Buch lesen: «La melodía del abismo»
LA MELODÍA DEL ABISMO
DIEGO SOTO GÓMEZ
LA MELODÍA DEL ABISMO
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2022
LA MELODÍA DEL ABISMO
© Diego Soto Gómez
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2022.
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ISBN: 978-84-19092-28-1
DIEGO SOTO GÓMEZ
LA MELODÍA DEL ABISMO
Para Dobed.
Índice
Prólogo. El amanecer en sus ojos
PARTE I. LAYABA
1. Torlwan, ninfa centauro
2. Conversaciones con Ardah, Señor de la Mente
3. Layaba, junto al lago
4. La bestia del Nithuyen
5. Ladrones de locura
6. La maldición del amor corrupto
7. El uroboros que rodea la luna
8. Nghya Ki, primera y última encarnación de la justicia, in absentia
PARTE II. IREÓN
9. La sed de la serpiente de Buhlig
10. Ireón más allá de las montañas
11. La distorsión del espejo de Ohs
12. Salteadores, Calcinados y adoradores de Gnije
13. Sombras en la ascensión de Aniho
PARTE III. WEGEOMHO
14. Azgad marcada en la piel
15. Estura en un arpa, ardiendo
16. Con Wegeomho a la espalda
17. Vientos del Knasal
18. El Eón en un ópalo
19. Agua sobre el fuego de Zelgoro
20. Alissa a través del Espejo
Epílogo. El atardecer en sus labios
Miscelánea
Agradecimientos
Prólogo
El amanecer en sus ojos
—Me la arrebataste. Me lo arrebataste todo —le recriminó lanzando aquellas palabras con timidez, cuando era la ira la que pretendía manar de su frágil cuerpo.
La mujer no respondió ante aquella provocación. Se limitó a deslizarse despacio, como un pétalo mecido por una calmada racha veraniega, y se sentó en el lecho, junto a ella, haciendo que la madera gruñese, antes de tomarla de las manos. Sus dedos vestían una piel suave, cálida, casi transparente, como una película de hielo sobre un lago invernal. Unos hilillos purpúreos recorrían el dorso de sus manos, canales, raíces que reptaban a través de unos brazos completamente lampiños hasta perderse por los pliegues de las mangas de su camisa de estopa. Su pecho no hacía movimiento alguno, permanecía estático, dolorosamente inmóvil. El aliento no emitía ningún eco al abandonar sus labios, quizás enmascarado por la suave brisa que besaba la piedra durante aquella fresca noche primaveral.
Cuando Alissa levantó la mirada, vio en el rostro de aquella hermosa joven una dulce sonrisa. Zarcillos negros enmarcaban un semblante que sangraba una belleza oscura, caótica, pura.
—Yo solo la miré, y ella me siguió —dijo con una voz tranquilizada, suave como la caricia de un amante satisfecho tras el éxtasis.
Los dientes de Alissa castañeteaban mientras una tristeza líquida y gruesa superaba la frontera de sus pestañas y se precipitaba. La melancolía constreñía su rostro, obstruía sus fosas nasales y no le permitía rozar la fragancia de aquel ser de aura balsámica, acogedora.
—¿Vienes a por mí? —osó preguntar.
Ella negó y la joven no supo si sentir decepción o alivio. Carecía de la valentía necesaria para ansiar la respuesta.
—¿Quieres verla? —inquirió entonces y, ante la falta de comprensión en la mirada de Alissa, se limitó a sonreír.
—Yo no… —La miró a los ojos manteniéndole la mirada por primera vez—. Yo…
A través de un velo translúcido, el mundo se redujo a los ojos de aquella noble dama que la sostenía, que la mantenía anclada, como un barco en el puerto, a orillas de un mar infinito de aguas tranquilas y corrientes lúgubres. El cielo nocturno y la nieve relampagueante se fueron estrechando mientras la oscuridad de la pupila florecía y un rostro inocente comenzaba a perfilarse entre las sombras, como surgido de una tenebrosa niebla.
PARTE I. LAYABA
1. Torlwan, ninfa centauro
La zona del camino que se abría ante ellas sufría un pequeño encharcamiento y las pisadas de Isola producían un sonido amortiguado y pastoso. El origen de aquel resbaladizo tramo estaba en unas viejas y musgosas rocas de aspecto suave, que parecían sudar, en el borde austral de la senda.
