Reconquista (Legítima defensa)

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Y ya que tenía a mano a alguien que parecía comprenderla y a quien no molestaban sus opiniones, aprovechó para explayarse a fondo.

—Mire, yo vengo de un pueblecito de La Mancha, mi abuelo era campesino y mi padre también —soltó de buenas a primeras—. Primero creo que fueron las hormigas argentinas, después las avispas asiáticas, los mosquitos africanos y los cangrejos azules o rojos salidos de no se sabe dónde, vaya usted a saber —enumeró sin tomar aliento—. Todas son especies depredadoras —afirmó de manera contundente, su nerviosismo iba en aumento y ya puestos, continuó su discurso—. También tengo un sobrino que es pescador y me cuenta que a través del canal de Suez están entrando peces asesinos que acaban con toda la pesca. —Rodrigo hizo ademán de estar de acuerdo—. Eso sin hablar de las plantas —prosiguió ella—. Y, para colmo, como no escuchamos a la naturaleza así nos va. O sea, las plantas, los bichos y ahora una invasión de humanos llegados en pateras. —No se molestaba en ocultar la antipatía que le generaban los inmigrantes—. Lo que quiero decir es que toda esta chusma que se ha instalado sin pedir permiso son aún mucho más dañinos que las plantas y las especies invasoras y como nadie pone el grito en el cielo, acabarán con nosotros más pronto que tarde.

El resentimiento que reflejaba su rostro dejaba bien a las claras que estaba harta de toda esa gente venida de otros continentes y que despreciaba todo lo relacionado con el país de acogida.

—Bueno, pues hasta mañana —dijo Rodrigo, aprovechando que ella había detenido su diatriba para tomar aire, al tiempo que depositaba unos billetes en la mano temblorosa de la señora—, póngase guapa, compre ropa nueva y vaya a la peluquería y así podrá hacer una entrada triunfal en su pueblo —añadió guiñando un ojo.

Y de repente, una fugaz sonrisa iluminó el semblante de la anciana.

Sin duda la primera en años.

Esperó a que la señora entrara en su casa y cerrara la puerta antes de reiniciar la marcha.

.

Apenas había caminado unos pasos, cuando notó alarmado cómo el contorno iba perdiendo nitidez.

Angustiosamente borroso.

A pesar de agudizar la vista todo lo posible, no fue capaz de distinguir lo que le rodeaba.

Confuso, sintió cómo un escalofrío le recorría la columna vertebral.

Su corazón bombeaba a mil latidos por minuto y un nudo en la garganta le impedía respirar con normalidad.

La piel de gallina, el vello de punta y los huevos de corbata.

Síntomas de cansancio.

«Vaya, el primer ataque en serio» se dijo para sí. «Espero que esto no empeore con demasiada rapidez, necesito algo más de tiempo para acabar lo que he empezado» pensó intentando poner orden en sus ideas.

Por suerte para él, consiguió dejarse caer en el único banco operacional de una plazoleta con el mobiliario urbano deteriorado hasta límites inimaginables.

Cuando por fin logró recuperar la vista, se preguntó intrigado si las manchas que adornaban el banco no serían salpicaduras de sangre.

Lanzó una ojeada precavida a su alrededor.

Y lo que vio no logró tranquilizarle.

Lo primero que percibió al levantar la cabeza fueron las malas vibraciones que sobrevolaban el lugar.

Las muestras de vandalismo saltaban a la vista y las persianas metálicas embadurnadas de todos los establecimientos de la plazoleta que permanecían bajadas despejaban cualquier duda acerca de dónde había ido a aterrizar.

En un planeta desconocido.

Zona catastrófica.

Revoloteando a merced de las ráfagas de viento, numerosos papeles, cartones, plásticos y hojarasca de los pocos y esmirriados árboles que sobrevivían no se sabe cómo, alfombraban el entorno.

La suciedad omnipresente, acumulada por doquier, era de tal magnitud que podría divisarse sin demasiados esfuerzos desde cualquiera de los satélites que pululaban alrededor de la Tierra.

En nuestro planeta existen lugares paradisíacos, coloridos, luminosos e impregnados de felicidad.

Este no formaba parte de esos idílicos enclaves.

Era un sitio dejado de la mano de Dios.

El sol marchito no parecía interesado en iluminar la plazoleta.

