Ciudad y otros relatos

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Ciudad y otros relatos
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© 2014, 2015, 2017 Édgar Velasco

© 2014, 2015, 2017 Editorial Paraíso Perdido

Barra de Navidad 76-C

Guadalajara|México|44110

editorialparaisoperdido@gmail.com

primera edición, noviembre 2014

primera reimpresión, febrero 2015

primera edición digital, agosto 2016

corrección ortotipográfica

Isabel Jazmín Ángeles

imagen de portada

© Dánae Kótsiras

diseño de la colección

Antonio Marts

diagramación y diseño editorial

typotaller

isbn

978-607-8098-93-4

Se autoriza la reproducción de este libro

total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro,

siempre y cuando sea para uso personal y sin fines de lucro.

editado en méxico

A Cecy,

Rúbem y Joaquín

no todas las letrinas

son iguales

(o el día que la diarrea

salvó la revolución)

Sentado en la letrina, el Guerrillero fumaba un cigarrillo y leía el titular que el periódico Ciudad ponía, a ocho columnas, en la primera plana: «El Guerrillero llega; el gobierno calla». No tuvo tiempo para leer el resto de la nota: el retortijón lo hizo doblarse. «Puta madre», dijo entre dientes mientras exhalaba humo por nariz y boca. Ya había perdido la cuenta de las diarreas, que comenzaron una semana después de salir de la selva. Se levantó y estuvo a punto de alumbrar con su lámpara de bolsillo el interior de la fosa séptica. Curioso, quería comprobar si el fondo de las letrinas era igual en todas partes. Un retortijón lo obligó a sentarse de nuevo en el asientillo de madera. «¡Jefe! ¡Jefe!», gritó Ricardo, el dueño de la finca. «¡Qué quieres!», contestó a duras penas. «¡Ya llegó el Güero!», fue la respuesta.

Caminando trabajosamente, el Guerrillero salió del cuartito. «No puede uno cagar a gusto, chinga’o», masculló. Además de Ricardo, en la sala lo esperaban el Güero, dirigente del Grupo Resistencia Social y que servía, además, como enlace entre el movimiento del Guerrillero y sus simpatizantes en el estado. Junto a él estaban otros dos hombres: «José, el de la llantera, y Ramiro, de la sección XIII del Sindicato Nacional de Trabajadores Emancipados», dijo el Güero a manera de presentación.

«Y tú eres...», preguntó el encapuchado a uno que, detrás de la comitiva, cargaba una mochila. «Éste es Carlos Maximiliano González, reportero de Ciudad», respondió el Güero y agregó: «No se preocupe mi comandante. Este güey es un cabronsísimo y está de nuestro lado».

Sin abrir la boca, el reportero se limitó a asentir con la cabeza.

