El camino a Cristo

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El camino a Cristo
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El camino a Cristo

Elena G. de White


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Prefacio

1 - El amor de Dios por el hombre

2 - La más urgente necesidad del ser humano

3 - Arrepentimiento

4 - Confesión

5 - Consagración

6 - Fe y aceptación

7 - La prueba del discipulado

8 - El secreto del crecimiento

9 - El trabajo y la vida

10 - Cómo conocer a Dios

11 - El privilegio de orar

12 - Qué hacer con la duda

13 - La fuente de regocijo y felicidad

El camino a Cristo

Elena G. de White

Título del original: Steps to Christ, Review and Herald Publishing Association,

Hagerstown, MD, E.U.A.

Dirección: Aldo D. Orrego

Traducción: Staff de la ACES

Diseño de tapa: Carlos Schefer

Diseño del interior: Marcelo Benitez

Ilustración de tapa: Shutterstock

Primera edición, e - Book

MMXX

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Es propiedad. © 1976 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN 978-987-798-111-7


White, Elena G. deEl camino a Cristo / Elena G. de White / Dirigido por Aldo D. Orrego. - 1ª ed. - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.Libro digital, EPUBArchivo Digital: onlineISBN 978-987-798-111-71. Devocionario. I. Orrego, Aldo D., dir. II. Título.CDD 230

Publicado el 30 de marzo de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prefacio

Esta obra no necesita recomendación. Un cuidadoso examen de su contenido demostrará que la persona que la escribió conocía al gran Maestro de amor. Y la gran aceptación que este libro siempre encuentra por todas partes se debe a la copiosa espiritualidad y los sanos consejos esparcidos en sus páginas. Cuando se lo ha leído una vez, se lo lee de nuevo y se lo estudia como una guía en el camino de la salvación.

En sus páginas se nos presenta la noble figura de Jesús, pero no como un personaje muerto de la historia antigua, sino como el Cristo viviente que sigue realizando milagros, transformando la vida de todos aquellos que lo invocan con fe.

Tan buenos resultados ha producido su lectura, según el testimonio de los propios beneficiados, que finalmente se ha decidido imprimir la presente edición castellana para deleite y edificación espiritual del vasto público hispanohablante, y para que éstos encuentren en sus páginas un medio sencillo y propicio para la comunión diaria con nuestro Señor Jesucristo.

Que este libro, El camino a Cristo, continúe siendo lo que su nombre implica para sus muchos lectores. Es el sincero y ferviente deseo de

Los Editores

1
El amor de Dios por el hombre

La naturaleza, a semejanza de la revelación, testifica del amor de Dios. Nuestro Padre en el Cielo es la fuente de vida, sabiduría y gozo. Mira las maravillas y bellezas de la naturaleza. Piensa en su magnífica adaptación a las necesidades y la felicidad, no solamente del hombre, sino de todas las criaturas vivientes. La luz del sol y la lluvia –que alegran y refrescan la tierra–, las colinas, los mares y los valles; todo nos habla del amor del Creador. Es Dios quien suple las necesidades diarias de todas sus criaturas. Ya el salmista lo dijo en las bellas palabras siguientes:

“Los ojos de todos miran a ti, y tú les das su alimento a su tiempo.

Abres tu mano, y satisfaces el deseo de todo ser viviente”.1

Dios hizo al hombre perfectamente santo y feliz; y la hermosa Tierra, al salir de las manos del Creador, no tenía mancha de decadencia ni sombra de maldición. La transgresión de la ley de Dios –la ley de amor– es lo que ha traído consigo aflicción y muerte. Sin embargo, aun en medio del sufrimiento resultante del pecado se revela el amor de Dios. Está escrito que Dios maldijo la tierra por causa del hombre.2 Los cardos y las espinas –las dificultades y pruebas que hacen de su vida una vida de afanes y preocupaciones– le fueron asignados para su bien, como una parte de la preparación necesaria, en el plan de Dios, para su elevación de la ruina y degradación que el pecado había causado. El mundo, aunque caído, no es todo tristeza y miseria. En la naturaleza misma hay mensajes de esperanza y consuelo. Hay flores en los cardos, y las espinas están cubiertas de rosas.

