Buch lesen: «La vida es una nube azul»
© LOM ediciones Primera edición en LOM, agosto de 2019 ISBN impreso: 9789560011909 ISBN digital: 9789560012890 RPI: 302.811 Portada: fotografía de Laura Nahuelpán y dibujo de Andrea Kallfvray Chihuailaf Iver Primera edición: Universidad de la Frontera, Temuco, 2016 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Para mi madre, Laura Nahuelpán
para mi padre, Carlos Chihuailaf
para mis abuelos Malle y Papay
para mi amigo Jaime Valdivieso
en el Azul de su memoria
para mis hijas e hijos
para mis nietas y nietos
Pun fey allkvtukeyiñ vl, epew ka fill ramtun inal kvtral mew neyentu nefiyiñ ti nvmvn kvtral kofke ñi kuku ka ñi ñuke ka ñi palu Maria, welu ñi chaw egu tañi laku egu –Logko lechi lof mew– welu kvme az zuwam pukintu keygu. Pichikonagen chi zugu nvtram kaken welu ayekan chi pu kom zugu nu. Welu fey mu kvme kimlu ti vlkantu trokiwvn. Fillantv pvram niel chi mogen, welu pichike inakan zugu nu wilvf tripachi kvtral, pu ge mu, pu kvwv mu. Luku mu metanieenew ñi kuku allkvken wvne ti kuyfike zugu tati aliwen egu ka kura ñi nvtramkaken ta kulliñ ka ta che egu. Fey kamvten, pikeenew, kimafimi ñi chum kvnvwken egvn ka allkvam ti wirarchi zugu allwe ellkawvn mu kvrvf mew
Índice
La nube Azul de Elicura Chihuailaf
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
La nube Azul de Elicura Chihuailaf
Elicura Chihuailaf es una voz poética profunda y reconocida que nos ha permitido acercarnos al sentir y las vivencias de los mapuche. Su escritura y su voz son los medios que él ha utilizado para hablar de la historia y las legítimas demandas de su pueblo. Su palabra tiene el ritmo de la vida que lo rodea desde su infancia y tiene la virtud de transmitir una sabiduría ancestral, vinculada a la tierra, a las tradiciones de su pueblo y a una existencia con trascendencia y sentido de futuro.
Desde hace años leo a Elicura con interés y admiración, tanto por la calidad de su palabra como por las enseñanzas que proporcionan sus textos. Es uno de los escritores y poetas más representativos de un pueblo que debemos conocer y amar porque es el portador de nuestras raíces y nuestro futuro. Oralitor, poeta y ensayista, cuenta con una amplia obra en los ámbitos de la poesía y el ensayo. Autor, entre otros, de los poemarios El invierno y su imagen, En el país de la memoria, De sueños azules y contrasueños. Casi veinte años atrás, en 1999, publicó su libro Recado confidencial a los chilenos, que ha devenido en un texto clásico para conocer la cultura mapuche y hacer de ese conocimiento una pieza esencial para el diálogo entre los chilenos y los mapuche.
La vida es una nube azul es un libro de memorias en el que aborda diversos episodios de su vida, desde que era un niño que jugaba en medio de la naturaleza de su comunidad natal hasta sus días actuales, en los que se mantiene vinculado a su tierra y a un quehacer poético que trasciende las fronteras y las lenguas. En este libro recrea distintos aspectos de su infancia junto a sus padres profesores y a sus hermanos; expone distintos aspectos de la vida cotidiana de su pueblo, aspectos relacionados con la visión de mundo de los mapuche, la relación con la naturaleza y con los chilenos, la explotación indiscriminada de los recursos naturales, la lucha de su pueblo por sus derechos y sus tierras. Sus primeros recuerdos están centrados en su núcleo familiar, y entre otras cosas nos dice: «sentado en las rodillas de mi abuela oí las primeras historias de árboles y piedras que dialogan entre sí con los animales y la gente. Nada más me decía: hay que aprender a interpretar sus signos y a percibir sus sonidos, que suelen esconderse en el viento».
