Continuum

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En cuanto a Héctor, el Viejo, no se fue. Anduvo algunos años lidiando por estos arrabales del mundo y de la democracia, eligiendo bien en general —me entiendes, del lado de los indios— y no le fue mejor que a ti: perdió amigos, el buen nombre en las editoriales, cuatro hijas. No es mucho en un país lleno de sangre; es demasiado para un hombre solo. Ahora es uno más en una lista larga y llena de agujeros.

JUAN SASTURAIN

Carta al Sargento Kirk

Es de madrugada, apenas las tres. La temperatura ha bajado de repente. Una figura toma forma frente al hombre que escribe. Es un ser humano. Le cuenta lo que va a ocurrir. Juan Salvo se llama el aparecido. Y al otro, Germán, no le sorprende en lo mínimo la aparición. No es la primera vez y, con toda seguridad, no será la última. Conversan animados en esa casa lo que resta de la madrugada. Cuando la luz disuelve la oscuridad agonizante, Juan Salvo se desvanece. Retorna a los continuum en los cuales sigue con la búsqueda de su esposa Helena y de su hija Martita. El otro se dirige a su cama. Al pasar por el cuarto de las hijas se detiene en el marco de la puerta. Mira los rostros serenos de las cuatro criaturas que duermen tranquilas. Sus sueños deben ser agradables porque en una de ellas, la mayor, se dibuja una sonrisa. Germán va a cada uno de los lechos y deposita amoroso un beso en cada una de las frentes. Beatriz, medio despierta, «¡Papu!», dice e intenta atrapar la nariz afilada de su padre. Después va hacia su recámara. Se acuesta en su lado hecho de la cama. Su mujer, Elsa, está en el baño; se prepara para lo que se hará en el día. Mientras los demás duermen y sueñan, Elsa se dirige hacia la cocina, corre las cortinas de la ventana. Mira afuera mientras sopla el vapor que sale de una taza de café. Una nieve azul ha comenzado a caer.

Nunca supo que a sus cuatro hijas las habían matado. La más pequeña tenía diecinueve años. Todas eran luminosas. Amaban la vida y por eso se habían unido a la revolución. Aun en contra de la voluntad de la madre que, en un reflejo último, quiso que sus hijas salieran del país antes de que la barbarie las alcanzara. Pero la barbarie las alcanzó. Masacradas sin posibilidad de defenderse. Retorciéndose en las planchas metálicas de los centros de detención. Alguna sintiendo cómo una rata devoraba sus entrañas en búsqueda de la salida. Dos de ellas pensando en sus hijos. En el cálculo de si ellos podrían burlar a la muerte. Lo consiguieron a duras penas. Hoy recuerdan lo poco que la memoria les ha permitido conservar. Sólo son tres los sobrevivientes de la masacre: la abuela-madre-esposa y dos nietecitos. A los otros se los llevó el destino. La Parca que afanosa sobrevolaba en avión de carga el Río que en el Mar parecía descargar su corriente de sangre. Sólo la memoria puede compensar en parte la manera en cómo se concentró todo el dolor del mundo en un solo lugar.

Lo llevaron ante el encargado del campo. Lo supo porque, a través de la poca luz que atravesaba su capucha negra, un resplandor sordo anunciaba que habían entrado en una habitación bien iluminada. Y eso sólo ocurría en los cubículos de los oficiales del campo.

—Así que tú eres él.

Escuchó la voz como si viniera del fondo de un tonel. Un eco muerto al poco de nacer. El día anterior los custodios le habían golpeado uno de los costados de la cabeza. Todo había ocurrido en uno de los interrogatorios habituales. Las preguntas, que a fuerza de repetirse, se habían convertido en una canción. Y, como ocurre con las canciones que se repiten en exceso, había llegado un momento en el cual las fuerzas para corear la melodía habían desaparecido.

—Así que tú eres él.

Germán no supo si el jefe había repetido la frase o si él había imaginado oírla dos veces. Guardó silencio.

—Soy un gran admirador de su obra. De niño no me perdía ninguna de las revistas en donde aparecían sus historias.

«¿Y eso de qué me sirve?», la pregunta resonó en su mente. Hubiera sido una locura haberla hecho en voz alta. Quiso balbucear un «gracias», pero tampoco le alcanzó la voluntad para eso. Le dolían los tobillos. Los grilletes le habían lacerado de tal forma que no podía estar cómodo.

