Buch lesen: «La Cosiata»

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La Cosiata

Páez, Bolívar y los venezolanos

contra Colombia

Elías Pino Iturrieta

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Editorial Alfa

Biblioteca Elías Pino Iturrieta N.º 12

© Elías Pino Iturrieta, 2019

© Editorial Alfa, 2019

© Alfa Digital, 2019

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ISBN: 978-84-122665-2-8 (Edición impresa)

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Co­rrec­ción de estilo

Carlos González Nieto

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Di­se­ño de co­lec­ción

Ulises Milla Lacurcia

Retrato del autor

© Guillermo Suárez

Imagen de portada

Retrato de José Antonio Páez en uniforme de húsar

por Robert Ker Porter (1828).

Imagen tomada de Diario de un diplomático

británico en Venezuela: 1825-1842,

de Sir Robert Ker Porter. Fundación Polar, Caracas, 1997.

Elías Pino Iturrieta

(Venezuela, 1944) Doctor en Historia por El Colegio de México, individuo de número de la Academia Nacional de la Historia, profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y de la Universidad Católica Andrés Bello. Actualmente es presidente ejecutivo de la Fundación para la Cultura Urbana. Fue director del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica Andrés Bello. Fue decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV y presidente de la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Ha sido investigador visitante en El Colegio de México, coordinador de seminario en la Escuela de Estudios Hispanoame­ricanos de Sevilla y confe­rencista en las universidades de Columbia, Georgetown, Bonn, Sevilla, Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Autónoma de México y El Colegio de Jalisco.

Biblioteca Elías pino iturrieta

1. El divino Bolívar

2. Contra lujuria, castidad.

Historias de pecado en el siglo xviii venezolano

3. Nada sino un hombre.

Los orígenes del personalismo en Venezuela

4. Ideas y mentalidades de Venezuela

5. Ventaneras y castas, diabólicas y honestas

6. La Independencia a palos y otros ensayos

7. Simón Bolívar. Esbozo biográfico

8. País archipiélago. Venezuela 1830-1858

9. Positivismo y gomecismo

10. Venezuela metida en cintura (1900-1945)

11.Telón de fondo. Historias distintas de Venezuela

12. La Cosiata. Páez, Bolívar y los venezolanos contra Colombia

Índice

Sobre el autor

Pretensión preliminar

I. El anuncio de un portento

II. Las búsquedas de república

III. La mole rocosa

IV. La hora de las cabriolas

Bibliografía

La república tiene todas las características de los gobiernos reconocidos de la tierra. ¿Quién podría atacarla?, ¿quién podría aumentar o disminuir su riqueza?, ¿de quién tiene necesidad?

Francisco Antonio Zea, 1822

Pretensión preliminar

En un libro publicado en 1907, el historiador venezolano Eloy G. González, muy reconocido en su tiempo, se empeña en presentar al joven general José Antonio Páez como un rústico incapaz de entender la política en la que se ha ubicado hace poco como figura principal. Llega a escribir sobre el hombre que promueve el fin de Colombia a partir de 1826: «Páez era todavía salvaje. Bramaba en la selva como el montaraz Hernani, cuyos rugidos hacían fruncir el ceño al temible Carlos V. Recamado de brillo militar, ensimismado justamente, premiado por el Libertador en medio de la tempestad de pólvora y metralla de la batalla de Carabobo, ambicioso y fiero, no podía adaptarse a altos reclamos». Cuando un colega le reprocha las afirmaciones porque parecen exageradas acude a la opinión de José Gil Fortoul, quien es un autor en la cúspide de la fama después de publicar el primer tomo de la Historia Constitucional de Venezuela, obra venerada entonces y ahora.