Los primeros capítulos de este libro de recuerdos están dedicados al Guillatún, celebración mapuche que congrega a las familias de una comunidad, una ceremonia de «agradecimientos y petición de energía universal» en la que, según nos cuenta, «la gente va de un lugar a otro para encontrarse con sus parientes y amistades, para –a orillas de las fogatas– brindarse al arte de la conversación y revitalizar de este modo los lazos visibles e invisibles de la sangre, del aire, del agua, del fuego, de la tierra a la que pertenecemos».
Luego de los años de infancia, la memoria del poeta recorre su época estudiantil y universitaria, sus primeros encuentros con el mundo chileno, marcados por la marginalidad y el racismo. Significativos son sus recuerdos sobre la discriminación sufrida por sus padres, reflejada, entre otras cosas, por la obligación de comunicarse solo en lengua castellana que le imponían sus profesores y otros chilenos con los que debían relacionarse. Discriminación que en el caso de su padre no fue obstáculo para que se convirtiera en un líder de su gente, alcanzando el cargo de regidor por la comuna de Cunco. Y esa misma preocupación por los demás fue heredada por Elicura, quien desde temprana edad mostró interés por ayudar a sus amigos, mapuche o chilenos, en tareas colegiales inicialmente y luego enfrentando problemas que eran comunes a todos los jóvenes, sin distinciones de ninguna clase. Eso y su posterior labor de poeta lo libraron de sufrir las discriminaciones que en muchos sentidos afectaron a sus mayores.
Sus recuerdos también abordan los años de la Unidad Popular y la participación de los mapuche en el gobierno de Salvador Allende. Sigue con el golpe militar y la dictadura, la que generó diversas formas de persecución y muerte dirigidas contra las comunidades y dirigentes indígenas, y que no hizo más que profundizar la guerra del Estado chileno contra el pueblo mapuche, iniciada con la mal llamada Pacificación de la Araucanía, una guerra que persiste hasta nuestros días para proteger los intereses de imperios económicos chilenos y extranjeros. De esta misma época rescata sus inicios como poeta y sus primeras relaciones con vates y escritores de otros lugares del país. Importantes son sus reflexiones sobre la lucha de su pueblo por la autonomía, sobre el arte de la conversación como principal medio de entendimiento entre las personas, y sobre el respeto a la diversidad en todos sus sentidos. Sobre esto último, señala: «cada cultura es una delicada flor que hay que cuidar para que no se marchite, para que no desaparezca, porque si alguna se marchita o pierde, todos perdemos».
La vida es una nube azul es un libro importante y hermoso. Importante por las reflexiones que contiene y los episodios de vida que nos cuenta. Hermoso por sus imágenes y por su lenguaje, que combina las metáforas del poeta con los nombres de las cosas y de los seres que nos rodean. Como señalara el escritor Jaime Valdivieso en la primera edición de este libro: «en su escritura, por fortuna para chilenos y mapuche, se da una visión panorámica de lo que es un mundo moral, una categoría espiritual y cosmogónica distinta a la otra nuestra, la occidental, y que junto a ella puede conformar y estimular a una síntesis que nos ayude a una vida mejor, más cercana a los valores naturales, solidarios, que con menos cosas materiales les dan un mayor sentido a la vida y a la muerte».
La vida es una nube azul contiene las memorias de un autor que ha convertido su palabra poética en la voz de su pueblo. Un libro de altas resonancias que nos habla de una forma de relación con la naturaleza imprescindible para conservar el mundo que habitamos, y la práctica de ese arte de la conversación tan propio del mapuche y que está en la base del entendimiento entre las personas. Un libro necesario en estos días en los que el estilo de vida que se nos impone hace olvidar los sentimientos esenciales que dan sentido a la existencia del hombre y su entorno. La palabra de Elicura Chihuailaf debe quedar en nuestros corazones como una música que nos invite a la reflexión y que nos acompañe a diario como el silbido de los pájaros, el ruido de la lluvia o las hojas de los árboles cayendo sobre los techos de las casas.
