Los derechos humanos y el Reino de Dios

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Los derechos humanos y el Reino de Dios
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Sinopsis

El derecho a la vida es el más fundamental para todo ser humano en razón de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios; y es fundamental porque el ejercicio de todos los demás derechos depende de la vida misma. Sin embargo, la realidad muestra que este derecho ha sido permanentemente vulnerado para la acción de personas, instituciones y sistemas que de muchas maneras lo han puesto en tela de juicio. En América Latina, se han dado mucho de estos casos y se siguen dando. Frente a esta realidad y en el marco de la misión integral, es urgente que el respeto de los derechos humanos sea evidencia del compromiso con Jesucristo, quien, por amor, entregó su vida por todos.

* ¿Cómo abordar desde la fe cristiana la problemática de los derechos unidos?

* ¿En qué sentido los derechos humanos constituyen un desafío y un clamor para todos aquellos que aspiran una sociedad digna del ser humano?

* ¿Qué factores han influido para que la iglesia adopte una actitud quietista frente a la violación de los derechos humanos?

* ¿Tienen relación los derechos humanos con la doctrina bíblica del reino de Dios?

* ¿Cómo cumple la iglesia su vocación de sal de la tierra y la luz del mundo en este campo?

* ¿Qué importancia tienen los derechos humanos en la enseñanza bíblica?

Este volumen reúne la reflexión de tres destacados autores —René Padilla, Darío López y Humberto Lagos— que escriben sobre el tema con conocimiento de causa; con estilos particulares nos proporcionan argumentos bíblicos-teológicos y misiológicos para centrar tanto la importancia del tema como la de la responsabilidad misionera de la comunidad evangélica que por razón de fidelidad al evangelio, debe concretarse en términos de defensa y promoción de los derechos humanos.



Los derechos humanos y el reino de Dios

C. René Padilla, Darío López y Humberto Lagos

© 2010 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma

Segunda edición digital, agosto 2020

ISBN N° 978-612-4252-59-4

Categoría: Teología y doctrina - Ética

Segunda edición impresa, agosto 2010

ISBN N° 978-9972-701-66-5

Editado por:

© 2010 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma

Av. 28 de Julio 314, Int. G, Jesús María, Lima - Perú

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Ediciones Puma es un programa del Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip)

Diseño de carátula: Adilson Proc

Diagramación y ePub: Hansel J. Huaynate Ventocilla

Reservados todos los derechos

All rights reserved

Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización de los editores

Salvo cuando se indique expresamente otra versión las citas bíblicas corresponden a la versión Reina-Valera 1960 (rv60).

Prólogo a la segunda edición

El tema de los derechos humanos es una cuestión que interpela profundamente a quienes están convencidos de que la dignidad humana es un valor no negociable en la medida en que, como bien señala René Padilla: «… como creación especial de Dios y portadores de su imagen, todos los seres humanos sin excepción están investidos de dignidad y tienen derechos iguales e inalienables». Estos derechos, inherentes a todos los seres humanos y sin distinción alguna, constituyen tanto un desafío como un clamor para todos aquellos que aspiran una sociedad digna del ser humano.

En esta perspectiva es muy saludable constatar que en el contexto internacional haya crecido la conciencia de estos derechos y se hayan establecido mecanismos legales para promoverlos y defenderlos, como se comprueba en la producción de una amplia legislación que no sólo prohíbe actuar contra tales derechos, sino que además busca fomentarlos. Sin embargo, y a pesar de tales esfuerzos, la realidad nos muestra persistentemente la violación de estos derechos y la impunidad en muchos lugares de América Latina a pesar de pactos, declaraciones, compromisos y acciones de diversas instancias para defenderlos. Asimismo, componente de esta realidad es que algunos países poderosos aun no admitan “de hecho” el carácter universal de los derechos humanos.

Más allá de estas circunstancias, los derechos humanos son centrales en la vida de las personas tanto en el plano individual como en el social. Los derechos humanos deben ser la clara expresión de una auténtica administración de la justicia y dignificación de las relaciones humanas. Desde la comprensión cristiana de las cosas, entendemos que la lucha en favor de la dignidad humana plasma en la realidad concreta el mandato de amar al prójimo como a uno mismo. Por consiguiente, la cuestión de los derechos humanos no debe ser secundaria, sino eje central del mensaje del evangelio y el trabajo que se realiza a favor de este campo pone en juego la fidelidad a Dios y la valoración del ser humano. Y al ser una tarea común de todas las personas de buena voluntad, permite la mancomunidad en la acción de diversos sectores de la sociedad.

