Viajes a los confines del mundo

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—Vengan afuera —ordena.

Fuera, el mariscal de campo Johnson está dirigiéndose a cincuenta o sesenta de sus hombres. «Violad —grita—, ¡y os mato!» ¡Sí, señor! «Saquead, ¡y os mato!» ¡Sí, señor! «Robad, ¡y os mato! ¡Joded a alguien, y os jodo yo a vosotros!» ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! De pronto, hace gala de una elocuencia inesperada, los exhorta a aguantar, a aceptar su misión, «a estar dispuestos a arriesgar la vida para que vuestro nombre pase a la historia…».

Finalmente, se despide y se marcha de forma abrupta, sonriendo. Dentro, se reanuda el concierto. «Oh, how I love Jesus —cantan los rebeldes—, because he first loved me…» («Oh, cómo amo a Jesús, porque él me amó antes a mí.»)

¿Y qué pasa con la cinta?, le preguntan los periodistas al oído, mientras él no deja de cantar y rasguear la guitarra. ¿Vamos a ver el resto de la cinta?

Acto seguido, empieza otra rueda de prensa. Johnson se sienta en el mismo escritorio desde el que interrogó al presidente Doe.

—Creemos que ahora no es el momento de ver el resto de la cinta —explica.

—¿Qué van a decir sobre el mariscal de campo en sus artículos? —quiere saber su agregado de prensa.

Con delicadeza, los periodistas tratan de hacerle ver que, digan lo que digan, dará mala impresión que no les haya mostrado el resto de la cinta. Corren rumores de que al presidente le faltaba algo más que las orejas.

—No le cortamos los genitales —insiste Johnson—. No lo fusilamos. Lo encerré en el baño, atado. Se pasó toda la noche gritando, pidiéndome que lo soltase. Pero él era un hombre con formación militar. Esas tácticas no funcionan con gente así. A las tres y media de la noche, falleció.

Efectivamente, Max Hill, uno de los médicos de la clínica Island, adonde se llevó el cadáver, confirmó que Doe murió de resultas de las heridas o de miedo. Que no fue ejecutado.

—En la cinta no se ve nada más —insiste el agregado de prensa—. Solo las últimas preguntas que le hicimos.

Aun así, dicen los periodistas, aun así… Habría que verla entera.

Johnson se pone en pie y abandona la estancia.

—Veremos el resto —anuncia el agregado.

La cinta pasa rápidamente a otro momento del interrogatorio, varias horas más tarde. Doe está desnudo, a excepción de un taparrabos de trapo húmedo, le faltan las orejas, sigue atado como antes y está sentado a orillas de un río. Cada dos por tres pierde el conocimiento y la cabeza se le cae sobre el pecho ensangrentado.

—Si me aflojan las ataduras… —repite todo el rato—, si me aflojan las ataduras…

—Podemos desatarte los codos —le dice un ayudante—, pero no las manos.

Prince Johnson no parece hallarse presente en esa parte del interrogatorio.

—¿Qué hiciste con el dinero del pueblo de Liberia? —siguen preguntándole.

—Me duele todo, me duele todo —responde el presidente.

—¿Qué le hiciste a la economía? —repiten ellos.

—Por favor, séquenme la cara —dice, y un joven rebelde le enjuga la cara y el cuello con un paño. Esto hace enfurecer al ayudante.

—¿Por qué lo secas? —pregunta.

—No lo sé —dice el muchacho.

—¿Por qué lo has hecho? —dice el ayudante.

—Lo siento —dice el muchacho. Parece incapaz de recordar los asesinatos y la depravación que le han acarreado la ruina al presidente.

—¿Por qué le has secado la cara a ese hombre? —inquiere el ayudante.

Pero hasta el ayudante parece caer en la cuenta de que esa persona, despojada de sus herederos, de su cargo, de su ropa, privada de su orgullo y hasta de algunas partes de su cuerpo, ya no es el criminal Samuel K. Doe, sino un hombre reducido a una esencia anónima e inocente. El presidente pierde el conocimiento, le echan agua en la cabeza con un cubo y continúa suplicando: «Si me perdonan la vida, se lo contaré todo…».

