Buch lesen: «Emilio y Octubre»

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Emilio y Octubre

Editorial Dos Bigote

Emilio y Octubre

David Uclés






















Primera edición: septiembre de 2020

EMILIO Y OCTUBRE © 2020 David Uclés

La ilustración de la grieta pertenece a: Ilustración 124534842

© Anton Eine — Dreamstime.com

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

isbn: 978-84-121091-7-7

Depósito legal: M-18218-2020

Impreso por Kadmos

www.kadmos.es

Corrección: Bruno Álvarez Herrero

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

A Carmen Vera,

por acompañarme desde los tres años

y no haber dejado nunca de descubrirme arte.

A Guadalupe Villa,

por confiar en mis letras

y por el largo viaje.

A Benoit,

porque antes de conocerte ya existías en Octubre.





Debido al gran número de canciones y de pinturas a las que el escritor hace referencia durante la novela, el siguiente enlace puede facilitar la lectura. En él encontrarás una lista de Spotify con la música citada y una galería con las pinturas por orden de aparición en el texto:

www.daviducles.com/emilio-octubre

Indice

Normativa para el uso de la teleportación EMILIO (LIBRO I) Cero años Trece años Veintiséis años Treinta y nueve años Cincuenta y dos años OCTUBRE (LIBRO II)

Cincuenta y dos años Sesenta y cinco años Última carta Setenta y ocho años Noventa y un años Ciento cuatro años Epílogo Índice de obras pictóricas (por orden de aparición) Lista de canciones







Normativa para el uso de la teleportación

1. Usar la plataforma solo cuando el foco esté encendido.

2. Posar los pies de forma firme sobre las huellas marcadas en la plataforma.

3. Prohibido salir por la plataforma de entrada o entrar por la de salida.

4. Una vez se está en el interior de la pintura, no tocar nada.

5. No fotografiar con flash en el interior de la pintura.

6. No permanecer más de diez minutos en el interior.

7. No abandonar el perímetro cercado dentro de la pintura.

8. Cualquier pérdida sufrirá una transpigmentación y quedará irrecuperable.

9. Si se presentan dolor de cabeza, despersonalización o bizquera, abandonar.

10. En caso de apagón, de avería o de otro incidente, obedecer al plumbarión.

11. Cualquier ruego o pregunta, diríjase al plumbarión de la sala.

12. Aprenda y disfrute en la primera pinacoteca tridimensional de Iberia.



EMILIO

(LIBRO I)

«El mundo nace cuando dos se besan»,

Piedra de Sol, Octavio Paz.



Cero años

La Campanella (S. 141 / 3) — Liszt

Hoy es el día en que nazco.

Llevo nueve meses, tres días y una hora dentro de mamá, en su útero o entre este y su trompa. No estoy seguro, pues voy a nacer hombre y homosexual; sabré muy poco de obstetricia. De lo que sí que estoy seguro es de que una vez estuve en el interior de su corazón. Esto fue hace muchísimo tiempo, aunque no podría decir cuánto exactamente; el concepto del tiempo me es terreno escabroso. Estaba agotado de flotar en el mismo lugar y, mientras mamá dormía hondamente, decidí darme una vuelta por su cuerpo a través de sus conductos, los mismos que soy incapaz de nombrar. Llegué hasta su motor. ¡Era fastuoso! Bueno, seguramente lo sigue siendo, pues lo tengo muy cerca y bombea tan bellamente como siempre. ¡Un trabajador nato! No reposa en todo el día. Yo también tengo un corazón; lo aprecio desde que tengo manos. Quizás ya lo sentía antes o quizás fue en ese momento cuando se originó mi consciencia. No sé qué fue antes, la verdad… Pues eso, noto mi latido y es muchísimo más alígero que el de mamá. Es similar al de Silver, el perro de mi vecino fenecido, el ceramista que, según la abuela, tenía poderes y movía el barro con la mente de forma concéntrica. Era Juan un gran lector, el primero al que conocí. Me recitó antes de expirar todos los catasterismos de Eratóstenes sobre las constelaciones. Decía que nunca los había leído, pero que se los sabía de memoria por una suerte de atavismo. Yo me imaginaba que su ascendiente era Kepler, de quien también a veces me leía El Sueño, la primera obra de ciencia ficción de la historia. De Juan, me atraía su voz rota; a través de la barriga me sonaba a cristales masticados. Me aflojaba y me dejaba dormido, al contrario que la sístole de mamá, que a pesar de darme la vida me pone irascible por el ritmo desacompasado de los dos corazones, el suyo y el mío. Pero ya me queda poco aquí; pronto solo escucharé un corazón.