Ni flores, ni plantas, ni pájaros piando.

En lugar de aquellos aromas familiares del pasado, el aire estaba emponzoñado con hedores del presente.

Y después estaban ellos.

Humanos que actuaban como zombis.

O zombis con apariencia humana.

No tardó en descubrir que él era el único que desentonaba en el ambiente.

Como la anciana le había confesado y cada vez más autóctonos experimentaban en sus propias carnes, él también se sintió fuera de lugar en su propio país.

Una impresión agudizada por las miradas amenazadoras del resto de los allí reunidos.

Saltaba a la vista que su presencia no despertaba demasiadas simpatías.

Disimuló como mejor supo y se puso a la defensiva.

Se mantuvo erguido apoyando la espalda en el respaldo del banco por si tenía que tomar impulso.

Introdujo ostensiblemente las manos en los bolsillos de la chaqueta para despejar cualquier duda al tiempo que ponía cara de póquer.

Eso hizo que el grupo de alimañas se lo pensara dos veces.

Mal cliente.

No obstante la alegría duró poco.

El más joven de los presentes le dedicó un vistazo amenazador.

El resto de la banda avanzó con él haciendo piña.

Todos y cada uno eran supervivientes de desiertas travesías dunares y mares embravecidos.

No siempre podemos elegir los mejores campos de batalla.

Rodrigo con resignada lucidez dejó vagar la mirada.

Por su expresión impasible no dejaba vislumbrar sus intenciones.

«Bueno, parece que voy a tener que defenderme» pensó mientras cambiaba de postura en el incómodo banco en el que había tomado asiento.

Cuando tienes un conflicto con un tipo que viene a por ti, lo mejor es olvidarte de los preliminares y atizarle con todas tus fuerzas antes de que lo haga él.

Rodrigo Díaz de Vivar fiaba sus actuaciones a la facilidad natural para adaptarse a las circunstancias.

Esta vez, sin embargo, tuvo que admitir que tenía escasas posibilidades de salir victorioso de la contienda y por otra parte existían enormes probabilidades de que acabara con algún que otro hueso roto más pronto que tarde.

Y cuando la situación amenazaba con complicarse más de la cuenta, la casualidad quiso que el coche patrulla con las luces encendidas se detuviera frente a él.

Colgando del retrovisor, el toro de Osborne y una bandera española.

—Señor, este no es un sitio apropiado para descansar —aconsejó uno de los agentes a través de la ventanilla bajada sin hacer amago de apearse del vehículo policial—. Este lugar es igual de peligroso a cualquier hora del día que de la noche —previno cortésmente.

—He tenido un desmayo, estaba recuperándome —informó Rodrigo con el mayor desenfado del que era capaz teniendo en cuenta las circunstancias.

Con las mejillas hundidas y la respiración entrecortada, parecía exhausto.

—¿Quiere que le acompañemos al hospital? —ofreció uno de los dos policías, lanzando una mirada inquisitiva.

—No, gracias, parece que ya me encuentro mejor —agradeció Rodrigo, declinando la generosa oferta.

Aunque saltaba a la vista que ofrecía un aspecto cuanto menos lastimoso, por lo que sus palabras no sonaron muy convincentes.

—Podemos acompañarle hasta su domicilio si lo prefiere —insistió el agente—. Para eso estamos aquí —añadió solícito.

—Gracias de nuevo, no será necesario. —Negando con la cabeza, Rodrigo volvió a rechazar la invitación.

Al policía no le pareció una buena idea y así se lo hizo saber.

Mientras tanto, como quien no quiere la cosa, el grupo de africanos iba avanzando poco a poco en actitud chulesca.

—Ni un paso más —amenazó el agente, indicándoles con un gesto de la mano que detuvieran su avance.

Obviamente ninguno se arredró.

Se sentían en territorio conquistado.

—¿Por qué se comportan como gilipollas? —preguntó el conductor.

—Porque quieren y porque pueden —respondió el copiloto.

—No, lo hacen simplemente porque se lo permiten —terció Rodrigo con escepticismo.

—Dígame algo que yo no sepa —musitó uno de los uniformados.

En ese momento uno de los provocadores, alto, flaco y con dientes de conejo, lanzó un improperio en tono despectivo, arrogante y bravucón.

—¿Y ese qué ha dicho, un insulto en moro? —preguntó uno de los uniformados a su compañero.