Es ya bien entrada la tarde. Sirven un almuerzo en cuencos de plástico que los periodistas sostienen entre las manos con cierto recelo.

Esa noche no llueve nada. Se acerca la estación seca. Pronto se acabará el agua y la situación será desesperada de verdad. Es cuestión de días que la CEDEAO vaya a por Charles Taylor. Es difícil predecir el destino de Prince Johnson, pero a poco que Liberia recupere la cordura, no cabe esperar que sobreviva, a menos que salga del país.

Ha oscurecido, pero el retronar de las armas no cesa. Ha terminado un breve alto el fuego. En Mamba Point, para no ponerse en el camino de las balas, los periodistas se alojan en un piso sin agua ni luz, como todos los pisos, pero bien arreglado, un apartamento de lujo abandonado por el personal de la embajada estadounidense. Escuchan los noticieros internacionales con sus transistores; el mundo entero está en guerra, o preparándose para la guerra, o tratando de salir de alguna guerra: guerras civiles, guerras tribales, incluso, en Oriente Próximo, por fin, la Tercera Guerra Mundial; disputas fronterizas, choques entre facciones, bombardeos de castigo, guerras santas; conflictos que hay que fotografiar, catalogar, monitorear, sacar a la luz, solo que en los periódicos no hay espacio para cubrirlos todos, ni siquiera la mitad. La cuota de tiempo que Liberia tiene en las ondas es más bien escasa. Aun así, los periodistas se acurrucan junto a sus pequeños equipos de radio con la esperanza de oír noticias referentes a esta guerra africana, como si las noticias llegaran de alguna región remota y su fuente no fueran ellos mismos. La pregunta es: ¿dónde está Liberia? ¿A alguien le importa?

HIPPIES

A PESAR DE TODO, presentía que la International podía aguantar un último viaje. Dos de los amortiguadores habían reventado, el bastidor tenía grietas y gran parte del sistema eléctrico no funcionaba. El trasto era de 1970 y llevaba una temporada sin rodar, pero de algún modo presentía que le quedaba un último viaje. Y Joey decía que esa gente a la que había conocido en Austin lo recogería en Long Beach de camino al Encuentro Arcoíris en un bosque nacional del centro-norte de Oregón. Antes lo llamaban el Encuentro de las Tribus: decenas de miles de hippies en un bosque, siete días de Paz y Amor. Más de seiscientos kilómetros hasta mi destino: una distancia seguramente al alcance de la International, que a lo mejor hasta podría cubrir el trayecto de vuelta a casa. Se sentía que le quedaba un último viaje.

¡Paz y Amor! En los setenta, aquel tipo alto, enclenque y miserable de Iowa City tenía un póster con el signo de la paz en el que se veía una Y del revés, el símbolo de la paz, a la que con un rotulador le había pintado las aspas de una esvástica y en cuyo lema de Paz y Amor podía leerse ahora: PAZ EN LA ACCIÓN/AMOR AL DINERO. Jamás lo olvidaré… Yo, que tanta paz y tanto amor he tenido, y que nunca he acabado de creer ni en una cosa ni en la otra.

El Misterioso Mensaje Mágico para ir al Arcoíris me había llegado a través de un par de personas, no solo de Joey y nuestro pasado adolescente. Mike O, un amigo mío del norte de Idaho, llevaba tiempo insistiéndome para que fuera. Mike O, la viva imagen de míster Natural: Mike el Descalzo, Mike el Subterráneo, uno de los originales, ya casi sesentón; su pelo blanco no ha visto una tijera ni un peine desde sus años mozos y su barba blanca parece dotada de vida propia. ¿En qué momento nos hicimos tan viejos? Seguramente la culpa la tiene todo ese tiempo que estuvimos riéndonos de nuestros mayores.

