Lux in tenebris

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El rey (aún borracho pero sin reflexiones), inflamado por sus tendencias masculinas, prometió a su maligna madre no borrar en amor las crueles y amargas frases que atacaban al inocente héroe nuestro, en tanto que el pequeño corazón de este le decía: «¡Abuela!». Jugando, así, dentro de los atrios de la sombría morada suya.

Jamás sabría si el infante traveseaba con su tormento a la alucinada idea de ser a pesar de desprecios y roñosos epítetos. El vigilante que le cuidaba era tajante cuando colocaba las migajas de su comida como traje de gala del inerme niño, aquel que lloraba la pesadísima carga de no ser pero sí parecer el falto consorte de la hipocondríaca matrona. ¡Qué pena sentimos, en lo profundo del alma, por el entonces pequeño héroe nuestro! ¡Qué impotente consternación!

Muchas veces él pensó que no le querían mientras descansaba en el antiguo hospicio donde yacía, cual estatua tendida, el familiar Viejo Tronco. Aquel veterano disponía de talento para las diferentes artimañas que al chiquillo le prohibían. Una dama lo acompañaba en tanto le despojaba del escaso aliento durante más de una cháchara sobre su supuesta gallardía. El día del ocaso, del Viejo Tronco, nuestro héroe reía y bailaba al sentir cómo liberaba al pesado cuerpo suyo de tanto odio. ¡De tan inmerecida ojeriza!

¡Qué pena de nuevo sentimos, aquellos que lo conocimos, muy dentro de la espantada alma nuestra; por la cual imploramos, por la cual lloramos! Apenado me muestro ante vosotros, hermanos míos, pues el héroe aprendió callando lo que el golpe le produce al lamento con talento claro ante tanto tiempo que contrariado ando. ¿Y cómo no sollozar por intenso pánico?

Mi pluma pierde su espática complexión ante las inocuas amenazas de seres consanguíneos que adelantan perversas propuestas basadas en las supuestas grandezas suyas. Y es que nuestro héroe consciente está que nacido es de vero fuera de las Murallas del Ser de ellos; pronunciando desde allí el edicto versado en la legal moralidad de su no ser y formando, en medio de esta situación, la maravillosa idea de hacer todo lo necesitado (en su vida) desde la nada, la que subrepticiamente alimentará sus inquinas bocas. ¡Y pensar que es tan cierto!

Sabemos que la centinela descargaba punitivamente sus rabias con nuestro héroe, aquellas que con el sicalíptico rey generaba. Le humillaba en cada una de las posibilidades que este quería como hombre, haciéndolo desdichadamente medroso. ¡Inútil es pensar, desconocido lector, que la oscuridad activaría proféticas decisiones divinas!

Ávido por la verdad, ante tantos supuestos diviesos heroicos, a ti amado Padre del Cielo, con el llanto de mi canto ronco, perdido en el tiempo y buscado en el viento de mi asolada esperanza, te pido por el pequeño hombre común que nace en el momento de la amargura, bajo los prístinos signos de la confusión, entre el ser de los remotos y el no ser de los novedosos. ¡Míralo; óyelo! ¿O no deseas encontrar en su destino parte de tu paz?

Segundo cántico del Juglar Manito: El Bufón de Dios.

Acepto que desde pequeño, nuestro niño siempre quiso ser un gran héroe: portento de hombría, robustez de sabiduría; aunque siempre se avizoró como un taciturno extraño, proscrito de este siglo, de sus andurriales y de aquellos que persisten en permanecer invariablemente como hombres.

¡Sí! Era suya la imagen: ser diestro en el antiguo arte del ataque y la defensa. Conquistar proezas, desechar malhechores; todo parte de un hermoso e interminable sueño. Nunca se cansó de repetírnoslo. ¡Lástima, pero (en verdad) era solo una ilusión!

La felicidad era para él algo muy sencillo: levantarse el domingo con unas de las pocas medias de su papá, esas que son azules, suaves y grandes. Desayunar en presencia de unos divertidos dibujos animados. Empapar el pijama con pequeños toquecitos de mermelada de guayaba, y recostarse sobre la muy blanda almohada de su lecho.