—Supongo que sí —respondió el interrogado—, es un puto descarado, déjamelo a mí, voy a romperle la cara —añadió enfurecido.

Reaccionó como si hubiera recibido una bofetada.

Ante la clara falta de respeto, el copiloto salió del coche, desenfundó la porra y se dirigió decidido hacia el grupo que continuaba provocándole.

Hizo un último intento por tranquilizarles.

Ninguno parecía decidido a dar su brazo a torcer.

La confrontación estaba servida.

El agente de policía siguió avanzando.

La expresión hostil en su mirada no dejaba lugar a malentendidos.

Y entonces, al comprobar que el segundo agente les apuntaba con la pistola de reglamento sin que le temblara la mano, el ademán desafiante de los componentes de la cuadrilla se desvaneció tan rápido como había aparecido.

En el último instante, viendo que la cosa iba en serio y presintiendo el peligro inminente, el grupo se echó para atrás, dio media vuelta y huyó a la carrera.

 

—Esto acabará mal —refunfuñó uno de los agentes.

Lo que había comenzado años atrás como un problema local, con el transcurrir del tiempo se había convertido en una emergencia nacional y a menos de poner remedio urgentemente estaba a punto de degenerar en epidemia continental.

Cuando en una fosa séptica calculada para veinte personas resulta que se ponen a cagar veinte mil, la instalación no suele tardar mucho en reventar.

Habrá mierda por todas partes.

No hay que ser físico o matemático para llegar a esa conclusión.

Simplemente se trata de hacer uso del sentido común.

—No te preocupes, ya falta menos —comentó su colega.

Esperaba pacientemente el día, por cierto que no tardaría mucho en llegar, en el que el gobierno de turno levantara la veda y permitiera a las fuerzas del orden, obviando sutilezas, disparar con fuego real.

Por supuesto él ya tenía decidido que apuntaría directamente a la cabeza.

Rodrigo se puso en pie, dio las gracias a los policías y se dirigió caminando lentamente hacia territorios más acogedores.

A medida que se alejaba, notó en la nuca la mirada de rechazo de la pandilla de maleantes que permanecían parapetados detrás de uno de los chaflanes de la plaza.

Tendría que volver uno de estos días para darles una lección que nunca olvidarían.

El ataque de tos le pilló por sorpresa.

Tuvo que apoyar la mano en uno de los decrépitos muros de la callejuela por la que se había internado para evitar dar con su cuerpo en tierra.

A continuación, a fuerza de voluntad siguió avanzando con pasos inseguros, mientras notaba un dolor desconocido.

No afectaba a una parte de su cuerpo en concreto, era algo más general, permanente, un tormento sordo difícil de describir e imposible de comprender para alguien que no lo haya experimentado nunca.

—Estoy jodido —pensó para sus adentros.

Asustado, muy asustado.

Y muy jodido.

Sabía que no podía rendirse a estas alturas, aún no estaba preparado para abandonar su cruzada.

Sacó fuerzas de flaqueza centrando sus pensamientos en sus ansias de venganza.

—Cáncer terminal —musitó uno de los policías señalando con la barbilla, mientras observaba de lejos cómo Rodrigo trataba de recuperar la compostura.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió su compañero, poniendo cara de pasmo.

—Los mismos síntomas que mi padre antes de fallecer hace tres años —aclaró el interrogado mirando con cara de lástima a la figura que se alejaba.

Parecía desolado.

—Lo siento —murmuró su colega.

—No te preocupes, ya lo he superado —dijo el agente haciendo un gesto de la mano para quitarle importancia—, espero que no tenga que pasar por lo que pasó mi viejo —añadió.

—¿Por qué lo dices?

—Pues porque los médicos mienten más que los abogados, que ya es decir —aseveró el agente, añadiendo a continuación—: Por ejemplo, una colonoscopia, «no se preocupe, es indoloro» te dicen con la mejor de sus sonrisas. Puede que a ti no te duela, capullo, pero a mí que me metan por el culo cualquier cosa por pequeña que sea, es algo que me va a traumatizar para el resto de mi vida.

—¿A qué viene eso?

—Tengo cita la semana que viene para hacerme una.

—Ahora comprendo tu enfado.

—Bueno, vamos a cambiar de tema —dijo el futuro conejillo de indias.