¿Cuánto hacía que no veía a Joey? Él y yo nos habíamos pegado juntos nuestro primer viaje de ácido: Carter B y él, y yo y Bobby Z. Con Carter llevábamos casi treinta años sin vernos. Con Joey, desde… buf, desde el 74. Yo ese verano estaba con Miss X. Bobby Z y Joey se presentaron en aquella caja calorífica donde vivíamos, situada en una segunda planta. Me debían una visita intempestiva, por lo menos Joey, ya que Bobby y yo habíamos invadido su casa dos años antes, cuando vivía en las laderas de Hollywood y estudiaba —o quizá ya trabajaba— para ser una especie de peluquero.

—¿Qué queréis? —dije al abrir la puerta—. Aquí no podéis quedaros.

El piso solo tenía un dormitorio, una cocina del tamaño de un baño y un baño del tamaño de un armario. Y no había armarios.

Miss X y yo siempre estábamos a la gresca. Cada vez que alguien llamaba a la puerta teníamos que dejar de gritar y poner buena cara.

—Es que estamos economizando espacio —dije cuando vi quién era esta vez.

—Se nota —dijo Bobby.

Joey tenía el estuche de la guitarra de pie a su lado y el brazo apoyado encima, como si fuera un hermano pequeño. Miss X estaba detrás de mí, resollando fatigosamente y con el rímel corrido por las mejillas, radiante de lágrimas y furia, con las pestañas húmedas como estrellas a punto de estallar.

Resumiendo: tres o dos o una semana más tarde monté una escena durante la cual lancé vagas acusaciones que obedecían sobre todo al calor de agosto. La cosa terminó con Bobby Z y Joey dirigiéndose al norte, hacia Minnesota, llevándose con ellos a Miss X.

Yo estaba ocupado rasgando el estor de la ventana con un par de tijeras cuando bajaron por la escalera de atrás, y no volví a ver a Bobby hasta hace cinco años, en Virginia, enfermo en su lecho de muerte; a Joey no lo he visto desde entonces.

Tiene gracia, pero Joey me llamó anoche desde Huntington Beach —dos años después de este viaje con los hippies que me propongo describir— nada más que para saludar, en parte, y en parte porque su banda se ha separado y se ha metido en Alcohólicos Anónimos y ha empezado a medicarse para la depresión y necesita un sitio donde quedarse, porque no tiene casa. Mencionó que había recibido noticias de Carter B. Carter le dijo que tiene hepatitis C y que cree que a lo mejor yo también, porque debió de pillarla tiempo atrás, cuando compartíamos agujas de chavales. Yo me encuentro bien. No me siento enfermo. Pero tiene gracia. Pueden pasar treinta años, y las decisiones del pasado nunca dejan de amenazarnos.

 

La International pincha un neumático en Hanford, Washington. En el asfalto hace tanto calor que se me embota la cabeza y me olvido de volver a poner las tuercas después de cambiar la rueda, con lo que la llanta se suelta y se pasa un buen rato rajando la goma, hasta que me doy cuenta de lo que está ocurriendo, me paro en el arcén y me veo obligado a empujar el trasto durante casi un kilómetro hasta que encuentro un garaje donde puedan arreglar el estropicio. El caso es que la camioneta todavía funciona. Cuando llego a las montañas, empiezo a alegrarme por haber aceptado. Nuestros vehículos, nuestros poblados y nuestro comercio parecen miniaturas a la sombra de estas montañas… ¿ERES LIBRE?: una furgoneta Volkswagen con matrícula de Minnesota en la población de Mitchell, de una sola calle, no lejos del Bosque Nacional Ochoco. Cinco jóvenes veinteañeros y un perro, repostando.