“Dios es amor” está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los preciosos pájaros que llenan el aire de melodías con sus alegres cantos, las flores exquisitamente matizadas que en su perfección perfuman el aire, los elevados árboles del bosque con su rico follaje de viviente verdor; todo testifica del tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y de su deseo de hacer felices a sus hijos.

La Palabra de Dios revela su carácter. Él mismo ha declarado su infinito amor y piedad. Cuando Moisés oró: “Te ruego que me muestres tu gloria!”, el Señor respondió: “Yo haré pasar toda mi bondad delante tu rostro”.3 Esta es su gloria. El Señor pasó delante de Moisés y proclamó: “¡Jehová, Jehová! Dios fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado!”4 Él es tardo para enojarse y “de grande misericordia”,5 “porque se deleita en la misericordia”.6

Dios ha unido nuestros corazones a él con señales innumerables en los cielos y en la Tierra. Él ha procurado revelársenos mediante las cosas de la naturaleza y de los más profundos y tiernos lazos terrenales que el corazón humano pueda conocer. Sin embargo, estas cosas sólo representan imperfectamente su amor. Y a pesar de que se han dado todas estas evidencias, el enemigo del bien cegó la mente de los hombres para que ellos miraran a Dios con temor, para que lo considerasen severo y no perdonador. Satanás indujo a los hombres a concebir a Dios como un ser cuyo principal atributo es una justicia inexorable; [es decir,] como un juez severo, un duro y estricto acreedor. Pintó al Creador como un ser que está vigilando con ojo celoso para discernir los errores y las faltas de los hombres para así poder castigarlos con juicios. Fue para disipar esta sombra oscura, para revelar al mundo el infinito amor de Dios, que Jesús vino a vivir entre los hombres.

El Hijo de Dios descendió del Cielo para manifestar al Padre. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer”.7 “Nadie conoce... al Padre... sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”.8 Cuando uno de sus discípulos le pidió: “Muéstranos al Padre”, Jesús respondió: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?”9

Jesús, al describir su misión terrenal, dijo: El Señor “me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos”.10 Esta fue su obra. Se dedicó a hacer el bien y sanar a todos los oprimidos de Satanás. Había aldeas enteras donde no se oía un gemido de dolor en casa alguna, porque él había pasado por ellas y sanado a todos sus enfermos. Su obra daba evidencias de su unción divina. En cada acto de su vida revelaba amor, misericordia y compasión; su corazón rebosaba de tierna simpatía por los hijos de los hombres. Tomó la naturaleza del hombre para poder simpatizar con sus necesidades. Los más pobres y humildes no tenían temor de acercarse a él. Aun los niñitos se sentían atraídos hacia él. Les gustaba subir a sus rodillas y contemplar ese rostro pensativo, bondadoso de amor.

Jesús no suprimió una palabra de verdad, pero siempre profirió la verdad con amor. En sus relaciones con la gente ejercía el mayor tacto y la atención más cuidadosa y misericordiosa. Nunca fue áspero, nunca habló una palabra severa innecesariamente, nunca produjo en un corazón sensible una pena innecesaria. No censuraba la debilidad humana. Hablaba la verdad, pero siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad; pero había lágrimas en su voz cuando profería sus fuertes reprensiones. Lloró sobre Jerusalén, la ciudad que amaba, porque rehusó recibirlo a él, el Camino, la Verdad y la Vida. Lo habían rechazado a él, el Salvador, pero él los consideraba con ternura compasiva. La suya fue una vida de abnegación y considerada solicitud por los demás. Toda persona era preciosa a sus ojos. Al mismo tiempo que siempre llevaba consigo la dignidad divina, se inclinaba con la más tierna consideración hacia cada uno de los miembros de la familia de Dios. En todos los hombres veía seres caídos a quienes era su misión salvar.