Los días en el amnios se me van haciendo cada vez más pesados. No hay nada que hacer, salvo esperar. Al menos me reconforta saber que aún me quedan por delante todos los días de mi vida, que serán tantos como yo ambicione. Yo creo que una persona, salvo que sufra un accidente o que el organismo se le desgaste, muere cuando no le queda nadie que piense en ella. ¡Por eso haré tantos lazos como pueda! ¡Intentaré intimar con todas las personas de Iberia! Así es como llegaré a viejo. Sobrepasaré los ciento cuatro años que duró mi tía Genoveva. Vino a verme antes de morir. Recuerdo que interpusieron un cristal entre ella y mamá, pues temían que me contagiara la enfermedad de la vejez.

Me gustaría nacer mujer, pero ya he notado que no lo seré. Aunque bueno, como también me gustaría nacer hombre, pues no pasa nada. En realidad, me gustaría nacer siendo las dos cosas. Así podría retirarme a vivir a un despoblado y, en unos años, sembrarlo con mis hijos. ¡Arboreceríamos! Partenogénesis. Creo que los bichos palo y algunos peces espada hacen algo parecido.

Nueve meses, tres días y dos horas.

Ahora me asen la cabeza dos manos ásperas y rollizas. Se ha roto el sosiego y el líquido neto en el que me hallaba está desapareciendo. El rojo de mi alrededor se va tiñendo de tonalidades magentas y azulencas, entre visos ambarinos que me hacen daño en los ojos, aún cerrados.

Desgarro los dedos de mis pies, amarrados todavía a un pliegue de madre, y me despido de mi primera casa, aquella que, por más veces que me empeñe en unos años, nunca evocaré con tanta precisión como para volver a sentirme carne de mamá, parte del amor más viejo de mi vida.

Acabo de nacer.

Mis pulmones se vacían del líquido amniótico y pulmonar; mucus hendido.

Tomo mi primera inspiración, que suena a quejido.

Me es arduo abrir los ojos.

Lo primero que he visto a través de mis pequeños párpados translúcidos ha sido una roca junto a una hormiga corpulenta, esbozadas y enmarcadas los dos. Mi abuela, que es gallega, las llama «formigas». Me gusta mucho más decir «formiga» que hormiga; me resulta más «fermoso». Mi abuela es poetisa, hace lámparas con frutos secos, damajuanas y la rebusca secada al sol; quinqués con cazos viejos, camas con pajas secas para posar la figurita del niño Jesús y casas de muñecas con las cajas de los zuecos. También hace chocolate con el fruto del algarrobo. Su madre tocaba la guitarra, pero la colgó en la cámara cuando se le murió una de sus nueve hijas. El luto apagó la música. Creo que mi abuela proviene de la única rama artística de mi familia. Lo malo es que se le olvidan las palabras, pero ha descubierto que tampoco las necesita. Dice que aunque su ser social muera, le quedará su parte animal, la más importante de todas. Me recuerda a Deleuze y su «devenir animal», aunque no sé yo…

Al lado de la «formiga» gigante está sentado un niño de pelo rizado junto a una res de ganado. Hasta mis doce años creeré que ese niño soy yo mismo; luego descubriré que se trata del reflexivo Buen Pastor de Murillo. Ahora lo veo con más nitidez, pues al salir de la barriga unas manos me han arrimado al cuadro al estirar el cauce que me une a mamá para cortarlo. Cuando estaba en el vientre y veía el lienzo al trasluz pensaba que existían de verdad en la habitación: el niño, la «formiga» y la res; pero ahora sé que no es así. Me gustaría que los cuadros fueran reales, que nos pudiéramos meter dentro de ellos o ellos dentro de nosotros; que se movieran y tuvieran vida propia. Todo es cuestión de desear.

El deseo.

Muchos años atrás, Oskar Matzerath deseó no cumplir más años, pero no sé si lo logró porque mi vecino Juan, el alfarero lector, se murió antes de terminarme aquella novela. Yo, por si acaso, me concentraré bien en mi ideal. Quizás el buen pastor me lo realice. Mi madre dice que tiene poderes, aunque mi abuela luego musita que no le haga caso, que Dios no existe, que este es cosa de los hombres.