Extraño era, pero el techo de su poca concurrida habitación evocaba sentimientos de grandeza en la peligrosa mente de nuestro pequeño. Una y otra vez divagaba con el enigmático color de los ojos del rey. ¿Lonja a la hazaña o descarrío en lo arcano? En varias oportunidades musitó: «¡Oh naturaleza (la humana); dulce es tu rostro, aliento de mi suave calma!».

Lo sucedido fue un día. En ese santiamén decidió y me lamenté. Era la fecha de entregar lo que no se tenía; el instante (por lo menos así me pareció) de odiar al amor más buscado. ¡Cuánto extraño la sonrisa de su madre cuando su pobre hijo llegaba deshecho en ilusiones! Todo se calmaba con un gatito, con una oscura lágrima, con unas pantuflas inexistentes y un café ligeramente caliente. ¿Sensación? ¡De amargura!

Y lloró. ¡Sí, por supuesto que sí! Mi realidad es condolerme por mi ausencia, por su falta, por lo que queriendo ser no pudo entender. ¡Oh mágica academia medieval! ¡Héroe en instantes de años ciegos de luz y hambrientos de colores! El niño risueño, regordete, bajo, con pies pronunciados, obtuvo su papel. En la corte del majestuoso rey, del ancho y acomodado trono, había cabida para él.

¿El uniforme? ¡De gala! Babuchas larguísimas con sonoras campanitas de cristal; una telita negra por pantalón, una chaquetita color verde y un gorro hermosamente (esos con ciclópeas superficies) de bufón. Nuestro aturdido héroe no podía saber que amar era hallarse para así darse en todo momento; y aquel que no entienda, de vero su tiempo ha traspapelado. En verdad, simpático era el pobre bufón Milikín; eso sí… ¿Tratábase de ser burlón? ¡Milikín era el mejor!

¿Al rey? Lo colmaba con tonterías, sandeces presentes y futuras. Rabia y enojo añejo de un pasado lúgubre de extrañas psicologías falseadas. ¡Simplemente, perdí todo tipo de concepto temporal; eso es cuanto la fecha misma ha de (en un tiempo) indicarme!

¡Un día de corte! Vestidos lujosos. ¿El bufón? No. Nobles, aristócratas, caballeros, sabios, galenos, religiosos. ¿El bufón? No. Envidiable negación perfecta. Residencia fantástica de rocosos marcos de seguridad, de un pasado y saber futuro; a cuanto no, siendo así.

¡Detrás de esa columna, mirad! ¡Es él! Y les diré: tenía las botitas que le regaló su padre al morir; siendo lo único que el pobre (padre e hijo) pudo conseguir. Sus ojos saltaban de encanto. ¡Era su hora! ¡El instante de su alegría! Analizaba y contemplaba. De repente… salta al salón principal de la corte, en el cual reposaba un monarca de ancho y acomodado trono.

¡Silencio! Todos habían enmudecido. ¿El rey? ¡Por fin veo tus ojos mas no tu rostro! Una carcajada, un repicar de tacones, campanitas de cristal que resuenan y piernas que corren elegantemente al andar. ¡Oh Dios! ¿Qué hace mi pequeño halcón? Voltereta en cien y caída en tres. Sí, un suicidio de felicidad que terminó con Milikín sentado en el suelo. ¿Toda la corte? ¡Ríe! Milikín, por su parte, se acuesta y… ¡Duerme plácidamente! ¿Posible sería que su ensoñación construyera las obras propias de su labor? ¿Toda una vida apático a la sinfonía del estropicio?

Pero, un momento. ¡Milikín es un bufón! Un extraño e incompatible sentimiento de héroe se apoderó de él. ¡Oh no! Vio a la princesita Esperanza. ¡Qué hermosura, amable soberana, de afables baladas con pasionales tonadas! ¿Ella? Se sienta al lado del rey, del trono ancho y apestoso. ¡Cuánta flaqueza, Dios de la vida mía! ¿Acaso hallará sus respuestas en los interminables vergeles palaciegos? ¿O será posible entonar verdades en coro con la anónima ave de la vetusta floresta?