«Pues entonces, a lo que venimos», sentenció el Guerrillero y tomó la pipa que estaba sobre la mesa. Aunque prefería los cigarrillos sin filtro, una vez leyó que el Huracán Ramírez era un coleccionista empedernido de pipas y pensó que, como luchador libre de las causas justas (y fan del Huracán), debía seguir su ejemplo.

~~~

Cuando entró en la sala me quedé frío. Y es que una cosa es verlo por televisión, en fotos, leer sus comunicados, y otra, muy distinta, verlo ahí de pie, a sólo unos metros. Para desencanto de dos o tres compañeras del diario, no es tan alto como parece y está pasado de peso. Supongo que cuando un hombre carga con la nueva revolución sobre sus hombros, además de llevar la esperanza de los excluidos en sus espaldas, se puede dar esos lujos.

En cuanto dijo «a lo que venimos» todos nos sentamos. Arnoldo Castro, mejor conocido por todos como el Güero, se sentó a su lado izquierdo y el comandante Renato, mano derecha del Guerrillero y que salió de la cocina con un par de cervezas, se sentó, como corresponde, a su derecha. Quedé frente a él. Las ventajas de ser un líder enmascarado y con uniforme, pensé, es que en cualquier momento se quita la capucha, se viste de civil y se va a dar el rol sin que nadie se dé cuenta.

Seguro lo ha hecho más de una vez.

Yo lo haría.

El Güero le informó al Guerrillero la agenda que le habían preparado, y que yo conocía de antemano porque llegó, vía fax, al diario: por la tarde, mitin en la plaza principal de la ciudad. Al día siguiente, por la mañana, una reunión con estudiantes y, después, un encuentro con los dirigentes sindicales de la llantera. Su salida estaba programada para el martes por la mañana.

Al verlo frente a frente, dudé. ¿Podría con el encargo?

Mientras el Güero y el Guerrillero discutían el itinerario, coordinando horarios y haciendo roles para tomar el micrófono en cada mitin, me puse a recapitular las cosas.

Hacía una semana, un par de individuos me abordaron en La Oficina, la cantinucha que está en la esquina del diario. Uno de ellos dejó un sobre amarillo en la mesa y, sin decir nada, regresaron por donde habían llegado. «Ábralo hasta que esté completamente solo», decía, rotulado con marcador, el paquete. Nada más llegar a casa abrí el sobre. Tuve que leer dos veces el mensaje:

«Señor Carlos Maximiliano González:

Como ya se dio cuenta, junto con esta carta hay 500 mil dólares. Una cantidad generosa sí, pero incompleta. Le falta otro tanto. ¿Los quiere? Estamos seguros que sí. Sólo tiene que hacer una cosa: matar a Miguel Tinajero Pérez, ridículamente apodado El Guerrillero. Sabemos que usted ha seguido de cerca el movimiento liderado por el señor Tinajero, así que confiamos en que encontrará la manera de liquidar el encargo. Sabemos, también, algunas cosas interesantes de ese pasado que tanto se empeña en ocultar. Por eso lo elegimos. Si acepta, pasaremos a buscarlo al mismo lugar el viernes por la noche. Si no, iremos a su casa a recoger el dinero. No trate de buscarnos».

Y ya.

Ni membrete ni firma ni nombre en la hoja.

En eso estaba cuando comenzaron a hablar de las medidas de seguridad que tomarían para el mitin en la plaza, evento en el que El Guerrillero estaría más expuesto por ser al aire libre. Cuando la reunión terminó, no pude evitar sonreír al constatar mi teoría: los socialistas de la ciudad pueden ser los reyes de la retórica, pero de estrategia no saben nada.

~~~

La plaza estaba abarrotada. Desde que anunció su salida de la selva para hacer pública su Política nueva: somos los de abajo y queremos ser de arriba los simpatizantes y adherentes habían seguido el recorrido paso a paso. Darketos, skinheads, anarcolibertarios, altermundistas, globalifóbicos, skatos, prostitutas, punks, lesbianas, homosexuales, indígenas, encapuchados, hippies, fresas... una mayoría de minorías. Mientras un trovador insurgente cantaba sobre el estrado para hacer más llevadera la espera, los fotógrafos de los medios de comunicación oficiales, independientes y alternativos, intercambiaban opiniones acerca del Guerrillero y su causa.

—Yo creo que es puro cuento—, decía Benito Rolón, fotoperiodista del semanario Así pasó.

—No mames — respondió Rodolfo Sanromán, de Ciudad — si fuera puro cuento, no tendría tanto tiempo encabezando la lucha y toda esta gente no estaría aquí. No son enchiladas. Además, hay que tener güevos para convocar a tanta banda.

—Pues yo no sé si está güevudo o no, pero el cabrón tiene unos ojos pre-cio-sos— dijo Ruth Oceguera, de la revista La lucha sigue.

—Pinche Ruth— le reviró, al instante, Sanromán. —Eso mismo dijiste del mesero anoche y ya viste la putiza que te paró.

—Chinga tu madre—, fue la respuesta de la fotoperiodista.

—Oye Sanromán— dijo Rolón para calmar las cosas—, ¿y el mamón de Carlitos? No lo he visto en toda la tarde. ¿No se supone que es el que se las sabe de todas todas sobre el Guerrillero?

—Se fue a su pueblo— dijo el fotógrafo de Ciudad— parece que su jefa se puso mal. Barreda lo lamentó muchísimo: ayer hasta lo habían mandado a una reunión que tuvieron allá en la pinche comunidad donde se está quedando. Pero parece que le hablaron por la noche y salió en la madrugada. Mal pedo.

—Órale—, asintieron los demás.