La pintura de Murillo se encuentra sobre una de las ocho camas de la sala donde reposan las mamás que acaban de parir. Frente a ellas hay colgada una serie de tapices chinos con paisajes diáfanos, probablemente de Gao Kegong, los mismos dibujos que influenciaron a los pintores modernistas siglos después. Están cosidos con hilos de disímiles colores y grosores para tridimensionalizar las estampas. Estos paisajes tienen la capacidad de dormir a los que se fijan en ellos durante largo tiempo. A mi madre ha debido de entrarle sueño nada más verlos, porque desde que nací no ha vuelto a abrir los ojos.

El suelo de la sala me es prohibido una vez nazco hasta dentro de varios meses, pues desde hace unos años se tiene por superstición que aquel neonato que toque el suelo entrará en contacto con lo más inmundo de la tierra —tal y como creen en Indonesia—. Estas y otras habladurías llevan tiempo contagiándose entre los países desde la apertura de las fronteras y la libre circulación en Europa. A mí me gustaría mucho tocar la tierra, ¡que no habrá nada que no quiera probar en la vida! No me dan miedo las supersticiones. ¡Dentro de cincuenta y dos años incluso me desharé de todos mis lazos, para fortalecerme y debilitar las endebles creencias humanas!

El médico me sonríe mucho. Le dice a mi familia que voy a ser un alma muy melancólica, pues mis ojos han nacido vertiendo lágrimas. Eso es una rareza, comenta, ya que los recién nacidos no lagrimean hasta pasadas unas semanas. Además, pestañeo cada cuarenta y ocho segundos, y lo normal, aparentemente, es cada treinta.

Coloca sus dos dedos índice delante de mí para que me aferre a ellos. Reflejo de prensión palmar. Los agarro lo más fuerte que puedo, con todas mis fuerzas. Quiero que mis tíos abuelos madrileños, quienes están en la habitación junto a mamá —esta aún con los ojos cerrados—, vean la fuerza que tengo. El médico eleva sus brazos y yo asciendo con ellos. Ellos aplauden mi hazaña y el doctor me llega a alzar hasta un metro del catre. Sorprendido, acerca una silla con su pie hacia donde nos encontramos y se sube a ella conmigo aferrado a sus manos. Si me suelto me voy a morir; son dos metros de caída. Todos en la sala ríen y aplauden. Yo estoy sudando de tanto esfuerzo y deseo que el ginecólogo me baje de una vez a la cama con mamá.

Mamá sigue soñando.

Intento abrir los ojos.

Me he quedado dormido. He soñado que el doctor me llevaba a la azotea del hospital, a una pequeña réplica del Templo del Cielo de Pekín que, en mi sueño, hay construida arriba en la terraza. Una vez allí, el doctor accedía a lo alto de la cúpula y, abriendo una compuerta de madera, me sacaba al exterior, mientras yo seguía aferrándome a sus gordos y cada vez más sudorosos dedos. Detrás de mí se hallaba la ciudad; frente a mí, la habitación: un bello espacio decorado al estilo fengshui, sin rincones pronunciados y con moneditas colgando por todos lados. Debajo de mí, el suelo gris de Madrid a cientos de metros.

He vuelto a recordar este sueño tan intensamente que ya no sé si sigo en él o no; me cuesta distinguir lo real del delirio. En todo caso, sigo agarrado a sus dedos. Sé que si me suelto, muero, pero no lo haré porque no sé muy bien si estoy en un sueño o no.

Despierto nuevamente y abro los ojos.

Mi madre ya no está en la sala, ni mis abuelos, tíos abuelos o hermana. Nadie.

Me han colocado en la muñeca derecha una pulsera trenzada con un solo hilo de algodón del que cuelga una cuenta de azabache. Con el tiempo sabré que la hizo mi tía Mercedes de Fuencaliente, pues allí se estila hacerlo para proteger al bebé: si alguien me echara mal de ojo, este caería sobre la pulserita, que se rompería al instante, y no sobre mí. También me enteraré años después de que esta pulsera solo se la colocan a los bebés agraciados, que son los que más envidias despiertan.

Debo de ser un bebé agraciado.