Deseo vivir, ser, existir. ¡Tengo sed! ¡Tengo frío! Deseo proseguir instituyendo los pasados aromas de una armonía olvidada. Celibato, repentinamente tu agobio. Etérea tú, zalamera soltería. ¡Bálsamo! ¿Qué sucede pues no percibo? ¿Qué pasa que no sublimo? ¡Todo es mentira! ¡No hay santidad! Plagio de cruel embriaguez. Desalentada está la estropeada esquina de su descuidado e incoloro librillo.

Mi amigo sintió vergüenza de ser bufón y sollozó al emprender presurosa huida entre murallones que no lapidan. La maravilla de muchos era solo un arlequín; únicamente un tonto. Según el profesional decir de muchos, cada instante lo desperdiciaba en sus espontáneas sandeces.

El engaño era el engendro del más tierno encanto. El bobo, pero tonto bufón, lloraba solo; en solitario paraje; pletórico de soledad. Todas las sonrisas del pasado se convirtieron en horribles pesadillas del presente. ¡Y es aquí cuando el recuerdo no olvida los favorables trajines de su inoportuna faena! Lamentablemente, las profundas tristezas siempre vienen acompañadas con un sinnúmero de paralizantes verdugos diestros en asfixiar motivos y anhelos.

No sé cómo concluye el relato, pero Milikín allí acabó. El mundo ganó. ¡Cuánto dolor siento por mi amigo! Me queda poco tiempo; saldré a ver si tras mis quimeras lo encuentro, si en mis ilusiones lo alcanzo.

Aun así, nunca, aunque muchas veces lo he intentado, podré olvidar el aforismo preferido del héroe santo como tonto pero sabio bufón: «mis tonterías me enjuiciarán para conseguir el Reino, pero en mis amargas verdades hallaré al sí eterno de mi felicidad: la Salvación».

Tercer cántico de Maktoub Kismet: El cementerio.

Por el escotillón de mi abatida existencia, encaraba el camino en la búsqueda de aquel inusual ideal perdido. A mitad del rumbo, mi acompañante Desazón encontró, sin buscarlo, lo extraviado de mi inverosímil vida pues en medio de florete y tabique hallaba presente albur.

Había llegado a un insólito camposanto en medio de la fresca campiña. Paradójico era: quienes le cuidaban te sonsacaban insistentemente hasta que tuvieras el valor de penetrar en aquel lúgubre claustro. De esta manera, nuestro héroe introdujo su conciencia en ese necrófilo lugar. Sintió espanto al saber que para «resucitar» necesitaría pernoctar durante ocho largas estaciones fuera de su verdadero hogar.

 

Singular necrópolis abarrotada de muchas normas donde los fallecidos eran jóvenes del mismo sexo. En verdad, nuestro héroe la pasaba muy bien entre aquellos: trabajaban, limpiaban, oraban, se instruían; eso sí, sin salir por el principal portón del vetusto cementerio.

Queridos amigos míos, muchas veces vi a nuestro recordado héroe sentado y callado en medio de tan modorra escena; preguntaba insistentemente por la libertad de ser hijo mientras le forzaban a construir su propio ataúd. Más de una vez le vi salir, doliente de espasmódica mudez, a través del vórtice de su propia inconsciencia pues eran quienes celaban feroces ogros que vomitaban hipocresía y devoraban inocencia.

Y así él lo dijo: «te escribo por estar solo; por no tener con quién; por no saber qué. Todo es tan diferente; siendo en esencia la misma mediocridad asfixiante del muy odiado pasado.

»Redacto desde donde los vi. ¡Sí! A los dos. Aquellos muchachos y al alto santo que me guiaba, aunque no sé adónde. ¡Si lo hubiese distinguido! La actual experiencia con helor penetra hasta mis olvidados tuétanos al saberme (de hallarme) en tu ojival casa; en esta, sin Gracia te me has quedado Creador. Mi alma increpa a los elementos de la naturaleza al querer saber si este es tu publicitado bienestar. ¡Pobre de mí! Me has despojado del anhelado placer de ser incrédulo de tu sistema; juglar sagrado, oligofrénico “Don de Bondad”.