Está claro que los derechos humanos responden a las necesidades de las personas como individuos, grupos o sociedades, y al garantizar dichos derechos se facilita el ejercicio de la dignidad. En este sentido, la naturaleza de los derechos humanos es integral e indivisible porque son interdependientes, es decir no hay un derecho que sea más importante que otro, lo cual implica que la violación de uno de estos repercute en los otros, asi como la concreción de uno repercute en los demás. Los derechos humanos son, además, inalienables porque son irrenunciables dado que pertenecen a la esencia misma del ser humano y ninguna persona o autoridad puede actuar en contra de ellos; son imprescriptibles es decir no caducan o se pierden con el paso del tiempo, independientemente de si se hace uso de ellos o no; y son progresivos porque tienden al avance y de ninguna manera a la regresión o cancelación, tanto en lo que respecta al contenido como a los procedimientos que se adoptan para su cumplimiento. En esta perspectiva, los derechos humanos son, pues, aquello que las personas necesitan para vivir dignamente: una buena alimentación, educación de calidad, salud, empleo, vivienda, un medio ambiente sano, respeto a la integridad física y psicológica, libertad de expresión, de religión, de tránsito, la no discriminación, entre otros.

Por otra parte, la referencia a los derechos, sin embargo, no debe inducirnos a dejar de lado los deberes. A este respecto, la precisión que Padilla hace es muy clara: «… a la Biblia más le interesan los deberes que los derechos: los deberes humanos frente a Dios, frente al prójimo y frente a la creación». Por ello debe tenerse en cuenta de que en una sociedad en la que se reclama constantemente los derechos sin preocuparse por sus deberes, se olvida que hay una relación muy estrecha entre derechos y deberes porque «… los derechos humanos que preocupan a la conciencia cristiana son los derechos del otro y que los derechos de los demás son deberes nuestros». Estos deberes están relacionados, de acuerdo a la explicación teológica de Míguez Bonino, con el pacto de vida que Dios ha establecido. Este pacto implica el llamado a la responsabilidad por la vida —particularmente la vida humana— la cual como núcleo central incluye el tema de los derechos humanos. Dios es Dios de la vida, Dios ama la vida y encomienda al ser humano la misión de prolongar, enriquecer y proteger la vida.

Por la importancia que el tema de los derechos humanos representa para la conciencia cristiana, y con el propósito de contribuir en la construcción de una cultura de respeto de estos derechos, se publica este volumen en una versión revisada y ampliada en la que los autores plasman su comprensión del tema a partir de un compromiso militante con el reino de Dios.

La comprensión que René Padilla, Darío López y Humberto Lagos proponen, ofrece tanto una fundamentación bíblica y teológica del tema, como una descripción de su lugar en la misión de la iglesia. Los tres autores coinciden en señalar que partiendo de su fe en Jesucristo, la iglesia no sólo está llamada a pronunciarse en favor de la vida sino también actuar en contra de todas las formas de violación de los derechos humanos. En palabras de Padilla, «… la iglesia cumple su vocación de sal de la tierra y luz del mundo, cuando hace sentir su presencia en la sociedad no sólo porque predica sino por lo que es y por lo que hace, por su compromiso con el amor, la libertad, la justicia y la paz».

Lima, agosto de 2010

Los editores

Prólogo a la primera edición

En los últimos años se ha intensificado la reflexión sobre la misión de la iglesia. Evidencia de esto, es la literatura producida a lo largo de América Latina. Por consiguiente, en un sector importante de la comunidad evangélica es frecuente hoy hablar de la misión integral de la iglesia. Indudablemente, este despertar se explica por el hecho de la acción soberana de Dios —quien, por su Espíritu, renueva la visión y práctica misionera de su pueblo— y por la nueva composición social de la comunidad cristiana y su búsqueda de un modelo misionero acorde con el desafiante contexto sociocultural en la que se halla inmersa.