—Quítenle las cadenas… Pónganlo aparte de los demás. Desde hoy tiene nuevas ocupaciones.

Uno de los guardias le retiró las cadenas de los pies y de las manos. Héctor se sintió tan ligero que por un momento creyó que se estaba elevando del suelo. La libertad es leve, pensó, flota aun dentro del cuerpo más pesado. Por eso los techos y las paredes. Por eso los sótanos. Porque hasta la libertad puede ser encerrada.

—No es que no puedas escribir esa biografía, Germán, es que no deberías.

Él se encogió de hombros. Lo mismo pasaría cuando realizara el guion para la historieta de la «Santa de los Descamisados». Que no eran tiempos propicios, que había que pensar en las consecuencias. Nunca serían tiempos propicios a juzgar por el camino que los acontecimientos tomaban. Se lo dijo a su esposa de manera pausada. Que ella entendiera su elección. Después siguió escribiendo.

En todas partes los mismos chicos, los mismos ojos cavados en tanto ensueño inútil, brazos palitos, vientres redondos de raquitismo. Las raíces del mal americano, los intereses creados. Lo que importa es el dividendo, la gente lo de menos, indios brutos, pobres porque quieren. Cada vez más atrás la medicina.

Construía una bomba con palabras. Lo sabía. Aún más: lo deseaba. Siempre había creído en el poder transformador del arte. En la subversión que venía de las palabras. En cómo las historias nos decían qué hacer y cómo hacerlo. Se lo dijo a los periodistas que lo entrevistaban y que, maliciosamente, deslizaban comentarios sobre la historieta como una hija bastarda de la literatura. «Tengo más lectores que Borges», decía y pasaba a otro tema. Y era verdad. Aunque eso no ocurriría con la historieta del guerrillero que ahora escribía. Los militares no se sintieron a gusto con los dibujos grotescos que el hijo de Breccia había puesto en la segunda parte del libro. La primera la había ilustrado el padre con sobriedad. La segunda en cambio era una apuesta, una experimentación con nuevas maneras de ilustrar un relato histórico. El hijo gastó más plata en los pinceles, las tintas y los papeles que lo que el editor Jorge Álvarez le pagó por sus dibujos. Unos dibujos exquisitos, de claroscuros que estremecían al lector. Los militares también se estremecieron y decomisaron buena parte de los ejemplares que habían llegado a la calle.

«Todo se jodió a partir del momento en que Héctor hizo la biografía del Che», recuerda años después la esposa. Entonces suspira y trata de alejar las imágenes que comienzan a habitar su cabeza. La imagen de su esposo acribillado por las balas y viendo al infinito. Tal como lo hubiese dibujado el Breccia más joven. Como un claroscuro prodigioso.

Hubo un corresponsal de guerra. Pike se llamaba. Ernie Pike. Contaba sus historias de una manera poco común. Habitó los años y las desventuras de la Segunda Guerra Mundial. El frente del Pacífico fue el escenario de sus relatos asombrosos sobre los soldados vueltos humanidad. No había buenos ni malos en esas historias. En todo caso la maldad se identificaba con la guerra. El Frente era el Infierno y los tanques y las ametralladoras las llamas del fuego eterno. Y Pike, el Virgilio que conducía a los lectores por esos círculos las más de las veces reconocibles por cercanos. No porque el lector estuviera en Japón, sino porque podía sentir el miedo, la duda, la alegría y el dolor que embargaba a esos hombres sumergidos en el lodo o que respiraban la brisa marina en sus refugios acondicionados en la playa. Y entonces los colores y las nacionalidades se esfumaban. Ya no eran más los ojos rasgados o los heroicos yanquis. Eran unos hombres iguales a todos. Ernie Pike vivió en las historietas y en algunos relatos publicados en revistas aquí y allá. Era un ser ficticio. Hecho de tinta e imaginación. Sin embargo, existió un Pike real. Aunque su nombre era otro. Ernest Pyle fue el cronista de guerra más leído en los Estados Unidos. Un periodista de vieja cepa que estaba destinado a convertirse en un personaje que hubiese protagonizado de manera excelsa alguna de sus historias. Permítanme contarles cómo ocurrió la muerte de Ernest Pyle.