El extremo oriental del bosque Ochoco parece bastante tranquilo, un buen ejemplo de la administración pública de la naturaleza: carreteras estrechas con el asfalto intacto y zonas llanas de acampada repartidas a los lados. La web del Encuentro Arcoíris incluye un mapa para llegar a la zona más salvaje de la montaña, donde una pista de tierra conduce hasta una nube de polvo donde cientos de camionetas, furgones y pequeños turismos destartalados han estacionado siguiendo las indicaciones de un grupo de jóvenes piratas de asilvestrado aspecto que se resguardan, con sus radios de mano, bajo un toldo de plástico y una bandera sucia e ilegible. Incluso aquí, donde los asistentes esperan a que las furgonetas-lanzadera los trasladen montaña arriba hasta el lugar del encuentro, o donde se echan las mochilas al hombro para emprender el ascenso a pie, vestidos todos con las cenizas de sus mejores prendas, largas faldas y camisetas desteñidas, como los hippies de hace treinta años, incluso aquí reina una especie de anarquía tercermundista: el cobertizo de postes y lonas, la gente con los ojos brillantes, los que se echan por el suelo, los que caminan sin rumbo, las explosiones repentinas de locura, solo que esta es una locura más alegre y festiva que furiosa o violenta. La lanzadera pasa por varios controles donde unos hippies con aire autoritario y circunspecto se aseguran de que nadie, por pereza, suba con su propio vehículo e impida el paso a otros. Pasamos el primer campamento, el Campamento A, el único lugar donde se permite el alcohol, si bien esta limitación es de carácter voluntario y nadie está dispuesto a velar por que se cumpla. Pasamos más campamentos con tipis, tiendas de campaña, cabañas hechas con ramas y lonas de plástico, y llegamos a un cartel de BIENVENIDOS A CASA que se alza al inicio de un sendero. El sendero conduce a una zona de claros y arboledas adonde un ejército de hippies, nadie sabe exactamente cuántos, han ido a celebrarse a sí mismos, básicamente, al menos por ahora, vagando de un lado para otro, sendero arriba y sendero abajo, paseándose por las cocinas instaladas bajo una serie de toldos caseros y marquesinas de tela que hacen las veces de centro de reparto de alimentos, donde quienes desean dar sirven a quienes necesitan tomar. Mike O me ha aconsejado que me lleve una gran taza esmaltada, una cuchara y un saco de dormir: para gorronear con confianza no hace falta más. Aquí el dinero no cambia de manos, o por lo menos esa es la idea, todo funciona a base de trueques. De todos modos, llevo un par de cientos de dólares en el bolsillo, pues es posible que a Joey y a mí nos dé por pillar hongos para alcanzar juntos algún tipo de comunión espiritual por la vía de los agentes químicos exóticos, como en los viejos tiempos, y la gente dirá lo que quiera pero yo nunca he visto a nadie que dé droga a cambio de nada que no sea sexo o dinero contante.

Las cifras que se oyen varían considerablemente y para todo hay once opiniones distintas: que si estamos a 1.200, a 2.000 o a 2.400 metros de altitud. En cuanto a los asistentes, se habla de entre 10.000 y 50.000 personas. En fin, pongamos algo más de diez mil hippies deambulando por la América deshabitada, como hacíamos en Telegraph Avenue, en Berzerkely hace casi treinta años. ¡Sí! ¡Siguen igual! Siguen moviéndose y buscando, rastreando las avenidas a por amistades fugaces y buenos subidones, curtidos y sucios y demacrados, los mayores rondando los cincuenta y las nuevas generaciones entre la adolescencia y la veintena, siguen con sus mochilas, los pies descalzos, el pelo enmarañado, sus filosofías de segundo de carrera, sus ojos relucientes, sus perros con nombres como Plomo y Bandido y Cucaracha y Kilo y Estrella Oscura. Y cuando se cruzan se dicen: «¡Que el amor sea contigo!». ¡Que el amor sea contigo! Vale para todo, para el que llega, para el que se marcha, para el que pasa, como «aloha», y cualquiera puede salirte con eso en cualquier momento y a propósito de nada, como un enfermo de Tourette. La gente no deja de decirlo.