Pisó el embrague, puso la primera, pisó el acelerador y el vehículo policial abandonó la plazoleta.

A Rodrigo le costó llegar a su hogar algo más de lo habitual.

Notó que le temblaban las manos, las piernas y otras partes del resto del cuerpo que no supo identificar a primera vista.

Mal asunto para trastear con artefactos explosivos.

Tan peligroso o incluso más que dejar que te opere de fimosis un cirujano miope y con Parkinson.

Logró montar la cama y se acostó completamente desnudo.

Los cojines que hacían las veces de colchón no eran precisamente los más cómodos del mundo, sin embargo y pese a ello logró conciliar el sueño en apenas unos segundos.

.

Eran las diez y media de la mañana cuando Rodrigo Díaz de Vivar se colocó la peluca al tiempo que se caracterizaba para la ocasión.

Presentaba un aspecto descuidado aunque no desaliñado.

Cerró la puerta tras de sí y partió en pos de su nuevo objetivo.

El anciano apareció de improviso como surgido de la nada.

Tomó asiento en uno de los bancos oxidados por falta de mantenimiento de la plazoleta y depositó a sus pies un maletín de colores llamativos.

Con los nervios a flor de piel bajo una fachada de aparente tranquilidad, paseó una mirada con ojos inexpresivos por el entorno.

Deslumbrado por el sol, utilizó la mano como visera sobre los ojos.

Contó hasta una decena de tipos con mala pinta.

Un mosaico colorista.

Ciudadanos del norte del continente africano, algunos más claros que otros y otros bastante más oscuros que los primeros.

Todos malvados.

El que más y el que menos carne de presidio, delincuentes habituales, reincidentes, convictos y confesos que deberían estar entre rejas si los jueces no fuesen tan condescendientes.

Sin embargo, para él, carecían de cualquier tipo de inmunidad y la perversidad de sus continuos actos delictivos no era precisamente un atenuante.

En otras palabras, eran material desechable y perecedero.

A punto estuvo de darles el pésame por adelantado.

Porque puede que al anciano le asaltaran algunos sentimientos, pero quedaba meridianamente claro que el de compasión no se encontraba entre ellos.

Encontrar un ápice de empatía hacia el resto de la humanidad por parte de este amasijo de desechos humanos sería más difícil que localizar a algún vecino de Sodoma que conservara la virginidad anal.

Esta vez no le cogerían desprevenido, estaba convencido de que todo saldría bien y según lo previsto, pero por si acaso, se había preparado a conciencia para reaccionar como es debido en el caso improbable de que algo fallara.

Lanzarse al vacío sin red acarrea riesgos innecesarios, como por ejemplo romperte los huevos contra el suelo al caer.

Acarició la pistola que llevaba en el bolsillo.

No dudaría en utilizarla si la situación lo requiriera.

En el cargador de la misma había balas suficientes para acabar con todos ellos.

El abuelo constató eufórico cómo todos y cada uno de los allí presentes fijaban una mirada codiciosa en la valija.

Auténticas alimañas depredadoras, se preguntaban sin duda qué se traía entre manos el carcamal recién llegado.

Este último consultó ostensiblemente su reloj de muñeca y, visiblemente alarmado, se levantó con no poco esfuerzo y abandonó el lugar con andares presurosos.

En ningún momento hizo ademán de recoger el maletín del suelo.

Para los allí reunidos, un regalo caído del cielo.

Se apretujaron frenéticamente unos contra otros mientras se empujaban entre insultos en un intento desesperado por ocupar la pole position.

Apenas el anciano dobló la esquina, los diez como un solo hombre, se abalanzaron al unísono sobre el objeto de sus anhelos.

El abuelo fue contando lentamente a medida que aceleraba el ritmo de sus pasos.

Y entonces, al llegar a veintitrés, escuchó la explosión a sus espaldas, algo que para ser sinceros no le cogió por sorpresa.

Estaba claro que más pronto que tarde eso tendría que ocurrir.

«La curiosidad tiene un precio, en este caso la muerte» pensó, parapetándose tras un humor ácido mientras dejaba aflorar una sonrisa al tiempo que levantaba el puño en un gesto triunfal dedicado a Mr. Miau.

Se escabulló discretamente antes de que alguien pudiera reparar en su presencia.

En ningún momento dio señales de arrepentimiento por lo que acababa de hacer.