Es tarde en las playas del Pacífico. Las tropas americanas comienzan a retirarse ante el anuncio de la capitulación del emperador Hiroito. Han pasado ya Hiroshima y Nagasaki. El terror histórico que sólo requiere la mención del nombre de las dos ciudades para evocar la tragedia nunca antes imaginada. El periodista intenta apresar con nitidez las imágenes que pasan frente a sus ojos. Garabatea notas sueltas en sus libretas menudas y despeinadas. El casco que trae en la cabeza le parece incómodo pero lo conserva en atención a la advertencia que el oficial a cargo le ha hecho: no todos los soldados japoneses han sido avisados de la derrota, todavía pueden ser víctimas de algún ataque. Al acomodarse el casco, a Pyle se le escurre su pluma de los dedos y cae a un lado del camino. Le pide al chofer del vehículo que pare un momento. Baja con lentitud y camina hasta donde el tambor metálico refleja la luz del sol. Al agachar la cabeza para recoger la pluma, el casco cae al suelo. Se escucha una detonación. Un ruido sordo que sale de entre los arbustos y no rebota ni hace eco. Como el fantasma de una tragedia inevitable. El chofer y el soldado que le acompaña bajan a toda prisa del vehículo, se refugian detrás de la carrocería y disparan sus fusiles a ciegas. Pasan los minutos y ningún ruido vuelve a perturbar el silencio. Si acaso el vuelo distraído de un ave o la impertinencia del viento entre las hojas de un árbol. Entonces se acercan a Pyle. Está tumbado boca arriba en la cuneta al lado de la carretera. Su pluma aprisionada entre los dedos crispados por la sorpresa de la muerte. Lo levantan y lo echan en la parte trasera del vehículo. Del casco nadie se acuerda. Queda abandonado a su propia suerte.

 

Un caracol sube por una de las hojas sanas de la planta. Aún no ha comenzado a masticarla. Ella, en la distancia de los años, recuerda. El veneno que pretendía poner en su jardín porque los malditos caracoles lo iban a destruir todo. Las hojas que crecían en la sombra parecían atravesadas por las ametralladoras que Héctor ponía en sus historias de guerra. Se opuso al veneno. Pobrecitos… tienen derecho a vivir, decía. Y los caracoles vivieron. Ese hombre que no podía matar a un caracol se convirtió en otro por completo diferente. Se integró a la espiral de la locura. A la fiesta de la sangre. ¿Por qué llegaste a esto? ¿Qué te metieron en la cabeza?... si tú no eras así. Las preguntas resuenan en su mente. De verdad quiere saber. El caracol se sigue encaramando en la verdísima planta. En su paso arriba deja una huella plateada que indica sus últimos movimientos. Ella toma el frasco de insecticida y apunta al caracol. Después siente la humedad en el rostro. No aprieta la válvula. Merece vivir…, se dice. Y cierra los ojos.

—No me vengan a joder con eso. ¿Cómo una historieta de Perón? Suficiente tiene con todo el teatro que se ha construido alrededor de él.

—Vamos, Germán. No seas intransigente. Aparte es un poco de plata, que nunca sale sobrando, ¿no crees?

—Prefiero morir de hambre antes de escribir una línea para encumbrar más a ese monigote.

—¿Acaso no eres un peronista, Germán?

—No. Soy un amante de la libertad. No más.

—Esos amigos tuyos. Los españoles exiliados, sí que te han convencido, ¿eh? Si no pudieron ganar la partida en España, ¿crees que van a conseguir algo aquí?

—Pues lo que sea, pero los prefiero a verme convertido en un fanático más de esos adoradores del fascismo. No hay más que discutir.

—Vamos, Germán. Es 1955. Hay que atender a los años que vienen, los acontecimientos que se avecinan…

—Y tal…

—¿Es definitivo?

—Sí, hoy y siempre.

—Si no hay voluntad, no hay manera…

El impacto que Héctor generó en los jóvenes militantes a quienes se unió fue multifactorial. De entrada, la desconfianza. Tenía cerca de sesenta años en un grupo de chicos apenas veinteañeros que discutían sobre la revolución y la necesidad de realizar acciones contundentes. Él no se movía en todo el tiempo que duraban las reuniones, se sentaba muy derecho y entrelazaba las manos sobre la mesa. Sólo si alguien le preguntaba algo de manera directa las separaba. Tenía manos que hablaban por él.

En privado, una chica fue la que expresó la desconfianza que todos sentían.