Ahora llega una enfermera vestida con un ropón de seda negra y sin costuras. Tiene rasgos asiáticos, aunque sus ojos se esfuerzan por ser bizantinos. Aparenta ser de Laos, del valle del río Mekong, donde el café en lugar de despertarte, te adormece.

¿Seguiré en un sueño?

Lleva colgada la cruz de San Antonio —y habla perfectamente la lengua íbera—. No me sonríe, se la ve concentrada. Me toma en brazos y bajamos varios tramos de escaleras hasta llegar a la parte trasera del edificio, donde me coloca en el cesto de bambú de una bicicleta con el logotipo del hospital. A través de un agujero que logro hacer con mis dedos en uno de los culmos, logro ver el trayecto en velocípedo. Cruzamos la parte central y meridional del centro de la villa hasta llegar al Palacio Real. Allí, en los Jardines del Moro, sobre un menudo tablero de mármol que descansa frente a una fuente llena de pavos reales durmientes, me coloca encima de un tabardo de paño doblado.

La enfermera se ausenta durante más de una hora y vuelve, ahora sí, sonriente.

Va a alborear.

De sus manos pende un hilo rojo finísimo, casi transparente. Se acerca a mí, me hace unas últimas carantoñas que le río, realiza una genuflexión de una forma oriental que desconozco y emite un rezo breve. Entonces toma el dedo meñique de mi mano izquierda, supongo que porque esta es la que emana del corazón, y me ata el hilo en él; lo besa y este se queda unido a mí, a mi arteria ulnar, de por vida.

Me pregunto adónde irá el otro extremo…

Allí hay atada una etiqueta que reza el nombre de un mes: Octubre.





Trece años

Vals del minuto (petit chien), No. 6. Op. 64 — Chopin

Tres vértebras muy marcadas, dos nalgas entreabiertas y un torso boca abajo que se curva con la forma del jergón donde yace. Hacia el lado que mira el sexo no mira la cabeza; hay que rodear toda la figura para verla al completo, para entender la forma de sus senos y la finura deshuesada de su miembro viril. Está desnudo el Hermafrodito, tendido sobre una sábana arrugada que no necesita y rodeado por miles de personas diferentes cada día. Parece no importarle dar la espalda a las obras más velazqueñas del maestro sevillano; a él solo le interesa el sueño; a ella solo le interesa el sueño.

Emilio está absorto en la mirada ida de la estatua tendida, mientras sus compañeros saltan inquietos de obra en obra, sin apenas detenerse a observar. A Emilio solo hay una cosa que, tras largo rato, le hace apartar la vista de la réplica de Bonucelli, y esto es Octubre. Lo ve de lejos adentrándose en un cuadro que a nadie más parece interesar, en el inmenso retrato La infanta doña Margarita de Austria, aquel que durante años se atribuyera a Velázquez —su última obra, decían—, pero del que sospechan que fue Mazo su autor.

La luz está encendida: azul metálico.

La obra está tridimensionalizada. Se puede pasar.

Emilio sigue los pasos de Octubre, este ya en el interior del cuadro; se acerca a la pintura. Pone sus dos pies en la plataforma de entrada y, automáticamente, ya está dentro del lienzo. Rodea a la infanta buscando el pliegue más liviano de la inmensa falda para levantarlo.

Se adentra bajo el guardainfantes, donde se escondió Octubre.

La forma de disfrutar el arte pictórico en este último siglo ha cambiado. Lo que cuarenta años atrás parecía una teoría cuántica imposible, ahora se ha demostrado posible y se ha aplicado en todas las pinacotecas del planeta: se puede tridimensionalizar una pintura.

Varias generaciones atrás, tras conquistar la Luna y cablear el planeta entero —Armstrong y West Field mediante—, el humano volvió a interesarse por superar sus barreras físicas y limitantes: se centró en avanzar en la física cuántica. Quería conseguir el viaje en el tiempo y la teleportación. Del primero aún no se tiene constancia; el segundo ya es posible, pero solo aplicado a la pintura, a aquellos pigmentos de tiempos pasados. Para permitir dicha teleportación siguieron la teoría de Bell: mediante la construcción de un complejo sistema físico alrededor de la pintura —simplificado con el tiempo en un foco portable— usarían la energía fotocinética para crear un entrelazamiento cuántico entre las dos realidades: el museo y el espacio físico representado en el cuadro.

Y así fue.