»Pensando estoy en los actos (transformados en ritos), en las palabras y pensamientos que, como exantema, infectan nuestra piel de beatonas erupciones. Y pensar que todo esto escapa de la razón de los “malos”, los que para muchos son deslucidos.

»¡Y sí! ¡Yo entré por el hastial portón principal! En él, antes del año, creía en la atractiva virtud pero tu miserable casa es cual desagradable excremento de bestial pólipo amenazador. Tus malignos ojos están pletóricos de la tierna desgracia del inocente que ingresa a tu sórdida morada.

»¡Claro que se reza! ¡Por supuesto que el rito existe! ¡Sin duda que nos afligimos en el ridículo drama de tu penitencia! ¡También perdonamos, en el ahíto momento de nuestra conveniencia, a la persona que nada nos ha hecho! ¡Claro que aquí existe la posibilidad cierta de construir mi incoherencia y de hundirme en el pestilente río de la farsa!

»Exánimes cantamos, hasta la hartura, áureas mentiras que engañan a más de una conciencia. Del pobre, que está muy lejos y del cual jamás sabremos algo, en finchadas conferencias se habla. Vivimos diariamente la exangüe obediencia basada en el miedo, la anarquía y el despotismo de unos ancianos con problemas motrices y emocionales. Es cierto que nos dirigen en el zaherido espíritu nuestro, hallando en las dudas y conflictos nuevos motivos para decirle al tronco petrificado que señala el supuesto camino: ¡Cállate, factoría de prejuicios y juegos infantiloides de una mente desquiciada por el temor y la decrepitud!

»La caridad en tu morada consiste, como ajada nimiedad, en cerrar los ojos a tan colmadas injusticias y querer respirar impávidamente mientras algunos (es decir, muchos), de rodillas, descansamos a los pies de Morfeo en la grandilocuente candileja de tu Santa Hora. ¡Claro que existe el incienso que purifica nuestra desdeñada vida! El Viejo Sobreveedor, que dice regir en el amor, me aparta de su mirada con un tierno y risible empujón. ¡Inquietante disfraz!

»¡Por supuesto que existen rumbos por los cuales transitar, siempre y cuando así ellos lo deseen! ¡Sin duda hay “justos” que aplastan, con el hebijón de su inconclusa espiritualidad, al prójimo cercano para algún día poder llegar!

»Este “Huerto del Señor” no yugula el displacer de más de un intelectual que, con refinadas soserías y bien estructuradas paráfrasis, hacen emerger un infernal paroxismo en medio de las cuitas de quienes los escuchan. ¡Claro que hay estafermos que se entristecen de vero por no haber ayudado al que ebrio cayó y sangró! Mirad que, entre las pruebas, el albo lienzo grafías de semblanza ostenta. ¡Sin duda, mortales existen que todo de reyerta dominan; no obstante; de amor aquejan la más infame de sus dolencias!

»Esta es tu miserable casa, Señor, Creador de los zopencos y malogrados; Dios de la cínica realidad del dolor, esa que atrofia y agobia. Días eternos, en la infinitud del tiempo, de horror interminable que tienen el cansancio, el temor, el odio, la amargura y el fastidio del que espera, solícitamente, su propia muerte.

»La oscura nube gris; el bucólico campo; el desconsolado hombre; la chica que vino se sentó, otro día, otra hora. Si dejo de escribir tengo la certeza de que todo volverá a comenzar. ¡Qué desgraciado soy, y nadie lo sabe! Ni yo, ni ella; ni quien prometió amor y cariño. De nuevo de la súplica a la realidad. ¡Pobre de mi alma!».

Simétrico en mis expectativas y coyuntura, si no llegases a coordinar con estos, prescribe de mi vida pues no me cautiva tu absurda insinuación; no pretendas dejarme entre renglones ya que para mí la oscuridad enclaustra luz, en la médula de su regazo, así como la soledad, sádica e impenitente, incapaz es de franquear el baluarte de mi corazón. Et sine te!

Cuarto cántico de Prometeo: Revelaciones.