 

La teología de la misión, por tanto, tiene su razón de ser en la medida en que ella está conectada con la vida y misión de la “Comunidad del Rey” y en tanto se encuentra vinculada al testimonio de esta comunidad que se hace visible en las congregaciones locales. Cuando la teología y la misiología no guardan este vínculo, devienen en reflexiones teóricas y en interesantes elucubraciones académicas pero estériles. De allí la importancia de que toda reflexión teológica, y en especial la misiología, se desarrolle en estrecha conexión con la vida y misión de la iglesia y su inserción en el entorno sociocultural.

Así, la teología y la misiología se articulan, a nuestro juicio, en situaciones concretas no sólo como un conjunto de conceptos muy bien elaborados, sino, fundamentalmente, como una estructura o un andamiaje desde y para el cual la iglesia actúa en fidelidad al evangelio, en los diversos campos de misión.

Por ello, al hablar del reino de Dios y de los derechos humanos, se toca un aspecto central de la responsabilidad misionera de la comunidad evangélica. La defensa y promoción de los derechos humanos es, en todo tiempo y lugar, una tarea insoslayable para todo cristiano que quiere ser fiel al evangelio. Esta fidelidad —en el cuadro dramático, tenso y sangrante del Perú actual— conlleva, como ocurre ya, el riesgo del martirio. El reino de Dios no sólo debe ser anunciado, sino también vivido. Anuncio y vida constituyen, de modo indesligable, el testimonio cristiano del cual la afirmación, valoración, promoción y defensa de la vida, que es el derecho humano fundamental, es parte integrante. Por consiguiente, frente a la violación de los derechos humanos, sea quien fuere el agente, no cabe indiferencia alguna ni mucho menos posturas eclécticas. Soslayar la opción por la vida significaría negar el evangelio, renunciar a nuestra responsabilidad misionera y dejar la puerta abierta para que el diablo y sus agentes realicen su propósito de muerte y destrucción.

Anunciar y vivir el evangelio del Reino nos compromete, pues, con el Dios de la vida. Este compromiso, que en las actuales circunstancias de violencia y empobrecimiento del país tiene un riesgo muy alto, nos desafía a vivir la fe en un escenario de crisis muy profunda en los diferentes aspectos de la vida nacional.

Con el propósito de reflexionar bíblicamente lo relacionado a la problemática de los derechos humanos, se desarrollaron dos conferencias a cargo del doctor C. René Padilla sobre “La Biblia y los derechos humanos” y “La Biblia y el reino de Dios” bajo los auspicios del Concilio Nacional Evangélico del Perú (conep), la Facultad Evangélica “Orlando E. Costas” y la Fraternidad Teológica Latinoamericana (ftl). Las conferencias del doctor Padilla fueron seguidas por comentarios de un grupo de panelistas que trabajan en el tema. Dichas conferencias forman parte de la presente publicación.

Creemos que los temas tratados son de crucial pertinencia para la situación actual y el cumplimiento de la misión que Dios ha encomendado a la iglesia. Es nuestra oración y anhelo que la lectura de estas reflexiones sea de bendición, ayuda y desafío para la comunidad cristiana y no cristiana en América Latina.

Lima, junio de 1992

Los editores


Capítulo 1

La Biblia y los derechos humanos

C. René Padilla

El tema que tenemos entre manos no es uno sobre el cual podemos meramente especular. Es un tema que nos compromete. La era moderna se caracteriza, entre otras cosas, por ser la era de los derechos humanos. Hacia fines del siglo xviii, la Revolución francesa colocó en el centro de sus aspiraciones, tres derechos: libertad, igualdad y fraternidad. Al mismo tiempo, al otro lado del océano, se sentaron las bases para una nueva nación cuya declaración de independencia establecía principios para una comunidad en que se reconocían derechos fundamentales. La Constitución decía: «Sostenemos estas verdades como auto-evidentes; que todos los hombres han sido creados iguales y que el Creador les ha concedido ciertos derechos inalienables, entre ellos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».

Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, incluyendo los campos de concentración y la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, los cinco países victoriosos (Estados Unidos, Inglaterra, Francia, la Unión Soviética y la China) hicieron una alianza y crearon la Organización de las Naciones Unidas, de la cual surgió en diciembre de 1948 la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Los treinta artículos de esta declaración definieron los principios o derechos que se consideraban la base de la convivencia a nivel nacional e internacional.