Ramón Díaz Eterovic.
1
Mi gente dice que somos hijos e hijas de la Madre Tierra. Que así como nuestra Madre vive bajo el influjo de Kvyen la Luna y de Antv el Sol, que la privilegian con las denominadas Estaciones del Año, cada uno de nosotros es habitado también por todas ellas, aunque siempre hay una que nos preside, dicen. Así, cuando una persona se caracteriza por su solemnidad, se dice que está presidida por la Luna de los Brotes Fríos, el Invierno; si una persona es alegre, está presidida por la Luna del Verdor, la Primavera; si es apasionada, está presidida por la Luna de los Frutos Abundantes, el Verano; si su actitud frecuente es de nostalgia se dice que está presidida por la Luna de los Brotes Cenicientos, el Otoño
Hoy cuando empiezo a ordenar estos apuntes que como Sueños han entrado a habitar mis pensamientos, y giran, ruedan, en la conversación que se hace cada día más intensa y tal vez más profunda entre mi espíritu y mi corazón… En su amanecer la causalidad me despertó con el sonido del viento, que ha golpeado mi ventana y la ha vuelto mustia, ocre, color de despedida. «Llegó la Luna de los Brotes Cenicientos», me está diciendo
Ayer, después del mediodía, en el otoño que me preside (mi interior-exterior), el sonido del aún caudaloso río Allipén –que está al norte de nuestra comunidad– vino a adormecerse entre las ramas del notro, de los hualles y castaños, y en el antiguo bosque que bordea nuestra Casa Azul. Por todas partes anda ensoñándose el río. Cuando sucede esto es señal de que vendrá la lluvia se sigue diciendo nuestra gente y así lo comprendemos y constatamos todos
Llueve, llovizna, amarillea el viento en la memoria de mi niñez y de mi ancianidad. La condición dual que nos rige en la totalidad de nuestra existencia. Itro Fill Mogen / biodiversidad: la totalidad sin exclusión, la integridad sin fragmentación de la vida, nos está diciendo la sabiduría de nuestras Ancianas, de nuestros Ancianos. ¿Recuerdas que somos apenas una pequeña parte del universo, abrazados por la dualidad de su energía a la que nos abrazamos? Porque somos hermanos y hermanas de las estrellas y de la brizna del más grande y del más pequeño ser vivo aún no nombrado que nos mira en todo instante desde lo aparentemente invisible, y que nos nombra y nos pide que lo nombremos para por fin mirarse y mirarnos –cara a cara– desde las flores del jardín que son nuestros pensamientos… Por eso nos seguiremos diciendo: los insectos cumplen su función. Nada está de más en este mundo. El universo es una dualidad, lo positivo no existe sin lo negativo. La tierra no pertenece a la gente. Mapuche significa Gente de la Tierra
Mas hay también aquellos seres vivos que estaban y desaparecieron, y esos que apenas asoman desde sus estaciones para recordarnos que la palabra añoranza nos acecha desde la acción depredadora de unos pocos que acometen a nuestra Tierra con su codicia y egoísmo, parapetados en la debilidad de nuestra defensa de la naturaleza
Frente a esa triste realidad nos preguntamos: ¿qué fue de los pudúes, de las tornasoladas cantaurias, de las pequeñas serpientes, de las diversas ranas y del michay? ¿Qué ha sido del saúco que con sus flores blancas y sus bayas azul negruzco retrocede lentamente hacia las sombras, y de los coleópteros que con su azul acuatizaban sobre el refulgir de los esteros? ¿Qué fue de los ciervos y guanacos y de la dura madera de la luma, y de los saltillos de agua que resplandecían en los cerros de Werere? Ahora las últimas lloicas y pájaros carpinteros vienen de cuando en cuando a consolarnos