A Alissa le gustaba el barro, su olor evocaba despreocupación, infancia. Hacía que afloraran recuerdos de una época en la que los monstruos eran algo extraño y exótico; las conjuras y las traiciones, vocablos lanzados por bardos y locos; y los mentalistas, brujos tenebrosos que podían hacer que los hombres se mataran con solo pensarlo. Un tiempo distante y feliz en el que todo era mucho más simple. Intentó sonreír, pero lo cierto era que últimamente no le resultaba demasiado sencillo. Además, en aquella época su mundo era mucho más pequeño y sus problemas proporcionalmente más grandes. Hacía algunos meses se había enfrentado a un hombre jaguar en la meseta de Sachia, y vencer en ese combate le había resultado más fácil que derrotar a Mati la Pecosa, hija de una tejedora de Calgaria, a los seis años, en la orilla de un riachuelo de Gradar. Y en Mati pensaba, tratando de que sus labios se curvaran, mientras las patas de Isola exprimían la tierra bajo sus herraduras.
Habían pasado más de cuarenta noches desde su partida, desde que Trescúpulas, su hogar al borde del Abismo, desapareciera a su espalda en aquel brillante amanecer invernal, pero el animal, Isola, seguía avanzando con brío, con la fuerza de una buena yegua giunesa. La había comprado con las ganancias de sus primeros meses de trabajos para el gremio, pero se había enamorado de ella mucho antes. Al fin y al cabo, Alissa había estado presente en su nacimiento, cuando el sanguinolento animal abandonó el cuerpo de su madre, arrastrado al mundo por las manos de dos granjeros que le limpiaron la boca y la nariz antes de que pudiera dar su primer mordisco al aire. Aquel mismo día habló con el dueño, un giuno bonachón de amplio pecho, al que rogó que no se deshiciera del animal hasta que ella pudiera pagar su precio.
Una suave brisa arrastraba el aroma a humedad, lo levantaba desde el oscuro y fértil suelo mientras los alargados e invernales brazos de las hayas chocaban entre ellos. Los ecos secos que producían las ramas trasladaron su mente, devolviéndola a un pasado más cercano, hasta una sesión de entrenamiento a la que había asistido en la villa de Alqeed semanas antes. Allí había visto por primera vez a aquel extraño búho mientras observaba a unos guerreros ghizlan tratar de romperse algún hueso con unas minúsculas espadas de madera, réplicas menos efectivas de las armas de acero que empleaban normalmente. Sentada sobre un muro de la plaza de aquel poblado, que aguantaba estoico en el borde occidental del desierto, con la mirada puesta en un enjuto joven de piel olivácea que hacía frente a dos atacantes con bastante destreza, vio al ave posarse a pocos pasos, altiva, mostrándole la espalda. De plumaje completamente gris, tenía una mancha negra en la espalda, trazada con carbón, que a la chica le recordó a un ojo. Lo consideró un buen augurio, pues aquel era el símbolo del gremio de mentalistas, de los psaiks. Su gremio, su casa.
Después de aquello lo había visto casi a diario. Volaba junto a ella, la observaba con aquella mirada engreída, como si no quisiera mostrar atención. La chica incluso había intentado meterse bajo su plumaje, en su carne, en su cabeza. Pero allí no había pensamientos humanos o recuerdos, solo presente e instinto. Animal. Básico. Al final concluyó que pesaba sobre él alguna clase de embrujo sin esencia, sin olor: algo lo impelía a seguirla. Mantenerlo vigilado era su mejor opción por el momento. Pero era probable que tuviera que deshacerse de él en un futuro cercano, no le gustaba la posibilidad de que alguien observase todos sus pasos. Después de errar durante algunos años, Alissa se había forjado más de una enemistad.
Mientras ella se apeaba y cogía las riendas de Isola para avanzar con más seguridad, el ave se posó en el suelo, a pocos pasos de distancia, sobre las raíces de una haya que quedaba a la derecha del camino. Alissa le dedicó una rápida mirada antes de seguir por el sendero real, la Ruta de los Suspiros, cuidándose de no resbalar, pero entonces el animal ululó con una fuerza inusitada e hizo que la psaik diera un respingo. El ave no había tenido interés en hablar hasta aquel momento, por lo que la mujer se detuvo al instante, a tiempo para ver como el búho giraba ligeramente la cabeza, sin dejar de horadarla con sus poderosos ojos de oro líquido. La joven se lo pensó un momento antes de dejar que su éter fluyera hasta el animal como una prolongación de su mente, sin embargo, cuando estaba a punto de alcanzarlo, la criatura agitó las alas y saltó para volver a posarse en el suelo, una cuerda más atrás.