Como me era difícil dormir, tuve que abrir lentamente mis ojos. Para mi sorpresa, estos me contemplaron recostado a la fría pared de un calabozo fatídicamente vacío y silencioso. ¿Dónde me hallo? ¿Acaso será esto la escena de un surrealista cuento de hadas, desconocida maldición o narcótico desenlace? No puede existir la posibilidad de sosegarme pues gimoteo incontrolablemente de incertidumbre; la congoja, poco a poco, menoscaba mi orgullo. Soy una cosa, solo un pestilente pedazo de carne. Sin duda: ¡me hallo en un pequeño costado de una anónima celda! Y presiento que seré miserablemente ejecutado en una insensible horca.

¿Por qué me hallo en este pavoroso lugar? ¡Qué ansiedad! Con incrédulo deseo me acerco, quejumbroso por los tormentos de la muerte, a la ventanilla ubicada en la puerta de la prisión pues anhelo de la forma humana su pronta visión. A pesar de mi ferviente esperanza, afuera solo espesa bruma puedo apreciar. Más que por el enloquecedor frío, abatida es mi alma por macabros e incorpóreos ecos que rugen, cual fantasmagórico depredador, por derredor. Aunque el Todopoderoso me niega la posibilidad de ver, el mismísimo Lucifer agudiza mi audición al proferir desgarradores gritos de dolor y desesperación.

Quiero estar vivo; gritar una verdad; descubrir, fundar. ¡Los oigo! ¡Qué infortunio pero claramente los escucho! Y esto hace que camine, describiendo perturbados círculos, mientras reflexiono sobre mi pasada existencia al compás de mórbidos susurros. Tengo, en el nombre de Dios, que hacer lo imposible por andar. ¡Es… mi última hora, estoy seguro! ¡Qué lástima! ¿Verdad?

Desesperado y como sujeto a esporádica mutación, corro veloz hacia la ventana posterior de la asfixiante mazmorra con el firme propósito de exigir indiscutibles respuestas. ¡Al fin! Desde esta tronera de la torreta donde estoy, puedo observar, más allá de la torre flanqueada y de la grisácea barbacana, el aterrador cadalso construido para mí. ¡En el nombre del Altísimo, sufro amargamente y nadie es capaz de compartir mi infortunio! ¿Y cómo? Mi hogar es un macabro, frío, oscuro y solitario calabozo. Extrañas sombras satanizan mis pensamientos mientras mi vista es nuevamente obnubilada por la repentina aparición de inoportuna y condensada niebla.

Cual apropiado atuendo acorde a la ocasión, mi cuerpo es abrigado por un irritante helor fruto del más agudo terror, y en mi boca un amargo sabor de caprichosa impotencia. ¡No sé qué es ser libre! Soy un producto desechado y olvidado de la sociedad. ¿Por qué he de haber nacido? ¿Para qué? ¡Para qué!

Oigo pasos que presuntuosamente se acercan a mi puerta. ¿Qué sucede? ¿Ya es la hora de reencontrarme con mi Creador? Sí, escucho cómo el levita de turno profiere melodiosas y repetitivas letanías en latín. ¿Qué puedo hacer? ¡No quiero morir! Muy a mi pesar, se detienen exactamente frente al atrio de mi encierro. Sin mediar palabras de consuelo con esta espantada entidad, abren la puerta de mi celda. Cierro los ojos para así morir un poco más, y nada sucede. Nadie entra ni platica.

¿Qué les sucede, miserables sádicos? ¿Por qué me hacéis sufrir de esta manera? ¡Habladme, malditos payasos del averno! ¿Por qué me odiáis? ¿Acaso vuestra justicia no soporta mirar detenidamente mi interior? ¡En el nombre de Dios! ¿Por qué hacéis esto? Cada minuto muero un poco más. Este repugnante ser a gritos les pide la verdad, o por lo menos la mía; la experiencia que me permita lo verdadero. Quiero, de una vez por todas, alcanzar aquel (o aquello) que todos vosotros, hermanos de una «ordenada vida recta», no han querido ni podido conseguir. ¡Es tan difícil!