Está amaneciendo y ha dejado de llover. Las bandurrias llenan con sus graznidos nuestro despertar. En el oriente las nubes blancas se transforman en arreboles de la mañana, en esperado fulgor de la imaginación. Después la luz del optimismo hace suya la tarea de mostrarnos otra vez el cielo azul. Y el sol, el Sol que se ocupa de animar la palidez de nuestra Luna Llena –amada madre Luna–, que parece avergonzada por no haber alcanzado a esconder la desnudez de su fertilidad
Bajo los ramales de los castaños y del nogal se van quedando las huellas del otoño. Caen, vuelan las hojas que parecen pájaros que remontan hacia abajo. Poco a poco se irá borrando también la Luna de los Brotes Cenicientos. La vida es breve y maravillosa, nos están diciendo nuestras Abuelas, nuestros Abuelos. Me apresto entonces a contemplar intensamente este tiempo de mi espíritu. Respiro y me dispongo a escuchar la memoria de lo venidero que –como antaño– retorna y es nuevo… una vez más
2
¿Pewmaymi? ¿Pewmatuymi? ¿Soñaste?, me dice la lluvia. ¿Qué soñaste? Y busco una respuesta en los días en que empiezo a vislumbrar las primeras imágenes de mi infancia a orillas del fogón de la ruka, la casa familiar en nuestra lof comunidad, en Kechurewe. En el centro de sus llamas las pequeñas tormentas del Sol y en su humareda el misterio de Wenuleufv el Río de Cielo, mientras en el constante chisporroteo de los leños nacían y morían las estrellas. Lo cotidiano e inmediato es la réplica de lo que sucede al mismo tiempo en el universo infinito; la resonancia del pasado y del futuro. Así dice nuestra gente
¿En qué momento –me digo– tomé conciencia de los relatos de mis abuelos y de los cantos de mi tía Jacinta y del aroma del pan cociéndose en la ceniza caliente? ¿Y de las manos sanadoras de mi madre y de mi padre? ¿Y del agua de la tetera haciéndose neblina en el centro del fuego o brillando en los pequeños pocillos del mate que animaba la conversación?
Rememorando esos días, me digo: en este sur, ¿hay algo más hondo que el silencio después de la lluvia? ¿Hay algo más evocador que el silbido del viento resbalando entre las cornisas de una casa de madera? La Casa Azul de piso y medio (aledaña a nuestra ruka, nuestra casa mapuche-pewenche) construida sobre esta colina abrazada por la arboleda y por la verdeazulada proximidad del bosque que oigo resollar. ¿Cuál es tu palabra, tu pensamiento?, me dice junto al silencio de la noche
No sé, no sé. Sólo puedo decir que tuve el privilegio de nacer y crecer en el diálogo constante entre nuestra tradición y la denominada «modernidad». Mirando y escuchando desde la plenitud de la naturaleza. Soy el menor de cinco hermanos (tres hombres y dos mujeres). Elicura significa Piedra Transparente; Chihuailaf, Neblina extendida sobre un lago; Nahuelpán, Tigre Puma
Nuestra ruka familiar tenía dos puertas, una –la principal– que se abría hacia el este y la otra hacia el sur, que era la más próxima a la entrada oriente de la Casa Azul. Tenía una abertura –con una cubierta– en el techo, para la salida del humo, y dos aberturas –a la altura de ambos extremos– que cumplían también esa función y a la vez de entrada de la luz. La sombra y la luz, la penumbra precisa para la honda intimidad del silencio, el canto, el relato, el consejo, la Conversación
En todas las siguientes descripciones me ayudan mi madre, Laura, y mi hermana Rayén. En una esquina estaban las meñkuwe (grandes vasijas de greda) y baldes en los que se guardaba el agua, que en la noche permanecía cuidadosamente cubierta; aun así era reemplazada por agua fresca de la mañana, pues decían que espíritus negativos podrían haberla contaminado aprovechándose de la oscuridad