Nadie reparó en el hecho de que, resguardado por una de las almenas del Palacio de Gobierno, un agente vestido de civil tomaba fotos de la plaza y otro, con un teleobjetivo, hacía algunos retratos de los asistentes. Tampoco se dieron cuenta de la presencia del francotirador que, en la azotea de la iglesia de San Joaquín, comenzaba a armar su rifle. Al igual que el Guerrillero, también iba encapuchado.

~~~

Después de pasar tres días pensando qué hacer, decidí que sí, aceptaría el encargo. La cantidad era suficiente para pagar mis deudas y largarme a hacer una nueva vida en un nuevo lugar y con un nuevo empleo.

Empezar de nuevo, otra vez.

Acudí el viernes a La Oficina y ya iba por la quinta cerveza cuando aparecieron los mismos sujetos de la vez anterior. Otra vez sin mediar palabra, dejaron una maleta sobre el piso y se fueron. Ni siquiera intenté preguntar algo. Presuroso, fui a casa y abrí la maleta: un rifle armable, un instructivo que no necesitaba porque estaba demasiado familiarizado con el arma y… ¿un mapa del templo de San Joaquín? ¿Una sotana?

Al fondo de la bolsa había una carta en la que me explicaban cómo tenía que proceder el día del mitin. Otra vez, sin membrete ni firma ni nombre. En ese momento comprendí que ya no había marcha atrás.

~~~

Desde el asiento trasero de la camioneta, el Guerrillero observaba las calles. Una cosa que le gustaba al líder insurgente eran los cristales polarizados: podía ver sin ser visto. La entrada a la ciudad ocurrió sin contratiempos: ésta estaba prácticamente vacía, como corresponde a un domingo por la tarde. Conforme se acercaban al centro el número de gente en las calles aumentó.

 

Mientras el Güero y Ramiro intercambiaban puntos de vista acerca de la necesidad «imperiosa e impostergable» de derrocar al presidente, el Guerrillero libraba una batalla por contener la furia de sus intestinos. Ni las pastillas ni el té habían conseguido aminorar la diarrea, que amenazaba con hacer de las suyas.

El rumor comenzó a correr por la plaza: «Ya llegó. Ya está aquí». Efectivamente, la camioneta se detuvo en una de las calles que flanquean la explanada y pronto estuvo rodeada de fotógrafos, que fueron empujados por el cuerpo de seguridad del Guerrillero: seis punks que se encargaron de abrir paso al líder.

Cuando por fin subió al estrado, estalló la ovación de la gente. Inexpresivo, se colocó al lado del micrófono para escuchar la intervención del Güero. «Compañeros», bramó el orador. «Ya estuvo bueno de que este gobierno fascista siga decidiendo el rumbo de nuestras vidas». Unos pocos asintieron, el resto, seguía esperando a que el Guerrillero tomara la palabra. «Por eso estamos esta tarde aquí: llegó la hora de que los de abajo alcemos la voz, esa voz que durante tanto tiempo ha estado silenciada, oprimida, relegada. Llegó la hora de derrocar a los capitalistas que nos han sumido en la pobreza...»

Absorto, el Guerrillero miraba al horizonte y fumaba su pipa. Mientras el Güero vociferaba contra el capital y convocaba a la Revolución, todos los pensamientos del encapuchado estaban concentrados en un solo objetivo: contener el pedo que amenazaba con salir. «Reputa madre», pensaba, «otra vez la pinche mierda y este cabrón que no se calla».

Cuando le tocó su turno al micrófono, logró que el flato retrocediera un poco. «Compañeros», dijo aprovechando el respiro, «estamos aquí para demostrarle a los de allá que las cosas acá ya no son como antes. Ustedes, voluntariamente, han decidido sumarse al cambio que, desde abajo, va a transformar el rumbo del país. Nosotros no buscamos el poder, no buscamos el presupuesto, no buscamos los privilegios que conllevan vivir hasta arriba de la pirámide que...

~~~

Así te quería agarrar mi cabrón. Me valen madre tu revolución y tu búsqueda de la igualdad. Pinche demagogo. Me tienen sin cuidado tus ideales y los de la bola de borregos, los que te han seguido y los que te esperan en tu próxima escala. Me cago en tus postulados populistas.

Tu muerte es la salida a todos mis problemas, no la pinche revolución.

~~~

Cuando el Guerrillero hablaba sobre cómo se iban a lograr todos los cambios en el país, ocurrieron dos cosas: un disparo resonó por toda la plaza y el encapuchado se dobló. La gente comenzó a gritar y a correr en todas direcciones. El cuerpo de seguridad del líder insurgente lo rodeó y comenzó a llevárselo. Sólo ellos se dieron cuenta de que no iba herido: llevaba el pantalón manchado a la altura de la entrepierna y olía muy mal. Y es que, después de un terrible retortijón que dobló al luchador social, el pedo había salido y, junto con él, un nuevo aluvión de mierda. Justo detrás del lugar que había ocupado el Guerrillero en el estrado, el trovador insurgente agonizaba por el balazo que, contundente, le había perforado el corazón.