Posteriormente, han circulado otras declaraciones de derechos humanos. Por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos del Niño (noviembre de 1959), la Declaración de los Derechos de la Mujer (noviembre de 1967), la Declaración de la Protección de todas las Personas contra la tortura y otros tratos o penas crueles inhumanas y degradantes (diciembre de 1965) y la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos (julio de 1976).

En ninguna época de la historia humana, hubo tanto esfuerzo por definir con claridad los derechos humanos como en la nuestra. Sin embargo, a la vez, es probable que nunca antes los derechos humanos hayan sido tan violados, y con tanta frecuencia e impunidad, como en nuestro tiempo.

¿Qué podemos decir sobre la importancia de los derechos humanos a la luz de la Biblia? Para empezar, cabe afirmar que a la Biblia más le interesan los deberes que los derechos: los deberes humanos frente a Dios, frente al prójimo y frente a la creación. Es bueno recordar esto en una sociedad donde cada sector de esta reclama constantemente sus derechos sin preocuparse mayormente por sus deberes. Sin embargo, hay una estrecha relación entre derechos y deberes. La conexión se hace cuando reconocemos que los derechos humanos que preocupan a la conciencia cristiana son los derechos del otro, y que los derechos de los demás son deberes nuestros. En nuestra reflexión, abordaremos, en primer lugar, la base de los derechos humanos; en segundo término, el derecho humano fundamental, y en tercer lugar, la iglesia y los derechos humanos.

La base de los derechos humanos

Hablar de los derechos humanos es hablar de derechos que pertenecen a todos los seres humanos, sin excepción, en virtud de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Sin esta base teológica, los derechos humanos carecen de fundamento. Esto sucede precisamente en el caso de la Declaración de los Derechos Humanos de la onu, cuyo primer artículo afirma que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Cabe preguntar de dónde procede la dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables que, según se dice, poseen todos los seres.

En la declaración de la onu, no hay respuesta. La respuesta, sin embargo, la da la Biblia. Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen […] y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó1. Como creación especial de Dios y portadores de su imagen, todos los seres humanos, sin excepción, están investidos de dignidad y tienen derechos iguales e inalienables. Los derechos humanos no se otorgan, se reconocen. Cuando a una persona se le niega sus derechos, se le niega la dignidad que posee como criatura de Dios. Desde esta perspectiva, no podemos cerrar los ojos a la violación de derechos humanos. La violación de estos es resultado del pecado humano. El pecado introduce la violación de todos los derechos humanos.

En primer término, no bien se produce la caída del hombre, aparece la opresión. Y el símbolo de todas las opresiones humanas es la opresión de la mujer. A esa opresión se refiere la maldición de Eva: … tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti2. Esa no es una prescripción de Dios, es una descripción de una situación que se daría como consecuencia de la caída. La violación de los derechos humanos comienza, pues, en la familia. Otra trágica ilustración de esto aparece en Génesis 4, en la narración del asesinato de Abel. Dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató3. Después del homicidio, Dios dice al asesino: La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia4. A pesar de su crimen, Caín es protegido por Dios con una señal, para que no sea también asesinado.

Esta barbarie ultrajante para la conciencia de la humanidad, a la cual hace referencia la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es síntoma de la desarticulación de las relaciones con Dios y con el prójimo. En Cristo Jesús, Dios ha actuado para restaurar su imagen en su criatura y devolverle su dignidad; para eso murió Jesucristo. La muerte de Cristo en la Cruz es la manifestación más sublime del amor de Dios. … Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aun pecadores, Cristo murió por nosotros5. La muerte y resurrección de Jesucristo provee la base para la justificación del pecador por parte de Dios.

Pero no sólo eso, puesto que la justificación implica físicamente la concesión de derechos a quien ha estado privado de ellos, derechos que afectan no sólo su relación con Dios, sino también su relación con el prójimo y con la creación. Para entender correctamente el evangelio de la justificación por la fe, hay que proyectarlo contra el telón de fondo del concepto veterotestamentario de la justicia. El que justifica desde la perspectiva del Antiguo Testamento es el juez, pero “justificar” significa ‘finiquitar, dictar una sentencia por la cual el juez declara justo al acusado y establece el derecho de este’. La justificación es vindicación, restauración y restitución.