—¿Por qué aquí alguien tan famoso y tan viejo? Nos triplica la edad. Todo el mundo en este país lo conoce o lo ha leído. ¿No les da desconfianza?

Los demás asentían mientras su memoria corría presurosa hasta el quiosco de la infancia. Entonces recordaban cómo a cambio de sus monedas recibían los engrapados de Fantasía, D’Artagnan, Intervalo, El Tony. Si habías sido niño en la Argentina seguro lo habías leído alguna vez.

—A mí lo que no me gusta es su apellido alemán. Hasta parece que invocamos que el espíritu nazi venga a destrozar lo que hemos construido.

Pero Héctor se los ganó. A medida que sus ideas se discutían en las reuniones dejó de parecer alemán y tornó a un temperamento italiano. Afable, sabio, experimentado. Como un padre. Y ahí era donde las posturas se dividían entre quienes reconocían al padre que hubiesen querido tener y quienes se rebelaban ante los valores que un tipo que podría ser su padre seguro defendía.

Él siempre hablaba de sus hijas y de sus yernos. Todos muy jóvenes. Todos militantes. Y entonces la desconfianza se disipaba. Aparecían las bromas y las complicidades. Alguien llegó a decir que el Viejo era como la mascota del grupo. Como la figura que representaba lo que en el futuro les gustaría a la mayoría ser. Era un espejo al porvenir en donde habían conservado sus ideales intactos. Y en eso el Viejo no podía fallar: siempre había sabido mirar al futuro con ojos de presagio y verdad.

La esencia del hombre se sintetiza en el valor que otorga a la libertad como uno de los valores más caros. La libertad es una forma del libre albedrío. Podemos elegirla o podemos rechazarla. Esa elección nos afirma en nuestra individualidad. Resulta trágico, entonces, convertirse en un número. Porque los números igualan a las personas. El nombre nos hace evocar el aroma de una persona, los rasgos de su rostro o la sensación que deja en nosotros escuchar la voz de ese asociado al nombre. El número no nos dice nada. Los trazos de los números aplastan lo que de original hay en cada uno. Tal vez por eso algunos piensan que la perfección podría ubicarse si se descubre alguna clave numérica que nos revele el misterio. Otros incluso afirman que el nombre de Dios no es sino un número. Los hombres insisten, contra esto, en hacer resonar su nombre. Su esperanza en ser reconocidos entre la avalancha de números que representa la cédula, el crédito, el saldo, el turno, la placa, el registro. Hay un número en una lista. El número es el 7 426. La lista es la elaborada por la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas que el escritor Ernesto Sábato presidió para intentar vislumbrar la dimensión del terror desatada por la última dictadura argentina. Pero ese número, solitario, no nos dice nada. No nos revela gran cosa. A duras penas vislumbramos que representa algo terrible. Una persona a quien se negó la certidumbre de existencia. «No están muertos ni están presos», dijo el general, «están desaparecidos». Si sólo tuviéramos el número, ese proceso de desaparición encontraría únicamente una prolongación de la tragedia de su existencia (o su inexistencia). Pero ese número tiene un nombre, como la mayoría de los 10 000 nombres que aparecen en esa lista. El nombre es sonoro. Con ecos griegos y alemanes. Héctor Germán Oesterheld. El Viejo.

Le entregan los restos de Beatriz. Los demás serán pasto de olvido. De nueve cadáveres sólo recupera uno. Elsa aprisiona contra sí los papeles que certifican que los restos que está recibiendo son de su hija. La acompaña el nieto que hoy tiene más de veinte años. Cree entender el dolor de la abuela. El dolor de saberse inmensamente solos. Al fin puede sepultarla y poner un nombre sobre la lápida. Puede encaminar sus pasos con la certidumbre de a dónde la conducirán sus pies. En esa tumba en la que reposa uno de los nueve, en realidad reposan todos. Ese pequeño espacio de tierra sobre la Tierra le confirma que lo vivido no fue una pesadilla. Que el terror fue cierto y la noche verdadera. Ahora que ya no llora. Las lágrimas se le acabaron hace mucho tiempo. A veces se da el valor de recordar. Le quedan sus recuerdos, dos nietos y la presencia constante de su marido que no es más de este mundo. Y no porque esté muerto, sino porque se ha transformado en mito, en símbolo, en intangible figura. Héctor se ha vuelto Juan Salvo. Vaga por la inmensidad del Tiempo y el Espacio buscando la manera de volver con ella. Con Elena-Elsa. Ante la tumba de Beatriz, Elsa juega, a veces, un juego: cierra los ojos e imagina que al abrirlos la figura de su marido se dibujará al otro lado de la lápida, le sonreirá y volverán a la casa de Beccar donde tantos sueños se alimentaron a la sombra de la felicidad. Pero siempre que abre los ojos no hay nada del otro lado. Sólo el silencio del cementerio interrumpido por el canto furtivo de algún desconsiderado pájaro. Es una tarde de invierno en el cementerio y Elsa juega su juego. Pero no quiere abrir los ojos. No sabe a ciencia cierta cuánto tiempo ha pasado. Anochece y una nieve azul comienza a caer.