Incluye dos citas del maestro para avalar las afirmaciones. Esta es la primera: «Páez era todavía el guerrero inculto de los llanos de Apure, incapaz de distinguir entre la disciplina política asegurada por las leyes, y la disciplina militar, mantenida en la guerra antes que por el reglamento por el prestigio personal. Él había triunfado en cien combates; él mandaba el Ejército de Venezuela; él era y debía ser el jefe: las leyes representaban trabas inventadas por los civiles, por los jurisconsultos, para reducir a la impotencia a los militares». Ahora leamos la otra, provocada por las teorías del positivismo todavía en boga: «Era Páez mestizo, y algo influyó sin duda esta circunstancia en la ojeriza que mostró al principio contra los mantuanos de la capital. Hallándose [Bolívar] ausente en el Perú, no era Páez hombre capaz de someterse de buen grado al Gobierno de Bogotá, ni tampoco a Soublette, Toro, Escalona y después al doctor Mendoza, que desempeñaron la intendencia de Venezuela. Su reconciliación con los jurisconsultos y letrados se hará solamente al precio de la sumisión de estos a su autoridad soberana».

Los fragmentos se toman de la única monografía que ha tratado de estudiar «con método científico» los sucesos que aquí se examinarán: Dentro de La Cosiata, que Eloy G. González publica por entregas en el diario El Constitucional y después edita como libro por petición de los ávidos lectores. Pero, ¿cuál es la historia que quiere reconstruir? Es evidente que desea comenzarla con la subestimación de Páez.

Veamos ahora lo que afirma en la introducción del volumen: «Crece en torno de los hombres y de los sucesos la vegetación de aquella mala espiga cuya simiente corre por las venas de una raza infeliz, que reacciona contra la antigua disciplina. Confúndense los ardides de la mala fe con las hábiles victorias del talento, y los correos colombianos restablecen en el suelo de la naciente libertad las escenas y los procedimientos de las cámaras de delación y de los gabinetes secretos, que prolongaron las postrimerías monárquicas. (…) Los hombres a quienes la selva, la barbarie y el dolor les confirieron el arrojo, la constancia y el tesón para vencer, comienzan a encelarse de sus esfuerzos y comienzan a justificar la conducta exterminadora de Morillo contra todo lo que en la república era alto e ilustre; los plumarios, a su vez, se defienden de los militares por la intriga y por el dolo». Pero, ¿qué papel juega entonces el fundador de Colombia? Para conocer lo que don Eloy opina sobre la conducta del Libertador ante la inminencia de la desintegración, basta una frase lapidaria: «Bien sabéis que así no quería Bolívar la patria».

Un suceso descrito de esa manera apenas encuentra historiadores en el futuro. ¿No descubre en su fondo la esencia de un proceso que no merece memoria, el testimonio de una traición al héroe que dio vida a una nación destinada a la grandeza y hecha pedazos por motivos subalternos, las pruebas de la preparación de un parricidio? Mejor mantenerlo en el rincón. Ahora se tratará de ofrecer una aproximación diversa a los hechos, comprensiva de los motivos de los hombres de su tiempo y de las necesidades de su sociedad, es decir, capaz de mirar con ojos apacibles lo que no fue un desastre, ni un pecado, sino el comienzo de una rectificación llena de fundamentos y relacionada con el ideario republicano que la precedió. De las vicisitudes del año convulsionado que se examinará brotan testimonios que nadie del futuro ha querido ver, o que apenas se han mirado a través de piezas deshilvanadas; una apreciación diversa del papel de Bolívar en los acontecimientos y motivos de sobra para entender las razones que tienen los venezolanos de entonces para dejar de ser colombianos. Seguramente iguales o parecidas a las que llevan a los neogranadinos de la época a separarse de unos cargantes compañeros de viaje, y que también esperan otro tipo de análisis.

El reencuentro de las comunidades que tomaron senderos distintos en un pasado lleno de asperezas no solo depende de cómo lo planteen los políticos de la actualidad, o de los motivos económicos que predominan en la posteridad, o de cómo se entienden entre sí las élites, sino también de una búsqueda distinta de los recuerdos. Los recuerdos desenterrados por los investigadores de ayer no pueden ser idénticos a los que escarbamos nosotros, sus sucesores, porque tenemos una idea diferente del oficio y otra manera de estudiar los materiales seleccionados. Quizá también estemos más alejados de los prejuicios establecidos en torno a la virtud y a la maldad de los antiguos debido a las solicitudes de la época en la cual trabajamos, cuyos aprietos nos conminan a dejar la necedad de pulir el espejo que refleja las obras de los difuntos y a trabajar desde otra perspectiva sus obras.