Intimidado por el perturbador silencio, abro mis ojos percatándome de que la puerta sigue abierta como implorando mi fuga. Miro alrededor e incrédulamente me acerco a mi libertad. Traspaso los linderos del frontispicio y allí, nuevamente, me topo con la espesa bruma que apenas permite observar mis manos y pies. Ansioso, camino en línea recta tanteando la incorporeidad que me rodea; después de algunos pasos, ingreso a un área sin niebla. ¿Cómo es posible? ¡He regresado a mi calabozo! Iracundo, vuelvo a salir pero esta vez sigo la ruta de mi derecha; retornando, misteriosamente, al mismo desgraciado sitio del cual partí. Sin entrar en pánico, desesperadamente intento huir pero ahora por el lado izquierdo; terminando, de nuevo, en la omnipresente galera.

Subrepticiamente mi esquizofrenia aumenta a tal grado que me torno insoportable a mí mismo. ¡Solemnemente denigro de ti, vengativa Divinidad, por haberme preparado tan inmisericorde sino! ¡Que tus recuerdos se pudran en la mente de mi olvidado cuerpo! Siento tanto frío, un helor que me encoleriza. ¡Es tan atronador tu silencio! En medio de mi solipsismo, sucio y apestoso a deseos, me doy cuenta de que es mi deber, cual dolorosa inmolación, cerrar la puerta de mi calabozo y aceptar agonizar entre sus tapias. ¡Es demasiado tarde para el arrepentimiento! Como funesta dádiva de consolación y por haber abierto muy bien mis ojos al misterio, desde ese instante pude recordar todo lo bueno y hermoso de mi sobrevenida vida.

¡Padre, por favor! ¿Por qué de mí alejas la curativa muerte? En esta infernal ergástula únicamente puedo escuchar la soledad mientras el tiempo transcurre monótonamente despacio. Ni siquiera me permites conocer, de mi defunción, el día de su acontecer. ¡Detengan todo esto, por favor! ¡Obstaculícenle! Estoy abatido de rodillas y con lágrimas áridamente secas. Tan solo unos trapos por cama tengo; un par de grilletes como compañía, y mi tierna amiga la soledad. Mi ferviente y leal amante.

¡Ay de esas inmortales vergüenzas que proliferan el presente! A toda hora atormentan a este miserable cuando osa perpetrar cobarde huida muy dentro de su interior; aunque poseyendo arte para su desaparición, le es negada su hecatombe pues etéreas almas pretéritas, que en el hoy se manifiestan, lo vedan.

Epitafio: al final y sin desearlo, esa ralea de «Monstruo más Bello del Mundo» (como luego muchos lo denominaron) pudo comprender quién lo había colocado en el Calabozo de la Desesperanza: él. ¿Prevaricando así de su puesto en la vida? Aun así, el monstruo quería vivir. ¡Tierra a la tierra, y polvo al polvo! Inexcusable es desdeñar: peligroso es, al monstruo, cazar; pero horrendo cuando ellos a ti acechan.

Quinto cántico de Baal Teshuvá: ¿Por quién tañen las campanas?

La bucólica paz de la muy apacible aldea alboroza en deseos al ver cómo el alba irrumpe, sonriente, en un esplendoroso nuevo día. Tras la colectiva petición de retardar los vigílicos efectos del amanecer, el emisario del rey corteja a la brillante aurora mientras absortos admiramos la concreción de tu ser. «¡Levantemos a la chiquilla nuestra!». Le exclama el No-Ser a la inocente Esperanza; mientras afuera, sobre el puente de la villa, un elegante y cortés caballero saluda como quien mendiga gratas noticias.

«¡Buenos días; buenos días!». Le musito a la durmiente mientras sacudo el bellísimo cortinaje de su habitación. Menos mal que la despensa despierta en el preciso instante en el cual, oportunamente, te obsequiamos apetitoso desayuno que por ti esperaba; de repente, un atribulado eclesiástico entra presuroso, con parte del roquete sucio, bendiciendo el presente en el cual naciste.

Extasiado me hallo al encuentro de juguetonas hadas que cuidaban tu pacífico descanso. Detrás de la puerta descubro a más de un pequeño demonio que desea robar un poco de tu candidez. Retomo mi conocimiento y, pidiéndole a los dioses que se preparen para tanta lindura, saludo a la larga falange de soldados que contemplan a nuestra niña a través del cristalino ventanal de la vida. Bailoteo y encamino mi canto al rumbo preciso de la felicidad pues hallo en el interior de mi hogar, y no fuera como muchos lo decían, a la heroína que con añejo anhelo andaba buscando.