 

Tal es el carácter de Cristo como se reveló en su vida. Este es el carácter de Dios. Del corazón del Padre es de donde las corrientes de compasión divina, manifestadas en Cristo, fluyen hacia los hijos de los hombres. Jesús, el tierno y compasivo Salvador, era Dios “manifestado en la carne”.11

Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos. Él se hizo “Varón de dolores” para que nosotros pudiésemos ser hechos participantes del gozo eterno. Dios le permitió a su Hijo amado, lleno de gracia y de verdad, venir de un mundo de gloria indescriptible a un mundo corrompido y manchado por el pecado, oscurecido por la sombra de la muerte y la maldición. Le permitió dejar el seno de su amor, la adoración de los ángeles, para sufrir vergüenza, insulto, humillación, odio y muerte. “Por darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados”.12 ¡Contémplalo en el desierto, en el Getsemaní, sobre la cruz! El inmaculado Hijo de Dios tomó sobre sí el peso del pecado. El que había sido uno con Dios sintió en su alma la terrible separación que produce el pecado entre Dios y el hombre. Esto arrancó de sus labios el grito angustioso: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?”13 El peso del pecado, el sentido de su terrible enormidad y de cómo separa al alma de Dios; todo eso fue lo que partió el corazón del Hijo de Dios.

Pero este gran sacrificio no fue hecho con el fin de crear amor por el hombre en el corazón del Padre, ni para predisponerlo a salvar. ¡No, no! “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”.14 No es que el Padre nos ame por causa de la gran propiciación, sino que proveyó la propiciación porque nos ama. Cristo fue el medio a través del cual el Padre pudo derramar su amor infinito sobre un mundo caído. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”.15 Dios sufrió con su Hijo. En la agonía del Getsemaní, en la muerte del Calvario, el corazón del Amor Infinito pagó el precio de nuestra redención.

Jesús decía: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”.16 Es decir: “Tanto te amaba mi Padre, que me ama aun más porque he dado mi vida para redimirte. Soy muy amado por mi Padre porque me convertí en tu Sustituto y Garante, porque entregué mi vida y tomé tus deudas, tus transgresiones; por medio de mi sacrificio Dios puede ser justo y, sin embargo, el Justificador del que cree en Jesús”.

Nadie sino el Hijo de Dios podía efectuar nuestra redención; porque sólo él, que estaba en el seno del Padre, podía darlo a conocer. Sólo él, que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios, podía manifestarlo. Nada menos que el sacrificio infinito realizado por Cristo en favor del hombre caído podía expresar el amor del Padre hacia la humanidad perdida.

“De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito”. Lo dio no solamente para que viviera entre los hombres, no sólo para que llevase los pecados de ellos y muriera como su sacrificio. Lo dio a la raza caída. Cristo iba a identificarse con los intereses y las necesidades de la humanidad. El que era uno con Dios se ha unido con los hijos de los hombres por medio de lazos que jamás serán deshechos. Jesús “no se avergüenza de llamarlos hermanos”;16 es nuestro Sacrificio, nuestro Abogado, nuestro Hermano, quien lleva nuestra forma humana ante el trono del Padre y por las edades eternas será uno con la raza que ha redimido: es el Hijo del hombre. Y todo esto para que el hombre pudiera ser levantado de la ruina y degradación del pecado, para que pudiera reflejar el amor de Dios y participar del gozo de la santidad.

El precio pagado por nuestra redención, el sacrificio infinito de nuestro Padre celestial de dar a su Hijo para que muriera por nosotros, debería darnos conceptos elevados de lo que podemos llegar a ser gracias a Cristo. Cuando el inspirado apóstol Juan consideró “la altura”, “la profundidad” y “la anchura” del amor del Padre hacia la raza que perecía, se llenó de adoración y reverencia; y, no pudiendo encontrar un lenguaje adecuado con el cual expresar la grandeza y ternura de este amor, exhortó al mundo a contemplarlo: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”.17 ¡Qué valor le otorga esto al hombre! Por medio de la transgresión los hijos del hombre se hacen súbditos de Satanás. Por medio de la fe en el sacrificio reconciliador de Cristo los hijos de Adán pueden llegar a ser hijos de Dios. Al tomar la naturaleza humana, Cristo eleva a la humanidad. Gracias a la conexión con Cristo los hombres caídos son colocados donde pueden llegar a ser en verdad dignos del nombre de “hijos de Dios”.

Tal amor es incomparable. ¡Hijos del Rey celestial! ¡Promesa preciosa! ¡Tema para la más profunda meditación! ¡El incomparable amor de Dios por un mundo que no lo amaba! Este pensamiento tiene un poder subyugador sobre el alma y hace que la mente quede cautiva a la voluntad de Dios. Cuanto más estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, más vemos la misericordia, la ternura y el perdón unidos a la equidad y la justicia, y más claramente discernimos las innumerables evidencias de un amor que es infinito y de una tierna piedad que sobrepuja la anhelante compasión de una madre por su hijo extraviado.18

1 Sal. 145:15, 16 (VM).

2 Gén. 3:17.

3 Éxo. 33:18, 19 (RVR 95).

