Historia de un invisible

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Historia de un invisible
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EMMA SEPÚLVEDA PULVIRENTI

Historia de un invisible

Sepúlveda Pulvirenti, Emma

Historia de un invisible. Mario Sepúlveda antes y después de la tragedia minera / Emma Sepúlveda Pulvirenti

Santiago de Chile: Catalonia, 2019

ISBN: 978-956-324-723-7

ISBN Digital: 978-956-324-733-6

BIOGRAFÍA

920

Ilustración de portada: Francisco Javier Olea / @oleismos Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M. Documentos gráficos: archivo personal del autor Corrección: Cristine Molina Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: agosto 2019

ISBN: 978-956-324-723-7

ISBN Digital: 978-956-324-733-6

Registro de Propiedad Intelectual: A-305609

© Emma Sepúlveda Pulvirenti, 2019

© Catalonia Ltda., 2019

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl@catalonialibros

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

Orfandades subterráneas

El porqué de la historia

Huérfano en el sur de Chile

El primer patrón

La vida en la calle

El servicio militar voluntario

De Parral a Santiago

Una mujer que no se rinde

La hija, Scarlette

El hijo mayor, Francisco

Cambia, todo cambia

Abajo la noche oscura

Después de sesenta y nueve días de noche

El diagnóstico

La nueva esperanza

Mario y Marito

El futuro y los ecos del pasado

Agradecimientos

Archivo gráfico

Apuntes de Mario Sepúlveda al interior de la mina San José

Fotos familiares

Película "Los 33"

Recortes de diario

A la memoria de Ángela Pulvirenti Salinas.

***

Hace más de nueve años estuve en el desierto de Atacama, en el campamento Esperanza, entrevistando a las mujeres de los treinta y tres mineros atrapados después del accidente de la mina San José. Con esos testimonios escribí el libro Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: historia oculta de un rescate. En un capítulo de esa obra, aparecieron algunos detalles de la vida del minero Mario Sepúlveda relatados por su familia. En este nuevo texto está su verdadera y completa historia, antes y después del accidente que le cambió la vida para siempre, contada, en parte, con sus propias palabras.

E. S. P.

La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.

Gabriel García Márquez

ORFANDADES SUBTERRÁNEAS

¿Cuántas vidas puede haber en una historia de vida? ¿Están bien los 33? Los mineros llegan a la superficie como si nunca hubiesen estado en ella. No vuelven porque pareciera que nunca hubiesen estado arriba, como si siempre hubiesen estado sepultados, ocultos, subterráneos. ¿Existían en la superficie antes del accidente que los rescató del anonimato? Por supuesto, pero eran invisibles. Es la elocuente invisibilidad que ve Emma Sepúlveda al profundizar, ahondar, sobre la tragedia que vivieron los 33 mineros que estuvieron sepultados accidentalmente en la mina San José, de Copiapó, en el norte de Chile. En la trastienda de la tragedia, en medio de la incertidumbre, Emma entrevistó a las mujeres de los mineros. Luego vino su libro Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: historia oculta de un rescate (2010).

En la doble emergencia -el accidente y la salida- la representación del conjunto, la vocería principal, la asume Mario Sepúlveda. Su personalidad arrolladora y liderazgo concitan la atención mediática y de quienes quisieron aprovechar algo del aura de fama transitoria que emitía. El halo de la popularidad. Mario Sepúlveda se convierte en la personificación del resto de sus compañeros de desgracia. Este libro nos revela que él se preparó, intuitivamente, para la ocasión; para ocupar el escenario y las eventuales conferencias.

Personifica la tragedia, el vencimiento de la adversidad, la actitud heroica. Es Súper Mario: persona y personaje. Más allá del ícono y de la superficialidad de la superficie, Emma Sepúlveda observa a la persona, su entorno inmediato y singularidad. Mario Sepúlveda es, al mismo tiempo, representativo y especial. Ampliando el estudio etnográfico, tal vez de las historias de vida de los 33 podría resultar que otros podrían tener esas cualidades como estereotipos del minero y arquetipos del héroe. Pero Súper Mario llamó la atención.