 

La comarca entera entona cánticos de alegría pues nuestra larga espera ha llegado a su fin; entre tanto, apresurado cuelgo infinidad de guirnaldas, como si fueran estratégicas trampas, con las cuales espero atrapar alguno de tus finos cabellos. Me quedo atónito cuando una bulliciosa multitud de alegres gnomos baila la posibilidad de ser majestad en el orden natural de esta radiante vida. «¡Buenos días; buenos días!». Le expreso al ángel que está a tu diestra a ver si capaz es de vocalizar antífonas de regocijo.

El solemne querubín me balbucea en enigmático lenguaje celeste: «una vez pensé que ya era la hora de ser grande». Es indudable que aquí estoy y por esto no reconozco quien antes era. No sé si sea el tiempo o la inquietud aquello que me haga olvidar; lo único verdadero para decirles es que, con toda el alma, deseo ser.

En el escondido rincón de mi espíritu, emerge solitario un espanto por la densa niebla de mis recuerdos. No sé qué me puede faltar, aunque escucho el innominable ruido de todo lo ausente. ¡Y es solo mi culpa! Mi cuerpo desangrado, gota a gota, arde furiosamente en impaciente ansiedad de volver a la pasada, que no antigua, vitalidad. Ser aquel feudatario de la divinidad, aunque sea una solapada mentira o parte de horrible pesadilla. ¡Oh, mi buen Dios; qué crédulo fui! ¿O no?

No lo repitas, aciago destino, pues es solo un buen momento de mi espíritu; un punto recorrido, con heroísmo, en el interminable océano de la imperecedera nueva dicha, en colmado sentimiento de ser durante cada uno de mis cotidianos instantes; parte completamente indispensable en la gloriosa y armónica felicidad del descomunal cosmos. Penetrar en la increíble hendidura de mi propia naturaleza, pletórica de la hermosa libertad del que rige como soberano en la comprensión.

Solo gozo cuando para ti, amado Señor, existo; ya que no entiendo, aun en mi torpeza, lo mediocre pero a cada respiro, aun en mi flaqueza, me capacitas para el heroísmo. No puedo decir el por qué estoy aquí, Padre de la Misericordia, pero si así lo deseas te viviré el para qué. ¡Permíteme!

Sexto cántico del Príncipe Spes: La ilegítima princesa.

Siento que debo escribir aunque podría llorar, es mi mundo el que terminó en un abrupto e indeseado suspiro. Recuerdo los viejos lugares compartidos alegremente por dos, las antiguas escenas, los pasados sonidos de alegría en pareja, las refrescantes fotos que nos intentaron eternizar en dicha; entonces, medito que en mi sangre hubo, tanto como hoy, mucho deseo de seguir esforzándome para ser contigo en nosotros.

Qué drástica es la vana esperanza, la fatua alegría. ¡Oh amada mía; oh querido amor! No sé si te vuelva a ver y ni idea tengo si quiero que eso suceda; creo no poderlo decir nuevamente pues hasta mi cuerpo sufre inconsolablemente tu ausencia. Me gustaría que estuvieras aquí y ahora conmigo, recordado amor.

Es solo una fatídica ilusión. ¡Qué lástima! ¿Verdad? Quisiera que todo fuera lo necesariamente diferente para nuestro presente y futuro bien. Tú estás tan ausente, despreocupada, fría e indiferente. Lo presente no comprendo cuando vivencié el ser todo para ti; y ahora solo soy un horrible pasado que quieres, a toda costa (cueste lo que cueste), olvidar. De la gloria de tu amor a la eterna agonía de tu provocada ruptura.

¿Por qué siento esto por ti? Aún eres todo lo humano para mí. Un día nosotros lo comenzamos, de allí el mérito en lo alcanzado, y es hoy cuando la amarga verdad comprendo: ¡gracias! Debo empezar una radical y nueva vida, aunque sin ti. ¡Qué lástima! ¿Verdad? ¡Cuánto te extraño! ¡Cuánto te deseo! ¡Y sin ti!