¿Por qué no imaginar que regresan a nuestros gabinetes esperando versiones de su paso que los saquen de las casillas habituales? ¿Por qué no pensar, a la vez, que haremos un servicio a los lectores de la actualidad si revolvemos un repertorio anacrónico para que se desprenda de su rigidez y de sus tonterías?

Los historiadores pueden ser pilares de un acercamiento esencial de los pueblos que forman un mismo vecindario, a través de un examen sin viejas ataduras de lo que hicieron antes para divorciarse y aún para odiarse. Las diferencias, como producto de la vida y de los anhelos de generaciones anteriores, pueden ser una alternativa de reunión estable cuando el transcurso del tiempo demuestra que no son perennes debido a que, como sucede en el caso venezolano de La Cosiata, tuvieron sentido en un período crucial sobre el cual no se ha querido volver por los consejos de la gazmoñería, por el resorte de una vergüenza que solo pesa en sensibilidades simples, por las ínfulas que da el nacimiento en una cuna impoluta que no existe. Es una suerte que no exista, debido a que así concede licencia para volver a la que de veras existió tras el propósito de sentirnos en paz con las pasiones y con las antipatías de sus criaturas, o con las que movieron a sus rivales en una disputa que murió cuando le llegó la hora y no merece resurrección. Por tales razones se escribió La Cosiata que ahora circula.

I. El anuncio de un portento

Colombia nace en un periódico de Angostura, antes que en los reclamos de una realidad que la busca desde su antigüedad, desde necesidades impuestas por la historia. Los promotores de una nación que no existe la proponen en el taller de la imprenta. El nacimiento está precedido y acompañado por un trabajo de propaganda que busca apoyos para lo que está en la cabeza de unos pocos. Vanguardia del origen, el Correo del Orinoco hace la propuesta de una comunidad grandiosa y vela porque se concrete mediante una actividad que puede entenderse como asomo de una utopía, o como designio marcado por una incertidumbre que se debe ocultar o maquillar. No es la expresión de un reclamo de dos comunidades que han madurado en el afán de juntarse, en la intención de ser una sola, sino el soporte de una coyuntura creada por la guerra que se debe aprovechar para la derrota de los realistas.

Que se invoque la guerra como motivo para la reunión de Venezuela con la Nueva Granada es argumento suficiente. ¿No es lo más apremiante para los líderes de entonces, lo menos alejado de la desmesura? Después del fracaso de los intentos de independencia sucedidos en Venezuela, y de que pasara lo mismo en la Nueva Granada por la imposibilidad de librarse del poder virreinal, que se pusieran aquí y allá a reflexionar sobre la necesidad de probar una acción mancomunada de fuerzas militares, nos coloca ante lo más sensato que puede suceder en medio de una situación desesperada. En 1815 llega de España un ejército bajo el mando de Pablo Morillo, una fuerza considerable si se compara con las mantenidas hasta entonces por la Corona en las colonias soliviantadas. Puede ser la puntilla para el adversario que salió de los chiqueros criollos en 1810. Tal vez no sientan entonces los promotores del encuentro de las dos soldadescas, entre ellos el más entusiasta, Simón Bolívar, que mueven un avispero cuando meten la mano en dos colmenas sobre cuya vida apenas se conoce la superficie, pero sientan las bases de una comunidad que llamará la atención por sus posibilidades de éxito y por su temprano derrumbe.