Concentrándose en él y su entorno familiar Emma Sepúlveda extrae un retrato caleidoscópico de un Chile popular. Su infancia increíble es la infancia increíble de muchos y muchas. La pareja compuesta por Mario y Katty ilustra el extenso guacherío presente en la pobreza chilena y latinoamericana. Niños y niñas que padecen el abandono, con padres conocidos o desconocidos; que sufren abusos; que soportan la sordidez y promiscuidad de la violencia intrafamiliar, el alcoholismo, la manipulación, las burlas, el miedo; víctimas de la explotación del trabajo infantil. Niños repartidos “como animalitos, entre los familiares que nos aceptaban”. Guachos. Vulnerados y vulnerables especialmente por la carencia de familia, de cariño. La soledad. El abandono. Las humillaciones. Parece extraordinario, pero no lo es. Las salidas de escape son reconocibles: el internado, la conscripción militar, el vagabundeo (con su tacita choquera y una cuchara), la delincuencia, la religión. Y, en el mejor de los casos, la resiliencia con empatía social que rompa el círculo de la desesperanza: el estudio vespertino, el trabajo: “Los pobres sabían que yo era uno de ellos y, aunque no sabían los detalles de mi vida, adivinaban que mi pasado era igual al de ellos”.

La infancia de Mario y Katty está marcada por el guacherío. Son resilientes, protegen a sus hijos para que no vivan la niñez de sus padres, hacen realidad el sueño de la casa propia; sin embargo, el fantasma del abandono, del aislamiento, ronda ese hogar como un fatalismo: otra adversidad que enfrentar.

La tragedia en la mina San José, entonces, no es el primer quiebre biográfico de la víctima de un país indolente. Mario Sepúlveda es un sobreviviente desde antes. No de la sepultación en la mina, sino de una vida de abusos. Siente felicidad allá abajo. El accidente, paradójicamente, es la oportunidad para su protagonismo; para salir, eufórico, de la invisibilidad personal y de sus compañeros: “Sentí que en mis hombros estaba el peso de la vida de todos los treinta y tres”. Y el humor, uno de los principales pilares de la resiliencia comunitaria, fue su recurso característico que lo ayudó a cohesionar el grupo.

La indolencia se expresaba de otra manera: una extensión de un patrón explotador que había tenido en su niñez: “La seguridad de los trabajadores no era importante para los dueños de la mina; solo querían ganar más lucas y punto”. Los empresarios no atendieron las advertencias sobre el peligro, no instalaron la escalera de escape para caso de accidentes, la comida para esos casos estaba vencida. Después, las promesas, el presidente de gira con el papelito “Estamos bien los 33” y un ministro corrupto se empinó desde ahí como presidenciable. La invisibilidad de los pobres continúa. En tanto, los Mario Sepúlveda toman la vida como un desquite, reconocen sus vergüenzas, superan los miedos, mantienen el humor, defienden su memoria. Los invisibles buscan la grieta por la cual salir de la oscuridad.

 

Jorge Montealegre I.

El porqué de la historia

Supe la historia de Mario Sepúlveda mucho antes de conocerlo a él en persona. Me enteré de los detalles de su vida cuando grabé la historia afuera de la mina San José. Durante las semanas que estuve en el campamento Esperanza, pasé largas horas hablando con su familia, especialmente con Scarlette Sepúlveda, la hija mayor de Mario. En nuestras conversaciones me contaba a menudo anécdotas de su padre, un hombre poco convencional, pero al mismo tiempo religioso, comprometido y luchador incansable por los derechos de los trabajadores. En medio de esas historias de vida había algo diferente, intrigante y complicado en las imágenes que me presentaban de esta persona. Un mundo confuso, magnético y a veces irracional aparecía como parte integral de la existencia de Mario Sepúlveda.

Sus hijos y su esposa a menudo me hablaban del increíble sentido de humor que tenía Mario, que conseguía hacerlos reír en los momentos más difíciles y convertirse siempre en el payaso de todas las fiestas, pero también podía ser un hombre serio, un líder generoso y fuerte, capaz de mover montañas y lograr lo que se proponía “aunque tuviera a medio mundo luchando en su contra”. Me contaron también de la vida difícil y dolorosa que había tenido Mario, prácticamente huérfano, que se crio en la más terrible de las pobrezas en el sur de Chile. Y durante estas largas conversaciones, entre lágrimas de dolor y desesperación —por la inseguridad de las operaciones de rescate que se llevaban a cabo en la mina San José—, esta familia aseguraba, con increíble confianza, que Mario Sepúlveda saldría de la mina vivo. No tenían dudas de que este hombre, más grande y fuerte que un coloso humano (interiormente), lograría salvarse y salvar a su grupo en el rescate más conmovedor de principios del siglo XXI. Y así fue. La confianza que tenía esta familia en las habilidades y el poder invencible de Mario, junto con su inquebrantable fe en una fuerza divina, fueron claves para que sobrevivieran los treinta y tres mineros atrapados, después del derrumbe del 5 de agosto de 2010.