4 Éxo. 34:6, 7 (RVR 95).

5 Jon. 4:2.

6 Miq. 7:18.

7 Juan 1:18.

8 Mat. 11:27.

9 Juan 14:8, 9.

10 Luc. 4:18.

11 1 Tim. 3:16 (BJ).

12 Isa. 53:5 (RVR 95).

13 Mat. 27:46 (VM).

14 Juan 3:16.

15 2 Cor. 5:19.

16 Juan 10:17.

17 Heb. 2:11.

18 1 Juan 3:1

2
La más urgente necesidad del ser humano

El hombre estaba dotado originalmente de facultades nobles y una mente bien equilibrada. Era perfecto en su ser y estaba en armonía con Dios. Sus pensamientos eran puros; sus intenciones, santas. Pero por causa de la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el egoísmo tomó el lugar del amor. Su naturaleza se debilitó tanto por causa de la transgresión, que le fue imposible, por su propia fuerza, resistir el poder del mal. Fue hecho cautivo por Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios no se hubiese interpuesto de una manera especial. El propósito del tentador era frustrar el plan divino en la creación del hombre, y llenar la Tierra de miseria y desolación. Quería señalar todo este mal como el resultado de la obra de Dios al crear al hombre.

El hombre, en su estado de inocencia, gozaba de completa comunión con el Ser “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”.19 Pero después de su pecado ya no pudo encontrar gozo en la santidad, y procuró ocultarse de la presencia de Dios. Y tal es aún la condición del corazón no renovado. No está en armonía con Dios ni encuentra gozo en la comunión con él. El pecador no podría ser feliz en la presencia de Dios; huiría del compañerismo con los seres santos. Si se le permitiera entrar en el Cielo, este lugar no le produciría gozo. El espíritu de amor desinteresado que reina allí –donde cada corazón responde al corazón del Amor Infinito– no haría vibrar cuerda alguna de simpatía en su alma. Sus pensamientos, sus intereses, sus móviles, serían distintos de los que movilizan a los impolutos moradores celestiales. Sería una nota discordante en la melodía del Cielo. El Cielo sería para él un lugar de tortura; ansiaría ocultarse de la presencia del Ser que es su luz y el centro de su gozo. No es un decreto arbitrario por parte de Dios el que excluye del Cielo a los malvados; ellos mismos se han cerrado la puerta por causa de su propia ineptitud para esa compañía. La gloria de Dios sería para ellos un fuego consumidor. Desearían ser destruidos para poder esconderse del rostro de quien murió para redimirlos.

Es imposible que escapemos por nosotros mismos del abismo de pecado en que estamos hundidos. Nuestro corazón es malo y no lo podemos cambiar. “¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie”.20 “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden”.21 La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen su propia esfera, pero para esto no tienen ningún poder. Pueden producir una corrección externa del comportamiento, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Debe haber un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que los hombres puedan ser cambiados del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Sólo su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios, a la santidad.

El Salvador dijo: “El [hombre] que no nazca de lo alto” –a menos que reciba un corazón nuevo: nuevos deseos, propósitos y motivaciones que lo guíen a una vida nueva– “no puede ver el Reino de Dios”.22 La idea de que solamente es necesario desarrollar lo bueno que por naturaleza existe en el hombre es un engaño fatal. “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura; y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente”.23 “No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo”.24 De Cristo está escrito: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”;25 el único “nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos”.26

No es suficiente percibir la bondad amorosa de Dios, ni ver la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No es suficiente discernir la sabiduría y justicia de su ley, ni ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo veía todo eso cuando exclamó: “Apruebo que la Ley es buena”. “La Ley... es santa, y el mandamiento santo y justo y bueno”. Pero, en la amargura de su alma agonizante y desesperada, añadió: “Pero yo soy carnal, vendido al pecado”.27 Ansiaba la pureza, la justicia, pero en sí mismo no tenía el poder para alcanzarlas, y gritó: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”28 El mismo clamor ha subido, en todos los lugares y en todos los tiempos, de corazones sobrecargados. Existe una sola respuesta para todos: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”29