El sentido de culpabilidad era para él una losa pesada que hay que ignorar cuando el tiempo que te queda de vida es limitado.

En el preciso instante en el que emergió del callejón para incorporarse al concurrido bulevar, se cruzó con un coche patrulla de la policía nacional que se dirigía velozmente haciendo sonar la sirena hacia el lugar del suceso.

El telediario informó de que los restos humanos, brazos y piernas cercenadas, cabezas decapitadas y cuerpos desmembrados irreconocibles que se habían recuperado en el lugar del atentado correspondían a nueve jóvenes varones originarios del Magreb.

¿Un ajuste de cuentas entre bandas rivales?

Para los investigadores, la conexión entre narcotráfico y el fanatismo terrorista había quedado probada en innumerables ocasiones.

El anciano, por su parte, se preguntó cuál de los diez era el que se había salvado.

Aunque, con un poco de suerte, puede que el décimo estuviera ingresado en la UVI del hospital más cercano a la espera de reunirse con sus compinches a la mayor brevedad posible.

Por supuesto, los medios de comunicación especularon con todo tipo de teorías a cual más inverosímil.

Y Rodrigo Díaz ni lo confirmó ni lo desmintió.

Simplemente permaneció en la sombra, ignoró las especulaciones y guardó silencio.

En cuanto a la opinión pública, la verdad es que había opiniones para todos los gustos, aunque la balanza se decantaba claramente por los que estaban a favor de devolver los golpes.

Y eso a pesar de que la crudeza de las imágenes mostradas no era apta para todos los públicos.

.

Ahmed Cheurfi continuaba con su vida, compartiendo las horas del día entre su trabajo en la carnicería y las visitas diarias para ver los avances logrados por su hijo en la clínica privada especializada en traumatologías, en la que permanecía ingresado.

Todo ello pagado con el dinero de la valija sustraída en la mezquita.

Las continuas sesiones de rehabilitación que soportaba el adolescente lisiado, con entereza digna de elogio, tardarían meses, si no años, en conseguir que lograra caminar de nuevo sin la ayuda de muletas.

Para el carnicero halal, esa situación avivaba el odio visceral que le impedía dormir más de dos horas seguidas y, además, empezaba a ocasionarle serios estragos en su equilibrio mental.

No pasaba ni una sola noche en la que no soñara con llevar a cabo su venganza.

Necesitaba urgentemente encontrar un enemigo al que enfrentarse para no volverse loco.

Una conversación entre clientes de la carnicería, mientras esperaban ser atendidos, aportó la solución a sus deseos.

—Te digo que esos jóvenes barbudos están radicalizados —comentó uno de ellos.

—A saber qué estarán planeando. No paran de traer botellas de butano —añadió su acompañante.

—Algunas incluso son botellas de las grandes, de esas que se usan en las cocinas de los restaurantes —insistió el primero.

—Un continuo trasiego de gente desconocida. Dicen que varios de ellos han estado combatiendo en Siria e Irak —ilustró el segundo.

—Tan solo espero que no nos hagan saltar por los aires —concluyó el más rechoncho de los dos.

Parecían realmente preocupados.

Ahmed decidió tomar cartas en el asunto.

Aunque todavía no sabía cómo.

Y entonces, por una de esas casualidades que suelen darse en contadas ocasiones en la vida de una persona, tuvo un golpe de suerte.

Una mañana anormalmente tranquila en la que los clientes brillaban por su ausencia, apareció por la puerta del establecimiento un individuo con pinta de pertenecer al grupo que tenía atemorizados a los clientes que días atrás habían intercambiado comentarios en la carnicería.

Se trataba de un sujeto de lo más desagradable, alto, extremadamente delgado, barbudo, de mirada desafiante y alguien para quien cuidar de su higiene personal no parecía formar parte de sus prioridades.

En un instante la carnicería apestaba a una mezcla nauseabunda, compuesta a partes desiguales de humo de hachís, sobaco rancio y del peculiar hedor de pies desatendidos.

Ahmed tuvo que esforzarse para controlar las náuseas y no vomitar allí mismo.

Al asqueroso personaje, sin embargo, la peste que emanaba de su persona no parecía molestarle y quedaba claro, vista su actitud despreciativa, que la opinión del resto los mortales le traía sin cuidado.