Antes de que salieran de la mina los treinta y tres mineros, me parecía conocer a Mario Sepúlveda sin haberlo visto nunca, ni haber hablado con él en ninguna ocasión. Por lo que había escuchado, me sabía su vida de memoria. La conocía porque me la habían contado desde varios puntos de vista: su mujer, sus hijos, algunos miembros de la familia y varios amigos. Lo conocía también como personaje de las historias de otros. Historias en que, irónicamente, a menudo, Mario era el protagonista y no un personaje secundario.

Sin embargo, las sorpresas de quién era verdaderamente Mario, de cómo fue y es su vida ahora, vinieron después. Llegaron cuando lo conocí en persona y tuve la oportunidad de pasar horas hablando con él. El Mario con el que compartí, de muchas maneras, no era el mismo hombre que yo había creado en mi mente con los testimonios de los otros. Después de enfrentar esas múltiples versiones de la misma persona, empecé a hacerme preguntas y a hacerle preguntas a él mismo. En nuestras largas conversaciones traté de entender cuál era la diferencia entre estas narrativas. No fue fácil encontrar los hilos que unían la historia para hilar la tela de su vida completa, separando el antes y el después del accidente en la mina. Mario, a menudo, me cambiaba las historias, aumentando o disminuyendo el impacto de las experiencias, de acuerdo con su estado de ánimo. Y esos cambios repentinos me llevaban siempre a la misma pregunta: ¿quién fue y quién es, ahora, este campesino-minero convertido en héroe, en ídolo, para muchos? No he encontrado una respuesta clara y específica a esta pregunta. He encontrado varias, y todas ellas aparecen en las páginas de este libro.

Mario, personaje inmortalizado en el cine por Antonio Banderas, minero que se salvó milagrosamente de un accidente único en la trayectoria de la minería en Chile, tiene más que una historia. Es un hombre que antes era invisible y ahora muchas veces se siente mesiánico, líder, y otras tantas… loco. Pero entre estas definiciones hay un amplio espacio desconocido que es bueno conocer. Un niño abandonado por la familia y la sociedad. Un vagabundo que durmió y comió con los perros las sobras de un patrón miserable e inhumano. Un campesino del sur de Chile, que hace el servicio militar voluntario en los tiempos de la dictadura como única alternativa a una vida mejor. Un huaso que nunca quiso alejarse de la tierra donde nació, pero a quien la pobreza obligó a abrirse camino lejos. Un minero por accidente, que se enamoró del espacio profundo y silencioso del fondo de la tierra. Un minero que descubrió la belleza inconfundible del interior de las minas, cuando lo abrazaron con la fascinante iluminación de sus paredes cubiertas de brillos secretos. Esos espacios profundos que se convirtieron en refugio de sus alucinaciones y que un día, sin misericordia, lo traicionaron y lo encerraron prisionero de un devastador derrumbe, que le cambió la existencia para el resto de sus días.

Mario era un campesino invisible, como tantos otros. Un minero que no tuvo vida importante para nadie, incluso para su propio padre, hasta que esa misma vida lo acercó a la muerte. Y cuando se salvó, recién empezó a existir para Chile y el resto del mundo. Escaparse de la muerte lo hizo visible, le dio la existencia de personaje que nunca tuvo antes. Y desde ese momento en que sobrevivió la tragedia minera, ha empezado la lucha más grande de su vida, para continuar sobreviviendo.

Recuerdo que, la noche del rescate, Scarlette me expresó que su padre era muy diferente al hombre que salía de la cápsula. “Algo extraño le está pasando a mi papá”, me dijo después de verlo salir alterado de la cápsula. Esa noche Mario fue trasladado al hospital con su familia y permaneció internado después de que el resto de los mineros volvieron a sus casas. Fue el único que estuvo bajo intenso cuidado médico luego del rescate. Cuando le dieron de alta en el hospital se fue, con su familia, a un lugar alejado de la prensa y de todo el mundo que quería entrevistarlo para conocerlo más.