Repartidas a lo largo de un kilómetro y medio cuadrado en la zona de Indian Prairie del Bosque Nacional Ochoco, encontramos los postes y toldos de las cocinas, así como los campamentos de varias tribus y familias y clanes de hobos más o menos espontáneos: la Cocina Elvis, la Cocina 12 Pasos, la Granola Funky, la Avalón, la Greenwich Village. El mapa situado cerca de la entrada, donde está el cártel de BIENVENIDOS, enumera e indica vagamente la localización de los distintos grupos que desean ser localizados y que han informado de su emplazamiento a alguien situado en alguno de los anárquicos estratos que van desde los Ancianos a los niños:

 Aloha

 Pez Oso

 Estación Gloriosa Rehidratación

 Brebaje Ja-ja

 Café Cannabis Confusión

 Café Carnívoros

 Cibercampamento

 Campamento de las Hadas

 Asamblea del Libro Eterno

 Tetería de Mala Muerte de Madam Frog

 Tribu Northwest

 Tribu Ohana

 Ohmklahoma

 Shama Lama Ding Dong

 Burbuja Solar Arcoíris

 Tribu Sorda

 Cocina de Jesús

 Ida No & Amy Kemekuentas

 Familia Libre

 Iglesia de la Cabeza Sagrada

 Tribu BC

 Doce Tribus [con Estrella de David]

 Campamento de las Gracias

 Campamento de la Discordia

… aparte del infame «Campamento A», el único sector cuyos residentes temporales han acordado entre ellos que el alcohol sea uno de sus agentes químicos de la felicidad.

Alcohol: Cerca del aparcamiento hay un sitio llamado «Campamento A». En el Arcoíris somos partidarios de «amar al alcohólico, no el alcohol». El alcohol (y las drogas duras) provocan cambios en la personalidad. A veces las personas pierden el control sobre sí mismas. Por tanto, os pedimos respetuosamente que dejéis el alcohol en el Campamento A antes de dirigiros a las zonas principales del encuentro.

Eso es lo que pone en la Web No Oficial del Arcoíris. La zona controlada por las tribus Arcoíris —como siempre, sin permiso alguno del Servicio Forestal—, aparcamiento incluido, comprende algo más de seis kilómetros cuadrados. Los abnegados, esos que reparten comida y se ocupan de las cosas en la medida en que es posible ocuparse de ellas; esos que instalan las letrinas portátiles y las duchas y los puestos de primeros auxilios y esos rótulos rudimentarios como el mapa-directorio o el pequeño cartel donde se ilustra cómo los gérmenes pasan de la mierda de perro a las moscas, de estas a la comida y de ahí a los dedos y la boca de la gente, a la vez que aconseja lavarse las manos para interrumpir dicho proceso; esos que hacen que todo esto sea posible empezaron a instalar sus campamentos más o menos una semana antes de que aparecieran los primeros celebrantes de a pie, los gorrones, esa panda de gente que, como yo, simplemente se materializa, guarda sus cosas bajo un matojo y sale por ahí con su tazón esmaltado para que alguien se lo llene de cereales calientes, por ejemplo los harekrishnas, que con su atuendo anaranjado y su cabeza afeitada reparten entre trescientos y cuatrocientos almuerzos cada uno de los días que dura el festival.

Joey y yo hemos quedado en encontrarnos en el campamento de la tribu Ohana, una familia nómada de una veintena de miembros que recorre Norteamérica en caravana alojándose exclusivamente en bosques de propiedad gubernamental, como el Ochoco. No consigo dar con Joey y no tengo motivos que expliquen mi presencia ahí, pero a los adolescentes que parecen integrar buena parte de los Ohana los trae sin cuidado dónde plante mi tienda y no parecen tenerme en cuenta el hecho de que parezca un miembro de un equipo de televisión: pantalón corto verde oliva, camisa caqui, gorra de béisbol y zapatillas de correr. Eh. Incluso calcetines. Por lo demás, tampoco parecen interesados en conversar conmigo. A primer golpe de vista entienden que no tiene sentido preguntarme si tengo grifa. Ohana significa algo en hawaiano, dicen. Paz. O Amor. No están muy seguros.

He localizado a Joey. Está idéntico, solo que más viejo, igual de triste, o quizá más, no en balde han pasado treinta años y tiene más razones para estarlo.