Los triunfos de la campaña de Guayana, capaces de levantar el ánimo de los patriotas después de casi una década de fracasos, ofrecen horizontes auspiciosos. La aparición en los llanos de un liderazgo que atrae a los campesinos anteriormente postrados ante el rey, abre un capítulo prometedor a las hostilidades. El ensayo de colaboración protagonizado por neogranadinos y venezolanos en 1813, pese a su fracaso, sugiere la posibilidad de un nuevo capítulo con enmiendas. Como son más las cercanías que las espinas creadas por su estreno, no abundan las objeciones de envergadura cuando se piensa en una nueva edición, o no hay político de relevancia que las exprese. No parece una reunión de virtudes, sino un reencuentro de necesidades, detalle suficiente para superar los valladares de la crítica y el recelo recíproco ante los fuereños. El establecimiento de un bastión de autoridad en Angostura, capaz de mostrar una plataforma de administración luego de la destrucción de los primeros intentos de Gobierno, no solo permite el control del comercio fluvial que se extiende hacia colonias extranjeras y la adquisición de vituallas escasas hasta la fecha, sino también la construcción de unas tablas para que Bolívar se consolide como primer actor.

Los letrados que anhelan la vuelta a la república morigerada de 1811 no encuentran público para unos planes que pagan el castigo de su inoperancia. Santiago Mariño, quien se había proclamado como Libertador de Oriente, topa con una influencia que debe obedecer si no quiere encabezar una disidencia inoportuna, o desaparecer del mapa. Un oficial en ascenso, el popular y victorioso Manuel Piar, paga con su vida la osadía de buscar la jefatura. Antonio José de Sucre, dotado para procurar avenimientos y para la organización de tropas, forma parte del séquito del líder que se establece. Francisco de Paula Santander, un tesonero oficial arrollado por las derrotas de Cundinamarca, se comienza a hacer familiar entre la dirigencia en proceso de recomposición. Cuando José Antonio Páez acepta la autoridad del general que se vuelve referencia principal, lo cual significa que los llaneros bajo su mando lo acompañan en la sujeción, se pueden abrir senderos interesantes. Pero la mayor parte del territorio venezolano está bajo control realista, un hecho que impide movimientos hacia el norte y el occidente, especialmente hasta Caracas, centro político desde tiempos coloniales. De allí que, partiendo de la situación relativamente positiva de la Guayana ahora sujeta, Bolívar decida la penetración de territorio reinoso a través de los Andes y la apresurada creación de Colombia.

En la Nueva Granada ha hecho campañas bélicas que no lo dejan pasar inadvertido. Ha escrito después en Jamaica un documento susceptible de traspasar los límites hispanoamericanos. En el exilio de Haití se ha hecho de un liderazgo que le permite dirigir una expedición con la ayuda no pocas veces renuente de oficiales bizarros e indisciplinados. Es el dictador escaldado de 1813, el factor de un holocausto de españoles que pretende renacer de sus cenizas, y ahora el corresponsal que inicia un epistolario colmado de recursos retóricos, el más atractivo de la independencia, gracias al cual encuentra apoyos entre los civiles y los militares que no han abandonado la lucha. Logra la convocatoria de un congreso en Angostura para el restablecimiento de la República de Venezuela, pero también para expresar un ideario que destaca entre las piezas del pensamiento político de la época. Un designio de república que apenas permanece, porque Venezuela se convierte en Colombia en cuestión de diez meses. El parlamento que se reúne en febrero de 1819 por iniciativa de Bolívar para buscar el cauce del origen, la modesta escala pensada en correspondencia con los límites de la Gobernación y Capitanía General de Venezuela, en diciembre recibe y aprueba la petición del mismo Bolívar de fundar la República de Colombia, que incluye a la Nueva Granada y prevé la incorporación de Quito. Es un requerimiento de la guerra, un salvavidas, pero también un movimiento susceptible de crear incomodidades que se deben atemperar y sorpresas que pueden terminar en problemas. De allí que el Correo del Orinoco, creado por el activísimo dirigente, forme parte esencial del propósito.

El Correo del Orinoco se edita en Angostura, a partir del 27 de junio de 1818. El fundador frecuenta sus páginas mediante la inclusión de documentos oficiales, o con escritos que oculta en la pantalla de los pseudónimos. Muchos textos de pelea frontal son de su autoría, aunque aparecen suscritos por El Apureño, El Mosca, Pancrudo, El Llanero Maturinés, El Enemigo de los Tiranos y Henrique Samoyar. Forma un equipo de venezolanos con experiencia editorial desde 1811 —Juan Germán Roscio, Francisco Javier Yanes, Manuel Palacio Fajardo, José Rafael Revenga…— y con la asistencia del neogranadino Francisco Antonio Zea. El último fascículo circula el 28 de marzo de 1822, después de que autores de Cundinamarca se incorporan a la faena. Ya Colombia tiene papeles de sobra para pescar seguidores y para presentarse a la consideración del mundo1. Ahora, cuando pretende debutar sin escollos, quiere que el natalicio se entienda como una emanación de la historia universal, como una fatalidad impuesta por el destino de las sociedades.