Alissa frunció el ceño. La había esquivado. Aquel animal era sensible a su poder, a su talento, y eso no era demasiado habitual. Una sorpresa tensa, cargada de desconfianza, se extendió por la parte baja de su espalda.
Carraspeó un poco, notando el sabor del barro en las fosas nasales. Algo crujió cerca de ella, en el sotobosque, y fue entonces cuando se percató de que el búho no había escogido al azar su zona de descanso: se había posado sobre los restos de un sendero medio devorado por la maleza. Era más bien un agujero entre las zarzas abierto por un jabalí, o un tejón, aunque la psaik desconocía que clase de fauna habitaba aquella región.
—¿Quieres que te siga? —le preguntó al animal sabiendo que no iba a recibir respuesta alguna, y su voz le resultó extraña en la quietud, un sonido que no casaba bien con la sosegada sinfonía de la floresta.
El ave giró rápidamente la cabeza, ignorándola y centrando su atención en un trozo de rama que había caído a su izquierda con un tranquilo quejido. Cuando ella hizo el amago de proseguir su viaje, el búho gritó una vez más.
Unos minutos después, tras dejar a Isola amarrada en un árbol, a una distancia prudente del camino, Alissa se abría paso por encima de las raíces de las hayas, que cada vez parecían más evidentes, como si trataran de abandonar el suelo y echarse a caminar. El búho avanzaba sirviéndose de cortos planeos, asegurándose de que conservaba a su seguidora cada vez que sus arrugadas patas alcanzaban la solidez.
Alissa era consciente de que aquello no tenía mucho sentido, considerando la fama del lugar en el que se adentraba. El Bosque de los Suspiros no era un lugar precisamente bucólico si hacía caso de las leyendas. El camino real bordeaba el lado sur de aquel laberinto verde por un motivo esencial: eran muchas las historias que hablaban del Amharh Shia, de aquella tierra fértil en monstruos, maldiciones, y demonios vernáculos que se aprovechaban de viajeros incautos. De sus recuerdos, alientos y carnes.
Mientras perseguía a aquel ojo oscuro por el bosque acudió a su mente una historia que había oído en una ocasión, cerca del Corte, en una villa llamada Coetra, en la falda del monte Faragelton. Era una parada obligatoria para los viajeros que recorrían el camino real, el sendero de Ríorrojo: un hermoso asentamiento douairo, orientado hacia el sur y gobernado por un aqzier de las florestas. No se trataba de uno de aquellos caciques del desierto, sino de un hombre bondadoso llamado Pombal Mozelos, que la había invitado a su casa para disfrutar de las fiestas en honor a Isvar. Allí había actuado una hermosa y robusta trovadora que, con la lira de Alissa, había entonado una preciosa canción compuesta de doce sonetos. Con un registro extrañamente grave, la poetisa había hablado de una mujer deforme que, repudiada por su familia, se había ido al Bosque de los Suspiros para hacer un trato con un hermoso dios arcano y conseguir la beldad que él poseía y otorgaba a voluntad. El vernáculo la hizo a su imagen y semejanza, por lo que la joven volvió a su hogar completamente transformada, mostrando una belleza hipnótica, proporcionada y atrayente. La actitud de los lugareños cambió radicalmente: se vio perseguida, acosada, forzada. No podía estar un segundo a solas, siempre tenía varios pretendientes en su puerta, hombres que ansiaban cortejarla, adueñarse de un rostro que no era el suyo, que no le pertenecía. Aquella mirada que le devolvían las superficies espejadas escondía otro ser, otra alma. No era ella. Tenía algo dentro que trataba de salir. Una noche, concluía el último de los sonetos, la protagonista de la historia, asolada por los fantasmas que la consumían, había degollado a su propio padre y a su sobrino. La moraleja es conocida por todos los niños traileños: no te fíes de un vernáculo del bosque, has de saber que su locura no tiene mesura.