Joey y yo nos sentamos enfrente de mi tienda, en el suelo, mientras él afina. Lleva décadas actuando como profesional y ya casi nunca toca por simple diversión. Pero bueno, por complacerme… Cantamos unos cuantos temas antiguos mientras, a un par de metros de nosotros, los Ohana adolescentes encienden una hoguera y empiezan a hostigar amablemente a todo aquel que pasa, por si lleva algo de droga.

Es 2 de julio y cabe suponer que todo aquel que tuviera pensado venir aquí ya ha llegado. En el bosque no hay silencio. Puede oírse el murmullo general de varios miles de personas, como en un gran estadio, amortiguado apenas por los árboles. El cielo enrojece y muere el día y Joey no tiene más remedio que guardar la guitarra por culpa de la competencia: por todas partes empiezan a sonar tambores, y su reclamo, a ratos distante, a ratos cercano, llega desde algún punto indeterminado del bosque, da una idea de la profundidad y de la distancia, y retumba como si fuera el producto de sus pensamientos.

Pasamos trompicando entre ellos bajo la oscuridad: tambores, tambores y más tambores. Por todo el bosque, comparsas de cien, doscientos bailarines, se congregan en torno a grupos dispersos de diez o veinte percusionistas enajenados con sus congas y sus bongos y sus panderetas y cualquier otro artilugio susceptible de ser aporreado, y el ritmo se acelera desde todas direcciones rumbo a la oscuridad del espacio, hasta que hace temblar el cúmulo galáctico del corazón de Andrómeda. La amarilla luz estroboscópica de las fogatas y la sombra de los bailarines sobre el humo. Hombres desnudos con el pene rebotando y mujeres en toples bamboleando sus hermosos pechos. De vez en cuando, cuando les da la vena, alguien da un grito y cien voces entonan un aullido colectivo que, por un instante, anula la gravedad y poco a poco va muriendo.

Oímos que hace un par de noches llovió a raudales, pero hoy todo son estrellas y quietud, el humo de las fogatas se eleva entre la luz anaranjada y el suelo no resulta especialmente incómodo; aun así, acampar al raso siempre me produce una sensación desagradable: dormir al aire libre se me antoja propio de gente desesperada, pobre y solitaria; me recuerda las noches bajo aquel cartel publicitario en Wilshire, donde Joey, Carter y yo encontramos un matojo en el cual escondernos, cuando éramos unos pipiolos que pordioseaban por la Costa Oeste, borrachos de vino y soñando con estar en otra parte; me recuerda las noches pasadas en un saco de dormir en las colinas de Telegraph Avenue, cuando yo era literalmente —y digo literalmente porque mira que lo intenté— incapaz de hacer que me arrestaran por vagabundo y me metieran en la cárcel, donde al menos habría podido disfrutar de una cama y tres comidas. No consigo dormir bien en mi tienda plantada en el suelo del bosque Ochoco. Joey tampoco. A la mañana siguiente hablamos de buscar un motel. El día ha amanecido demasiado caluroso y el festival no pinta bien: hay más gente buscando drogas que colocada y a los krishnas se les ha acabado el rancho a los veinte minutos de abrir el tenderete. Joey y yo nos dirigimos a lo que llaman el Círculo: unas mil personas sentadas en el suelo —que nadie se quede de pie, por favor— a las que se les reparte una cucharada sopera por cabeza de un insulso caldo vegetal, cortesía, según parece, de los Ancianos del Arcoíris.

 

Algún día, en el cataclísmico futuro —eso dicen las leyendas del Arcoíris, que beben de las tradiciones hopis y navajas a través de la nebulosa intuición de una gente que cada dos por tres va colocada—, «cuando la tierra quede devastada y los animales agonicen», asegura la página de internet no oficial del Arcoíris, que dice remitirse a una antigua profecía de los nativos americanos, «una nueva tribu poblará la tierra, una tribu de múltiples colores, clases y credos que, con sus acciones, hará que la tierra vuelva a florecer. Se los conocerá como los guerreros del Arcoíris». Apenas veo negros o indios de ningún continente, aunque resulta asombroso ver a tanto veinteañero, como si un determinado segmento de población de los años sesenta hubiera dejado de crecer.