El pensamiento moderno

El periódico justifica las acciones con la idea del «derecho ordinario de insurrección», entendido como «toda conjuración que tenga por objeto mejorar al hombre, la patria y el universo»2. El derecho es valedero cuando las fuerzas del cuerpo social, especialmente los elementos de quienes depende la felicidad del conglomerado, no forman un todo armónico3. Según estima el «Dogma filosófico de la insurrección», trascrito del Telégrafo de Chile:

El destino de un imperio no es distinto del destino de un hombre individual: el estado de degeneración es para él un estado contrario a su naturaleza; y es forzoso que a la larga perezca, o se desembarace de todo aquello que circunscribe su energía4.

De acuerdo con lo que afirma Un Colombiano:

También se mueren y menguan los imperios como se mueren y menguan todas las cosas que carecen del principio de la inmortalidad: ellos ceden a la caducidad y a la disolución, como todos los establecimientos humanos en la carrera de los tiempos y en medio de las vicisitudes humanas a que ha estado siempre expuesto el mundo5.

Condenadas las sociedades a una declinación que causan los propios elementos internos, cuyos intereses niegan su función y varían su meta, se llega a un momento culminante que deberá originar la sustitución de la realidad en menoscabo. Estamos en el mundo de las abstracciones, sin nada capaz de relacionar de veras al lector con los movimientos destinados a cambiar el mapa conocido hasta entonces; nos movemos en un plano superior desde el cual manan los fundamentos de la realidad en proceso de transformación. Pero, con guías más concretas del pensamiento moderno, los redactores pueden descender hasta el espacio que se quiere transformar.

De allí las referencias al papel de los legisladores, menos etéreas debido a que, según se agrega a continuación:

No vieron o no quisieron ver que, además de la palanca del poder, había otra para mover el mundo social, es decir, la de la razón. Ellos se contentaron con organizar el poder, porque la fuerza era la única que hacía impresión en el hombre en la infancia de las sociedades; y cuando aquel poder se halló sentado en un trono, o residió en un Senado, o andaba errante en una plaza pública entre la muchedumbre, crearon el crimen de lesa majestad para hacerla respetar, queriendo que el poder fuese una cosa sagrada, no solo para la audacia sino también para la razón6.

Ahora una brújula más comprensible ofrece imágenes capaces de traducir los pasos que se dan para la creación de la república, frases que han circulado en la prensa desde los inicios de la insurrección y con las cuales pueden establecer vínculos menos tortuosos los lectores. Lo mismo puede suceder cuando se refuerza el argumento con la doctrina del contrato social, muy popular a esas alturas. Por ejemplo:

Existe en la naturaleza del hombre social un derecho inalienable de insurrección. Este derecho le viene de que su razón le indicaba la necesidad de las leyes antes que hubiese leyes y porque había sido dotado de inteligencia antes que existiese ningún poder. Hay otra consideración no menos filosófica para autorizar al hombre a resistir un poder opresor.

Cuando, desarrollándose la inteligencia, se abrieron al hombre las puertas de la sociedad, él se comprometió con la patria a protegerla con su fuerza individual bajo la condición de que ella le protegería con toda la fuerza pública de que es depositaria; o no se formó este contrato, y entonces nada hay que mandarle, o después de haberlo formado lo había violado el poder, y el ciudadano ha tenido derecho para desobedecer.