En estado de alerta, a medida que avanzaba iba tanteando el terreno con aquella prolongación de su mente que los mentalistas llamaban éter. Quintaesencia. Acariciaba rocas, ramas, hojas, tallos, insectos, surcaba gotas de rocío, lamía brotes, se introducía por las grietas de las cortezas. Decenas de dedos incorpóreos se abrazaban a todo lo que rodeaba a la bruja, dibujando en el lienzo de su psique una imagen sólida de la escena que se iba abriendo a su paso. No tardó mucho en amortajar una forma extraña, artificial, colgada de un árbol. Alissa no podía verla bien ni mediante su poder, pero aquello que pendía mecido por la brisa rasgó, rompió su quintaesencia e hizo que se replegase hacia ella, que volviera a su cuerpo como un cachorro herido corriendo hacia su dueño. La mujer avanzó con cautela, sin parpadear, sabiendo que aquello que la había incomodado no tenía ni el tamaño de una mano, y descubrió la causa de su desasosiego: un amuleto colgaba por un cordel trenzado de la rama de una de las hayas. Era un trozo de cáscara con una marca grabada, probablemente un anagrama kertiak, la escritura de los cortezas blandas. Había magia en aquella cosa, pero una suerte de hechicería antinatural, estancada, podrida, aislada. Demoníaca.
No tardó en percatarse de que había algunos talismanes más delimitando una suerte de camino angosto que se hundía como un cuchillo en el oscuro corazón de la floresta, apartando troncos con su filo. Miró al pájaro, que la observaba desde una rama, y volvió la vista al camino que la había llevado allí. Debería volver con Isola. En la fonda de Pidamnus, donde había pasado la noche anterior, le habían comentado que las gentes del lago de Layaba, del Nithuyen, tenían un problema con un enorme aforme, una criatura que se dedicaba a devorar las barcas de los pescadores. Al parecer, el duque de Layaba concedería una buena recompensa a aquel que le entregara la cabeza de la bestia. Podría disfrutar de los manjares de la ciudad del lago en menos de cinco días, probablemente en la casa del duque, pero…
Al contemplar el balanceo de los amuletos con la brisa fue consciente de algo: ella conocía aquella magia extraña. Era lo que rodeaba a los tesoros que tanto deseaba, como si la podredumbre buscara el caos. Se retiró la manga de la camisa que vestía y rozó con el dedo la superficie de uno de aquellos círculos metálicos que tenía incrustados bajo la piel. El objeto no emitió ninguna clase de señal, no reconoció el aura oscura de aquella magia, pero la mujer ya había decidido.
Dejando atrás al búho, se abrió paso por la escasa maleza que adornaba aquella desolada estampa. Una brujería cargada de melancolía manaba del suelo, del seno de la tierra, alimentaba la naturaleza, regurgitaba carne. Allí había tenido lugar un suceso terrible y, si se concentraba mucho, podía percibir un olor férreo que no le resultaba para nada desconocido.
Unos diez amuletos después, el bosque empezó a cambiar. El rastro de la sangre había desaparecido del aire de golpe. Las hayas, hasta aquel punto desnudas por el invierno y orando por la pronta llegada de una revitalizante primavera, reverdecían a cada paso que daba. Primero era una, a lo lejos, luego pasó cerca de otra, después ya había un número equivalente de árboles desabrigados y vestidos y unas amapolas granates silvestres brotaban entre la hojarasca. Se detuvo dos segundos para arrancar una de aquellas flores y deslizar uno de sus pétalos por el labio inferior, deleitándose con su esencia y su frescura. Aguzó los oídos al escuchar el discurrir del agua y volvió a seguir la senda marcada por los talismanes flotantes mientras la flor muerta descendía. Ahora ya se movía por el verde. El musgo mullía las raíces y algunos mechones de hierba crecían en zonas del suelo regadas por una luz invernal, allí donde las estiradas manos del dosel esmeralda no conseguían llegar. El sonido del agua jugando, lanzándose por entre las piedras, se hacía más y más evidente a cada paso.
Miró un momento atrás para comprobar si al búho le había dado por seguirla y, al volver la vista al frente, se encontró un campo de hierba baja bañado por un sol calmado, rodeado por un amplio círculo de hayas primaverales. El prado estaba marcado por un diminuto arroyo, una cicatriz, que se movía entre cantos dorados rescatando destellos, jugando con la luz y el sonido, tiñéndolo todo de irrealidad. Se trataba de una bucólica escena de tono verde lima, anegada por un sol blancuzco, ilusorio.