—Papu, dibujitos.

La pequeña Estela le jala del pantalón y exige con voz de mando que Héctor atienda a su pedido. La madre los mira desde el jardín de la casa de la familia Conejín, como le gusta llamarla a Héctor.

—Papu, dibujitos.

Y vuelve a jalar del pantalón. Entonces Héctor la levanta del suelo y la sienta sobre la mesa. Toma el papel y el crayón que las pequeñas manos le ofrecen e intenta un dibujo. En el papel comienza a formarse Gatito, o algo que se le parece.

—Papu, ¿es conejo?

Héctor sonríe.

—No, no es un conejo. Es un gato. Se llama Gatito.

—Gatito…— repite la nena.

Y entonces el padre le cuenta una historia en la que aparecen otros personajes que acompañan al felino: los ratones Parmesano y Gorgonzola, el rey Panza I, el perrito Doctor, la bruja Coquita, y los malvados Gatoto y Ratongo. La nena lo escucha con atención mientras garabatea con su crayón sobre el dibujo que su padre le ha hecho. Héctor la coloca de nuevo en el suelo y camina hacia la cocina. Se sirve un café negrísimo y entra en uno de sus frecuentes ensimismamientos. Viaja al pasado con la memoria. A los tiempos en los cuales Gatito y compañía habían conseguido tal fama que los empresarios de una estación de radio le ofrecieron hacer una serie con sus personajes. Todas las tardes, después del colegio, los niños esperaban la hora en la cual Gatito lucharía en contra de la maldad… y triunfaría. Como debería ocurrir en el mundo real, piensa Héctor.

—Papu, dibujitos…

Otra vez la manita tirando del pantalón. Héctor esta vez se agacha hasta ponerse a la altura de su hija. La mira a los ojos por un rato.

—¡Gatito!

Él ríe en voz alta. La madre entra a la cocina y se contagia de la risa de Héctor. A todos les han crecido los dientes y las orejas.

Héctor pasa los veranos de la infancia en la finca San Cosme. Es un niño inquieto a quien las cosas del campo y de la tierra le llaman la atención de manera seria, que es la única forma en que algo es susceptible de ser digno de atención por los niños. Cabalga de manera regular y su caballo es fiel compañero de sus aventuras. No las de pasear tardes largas hasta donde la luz y el cansancio lo permiten. No, aventuras de verdad. Desde ese entonces Héctor ya no era la misma persona todo el tiempo. Se cambiaba en múltiples personalidades. Héctor cabalga como Aquiles, persevera como Odiseo, descubre a piratas malhechores y cree ver huellas de tesoros en islas que no son sino colinas en medio de la planicie. Marcha al Far West igual que se sube a un barco que naufraga en medio de un Pacífico de soledades y caníbales. Se introduce en un cohete que tendrá como destino la blanca y redonda luna, dará la vuelta al mundo en ochenta días (que es lo que dura más o menos el verano), mirará con terror cómo los buitres intentan devorar la cabeza que sobresale del suelo y que pertenece a un aventurero que, como él, era un excelente jinete, descubrirá antes que nadie al canino culpable de haber asesinado a los viajeros del solitario páramo, se horrorizará con las bestias que habitaban en las selvas asiáticas. Todo en unos cuantos días.

Las aventuras irán con él a todos lados. A pesar de que quienes las imaginaron, y seguro las vivieron, no existan más que encerrados entre las páginas de los libros que se alinean en sus nutridos estantes. El pequeño Héctor se permite soñar. En uno de sus sueños es un liliputiense que observa con admiración hacia arriba, allá donde los gigantes de rostros conocidos, padres de sus compañeros de aventuras, lo miran con simpatía.

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