Muchas son las figuras por medio de las cuales el Espíritu de Dios ha procurado ilustrar esta verdad y hacerla clara a las personas que desean verse libres del peso de la culpa. Cuando Jacob pecó al engañar a Esaú, y huyó de la casa de su padre, estaba abrumado por un sentido de culpabilidad. Solo y desterrado como estaba, separado de todo lo que le hacía preciosa la vida, el único pensamiento que sobre todos los otros oprimía su alma era el temor de que su pecado lo hubiese amputado de Dios, que fuese abandonado por el Cielo. En medio de su tristeza se recostó para descansar sobre la tierra desnuda, rodeado por las colinas solitarias y cubierto por la bóveda celeste tachonada de estrellas. Mientras dormía, una luz extraña interrumpió su sueño; y entonces vio que, de la planicie donde estaba recostado, unas grandísimas escaleras simbólicas parecían conducir a lo alto, hasta las mismas puerta del Cielo, y a los ángeles de Dios que subían y descendían por ella; inmediatamente, de la gloria de las alturas se oyó la voz divina que pronunciaba un mensaje de consuelo y esperanza. Así se le hizo saber a Jacob lo que satisfacía la necesidad y el ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual él, un pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre.

 

Esta es la misma figura a la cual Cristo se refirió en su conversación con Natanael, cuando dijo: “Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre”.30 Al apostatar, el hombre se alienó de Dios; la Tierra fue amputada del Cielo. A través del abismo existente entre ambos no podía haber comunión alguna. Pero mediante Cristo, la Tierra está unida nuevamente con el Cielo. Con sus propios méritos Cristo ha tendido un puente sobre el abismo que había creado el pecado, de manera que los hombres puedan tener comunión con los ángeles ministradores. Cristo conecta al hombre caído, débil y miserable, con la Fuente del poder infinito.

Pero vanos son los sueños de progreso de los hombres, vanos todos sus esfuerzos por elevar a la humanidad, si menosprecian la única Fuente de esperanza y ayuda para la raza caída. “Toda buena dádiva y todo don perfecto”31 son de Dios. No hay verdadera excelencia de carácter fuera de él. Y el único camino para ir a Dios es Cristo, quien dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí”.32

El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el Cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu Santo, el Padre que obra sobre todo y a través de todo, el interés incesante de los seres celestiales; todos están empeñados en beneficio de la redención del hombre.

¡Oh, contemplemos el sacrificio asombroso que ha sido hecho por nosotros! Tratemos de apreciar el trabajo y la energía que el Cielo está empleando para rescatar al perdido y traerlo de nuevo a la casa del Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción motivos más fuertes y medios más poderosos: las grandiosas recompensas por el buen hacer, el goce del Cielo, la compañía de los ángeles, la comunión y el amor de Dios y de su Hijo, la elevación y el acrecentamiento de todas nuestras facultades por las edades eternas; ¿no son éstos incentivos y estímulos poderosos para instarnos a dedicar a nuestro Creador y Redentor el amante servicio de nuestro corazón?

Por otra parte, para advertirnos contra el servicio a Satanás, en la Palabra de Dios se presentan los juicios de Dios pronunciados contra el pecado: la inevitable retribución, la degradación de nuestro carácter y la destrucción final.

¿No apreciaremos la misericordia de Dios? ¿Qué más podía hacer? Pongámonos en correcta relación con quien nos ha amado con amor impresionante. Aprovechemos los medios con que se nos ha provisto para ser transformados a su semejanza y restituidos al compañerismo con los ángeles ministradores, a la armonía y comunión con el Padre y el Hijo.

19 Col. 2:3.

20 Job 14:4.

21 Rom. 8:7.

22 Juan 3:3 (BJ).

23 1 Cor. 2:14.

24 Juan 3:7.

25 Juan 1:4.

26 Hech. 4:12 (VM).

27 Rom. 7:16, 12, 14 (RVR 95).

28 Rom. 7:24 (RVR 95).

29 Juan 1:29 (NVI).

30 Juan 1:51.

31 Sant. 1:17

32 Juan 14:6.

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