La Familia Arcoíris, compuesta al parecer por todo aquel que desee formar parte de ella, no solo tiene un mito, sino también un credo que Ralph Waldo Emerson ya expresó sucintamente tiempo atrás en su ensayo «La confianza en uno mismo»: «Dedícate a lo tuyo». Además, aunque no sin renuencia, han dejado que la preciada desorganización de estas celebraciones evolucione hacia una especie de estructura y una autoridad opcional, es decir, una autoridad que nadie impone, la cual recae sobre los abnegados, los que hacen posible que ocurran cosas como este encuentro y otros muchos similares que se celebran por todo el país cada año desde el primero, en 1972; y los abnegados responden ante los Ancianos, sean quienes sean estos.

En un foro de internet hay un hilo titulado «Es posible encontrar a Dios en el LSD» que termina instando a quienes participen en esos experimentos espontáneos de fomento de la comunidad a que:

 tengan confianza en sí mismos;

 sean respetuosos;

 mantengan la paz;

 limpien lo que ensucian.

Todo lo demás no es asunto de nadie, a menos que esté en juego la integridad de alguien. «En tales casos, nuestro sistema de Pacificación (lo llamamos “Shanti Senta”, no “Seguridad”) se activa para resolver la situación de inseguridad.» Aunque soy un escéptico congénito, debo admitir que, hasta donde se me alcanza, ninguna situación de este tipo se verifica en todo el fin de semana. Aparte de eso, nadie sabe decirme qué significa «Shanti Senta».

Salgo a caminar por el bosque con Mike O, que se ha pasado los últimos días bajo un pequeño toldo repartiendo información sobre el Curso de Milagros, una especie de variante gnóstica y herética del pensamiento cristiano que no reconoce la existencia del mal y cuyo texto sagrado está escrito casi por entero en pentámetros yámbicos. Mike es un tipo de pelo cano y ya entrado en años, nervudo e hirsuto, vive en las montañas de Idaho, en una casa bajo tierra que él mismo ha cavado a golpe de pala, y entre abril y octubre siempre va descalzo. Se para un par de veces a fumar hierba con una pipa, y un par de veces más a compartir una calada con alguien que pasa por ahí, porque Mike es un hippie bueno y generoso de verdad, y después de eso tiene que pararse y sentar el culo en algún tronco de vez en cuando porque se siente mareado. Nos cruzamos con una mujer imponente y completamente desnuda, embadurnada con barro negro. Ha estado revolcándose con sus amigas en un lodazal. Supongo que me habré quedado mirándola, porque me dice:

—¿Te gusta lo que ves?

—En un día lleno de visiones eróticas, tú eres la más erótica de todas —le digo. Para mí es pura poesía, pero para ella no soy más que un puto tarado.

De algún modo, los flower power estos intuyen que no estoy del todo aquí. Me ven. Y yo, creo, también los veo a ellos: en una porción de diez kilómetros cuadrados del bosque Ochoco, las desventuras de toda una generación siguen su curso. Aquí, en este grupo de entre diez mil y cincuenta mil personas que, por algún motivo, son incapaces de contarse, veo el epítome de mi generación: una generación Peter Pan mimada por unas Wendys maternales como Bill y Hillary Clinton; con una ideología confusa en la que lo Rojo y lo Verde se confunden bajo la negra bandera de la Anarquía; una generación bizca, pagada de sí misma, autocomplaciente; estrecha de miras, hipócrita, intolerante… ¡Que el amor sea contigo! Sieg Heil!

