lo mismo, o casi. Ella podría comerse mi pelo mientras bailara conmigo. ¿Entonces por qué me había rozado las rodillas? ¿Sería que no había visto, no había entendido que yo estaba con Camila? ¿Sería que no había visto, no había entendido lo que iba a pasar?

El verano pasado, María Alice había andado con un tipo de Río. Él era mucho más grande, tendría tal vez unos diecisiete años. ¿Sería progre María Alice? De pronto, sentado ahí junto a Camila y pensando en María Alice y en Bernardo y en aquel novio pasajero que se llamaba Alex, sentí la urgente necesidad de levantarme, de llamar a mis amigos y de ir a buscar al tal Alex para darle una paliza. Bernardo se merecía esa venganza, María Alice se merecía mis celos súbitos, yo me merecía la provocación de aquel roce de muslos sobre mis rodillas. Progre, claro, y mucho. María Alice. Pero yo no debía pensar en eso. No en ese momento. María Alice era María Alice, Camila era Camila. El mundo también está hecho de esas diferencias.

Las luces se apagaron enseguida. A la mitad del noticiario, yo sentía que había pasado siglos ahí. Cuando vino la parte de los deportes, eché de menos los comentarios que oía a lo lejos, cuatro o cinco filas atrás. Me imaginé a Fernando, Bernardo y Sergio Eston intercambiando opiniones acertadas sobre el futbol que salía en las noticias. En esos tiempos esperábamos que llegara el fin de semana para ver en los noticiarios de los cines los partidos de la semana anterior. Todo mundo conocía el resultado, pero nadie había visto el partido. En esos tiempos no había televisión, como hoy.

Entonces vinieron los cortos y los anuncios, y finalmente empezó la película: Helena de Troya. Yo me revolvía en la silla, no sabía qué hacer, hasta que decidí estarme quieto y aguantar la mala película.

Todo es cuestión de táctica, aseguraba siempre Sergio Eston. Él sabía usar palabras difíciles. Táctica. Yo no sabía muy bien qué era la táctica, pero entendía lo que quería decir: todo era cuestión de saber cuál era el momento correcto para hacer lo correcto. Cualquier equivocación sería un desastre total.

Había, y yo lo sabía, reglas básicas. Pasar el brazo por el respaldo de la butaca y tocar delicadamente el hombro de la muchacha era difícil, pero permisible. Nunca la primera vez, claro. Había que darle tiempo al tiempo, como decía mi abuelo cuando yo quería hacer algo que a él le parecía arriesgado. Darle tiempo al tiempo. Poner el brazo sobre los hombros de Camila ni siquiera se me había ocurrido. Sabía que era difícil. Una batalla. Tomarle la mano, ni pensarlo. Darle tiempo al tiempo.

–Para ellas, eso es el primer compromiso. El principio de todo. Es muy difícil. Es casi imposible –aseguraba Fernando.

Bernardo había ido más allá:

–Yo sé lo que es eso. Tomarla de la mano es realmente muy, muy difícil. Luego hay otra cosa terrible, que es el tema de los besos. Complicadísimo. Hay que calcularlo mucho todo. Por ejemplo: en el cine, le pones el brazo sobre los hombros. Y después, mucho después, intentas tomarla de la mano. Si se deja, ya la hiciste. Pero eso nunca pasa la primera vez. Ni la décima. Tiene que pasar mucho tiempo. Entonces, si quieres ir más lejos, si ella te sigue el juego, tienes la oportunidad única de saber si va en serio o no. ¿Sabes cómo? Acaríciale suavemente, y varias veces seguidas, la palma de la mano con un dedo. Las chicas se vuelven locas con eso. Pero sólo las chicas progre.

Entonces quise saber: ¿las que no se volvían locas era porque no eran progres, o porque no querían nada con uno? ¿Y qué quería decir con ir más lejos?

Bernardo no dijo nada. Fernando se metió en la conversación con una respuesta fulminante:

–Eso es algo que tú tienes que sentir en el momento. Nadie te lo va a explicar. Sólo tú lo sabrás. No podemos darte clases. Es misterio puro.

Quise tener una hermana mayor para preguntarle esas cosas. Y sólo tenía una hermana menor. Y además, mi hermana no tenía nada de progre. Entre otras cosas, porque sólo tenía ocho años.

Pero en ese momento, cuando empezaba Helena de Troya, lo que traté de hacer fue pensar en una táctica. Descubrir el momento correcto –para hacer qué, eso no lo sabía. Pero sabía que no podía equivocarme.

También sabía que Brigitte Bardot iba a aparecer en cualquier momento, vestida de guerrera griega. Pero, ¿con quién iba a comentar su estilo desparpajado y esos pechos que parecían siempre a punto de explotar, y con quién iba a hablar de cómo me la fajaría si me encontrara con ella… en una playa desierta, por ejemplo? Entendí que mi vida estaba cambiando. Que si esa historia con Camila tomaba forma, no volvería a ser el mismo. Era como perder las confidencias con los amigos, perder a Brigitte Bardot. Porque, a fin de cuentas, alguien que tuviera una novia de verdad no iba a andar por ahí diciendo cómo fajaría con Brigitte Bardot. Y claro que tampoco iba a andar diciendo cómo fajaría con su novia. De pensarlo, lo pensábamos; pero no lo diríamos ni de broma.

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