Entonces Ahmed Cheurfi decidió actuar.

Fue un impulso repentino, nada premeditado.

 

Con un ardid improvisado logró atraer a la trastienda al recién llegado.

Apenas estuvieron fuera del alcance de las miradas de los escasos peatones que deambulaban por la calle en esos momentos, sin perder ni un segundo, asestó un fuerte golpe en la cabeza al desprevenido aprendiz de talibán.

Este ni siquiera intuyó el repentino ataque y en consecuencia no pudo hacer nada para evitarlo.

Cuando despertó minutos más tarde comprobó que estaba completamente desnudo y fuertemente sujeto con cuerdas a una silla metálica.

A pesar de todos sus esfuerzos, comprobó angustiado que le resultaba imposible zafarse de las ataduras.

La angustia dio paso al pánico al observar cómo el carnicero afilaba con gesto lento un hacha de considerables dimensiones.

—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Ahmed mirándole directamente a los ojos—, vas a decirme todo lo que sabes —concluyó al tiempo que se desvestía de cintura para arriba.

—Estás muerto —amenazó el terrorista—. Tú y toda tu familia —puntualizó—, violaremos a tu madre, a tu mujer y a todos tus hijos —enumeró con una mueca desencajada.

Su mirada de reptil destilaba veneno.

Contrariamente a sus esperanzas, las amenazas no surtieron efecto.

Más bien todo lo contrario.

Nombrar a la esposa y a los hijos resultó ser un tremendo error.

De esos que suelen acarrear una muerte dolorosa.

Primero fue la oreja izquierda.

Un corte limpio.

Por un instante no sintió nada.

Después el dolor se hizo insoportable y comenzó a chillar como una rata.

No obstante, se negó a contestar a las preguntas.

En vista de su negativa, Ahmed decidió aumentar la apuesta.

A continuación, tras colocarle un rudimentario torniquete por encima del codo del brazo derecho, una amputación quirúrgica a la altura de la muñeca separó la mano de su cuerpo.

Se trataba de ese tipo de herida que ningún cirujano, por bueno que fuese, podría suturar.

Al joven barbudo los ojos se le salían de las órbitas, la baba le chorreaba por la barbilla y se le aflojaron los esfínteres.

Pese a todo, persistió en su actitud, negándose a responder al insistente interrogatorio de su torturador.

Pero cuando vio cómo el matarife dirigía la mirada hacia su entrepierna, supo que había llegado el momento de contar todo lo que sabía con pelos y señales.

No estaba lo suficientemente preparado para sufrir una castración traumática en directo y sin anestesia.

Adoctrinado desde niño en la Madrasa para ser un mártir de la fe, dispuesto a entregar su vida por Al Qaeda, sabía que no llegaría a viejo.

Aunque jamás se le pasó por la mente que acabaría su paso por este mundo en el congelador de una carnicería halal.

Confesó entre dolorosos jadeos que el comando estaba compuesto por seis combatientes entrenados para morir matando.

Tenían previsto atentar desde varios frentes a la vez y en diferentes lugares contra la multitud que acudiría en masa a las fiestas patronales de la ciudad.

Dos de los componentes de la célula yihadista portarían chalecos bomba adosados al cuerpo que pensaban detonar al paso de las autoridades, mientras otros dos acribillarían a la multitud y cuando se les acabaran las balas apuñalarían al mayor número de infieles posible al grito de «Al-lahu-akbar».

Los dos restantes a bordo de sendas camionetas rebosantes de bombonas de butano se lanzarían contra la multitud antes de saltar por los aires.

Muestras inequívocas de una interpretación sui generis de los preceptos del islam, una religión de lo más pacifista según algunos se empeñan en hacernos creer.

Pero que los hechos, tozudos ellos, se encargan de contradecir a diario.

Para él, ahí acabó todo.

Ahmed necesitó unas cuantas horas para desmembrar el cuerpo y pasarlo varias veces por la trituradora industrial.

Fue depositando la pasta resultante en un cajón de plástico que apartó en una de las esquinas de la sala de congelación.

Tuvo que efectuar varios viajes para desembarazarse de los restos.

Optó por llevarlos a la escollera que servía de rompeolas situada al final del puerto comercial.

Allí donde los pescadores aficionados acudían a matar el tiempo con la esperanza de cobrarse algún pescado con el que pavonearse ante la familia y los colegas.