Encima de todas las obras tridimensionalizadas del museo hay un foco de luz azul metálico que indica que la puerta está activada y que se puede viajar a través del canal. Para ello, el visitante posa sus pies sobre una plataforma rectangular que hay construida delante de cada pintura e instantáneamente es trasladado al interior del cuadro. En cada realidad hay una plataforma de entrada y otra de salida. De esta manera ocurre la teleportación, jugando con el estado de Bell y viajando a través de los fotones. Durante el inapreciable viaje, las partículas subatómicas del individuo sufren desintegraciones alfa, beta y gamma, y, siguiendo la trayectoria instantánea del delta de Dirac, llegan del exterior al interior, del espacio A al espacio B, y viceversa.

Magia para el vulgo.

Gracias a la cuántica, las pinacotecas se han convertido en la primera atracción turística de los países; el arte, el conocimiento y una diversión sensorial sin precedentes han formado un todo fascinante. Por ello, los gobiernos —ahora sí— subvencionan de forma generosa el arte antes que cualquier otro negocio, pues la empresa les sale más que rentable.

No solo los grandes y conocidísimos museos han aumentado su público y fama, sino también los pequeños y menos frecuentados, que han tenido que reinventarse para no morir y centrarse generalmente en un tipo concreto de entretenimiento, usando sus respectivas temáticas de forma lúdica, terapéutica o extrasensorial. Como consecuencia, encontramos museos tridimensionalizados que te enseñan anatomía, estilismo, atletismo, meteorología, religión, danza, bailes regionales, ciencia, música, cocina, labores del hogar, arquitectura, biología, geografía, topografía, geometría…, y así con todas las ciencias y no-tan-ciencias que alguien con dinero idee y considere lucrativas.

Cualquier alteración que aleje a un museo del protocolo general de una pinacoteca nacional, no obstante, ha de ser propuesta y llevada ante el TEME (Tribunal del Estado Mayor Euroasiático) o ante el CIERA (Cuerpo Interestatal de los Estados Reunidos de las Américas), y ser entonces validada y regularizada por un comité. Después se realiza un período de prueba de dos meses de duración en el renovado museo. Esto se debe a la peligrosidad física que cualquier fallo en el estricto proceder del uso y disfrute del palco tridimensional pudiera conllevar.

Entre todos los museos especializados, los hay también perseguidos por la ley, tales como los que hacen apología del uso positivo de los estupefacientes o los que se dedican de forma clandestina a la trata de blancas y a la prostitución ilegal. También se rumorea la existencia de espacios privados reservados para las altas esferas, allá donde los deseos más impúdicos de los corrompidos magnates pueden llevarse a la realidad. Aún hoy sigue existiendo un debate abierto sobre la pertenencia jurídica de estos espacios tridimensionales: si son terreno de nadie, como alta mar, o competen a la nación donde reside el museo.

Entre los espacios clandestinos no perseguidos por la ley cabe destacar los museos dedicados a las pinturas más sensuales de Jacques-Louis David o de Ingres, donde las fantasías homosexuales se llevan a cabo entre los definidos cuerpos romanos del Juramento de los Horacios o detrás de Edipo y la esfinge, ofreciendo estos un marco idóneo para el exceso, a pesar de que aquellos esbeltos hombres que los pintores neoclásicos concibieron siglos atrás fueron creados con un propósito muy diferente al uso licencioso que actualmente se les da.

Y si hay espacios dedicados al goce del hombre disoluto para con el hombre, también los hay enfocados a otras posibilidades sexuales, como los museos lésbicos donde, también Ingres mediante, disfrutan las mujeres entre cuerpos resbaladizos, templados y curvos. La gran odalisca es una de las pinturas más visitadas en este tipo de museo, así como El baño turco. La tridimensionalización también surte efecto en una réplica del cuadro, por lo que ahora hay odaliscas en casi todas las ciudades del mundo —aunque la sensación no sea la misma en el original y en la copia—. Otro ejemplo de pintura con público lésbico es Las grandes bañistas de Cézanne, para las más imaginativas.