En aquel contrato estaba estipulado, a lo menos tácitamente, que todo cuanto el hombre posee, o por haberlo recibido de la naturaleza, o porque lo adquirió con su trabajo, o en virtud de las convenciones sociales, sería respetado. Siendo esto así, ¿hay acaso propiedad más pura que la de la razón, la cual se la quieren robar unos tiranos políticos y unos fanáticos?7

El acervo moderno crece cuando se localiza otro planteamiento destinado al propio fin, tomado de El Investigador de Puerto Rico y con influencia del sensualismo aplicado al derecho. Los hombres que han formado la sociedad por el impulso de sus sensaciones y de sus afectos, proponen ahora, pueden disolver sus vínculos y transformarlos cuando la colectividad impide «las ventajas de la naturaleza». Según los principios naturales:

Todos los que, en el silencio de las pasiones, entren dentro de sí mismos, verán lo que deben a sus semejantes. Lo mismo que ellos desean es la medida de lo que deben a los demás. La benevolencia, la estimación, la gloria van en pos de los hombres que obran conforme a las reglas de la naturaleza; el odio, el desprecio, la ignorancia y la destrucción rodean la existencia de quienes violan estos deberes8.

Se trata de un replanteamiento de las funciones de la vida gregaria, que pretende localizar en las regulaciones naturales diversos estatutos racionales y universales para la ordenación de una sociedad distinta. ¿De dónde sacan estas ideas? El Correo no es puntilloso en la selección de las fuentes, pues en ocasiones las mete en un solo saco sin fijarse en la disparidad de sus contenidos, aunque no oculta su preferencia por el pensamiento moderno.

Por ejemplo, al reproducir argumentos editados por el Eco Patriótico de Córdoba junta los juicios de Rousseau con los de Santo Tomás de Aquino. Los dos, arguye, concuerdan en sostener la validez de las rupturas que un pueblo puede llevar a cabo cuando el Gobierno burla obligaciones elementales.

Quinientos años antes de que el autor del contrato social resolviese el gran problema de la libertad en beneficio del todo contra una mínima parte de la sociedad, había ya reconocido este luminoso principio por origen de todo derecho y fundamento de toda autoridad, el ángel de las escuelas9.

Pero la mayoría de los autores a quienes acude son de procedencia ilustrada. No faltan citas de Raynal, cuyos razonamientos sobre la ilegitimidad de los asentamientos europeos en los territorios descubiertos a partir del siglo XV ocupan los pliegos de un trío de fascículos. Afirman con el famoso abate que tales derechos solo se pueden usufructuar cuando se descubren territorios desiertos. Si hay habitantes anteriores, el extranjero debe vivir en el lugar «como vecino pacífico»10. Aunque no dejan de referirse al padre Las Casas, cuando se detienen en el período prehispánico se regodean en citas de Los incas, de Marmontel, y en la recomendación de las Lettere Americane, de Gian Rinaldo Carli, «el mejor defensor de las víctimas de la impostura y rapacidad castellana»11.

Importantes figuras de la milicia y del foro anglosajones, continúa el periódico, deseaban

(…) romper los grillos del esclavo y arrancar el cetro del déspota, erigir un altar sobre el sepulcro de la Inquisición, elevar un pueblo a la actitud de libre, fundar templos a la ciencia y al comercio y crear una Constitución, bajo cuyo anchuroso arco cualquiera criatura humana pueda mantenerse erguida y sublime con la dignidad del hombre12.

Iguales intenciones abrigaban los «gloriosos americanos del norte», entre ellos Henry Clay y la legislatura de Kentucky13. Finalmente incluyen al abate de Pradt, «bienhechor de la humanidad»14, y agregan extravagancias que atribuyen a la historiografía clásica. Sobresale la siguiente ocurrencia:

Justino, y casi todos los antiguos historiadores, caracterizan a los españoles de feroces, truculentos y sanguinarios. En cuanto a la perfidia, no es extraño que la posean en sumo grado, pues la han heredado de sus maestros, progenitores y conquistadores los cartagineses, a quienes pinta Tito Livio con este vicio en muchos lugares de sus obras, especialmente al trazar el carácter de Aníbal15.