En la confusión, las cosas fueron de lo más sencillo para Carlos Maximiliano González: entró al templo, se puso la sotana y entró en uno de los confesionarios. Ahí escuchó a doña Rosa, que cumplía con su manda de contar sus pecados cada tercer día. Ahí estaba, también, el resto de los dólares, que habían sido dejados en el asientillo por dos hombres, los mismos que se llevaron la maleta negra que el reportero había dejado arrinconada en la sacristía y que contenía el rifle de francotirador, la capucha, los guantes y la ropa.

Nadie se dio cuenta, sino dos horas después, que la operación había sido un fracaso.

~~~

Sentado en la letrina por enésima vez, el Guerrillero fumaba su cigarrillo sin filtro y reía sin parar. «Quién lo iba a decir», pensó, «ahora sí me salvé de pura cagada». Cuando se levantó, pensó en alumbrar la letrina.

la plaga

Un día, de pronto, aparecieron. Nadie supo a ciencia cierta cómo o de dónde venían, pero llegaron.

El primero se colocó en el centro de la ciudad, en una esquina. Enfrente había una escuela con bachillerato semiescolarizado, al lado una tienda departamental y la salida del subterráneo. Durante la construcción, todo el que pasaba por la esquina miraba con curiosidad: nunca, hasta entonces, se había visto una cosa similar. Nadie se aventuraba siquiera a formular alguna hipótesis: todos eran testigos del avance de la obra, pero nadie sabía qué era exactamente lo que estaba pasando.

Era tal la incertidumbre que el día de la inauguración había recelo por cruzar la puerta. Sólo hasta que entró el primer valiente y gritó «¡Hay refrescos!», los demás se animaron a entrar. «También hay galletas», «Mira, café recién hecho», «No sabía que existieran los sándwiches refrigerados», fueron algunos de las comentarios que comenzaron a escucharse por todo el local. Hubo incluso quien, acostumbrado a sólo fumar Faros, se puso de rodillas ante el mostrador que exhibía más de diez marcas diferentes de cigarrillos. El minisúper había llegado.

El lugar vino a modificar la vida de su entorno. Por ejemplo, en la tienda departamental fue necesario incluir en el reglamento un capítulo titulado «De la ida al minisúper», para poder regular la salida del personal. Y es que se volvió cosa de todos los días que, mientras los empleados departían entre los anaqueles del minisúper, los clientes de la tienda caminaran por los pasillos, mercancía en mano, buscando un dependiente para consultar un precio o preguntar la ubicación de los probadores sin que nadie los atendiera. El reglamento estipulaba que todo aquel que quisiera ir al nuevo negocio tenía que anotarse en una lista y sólo podía abandonar su puesto de trabajo hasta que regresara la persona que estuviera ausente.

Pero esto sólo sirvió para incentivar la creatividad del personal: era común ver a empleados cortándose un dedo, para luego salir corriendo a comprar un Curita saltándose el trámite de la lista; hubo quien acusó una indigestión severa y, luego de amenazar con vomitar los casimires, salió corriendo a buscar un Pepto Bismol. Hasta se dio el caso de uno que llegó con el encargado de la lista y pidió lo dejara salir urgentemente a comprar condones: tenía a una dependienta del departamento de bebés completamente desnuda en el cuarto de intendencia. Más de la mitad de lo casos no eran verdad, pero cualquier pretexto era bueno para ir al minisúper.

La cosa era más o menos similar en el bachillerato. El ausentismo estudiantil aumentó, secundado por la complicidad del personal docente. Mientras los maestros departían sobre filosofía y literatura en el estrecho pasillo de los cacahuates, los alumnos se arremolinaban fuera del local para ver a las alumnas, que hacían pasarela dentro de la tienda. Lo más difícil era lucir las piernas entre tanta gente: el minisúper, a quien de cariño comenzaron a llamar El Mini, siempre estaba lleno. Hasta ahí llegaban personas de todas partes de la ciudad. La Vía I del subterráneo se volvió la más socorrida. Todo mundo quería viajar al centro, específicamente a la esquina de avenida Central y calle 3. Esto generó dos situaciones principales: el sistema de transporte tuvo que comprar nuevos vagones y contratar más personal, y aumentó el número de carteristas. El Mini era, quién lo diría, un generador de empleos, directos e indirectos.