Por increíble que parezca, hubo peces, con una evidente pérdida del sentido del olfato, que no dudaron en darse un auténtico festín con los despojos del cadáver.

Por otra parte, algunos paseantes confesaron haber visto a un par de tiburones acercarse peligrosamente a la orilla.

Este detalle a Ahmed no le sorprendió demasiado, había leído en alguna parte que los escualos pueden oler la sangre a varios kilómetros de distancia.

Le quedaban apenas diez días para evitar una nueva matanza.

Horas más tarde se presentaron en la carnicería dos de los yihadistas radicales preguntando por el desaparecido.

—Estuvo aquí. Compró y se marchó —informó el carnicero sin pestañear.

Los barbudos con turbante no mostraron el menor asomo de sospecha, partieron sin despedirse en busca de su camarada.

El aspecto bonachón de Ahmed jugaba a su favor.

No obstante, este último memorizó sus rostros, grabándolos en su retina.

No tardarían en reencontrarse.

.

La antigua taberna, con solera para unos, mesón castizo para otros, había sido rebautizada como cafetería, con nuevo logotipo incluido.

«Cafetería CHIC» rezaba el cartel, para ser del todo exactos.

Una auténtica insensatez.

Otra más de las perpetradas en las grandes urbes diariamente con la excusa de tener que adaptarse a la globalización así como a los gustos de las nuevas generaciones.

Atónito, Rodrigo permaneció unos segundos inmóvil, sopesando la posibilidad de haberse equivocado de lugar.

En ese preciso instante se abrió la puerta y unos parroquianos uniformados abandonaron el establecimiento.

Aprovechó para colarse.

Automáticamente, casi todas las cabezas de los presentes se giraron al unísono para comprobar quién era el recién llegado.

—Uno de los nuestros —pensaron.

Acto seguido retomaron sus conversaciones.

A Rodrigo no dejaba de sorprenderle que a pesar de haber abandonado el cuerpo hacía ya bastantes años, aún adivinaran de un simple vistazo su condición de polizonte.

Paseó la mirada por el interior del bar hasta dar con la persona que estaba buscando.

Tomó asiento en el taburete contiguo al que estaba sentado su antiguo camarada.

—Un té verde —pidió cuando se le acercó el camarero—, con leche de soja —especificó antes de añadir señalando la copa vacía—, y también otro brandy para mi socio.

Una mueca de estupefacción se dibujó en el semblante de su vecino de barra.

—¿Té verde con zumo de judías? —atinó a murmurar, al tiempo que alargaba la mano para atrapar un puñado de cacahuetes de un cuenco de barro cocido situado sobre el mostrador—. ¿Tan mala está la cosa?

—Nada grave, consejo del médico —aclaró el recién llegado.

—¿Desde cuándo sigues los consejos de los matasanos? —insistió Pelayo Guerrero.

El exinspector de la brigada criminal podría haber sido Pelayo para los amigos, pero como hacía mucho tiempo que carecía de ellos, todos le llamaban don Pelayo o incluso alguno, inspector Pelayo.

La expresión lúgubre que a menudo reflejaba su semblante no ayudaba precisamente a considerarle el mejor compañero de juerga.

Desde siempre vestía un traje oscuro, a menudo arrugado, camisa negra con el botón cercano al cuello desabrochado y corbata a juego.

O sea, el atuendo perfecto para asistir a un funeral.

Para los cánones actuales, no era ni alto ni bajo, posiblemente rondara el metro setenta y cinco de estatura, aunque el cuerpo fibroso de su época juvenil se había convertido poco a poco en la bola de sebo que, en la actualidad, él paseaba por el mundo sin ningún tipo de complejo.

También el negro azabachado de la abundante cabellera de sus años mozos había degenerado como por arte de magia en una incipiente a la vez que imparable calvicie en la que destacaba por méritos propios la despoblada coronilla.

La visión de esta última dejó a Rodrigo descolocado.

Ya se sabe que las comparaciones suelen ser odiosas, pero la primera imagen que le vino a la mente fue la del culo pelado de un chimpancé de Borneo.

Tras jubilarse sin demasiados honores, Pelayo pasaba casi todas las tardes atornillado a su asiento en la taberna ubicada enfrente de la comisaría en la que había prestado sus servicios durante los últimos quince años.

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