Inclinados en la pared había coligües, de distintos tamaños y grosores, que cumplían las más diversas funciones (para espantar a las aves o como brazos para dar vueltas el pan en el rescoldo eran las más frecuentes). En el centro, el kvtraltuwe el fogón rodeado de piedras de regular tamaño pues tenían que –con eficiencia– sujetar el fuego y las cenizas. Esa ceniza, ese rescoldo, que nos alegraba con sus aromas a papas asadas, a tortillas, a queso dorado. Desde el horcón de la ruka bajaban dos cadenas medianas que sostenían un travesaño de madera de luma desde el que –sujetados por horquillas de alambre de considerable grosor– pendían siempre dos ollas de fierro (que en mi memoria me regalan aún el aroma –el aliento– de los choclos, las mazorcas recién cocidas) y dos o tres teteras frecuentemente requeridas para el mate que giraba haciendo aún más reconcentrada la conversación familiar
En el extremo poniente había dos baúles en los que mi gente guardaba los comestibles, y dos o tres barricas que contenían harina cruda, afrecho, cereales; también un gran cajón, destinado a las papas, puesto sobre maderos que lo alejaban del suelo (para facilitar la aireación) y dos vasijas de greda, una para el muday –bebida de kachilla trigo o gvilliw piñón– recién fabricado, al que podíamos recurrir los niños, y otra con muzay fermentado. Desde el techo de esa zona pendían tres o cuatro zarandas de coligüe en las que se ordenaban –para secarlos– quesos, carne, hierbas medicinales, «orejones» (frutas en delgadas rodajas puestas además sobre una llepv o balai). Y en un rincón, encima de un trozo de árbol, la kuzi piedra de moler trigo. Más un altillo en el que estaban los cueros de oveja y los tejidos (mantas, choapinos, pontro / frazadas) que se ponían sobre los wanku asientos o se extendían a orillas del fogón. La tierra estaba tan transitada que llegaba a brillar, apretada como si fuera piso de madera, meticulosamente barrida cada mañana
En las paredes había colgantes de distintos productos: ajíes, ajos, maíz seco, cebollas, ristras de frutos secos. Y afirmados en ellas, el witral telar y un secador de madera para extender las mantas mojadas; a veces uno o dos yugos con sus cabestros extendidos. En distintos sectores, próximos a las paredes, se distribuían los zapallos y alcayotas más alguna cesta con manzanas
La ubicación de las cosas y la realización de las acciones se correspondían con las normas derivadas de cada espacio: zomo ñi eltukawe espacio femenino; wentru ñi eltukawe espacio masculino; pichikeche ñi eltukawe espacio de los niños
3
Por las noches oímos los cantos, cuentos y adivinanzas a orillas del fogón, respirando el aroma del pan horneado por mi abuela, mi madre o la tía María, mientras mi padre y mi abuelo –Lonko / Jefe de la comunidad–observaban con atención y respeto. Hablo de la memoria de mi niñez y no de una sociedad idílica. Allí, me parece, aprendí lo que era la poesía. Las grandezas de la vida cotidiana, pero sobre todo sus detalles, el destello del fuego, de los ojos, de las manos
Sentado en las rodillas de mi abuela oí las primeras historias de árboles y piedras que dialogan entre sí con los animales y con la gente. Nada más, me decía, hay que aprender a interpretar sus signos y a percibir sus sonidos, que suelen esconderse en el viento… Así me digo y les estoy diciendo en mi poema Kallfv Pewma mew Sueño Azul
Las voces, los sonidos, las imágenes de mi infancia son las que –me parece– permanecen con mayor nitidez en mi memoria. Me emociona con frecuencia la clara sensación de libertad y ternura de esos días, rodeados por las y los integrantes de nuestra numerosa familia, incluidos tías, tíos, primas, primos (algunos aparecían y desaparecían en diferentes lapsos de tiempo) y también por otras personas –familiares o no– que llegaban de visita o, simplemente, porque debido a los más diversos motivos habían sido acogidas por mis padres y mis abuelos. Entre ellos recuerdo a Hipólito, azadón al hombro, cantando: «Las campanas del rosario, por qué no repicarán…». El fuego de nuestra ruka estaba siempre encendido. Por las noches se cubría con una delgada capa de ceniza (de la Luna, decían). Las llamas del fogón representan las llamas del Sol que nunca deben apagarse para que continúe la vida en la Tierra