Y allí en medio, tumbada en un esponjoso y verde lecho junto al agua, una criatura la observaba. Era un ser que Alissa no había visto cara a cara, pero sí se había enfrentado a una ilustración suya mientras ojeaba uno de los gruesos volúmenes de leyendas sureñas: Torlwan, la reina centauro. Rostro afilado, pero muy hermoso, grácil, de ojos ligeramente rasgados y claros. Si se tratara de un humano, Alissa habría dicho que era kuhja, un miembro de la raza de los ríos. Su parte animal vestía un pelaje completamente níveo, sin mácula, mientras que su piel tenía un tono ligeramente más oscuro. Poseía cinco famélicos cuernos, más largos que los brazos de Alissa, nacidos de un cabello largo del color de la ceniza que se fundía con una estola de seda violácea, casi transparente, una prenda que se estiraba desde sus hombros y trataba de besar sus codos. Circundaba su talle un cinturón de cuero del que partía una faldilla y ocultaba el punto en el que se producía la unión entre humano y bestia. De una de sus delicadas manos colgaba un laúd plateado que parecía diminuto en comparación a la figura de la criatura.
Sin embargo, a pesar del aura de magia y atemporalidad que envolvía a aquel magnífico ser, lo que más llamó la atención de Alissa fue el collar que pendía de su cuello: las monedas que lo componían, que parecían pegadas a la piel de la criatura por encima de sus senos, eran hermanas de las que la bruja tenía incrustadas bajo la piel y habían sido forjadas al otro lado del mar mediante un tipo de magia prohibida.
Alissa, que no había movido un solo músculo desde el momento en el que la vio, dio un paso al frente, pero fue incapaz de avanzar más. Notó como algo se adueñaba de su éter, lo asía con fuerza y lo inspeccionaba, como si de una magnífica tela que estuviera considerando comprar se tratase.
—Tu quintaesencia es cálida, criatura lacustre, pero huele a muerte —dijo con un tono dulce, etéreo, que parecía surgir de todas direcciones.
Alissa no estaba segura de que aquel ser hubiera movido los labios, sus preciosos labios, y no tenía ni idea de por qué se había referido a ella con aquella expresión.
Estaba aterrada y el sudor perlaba su espalda. Cuando era una aprendiz, sus maestros solían acercarse a su éter y tocarlo, forzarlo a salir, estirarlo, medirlo, pero ninguno de ellos había agarrado aquella prolongación de su ser con supremacía tal, arrebatándole con suma facilidad cada ápice de control. No fueron más que unos pocos segundos, pero la mujer sintió la desnudez, fue consciente de los límites de su propio cuerpo. Hacía demasiados años que no se sentía de aquel modo. El aliento salía de su garganta de forma atropellada.
No sabía cómo responder, en sus libros no decía nada de cómo comportarse frente a aquella criatura, así que decidió mostrar respeto y, al igual que aquellos que la veneraban, hincó una rodilla sobre la húmeda alfombra e hizo una profunda reverencia:
—Noble Torlwan, Danzante del Bosque, me produce un… indecible placer haberme encontrado con vos —recitó con voz trémula y los puños apretados, un gesto que trataba de enmascarar el frío temblor que manaba de sus huesos.
La vernácula se colocó el laúd contra la piel, preparándose para tocar, antes de responder.
—¿Y puedo saber que hay en mí que os ocasione semejante placer, mujer? —Y esta vez sí movió los labios.
La bruja, antes de contestar, se irguió y comenzó a caminar hacia delante, impulsada por una valentía que no sentía, tratando de afianzar cada pie en el suelo y temiendo que el cielo pudiera caer sobre ella en cualquier momento.
—Las historias sobre vos, sobre vuestra belleza, hacen que todos des…
Una cuerda vibró entonces, interrumpiéndola, y Alissa se echó a un lado, con la mano en el rostro. Cuando el aliento que la nota le había robado volvió a ella, solo un instante después, fue consciente de la pátina de sangre que cubría sus dedos. El picante dolor de un corte en el pómulo hizo que apretase los dientes. Aquel acorde la había herido sin que su energía mental, envuelta como un manto sobre su cuerpo, se hubiera percatado. Un mechón de su pelo rubio descansaba en el suelo. Aquella magia poseía un nivel que escapaba de la imaginación de Alissa.
Trató de acompasar su respiración, de que el aire penetrase con normalidad en sus pulmones, atravesando la barrera de sus dientes. Cuando alzó la vista, vio que ella seguía en la misma posición. Sus labios se movieron para decir:
—Mentir es un acto que encierra gran peligro, al crear una senda nueva que elimina la ya recorrida.