En un abrir y cerrar de ojos, Mario pasó desde el completo anonimato, de ser un don nadie, otro de los muchos invisibles, a llegar a ser alguien, a tener una inmensa popularidad y convertirse en la cara y la voz de la historia de los treinta y tres. Chile lo convirtió, de la noche a la mañana, en el Súper Mario.

Durante el desarrollo de este enorme fenómeno del accidente minero más grande de los últimos tiempos en Chile y el posterior exitoso rescate del siglo, sobresalió siempre un personaje central. Un hombre que algunos tildaron de “mediático” y otros admiraron por su bondad, tanto como por su magnética personalidad. La gente lo paraba en la calle para abrazarlo y sacarse fotos con él. En el extranjero hablaban de Mario y lo invitaban a contar su historia en casi todos los continentes. Muchas veces, él era la historia de los treinta y tres. Pero, paralelo al aparente triunfo mediático, al supuesto éxito económico, la súbita fama y los idealizados viajes por el mundo, Mario seguía en una batalla que ya no le daba más treguas.

Cuando la familia me visitó por primera vez, dos meses después de salir de la mina, Mario no podía mantenerse por más de unos minutos en ningún espacio de la casa. No podía sentarse y tampoco podía estar de pie por mucho tiempo. Solamente caminaba o comía para poder calmarse. Y cuando recordaba el accidente, lloraba sin poder controlarse. Mario estaba enfermo. Algo le había pasado en la mina, y la urgencia de un diagnóstico era imprescindible.

En los meses posteriores al accidente, el momento de la fama no le permitió preocuparse de su salud. Mario siguió sin parar, semana a semana, viajando, tomado remedios que lo alteraban más y sintiéndose tan atrapado como cuando estaba enterrado en la mina. Y a veces peor. Pero ahora no estaba escondido y alejado del mundo, sino que se encontraba en el gigantesco y crítico escenario del público demandante. En pocos meses se había convertido en un protagonista incansable. El mundo le pedía energía y él le respondía dando su euforia, que lo mantenía en una constante levitación.

En el gran teatro público, Mario era un personaje carente de guion establecido, capaz de decir lo que se le viniera a la cabeza sin pedir disculpas. “Las cosas como son”, decía a menudo en las entrevistas. Los garabatos a flor de piel y un gran entusiasmo por las controversias lo hicieron visitar casi todos los programas populares, en la mayoría de los medios de comunicación nacionales y algunos extranjeros. Pasaron los meses y Mario, sin poder detener su euforia, viajó enfermo por Chile y el mundo.

En medio del caos y la enfermedad de Mario, Katty, su esposa, descubrió que estaba embarazada. Mario sintió que la vida le traía un nuevo milagro, después del rescate, y la suerte golpeaba a su puerta para traerle otra sorpresa y ayudarlo a mejorarse y seguir sobreviviendo. Ese milagro también le cambió la vida, pero de una forma muy diferente al desastre minero.

La vida de Mario es, por accidente, literalmente, una vida pública ahora. Pasó del anonimato a convertirse en el Súper Mario de la noche a la mañana. Pero en la realidad es un hombre que, junto a su familia, persigue la existencia, la sobrevivencia, escapándose de los vaticinios constantes de la muerte. Todos ellos son un ejemplo de seres humanos que siguen dándole gracias a la vida, aunque esta les ha quitado tanto.

Huérfano en el sur de Chile

Mario Sepúlveda nació el 4 de octubre de 1970, en Parral. La fecha y el lugar son los únicos detalles de los que Mario está “casi” seguro, hasta ahora. Le han contado que su madre falleció al momento de nacer, pero no tiene claro cómo murió. No sabe si murió después del parto o en el momento en que le hacían una cesárea. Solo sabe con certeza que, el mismo día, él nació y su madre murió. Le han contado muchas historias que solamente se han agregado a la confusión que tiene sobre sus primeras horas de vida. Para Mario, la única verdad de su historia es que no tuvo ni madre ni padre en los primeros años de su existencia. Al morir la madre y dejar tres hijas y a él recién nacido, Mario, el padre, decidió repartirlos entre los que estuvieran dispuestos a hacerse cargo de ellos. El viudo empezó, emocionalmente, una nueva vida lejos de la familia, pero de muchas maneras dentro de esta. Y lo hizo casándose con la hermana de su fallecida esposa y abandonando a sus hijos con quienes quisieran recogerlos.