Generalmente no se dan los museos de mujeres deseosas de hombres, probablemente por el peso aún presente en la sociedad de un pasado machista, pero sí que abundan los contrarios, los de hombres buscando mujeres. Estos visitantes no son fetichistas de un solo autor, como ocurre en el mundo gay con Ingres o con David; muy por el contrario, les basta cualquier pintura mientras haya una mujer. De este tipo destacan los museos Balthus y Delvaux, donde las jóvenes dibujadas hacen alarde de sus atributos y no dejan pie alguno a la imaginación, como La habitación o La falda blanca del franco-polaco, o casi cualquier obra del belga, donde destaca La tranquila ciudad al tener una de las mujeres pintadas el rostro cubierto. Para aquellos que desean un goce más elitista e insinuante, los museos Alma-Tadema son perfectos. Con solo echar un vistazo a Las mujeres de Amphissa, la fantasía comienza a darse.

Los pansexuales optan por reunirse en los museos apodados «de la sanación», donde cuadros estimulantes atraen la atención y el deseo de las almas sensibles y sedientas de abrigar nuevas emociones. Se llaman estos museos los «Kandinsky», pues todos ellos albergan como insignia común y mayor atracción una copia del cuadro Amarillo, rojo, azul —que a mí, al menos, siempre me apetece comérmelo—. Otros museos similares son los dedicados a los adolescentes más rebeldes; estos no están permitidos y son entre la juventud conocidos como «ermitas coloridas», pues sus afines visitantes pasan la mayor parte del tiempo fumando múltiples drogas en el interior de un Pollock, entre su Postes azules y su Mural.

Se habla en los últimos días sobre la posible existencia de museos dedicados al suicidio; algunos dicen haberlos visitado, quienes salieron turbados de la experiencia y solo recuerdan haber estado en un espacio tridimensional parecido al templo indio Rani Sati. Por ahora, solo son hablillas.

Y estos viajes, por muy extraordinarios que ahora les resulten al lector pretérito, son nuestra realidad más inmediata, un proceso cotidiano y bien asimilado por todos. Los visitantes pueden viajar las veces que quieran a las pinturas que estén acondicionadas y preparadas para ello, siempre y cuando no superen las doscientas teleportaciones diarias.

Ninguno de nuestros dos personajes ha alcanzado hasta ahora tal cifra de traslados, ni la superarán, pues tras esconderse bajo las faldas velazqueñas saldrán a los jardines a corretear, cada uno por su lado.

El rostro de la pictórica Margarita se torna ahora, si cabe, un poco más serio. Sus cabellos danzan con el tambaleo de su figura al adentrarse Emilio en el escondite de Octubre: el espacio cupular que el guardainfantes deja en torno a las vergüenzas de la infanta. Con el paso del tiempo, el color rojo de la pintura se intensificará y se asemejará a un baño de sangre, tan rojo como el Sansón y Dalila de Rubens. Dicho enrojecimiento podrá deberse a un envejecimiento del pigmento o a la deshonra que sufrió la infanta el día que dos varones se adentraron en ella.

«Habría preferido morir de poder sentir».

El reloj marca las seis de la tarde. No es de extrañar que los niños que visitan el museo y que llevan desde las siete de la mañana en pie comiencen a desobedecer sus obligaciones y a interactuar a su manera con las obras tridimensionalizadas.

Así, mientras Emilio y Octubre se conocen bajo la infanta, sus compañeros saltan de pintura en pintura haciendo trastadas: varios cazan armiños inmóviles con la intención de llevárselos a sus padres y que estos les cosan con ellos una auténtica capa de rey, otros buscan armadillos para hacerse guitarras concheras y danzar bailes felices, e incluso algunos intentan beber del chorro quieto de leche que a la virgen le sale del pecho derecho hacia la boca de san Bernardo en el cuadro de Alonso Cano, a pesar de la profesora que intenta frenar el continuo y orquestado ataque a la lactación, interponiéndose para ello varias veces de un brinco entre el monje y los párvulos, santiguándose al mismo tiempo.

No muy lejos de aquella sala, otras tetas llaman la vil atención de los niños presentes. La primera de ellas, la de Magdalena Ventura, probablemente la teta pintada más famosa del mundo tras la de la Marianne de Delacroix. Los alumnos se ríen del Ribera y ansían levantarle las faldas a la mujer barbuda para ver qué sexo alberga realmente. El resto de pechos, los de Gabrielle d’Estrées y una de sus hermanas —obra prestada al museo—, son pellizcados sin ton ni son.