Te adeudo una armoniosa balada de amor por no haberte dado todo lo que debí, mi inolvidable princesa. Eso sí, como caballero reconozco cuando no luchar más por difunta soberana; con lo cual, su título nobiliario queda libre para ser reclamado por otra oportuna dama. ¡No lo dejes morir! Qué trágico es para este hidalgo regresar, sin razón, derrotado por una batalla que no luchó. No importa. ¡Regresará! Lo importante de hoy es retornar.

Mi mente, como dependiente adicta, añora cualquiera de tus recuerdos. ¿Y cómo no? ¡Te necesito tan cerca y viva! ¿Por qué, color de mi existencia, flor de mi paradisíaco vergel; por qué te empeñas en decirme adiós? Y pensar que mañana será hoy nuevamente en mi desesperanza sin ti. No hay lugar en la tierra donde pueda huir de tu evocación; por esto, de nada me sirve desaparecer, de nada desertar. ¡Estoy tan agotado, y es solo el comienzo!

Intentaré sobrellevar los momentos en los cuales, al recordar tu nombre, se me delinee una pícara sonrisa en mi rostro. Enmudeceré toda vez que el nuevo amor me dedique tu mismo caminar de alegría. Me resignaré cuando me dé por vencido ante la sabida desgracia de no encontrar un reemplazo que te sustituya. Seduciré, con afanadas lisonjas, a la fémina soledad; buscaré en ella el pago de haberte perdido para siempre pues la suerte está echada.

Con mis labios mudos de sufrimiento, te lloraré en interminable luto mientras, en intrépida arremetida, balbuceas la eterna negativa de tu regreso. ¡Cuán increíble es! Seremos vasallos del sufrimiento pudiendo ser señores de la alegría. ¡Lloraré; parece mentira! Gimotear cuando te siento tan dentro de las más íntimas fibras de mi abatido ser. ¿Sollozar cuando tu solo pensamiento me llena de vida? ¿Morir cuando tú también sientes lo mismo? ¿Cuando tú me amas tanto o más que yo a ti? ¿Por qué, amada mía; por qué?

La suerte sigue echada y sin ti. Pues, aun así, lo haré. Debo ver adelante; solo son mis huellas la que atrás dejo. Tengo, en el nombre del Altísimo, que sonreír aunque cada parte de mi entidad pida a gritos la resulta de todo lo que he hecho para estar vivo; no lo debo ocultar. Ninguna fuerza se compara a la entusiasta aceptación de la muerte. Soy feliz. ¡Humano de alegre sentir! Dispénsenme pues los fallecidos de mi bienestar; no obstante que yo haya mentido antes, hoy no.

Adiós, amor de mi vida. Quien no siempre te amará. Tú echaste la suerte de los dos, y sin ti. ¡Como si fuera más que un sentimiento! ¡De esta manera será!

Séptimo cántico del Mago Atavar: Justa de los diez zarandillos.

A vuestra mayestática presencia, con amor respetuoso, le imploramos nos perdone el tener la venturosa osadía de escribirle estas lacónicas líneas pues oportuno nos parece que conozca los pormenores de nuestra búsqueda.

Bella y muy linda princesa, en el Reino del No-Ser (Terra Spes) nos preocupaba sobremanera ver cómo nuestro taciturno príncipe penaba, con dolorosa agonía, debido a la falsa que, impúdica y sangrienta arremetió (cual voraz áspid), contra la convulsionada vida suya.

«¡Debemos hacer algo!». Nos dijo Joseph el Cruzado cuando, de repente, apareció el ágil pero torpe mago Atavar informándonos: «cuenta la más antigua de las leyendas que en el Mundo del Ser hallaremos a la muy esperada princesa nuestra». En ese momento, Ireneo el Templario despierta de un codazo al adormilado astrólogo Astrolix con el fin de que este confirmara lo dicho por el hechicero de la corte. «¡Sí, es muy cierto lo que dice Atavar!» acotó, ahora sí despabilado, el amodorrado astrólogo.