Crecí sabiendo que mi madre había muerto, pero sin saber quién era mi padre. Me acuerdo que a veces, cuando andaba jugando en la calle, con los cabros del barrio, pasaba por el frente de la casa de mis abuelos un hombre moreno y delgado, y los cabros me agarraban pa’l chuleteo. Me decían: “Oye, Mario, ese es tu papá, salúdalo”. Muchas veces quise correr y peguntarle si él era mi padre, pero me daba vergüenza que me rechazara frente a mis amigos y los cabros hueones se rieran de mí todavía más. Pero otras veces pasaba cualquier gallo por la calle, e igual me agarraban pa’l leseo y me decían: “Oye, Mario, ahí va tu papá, y ahora sí que es verdad. Anda a saludarlo”.

Cuando mi mamá murió, nos repartieron a mis tres hermanas y a mí, como animalitos, entre los familiares que nos aceptaban. Esa fue la razón por la que nos criamos desconectados y prácticamente como desconocidos entre los hermanos. Nos dejamos de ver por años, pero yo tuve la suerte que los padres de mi madre me recogieron a mí con una de mis hermanas chicas. Mi pobre hermana mayor nadie quería aceptarla en sus casas porque era fea. Muy crueles las familias cuando recogen a los hijos de otros.

Las memorias de Mario lo llevan siempre a una niñez sin padres, pero junto a sus abuelos maternos. Los mejores recuerdos son de la vida en Parral con su abuela Bristela, quien fue realmente su única madre hasta que murió, cuando Mario tenía trece años. Antes de que ella falleciese, la vida en el campo era humilde pero feliz. La abuela tenía la simpleza de los que nacen y crecen con lo mínimo para sobrevivir, pero satisfechos y orgullosos de tener lo que han adquirido con el esfuerzo resignado del trabajo en el campo. La familia vivía en un pueblo llamado Santa Cecilia, en la comuna de Retiro. Aquel fue el lugar donde Mario asistió a la escuela primaria. Cursó desde el primer hasta el quinto año de la enseñanza básica. Una vida idílica para un niño que todavía no entendía los efectos de la extrema pobreza. Caminaba a la escuela y jugaba el resto del día con los amigos del barrio. Jugaban con una pelota de trapo, pretendiendo ser jugadores populares y famosos, de algún equipo de fútbol favorito, o trepando árboles para comer la fruta de los vecinos cuando tenían hambre.

 

Después del quinto año se cambió de escuela. En ese nuevo plantel se encontró con niños que se burlaban de él y sus amiguitos pobres, que caminaban a la escuela con ojotas hechas de neumáticos viejos y pedazos de cuero duro, muchas veces mal curtido. Su ropa era siempre la misma. Pantalones y camisas hechas con pedazos de géneros que la abuela Bristela rescataba de prendas viejas, desechadas por algún adulto de la familia.

Cuando Mario tenía doce años, su abuelita, que lo había criado, cuidado y educado con los valores que él aún mantiene, enfermó gravemente. Como resultado de la dolencia quedó paralizada y limitada a una silla de ruedas para el resto de su vida. La familia materna, los hermanos de su madre, no tenían una situación económica estable que les permitiera hacerse cargo del joven Mario y de su hermana menor. La vida en la casa de los abuelos cambió durante esos meses para los nietos “recogidos” y para el resto de la familia. Al enfermarse la matriarca del hogar, el espíritu que unía al clan comenzó a desarmarse y a desplomarse al mismo tiempo. Ya no se juntaban todos en la casa de la abuela los domingos y, poco a poco, la familia se distanció. La enfermedad de la abuela fue el comienzo de un largo peregrinaje para el adolescente campesino. Al principio, Mario fue el enfermero de la abuela, el único que la cuidaba y la alimentaba, pero no pudo lograr extenderle la vida a la mujer que iba consumiéndose a diario frente a sus propios ojos. Mientras más se debilitaba la abuela y más se desarmaba la familia, la vida de Mario se volvía más incierta.