Con cierta frecuencia –sobre todo por las tardes– nos gustaba columpiarnos sentados en el extremo de una rama de coigüe o sobre una tabla amarrada a un cordel que pendía del castaño. Pvllchvwkantun se dice columpiarse. A veces mi hermano y hermanas mayores organizaban juegos a los que nos «invitaban» a participar, a mi hermano Carlitos y a mí. Jugábamos al awarkuzen el juego de las habas, a las visitas, a las escondidas, al pillarse, al lefkantun carreras a pie desnudo, a las carreras en zancos de coligües, a buscar objetos escondidos entre el pasto o en los huecos de los árboles o entre las raíces de los árboles que habían sido destroncados y se ocupaban como cercos (para nosotros casi todos los lugares eran un awkantuwe espacio de juegos para los niños y niñas)
Pero lo más memorable para mí eran las «tardes culturales» dirigidas por mis hermanos Arauco y América. Hacíamos representaciones de escenas cotidianas o de escenas rituales, especialmente del choykepurun o tregvlpurun baile del avestruz o del treile, que requería de indumentaria y plumaje; y vl cantos, konew y epew, adivinanzas y relatos de la tradición protagonizados por zorros, perdices, garzas, pumas y otros animales y aves, o diversos textos aprendidos por nuestro hermano y hermanas en la escuela de la comunidad
A Carlitos y a mí nos agradaba mucho salir a caminar por los bosques próximos a nuestra casa y, sobre todo, cabalgar en pelo y saltar sobre los troncos de los árboles que habían sido derribados por el viento (más de una vez nos caímos, aunque los golpes eran atenuados –pensábamos– por el colchón de hojas del bosque); mi hermanito montado en la Kurv / Kurü Negra y yo en la Zomo Dama, siempre acompañados por nuestros perros. Con frecuencia cumplíamos también con la recomendación de ver si los vacunos andaban juntos y lo mismo las ovejas, a las que detectábamos rápidamente porque a la oveja-guía le colgaban un cencerro en su cogote. A veces teníamos que arrearlas hasta el corral aledaño a la casa
Cuánto recuerdo esas travesías en las distintas Lunas del año: la diversidad de hojas, de pájaros, de insectos, de animalitos. Las ramas movidas por el viento que revela las distintas cadencias de la arboleda; cada árbol posee su ritmo, su pausa propia, como las personas o los animales al andar. Y a veces la neblina o el aire tibio, la nieve, la llovizna o la lluvia maravillosa. El sonido de los esteros, la intensidad de sus aromas, la luz. ¡La luz!, la humedad, las texturas de las hojas y los troncos de los árboles: canelos, coigües, hualles, robles, ulmos, laureles, radales, lingues, avellanos, olivillos, mañíos, tepas, lumas, arrayanes, temu, maitenes. El colorido de las bayas –azules y blancas– de los espinos y de las flores silvestres, de las enredaderas y de los diversos hongos. El misterio de la negatividad y positividad esplendorosa
En mi pensamiento está también la blanquecina aparición de los digüeñes que cuelgan resplandecientes –o se aferran a los nudillos– en los hualles de la primavera. Hongos que bajábamos sacudiendo las ramas con largos coligües, y que comíamos hasta hartarnos, mientras también los acumulábamos en una bolsa para en casa cortarlos en delgadas rodajas para preparar una ensalada, agregándole trocitos de ajo, cilantro picado, una pizca de merken / ají rojo, seco y ahumado, sal y vinagre de manzana (mi aderezo predilecto). Un platillo con un fresco y sabroso color anaranjado que la familia compartía y disfrutaba acompañándolo con papas cocidas