Mientras tanto, al otro lado de la pinacoteca hay un grupo de chicas que ha decidido no moverse del mismo pasillo tras descubrir el efecto óptico que el gigantesco Lavatorio de Tintoretto ofrece a sus espectadores: si caminas el largo del óleo sin dejar de mirar la pintura, el ajedrezado suelo se alarga hacia el arco del fondo y parece como si la estancia cambiara de posición. Caprichos de la perspectiva. ¡Tantas pinturas tan efectivas aún sin tridimensionalizar!

Conforme corre el reloj, el bullicio se va ajetreando.

Algunos centros se han visto en la bochornosa tesitura de tener que interrumpir y abandonar la jornada por haber causado alguno de sus alumnos daño al inmueble y patrimonio. Hoy les ha ocurrido a un grupo de adolescentes italianos, quienes además enloquecían a todas las chicas íberas —y a muchos chicos— por su acento seductor y sus atuendos de gondoleros cosmopolitas: pelos repeinados, gafas, zapatos caros, camisas romanas y bandoleras que olían más a vaca que a apellido latino. El perfume no lo usaban, que es francés. Portaban la fragancia del mar en sí mismos, en sus ojos hundidos y claros, seductores y nerviosos, sobre sus preponderantes y romanas narices óseas.

¿La hazaña por la que han debido abandonar? Un soplo.

Recorrían los ítalos el ala de la exposición itinerante, concretamente la sala dedicada al trabajo más afamado de Wright, cuando un soplido provocó la huida forzosa de todos los alumnos que se encontraban dentro de la pintura; un solo hálito, débil y pueril, el que con tan poca fuerza ha apagado tantos años de luz en el lienzo dedicado al experimento que ejecutaba eternamente un filósofo natural con una máquina neumática: Experimento con un pájaro en una bomba de aire. Como aquella llama era la única fuente de luz del lienzo —salvo una tímida luna que poco se dejaba ver—, se quedó este a oscuras y no se pudo encender más, pues aquella mecha no prende con el fuego presente. Tuvieron que sacar a tientas a los visitantes del cuadro, rompiendo con la maniobra el aparataje del filósofo y los demás utensilios. A la noche incinerarán todo el lienzo e introducirán sus cenizas en una urna de cristal etiquetada así: «Aquí descansan los restos de la mejor obra de Wright, la cual perdió su luz por un viento genovés —como Sudamérica— y, después, poco más se pudo hacer».

Más travesuras.

Otros robarán, en las dos horas que estará todavía el museo abierto, comida de La gallinera de Loarte; acariciarán el corderito de Zurbarán —Agnus Dei, la única obra bella del pintor según Carmen, a quien conoceréis llegado el momento, que le acusa de no saber pintar bien unas manos—; desvestirán a la maja y vestirán a la desnuda; quebrarán la superficie del espejo en Las meninas al no verse reflejados en él; levantarán las faldas a los partícipes en La fragua de Vulcano; intentarán cerrar el tríptico del Bosco para ver La creación del mundo, arrinconada por su revés, El jardín de las delicias; moverán a los animales de sitio en La masía del catalán; lanzarán las manzanas doradas de Atalanta e Hipómenes y desvestirán a los bañistas de Carracci.

Mientras todas estas barbaridades comienzan a darse en las diferentes estancias del Museo del Prado, nuestros dos protagonistas hablan por primera vez bajo las vestiduras reales de la infanta.

—¡Hola!

—Hola.

—Oye, antes de empezar a hablar, ¿te parece que le pida al narrador que nos ponga una canción?

—Pues no sé. En mi cole dicen que no hable nunca con el narrador; que me dirija mejor a Dios.

—¡Dios nunca contesta! Hablaré yo con él. ¿Qué canción quieres?

—No sé, la que él quiera…

—¡Vale!

Comienza a sonar El testament de l’Amelia, de Francisco Yepes.

—¿Qué haces aquí?

—Es mi escondite.

—¿Estás jugando al escondite?

—Sí.

—¿Con quién?

—Yo solo.

—¿Y eso? —Emilio lo mira extrañado.

—No sé… —Octubre no sabe qué contestar—. ¿Sabes? ¡Me sé palabras que nadie se sabe! Como «hipérico». ¿Sabes lo que es?

—No.

—¿Y «neófito»?

—Tampoco.

—¿Y «monolito»? ¿O «istmo»?

—Pues, es que… —Emilio empieza a ponerse nervioso.

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