Mario se daba cuenta de que era un niño difícil de criar. Le decían que era hiperactivo, que le gustaba mucho discutir, que siempre andaba defendiendo a todos los que no podían (o no querían) defenderse solos. Esto lo hacía un niño combativo y complejo de controlar en la escuela, en el barrio y en la casa. Un niño que podía ser no solo un desafío para los que quisieran hacerse cargo de él, sino que también podía ser un grave problema para una familia que ya tenía suficientes necesidades económicas e incertidumbres que enfrentar. La familia entera reconoció que nadie en el núcleo cercano podía proteger, cuidar y querer a Mario como lo había hecho su abuela, su segunda madre. Y eso Mario lo sabía. Como también sabía que, con la parálisis de su abuela Bristela, él empezaba a perder no solo a la única persona que lo entendía en sus locuras, sino también a la persona que, hasta ese momento, más había amado. Pero, con el deterioro de la abuela, también se iba alejando de Mario la protección y el amparo del único hogar que había conocido y la casa donde había pasado casi la mayoría de su corta vida.

La enfermedad de mi abuelita Bristela no fue larga, pero pa mí fue eterna. Todavía me duelen los momentos que pasé con ella antes de su muerte. Y nunca he podido olvidar la crueldad que vi de sus propios hijos, con ella. En esos años era más que común en la vida de los campesinos emborracharse como algo rutinario todos los fines de semana. Era como vestirse de huaso o comerse un buen asado. Puta, siempre me acuerdo, con tanta pena, que un día domingo, mientras estaba mi abuelita en su sillita de ruedas vieja, afuera, en el patio de la casa, en el campo, llegaron mis tíos borrachos, tencas, a caballo. Entre groserías y risotadas, uno de ellos, hueón, como si estuviera en la mitad de la medialuna de un rodeo, le pegó por detrás, muy fuerte, con el trasero del caballo a la silla de ruedas de mi abuelita. La pobre salió rodando por la tierra. Nadie me ayudó a levantarla. Pa todos fue motivo de risas y no un acto de crueldad. Llevé a mi abuela de vuelta a su dormitorio y ese día, como tantas veces lo había hecho antes, me dijo “el alcohol se convierte en un vicio y cambia a la gente. Nunca te olvides de eso y no bebas, hijo mío”. Y aunque mi abuela murió hace muchos años, yo nunca en mi vida me he emborrachado. No bebo y no me gusta el alcohol, y no solo por los consejos de mi abuelita, sino porque vi con mis propios ojos el daño que le puede hacer el trago a los hombres, a las mujeres, a los niños y a las familias enteras.

Yo creo que mi abuelita fue la gran influencia en mi vida desde mi niñez hasta ahora todavía. Tengo presente diariamente sus enseñanzas, sus palabras tanto como su generosidad y amor por todos los que estaban cerca de ella. Era la típica abuela-madre del sur y del campo de Chile. La que criaba a los hijos de los hijos y cualquiera que no tuviera padres. “Donde come uno comen todos”, decía la abuela, cuando no tenía ni pa uno, la pobre, a veces. Ella era la fuerza de la familia y el ser que nos mantenía a todos unidos. Ella fue prácticamente la familia hasta enfermarse.

Mario no recuerda con muchos detalles quiénes lo decidieron —porque nadie le preguntó su opinión—, pero un día le dijeron que tenía que juntar sus pocas pertenencias, salir de la casa donde lo había criado su abuela e irse a vivir al internado del pueblo más cercano. Viviendo allí se dio cuenta de la diferencia que existía entre los muchachos que tenían padres y familiares que los visitaban y los otros, los que parecían estar de más y sobrar. Esos que prácticamente habían sido tirados en el internado porque no tenían nadie que los quisiera recoger.

En el internado lo pasé como la cresta al principio, porque me agarraban pa’l chuleteo a diario. Tenía un puro pantalón y un par de camisas y me los sacaba solo para lavarlos cuando podía. El único par de zapatos que tenía era tan viejo y gastado que las suelas estaban llenas de hoyos. Y más encima me quedaban grandes, como botes en los pies, porque habían sido de uno de mis tíos. Yo como podía les ponía papel de diario para que no me tocara el suelo el pie y se me rompieran los calcetines también. Pero cuando había agua en el patio o la cancha, el diario se me mojaba y hasta ahí llegaba la protección de mierda, cuando jugaba a la pelota. Volaban pedazos de diario mojado por todos lados y los compañeros hueones se burlaban de mí. Yo hubiera preferido andar con mis ojotas en vez de ese par de zapatos que no me servían más que pa que mis compañeros me agarraran pa’l hueveo.