—No era mi intención ofenderos, señora —dijo tratando de reprimir un estremecimiento que comenzaba en su cuello y se extendía por cada ápice de su poder, haciendo que ondeara errático como una bandera en medio de una tormenta.
—No lo hagas, pues, hija del Lobo Astado. ¿Qué buscas en mi bosque?
Alissa dudó. Estaba convencida de que el centauro podía ver a través de sus palabras, de su mente. No era consciente de los medios que empleaba para navegar por su ser, pero lo hacía. Aquella advertencia que le había lanzado había sido clara y no sabía si aquel ser alcanzaba a comprender el concepto de clemencia.
—Su collar… —admitió por fin—, las Lunas.
La criatura movió imperceptiblemente la cabeza antes de volver a alzar la voz.
—El Emisario Blanco me lo regaló hace algunos años. Y parece —continuó, levantando la vista y deslizándola por encima del hombro de la bruja—, que ha sido él quien te ha conducido hasta mí.
Alissa no se atrevió a mirar atrás, pero tenía la certeza de que la atención de su interlocutora se había desplazado hasta aquellos grandes e insomnes ojos. Se mantuvo en silencio, considerando aquellas expresiones que le dedicaba, dedicaba, sin embargo, no tenía ni idea de a qué o a quién se refería con ellas. Criatura lacustre, Lobo Astado, Emisario Blanco… No era algo que hubiera escuchado con anterioridad.
—Tenéis motivaciones diferentes. Eso está claro —prosiguió Torlwan—. Así que dime, ¿qué es lo que te impele a ti, humana?
«Ya lo sabes», pensó ella, y en la boca del centauro brilló el amago de una sonrisa.
—La venganza, mi señora —admitió casi sin reflexionar—. La venganza por una traición.
—Si quieres algo de lo que poseo, vas a tener que ofrecerme más. ¿Qué clase de traición es la responsable de tal deseo de venganza, Alissa Triefar?
Aquellas dos últimas palabras hicieron que la joven tragara con fuerza. Conocer su nombre le daba cierta autoridad sobre ella, sobre la situación. Como si yo tuviera algún dominio sobre esto, meditó antes de hablar.
—Mi maestro Galian, el que me introdujo en las artes del mentalismo, era en realidad un ser oscuro que nos engañó y traicionó a todos. Era practicante de rituales prohibidos. Asesinó a dos compañeros y humilló al gremio, a sus amigos, a su familia… Y a mí.
Sabía que eso no iba a ser suficiente, pero guardó unos segundos de silencio para considerar sus opciones antes de proseguir:
—Y quiero venganza porque fue mi primer amor. Me hizo creer que me quería como yo le quise…
Una nueva nota surcó el aire y el éter de Alissa se desintegró. El poder le fue arrebatado en un chasquido, eliminado sin esfuerzo. A pesar de ser una de las maestras mentalistas más reputadas, a pesar de albergar en su seno la brujería de veintinueve Lunas y de un ritual de nigromancia involuntario, su quintaesencia murió sin más, antes de que el aire y la vida comenzaran a abandonar su carne. No era capaz de tomar aliento. Había una mano invisible oprimiendo su pecho, retorciendo su garganta, tratando de asfixiarla. Tomando su aura.
—Yo… —trató de decir, pero solo consiguió lanzar un graznido.
No podía articular palabra porque el aire no atravesaba sus cuerdas vocales. Cayó sobre la hierba, de rodillas, enterró los dedos en el suelo notando como la cabeza se le iba y una arcada crecía en su pecho. Era consciente de que se moría, de que había ofendido de alguna manera a aquel ser. Sin embargo, no podía pensar, no sabía cómo arreglarlo, qué decir. Las lágrimas brotaban de sus ojos. No había mentido. No lo había hecho. Era la verdad. Ella lo había querido. El calor de la asfixia nublaba su juicio, sus pensamientos. La sangre pugnaba por romper la piel de su rostro. Toda su mente era un torbellino en el que giraban los miembros del gremio, Isola, Loan, Veanir, Hoya, el búho, reyes, caballeros, las Lunas y, en el centro, Galian, acunando entre sus brazos a una pequeña sombra. Extendiendo la mano para rozarle el rostro.
Antes de besar el suelo con la frente, unas palabras sin alien-to, surgidas de un pozo tapiado, y arrastradas por una mente en llamas, volaron desde sus labios:
—Le quiero. Yo…