Al poco tiempo, otro minisúper abrió sus puertas, no muy lejos del primero. Los administradores recibieron la noticia como una bendición: no se daban abasto para contener a tanta gente, que en muchos casos ni siquiera iba al lugar a hacer compras. Para los habitantes de la ciudad, la cosa no pudo ser mejor: celebraron la llegada del nuevo minisúper con una juerga que duró tres días, durante los cuales el lugar siempre estuvo lleno. Y claro, también tuvo su apodo: si el primero fue El Mini, el segundo se convirtió en El Súper. Después de la celebración, la clientela comenzó a distribuirse entre ambos negocios.

La felicidad era tal, que casi se podía palpar.

Otros cuatro minisúpers (Niper, Misu, Persu y Suni, respectivamente) se instalaron en el centro, guardando una sana distancia entre ellos. Y la ciudadanía celebraba: cada vez caminaba menos para seguir estando in. Porque ir al minisúper se convirtió en un signo de estatus.

Esto quedó comprobado un día que, en sesión de cabildo, el alcalde dijo que había comprado su jugo de manzana en la tienda de su barrio. La Regidora de Cultura volteó a verlo de reojo y soltó la carcajada, mientras que el secretario hizo una moción para sacar el comentario del acta: si el pueblo se enteraba que el primer edil no hacía sus compras en un minisúper sería la muerte, podía bajar su popularidad y ocasionar que su partido perdiera las próximas elecciones. Esto, en menor o mayor escala, se repetía en todas las oficinas de gobierno, escuelas, tiendas, joyerías, zapaterías y demás negocios que había en el centro. Ir al minisúper, esa era la consigna.

Con paso decidido, los minisúpers extendieron sus alcances. Salieron del primer cuadro de la ciudad, cubriendo los cuatro puntos cardinales. La gente siguió viendo con agrado y simpatía la apertura de cada nuevo negocio: así era más fácil dejarse ver por los demás y hasta se organizaron concursos para demostrar cuántos minisúpers podía visitar una persona en un par de horas.

Todo era armonía en la ciudad. Lo fue por mucho tiempo.

Pero todo lo que empieza tiene que acabar y la felicidad, ya se sabe, es fugaz: una mañana, un pequeño grupo de personas, en su mayoría ancianos, se plantó con pancartas fuera del palacio municipal. Exigían el cierre de los minisúpers. «Nuestras tiendas están desapareciendo, ya nadie va. Dicen que está out. Si no se resuelve esto, nos pondremos en huelga de hambre por tiempo indefinido: de cualquier forma nos están condenando a la muerte», decía el líder de los tenderos a las cámaras y grabadoras de los medios. Los peatones, sobra decirlo, veían a los manifestantes con asco, como si fueran apestados. Y es que, ¿quién en sus cabales podía estar en contra de algo que había traído tanto bien a la ciudad? Sólo un loco o un viejo retrógrado.

Sensible a los problemas del pueblo a su cargo (y amante de las tienditas), el alcalde buscó solucionar la situación. Presentó una iniciativa ante el cabildo, en la que se contemplaba la expropiación de los minisúpers y la regulación de sus planes de expansión. La regidora de Cultura se rascó la cabeza, el de Educación carraspeó y el Cementerios se frotó las manos: si iba a rodar la cabeza del alcalde, que rodara de una vez. Se aprobó el decreto y se dio a conocer en una rueda de prensa.

Vino el caos: la gente salió a las calles, bloqueó avenidas, gritó consignas («El súper es de quien lo despacha», fue la más socorrida). «El pueblo enseñó el músculo», tituló la prensa. A golpe de marchas, mítines y manifestaciones, echaron por tierra la idea del primer edil, quien además tuvo que soportar las críticas de la oposición. «Era por el bien de la ciudad», dijo el munícipe. «Pida su franquicia», le respondió el director de Obras Públicas, mejor conocido como El Administrador porque regenteaba la nada despreciable cantidad de 20 minisúpers.

Sin embargo, la felicidad se había ido. Y no regresaría.

Cada vez había más gente inconforme por la expansión de los minisúpers, que parecían una plaga. Las tiendas de barrio comenzaron a cerrar, y sus defensores empezaron a organizarse clandestinamente: en parejas, iban y asaltaban los minisúpers y repartían las ganancias entre los tenderos desempleados. Y aunque al principio tuvieron éxito, éste disminuyó porque los administradores de los negocios contrataron equipos especiales de seguridad, que tenían la orden de tirar a matar. Murieron muchos asaltantes y con ellos otros tantos tenderos que no tenían medios para subsistir.

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