La leyenda negra

Aunque conectada con fragmentos como este, el Correo desarrolla de manera específica la idea del abominable Gobierno de España. Dados su volumen y profusión, es una pieza susceptible de acreditar con su respaldo las afirmaciones que, a pesar de la notoriedad de sus portavoces, no dejaban de ser peroraciones de personajes ausentes del teatro de los sucesos. Tal idea no es más que una extensa letanía de imputaciones funerales, con el objeto de construir un sombrío panorama de la acción de la Corona. De ella apenas se hará ahora un vistazo.

El argumento enfoca la raíz de la cuestión al referirse a la conquista de América sin ahorrar dicterios. Las pinturas del apocalipsis pueden convertirse en nimiedad, si se comparan con este lúgubre bosquejo que imprimen:

Es ahora que debemos recorrer con espanto las páginas ensangrentadas de la historia del continente de Colón. ¡Oh! ¡Qué horrorosa perspectiva se nos presenta! El Imperio de los Incas, el Templo del Sol, el trono de México, todos los gobiernos federativos y patriarcales que existían en el Nuevo Mundo en el siglo XIX, ¿dónde están?

Un grupo de vándalos fue bastante para imponer a tantos hombres libres el yugo más pesado: ya la católica España, a nombre de un Dios de amor y de humildad, desencajó los montes, arrasó los pueblos, incendió reinos enteros, agotó los ríos e hizo verter chorros de sangre y de lágrimas, y formó cristiana a la América, haciendo desaparecer de la faz de un continente inmenso más de treinta millones de seres inteligentes. Y el monstruo del fanatismo, rodeado de víctimas y escombros, sentado sobre montones de cadáveres, extendiendo sus miradas por todas estas inmensas ruinas, aplaudió y glorificó al cielo de haber coronado sus trabajos. Y la España elevando al grado de los héroes a los Cortés, Alvarados, Pizarros, Almagros y demás verdugos del continente ecuatorial, dejó sus nombres escritos para la abominación de las razas futuras16.

Todo por culpa de los reyes católicos, del papa Alejandro VII, «hombre inmoral que entregó a la cuchilla del conquistador naciones enteras», y de la alta sociedad peninsular que se benefició del despojo17. ¿Cabe un reproche más atrevido, que ni siquiera mira con prudencia las decisiones del pontífice, a quien convierten en cómplice de un genocidio?

En el aspecto institucional, el Correo critica sin contención los instrumentos, entidades y procedimientos administrativos que establece España en las colonias. Veamos cómo censura las Leyes de Indias, cuerpo de regulaciones a las que atribuye la mayoría de las desventuras de los colonos:

Al antiguo Código de Indias deben los reyes de España la servidumbre de ellos por espacio de tres siglos; a él deben aquella flojedad, indolencia y apatía con que sus habitantes esperaron el éxito de la guerra de sucesión con los brazos cruzados; a ese degradante código son deudores de la fuerza armada, con que largo tiempo han combatido contra el bienestar de estos países18.

Hasta los supuestos defectos del carácter hispanoamericano caben en el inventario de la leyenda negra. De allí que no pueda faltar el anatema del Santo Oficio:

Los torrentes de sangre que desde el principio hizo correr esta institución sacrílega, los torrentes de sangre en que a nombre del Padre de las Misericordias había inundado al mundo ese minotauro de las conciencias, la consternación, la congoja incesante, la esclavitud del pensar, la inexorable e intolerante persecución que desde el principio y siempre han sido sus compañeros inseparables, llegaron aun a debilitar la impresión que habían causado las horribles y devastadoras Cruzadas. Gravísimos males habían hecho estas a la Europa; guiolas de ordinario el fanatismo, sostenido por el espíritu de ambición y de conquista; mas constituido luego el hombre impía y blasfemamente juez entre el Criador y la criatura, usando una autoridad proporcionada a la grandeza del que creía ofendido, e incapaz por su propia pequeñez de descubrir lo que está reservado a solo aquel que lee en los corazones, no ofrece en la historia de la Inquisición sino los anales de los crímenes más atroces que pudo inventar la malicia19.

€7,49

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Umfang:
211 S. 2 Illustrationen
ISBN:
9788412266535
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Bookwire
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