Joey y yo hemos descubierto que si nos hacemos pasar por sanitarios que trasladan suministros, los no vigilantes de los puntos de control nos dejan pasar y nos ahorramos la molestia de estacionar abajo y tener que esperar a que llegue alguna de las furgonetas Volkswagen y similares que integran el parque de lanzaderas; desde la comodidad de un automóvil, el Volvo más que decente de Joey, podemos ir y venir cuando nos plazca. Al regresar de comer una hamburguesa en el pueblo, recogemos a un chaval que hace autoestop. Dice que se aloja en el Campamento A.

—Tampoco es que me vaya el rollo de todo el día mamado —dice—, pero al menos ahí la gente entiende que yo solo vendo a cambio de cash.

—¿Y qué es lo que vendes?

—Setas. Veinticinco un octavo.

No le pregunto de qué es el octavo, sino que me limito a decir:

—¿Cuánto necesitaríamos para pegarnos un viaje él y yo?

—Oh, con un octavo vas que te matas, a menos que seas consumidor habitual y tengas tolerancia. Por veinticinco pavos tenéis para ir al infinito y más allá, te lo garantizo.

Y este es el motivo por el que ciertas personas no deberían jugar con estas sustancias:

—Mejor ponme cien pavos —digo.

Debo admitir, para consternación mía, que cuando terminamos la transacción el chaval me suelta:

—Dabuten, tío.

Ya tenemos nuestra bolsita llena de vegetación arrugada y seca, y, definitivamente, parece alguna especie de hongo. Ya en la tienda, saco la cantimplora y me preparo para dividir la mercancía, sea lo que sea, entre Joey y yo, mientras él busca su cantimplora para que la cosa baje mejor. Y he aquí por qué no puedo permitirme ni siquiera intentar coexistir con estas sustancias: le digo que voy a hacer partes iguales, pero solo le doy un cuarto. Menos de un cuarto. Ya. Nunca fui muy hippie. Y nunca dejaré de ser un yonqui.

Pasamos media hora o así sentados en el suelo entre su tienda y la mía, viendo desfilar al personal. Un poco más arriba de donde estamos, entre los árboles, los Ohana han formado un círculo de tambores y se hipnotizan poco a poco con su ritmo enfurecido. Joey confiesa que a veces se mete cosas de estas y que probablemente haya desarrollado cierta tolerancia. De hecho, no le está haciendo mucho efecto.

—Oh —digo yo.

Al cabo de unos minutos, Joey dice:

—Pues nada, que no acabo de despegar.

Yo solo puedo responder:

—Pues nada.

Estoy sentado en el suelo, con la espalda contra un árbol. Tengo las extremidades y el torso rellenos de un plomo psicodélico fundido que me impide moverme. A las cosas les salen protuberancias, como si fueran cactus. Unas protuberancias elaboradas, metódicas, intrincadas. Todo parece labrado, cada superficie está moldeada con una intención indescifrable.

La gente sigue pasando por el sendero. Todo el mundo lleva a cuestas un secreto profundamente íntimo y bochornoso, no, un chiste inconfesable, sí, y la conciencia de ello hace que sus cabezas bramen de manera insoportable, y sus almas cargan a rastras a los cuerpos.

—Poca broma esos tambores.

Todo lo que uno diga parece un eufemismo. Pero ponerse hiperbólico equivaldría a insinuar horrendamente la verdad de que no hay hipérbole posible; dicho de otro modo, es de todo punto imposible exagerar el impacto sin precedentes de los tambores. Ni el tono siniestro, divertido, impotente, derrotado, venerable, extático, sobrecogido, insidioso, incierto, feliz, criminal, resignado e insinuante de su mensaje. Sobre todo no queremos cometer el grave error de aludir a la verdad de los tambores y con ello, quizá, abrirle la puerta al pánico. Pánico ante lo definitivo, pánico ante el hecho de que en esos tambores, y con esos tambores, y ante esos tambores, y sobre todo a causa de esos tambores, el mundo se acerca a su fin. Eso es lo que no queremos ni tocar: el apocalipsis que nos circunda. Todos estos conceptos se hallan comprimidos en las palabras «poca broma», como las capas de goma que se apretujan explosivamente en el interior de las pelotas de golf.