Como nadie se presentaba a las reuniones de apoderados, yo mismo escribía una comunicación inventando una excusa por la ausencia y firmaba con el nombre de cualquier tío. Era el único cabro guacho que nadie visitaba o iban a buscar al internado los fines de semana. Las pasé como la cresta. Pero gracias a Dios tenía esa personalidad que me hacía salir de las burlas y me hacía popular entre los mismos cabros que se reían de mí. Era fuerte y me sabía defender solo contra el que se me presentara, pero también podía hacer reír a todos con las hueás que se me ocurrían. Había aprendido desde cabro chico que, para sobrevivir, tenía que encontrarle lo cómico a la vida. Reírme hasta de mí mismo. Reírme en vez de llorar y también, como un payaso, hacer reír a los que estaban a mi alrededor.

De esos años recuerdo cosas dolorosas que me marcaron. Me acuerdo que un día jueves me tomé la micro y me fui del internado al pueblo a ver a mi abuelita, así no más medio arrancadito. Caminé a la casa y, cuando abrí la puerta, vi a mi abuelita en un estado deprimente. Ya no podía hablar muy bien y como pudo me estiró su manito flaquita y me mostró la llave del agua de la cocina diciéndome que tenía sed. Fui y le traje un vasito de agua y se lo tomó con desesperación. Me senté en el suelo, al lado de ella, y poquito a poco me empezó a decir, con las pocas palabras que podía sacar, que tenía hambre, que nadie le había dado nada de comer por días. Sentí como una puñalada en el corazón y le prometí que iba a ir a buscar comida donde pudiera y como pudiera. No tenía ni una chaucha en el bolsillo, así que fui a sacar unas manzanas de un árbol que encontré y volví a la casa a molerle pedacitos de manzana y, como pude, se los di en la boca para calmarle el hambre.

El día que murió mi abuela Bristela yo creí que se me terminaba el mundo y que una parte de mí se iba con ella. Ella falleció el día de Navidad, el 25 de diciembre de 1986, y desde ese año yo nunca he vuelto a celebrar la Pascua.

Murió la abuela, dejando a Mario solo y sin nadie que pudiera tomar la responsabilidad de mantenerlo y seguir guiándolo. A los trece años se encontró nuevamente solo, un “guacho”, sin nadie en la familia de su madre que quisiera recogerlo. Pero su destino estaba decidido de antemano por los mayores. Ese mismo día, con un bolso con cuatro trapos y los zapatos rotos, lo llevaron a vivir con los abuelos paternos. La familia de su madre no quería hacerse cargo de un “cabro con problemas” y, como la otra no lo conocía, aceptaron recogerlo sin hacer muchas preguntas. Mario no sabía que la generosa oferta venía con un alto precio: necesitaban un mozo que trabajara gratis en la casa de los abuelos y por eso se lo llevaron.

Desde el día en que llegó a vivir con la nueva familia, Mario se convirtió en el mozo y el sirviente de todos. Desde la madrugada a la noche tenía que limpiar la casa y encargarse del cuidado del jardín y de todo lo que se necesitara en el hogar de los abuelos y tíos. Su abuela paterna lo obligó a dejar los estudios porque no alcanzaba a trabajar en la casa como ella demandaba y era mejor no “perder el tiempo yendo a la escuela y haciendo tareas”. No entendía por qué, si ya había aprendido a leer y a escribir, tenía que seguir estudiando. Mario se dio cuenta de que, en esos años, empezaba a moverse entre dos fuerzas poderosas de la familia, que lo definirían para el resto de su existencia: la abuela materna, quien lo quiso como a un hijo y lo animó a estudiar y a ser mejor en la vida, y la abuela paterna, quien lo humillaba diariamente, lo explotaba y le insistía que era incapaz de estudiar y salir adelante. Esta fue la primera persona en la familia que lo calificó de “loco”. Un ser enfermo, sin ninguna posibilidad de futuro.