El rey ideal es el que hace justicia a los pobres, a las víctimas de la injusticia, a los oprimidos; dicta sentencia a su favor y actúa para liberarlos de su opresión. Proyecta, sobre este telón, la justificación de que habla el Nuevo Testamento y, particularmente, Pablo. Significa que en virtud de la muerte de Cristo, aparte de la ley, al pecador se le otorga por gracia el derecho de ser hijo de Dios, el derecho del favor de Dios y de vivir con dignidad como criatura hecha a imagen y semejanza del Creador. Los derechos Humanos, pues, encuentran su afirmación en la muerte y resurrección de Jesucristo.

El derecho humano fundamental

El derecho fundamental es el derecho a la vida. Según el artículo 3° de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona». En los países ricos, se pone énfasis en otros derechos: El derecho a la propiedad (art.° 17), el derecho a la libertad de opinión y de expresión (art.° 19). Sin embargo, el derecho a la vida es el fundamental, ya que el ejercicio de todos los demás derechos presupone la vida misma. Es, en realidad, el derecho a tener derechos, el cual incluye el derecho a la vida. Es el derecho a contar con las condiciones objetivas que posibilitan una vida digna para todos. Está vinculado con las necesidades básicas del ser humano, a las cuales se hace referencia en el artículo 25° de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios».

La mayor violación de derechos humanos en nuestro continente se está dando en este campo. Miles y millones de personas no están cubriendo sus necesidades básicas; aumenta el hambre y la miseria de manera alarmante. ¿Qué sentido tiene, en este contexto, hablar del derecho a la propiedad o del derecho a la libertad o a la libertad de opinión y de expresión?

 

La iglesia y los derechos humanos

No siempre ha estado la iglesia a la vanguardia de la lucha por los derechos humanos. Por el contrario, con demasiada frecuencia ha adoptado una actitud quietista frente a la violación de estos derechos. Las razones son muchas.

Quisiéramos destacar dos. Una, la reducción de la experiencia cristiana a una experiencia religiosa privada, sin conexión con la vida social. Para muchos, el ser evangélico es haber aceptado un mensaje de salvación eterna que no tiene trascendencia para la vida en medio de los seres humanos. Otra razón es el temor. El que se identifica con las víctimas de la injusticia corre siempre el riesgo de ser victimado también, y el temor paraliza, y el temor hace cómplices de la injusticia. Hace falta que desde su fe en Jesucristo, la iglesia se pronuncie a favor de la vida y en contra de toda forma de violación de los derechos humanos. La iglesia cumple su vocación de sal de la tierra y luz del mundo, cuando hace sentir su presencia en la sociedad no sólo porque predica, sino por lo que es y por lo que hace, por su compromiso con el amor, la libertad, la justicia y la paz.

En relación con los derechos humanos, la iglesia cumple su misión en cuatro áreas:

I. La denuncia profética. Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamadas en esta declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, posición política, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición (art.° 2). Este es el caso por el cual Dios no hace acepción de personas. Su amor se extiende sobre justos e injustos, buenos y malos. Si es así, toda violación de Derechos Humanos, se cometa contra quien se cometa, es abominable delante de Dios y debe ser rechazada como tal. No podemos escoger a las víctimas cuyos derechos pedimos sean respetados.

Además, toda violación merece nuestro rechazo, sea quien fuere la persona o entidad que la cometa. Los gobiernos de todos nuestros países están suscritos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero tiene que pasarse de las declaraciones a los hechos. Nuestros gobiernos se encuentran comprometidos con la violencia institucional que caracteriza a estos países, y en muchos casos con una abierta violación de los derechos humanos. Tal violación debe denunciarse en el nombre de la justicia de Dios. Sin embargo, la denuncia debe extenderse también a otros violadores, sea cual fuere su signo ideológico. Denunciar es exigir el reconocimiento de la dignidad humana de las víctimas, y los cristianos deberíamos ser los primeros en hacerlo, porque creemos que Dios creó a todos a su imagen y semejanza, y que Cristo murió por todos.

Habiendo vivido en Argentina durante los trágicos años de la represión militar, este tema fue de profunda preocupación para muchos de nosotros. Cuando concluyó la pesadilla, el gobierno democrático de Alfonsín nombró una comisión para que hiciera un estudio cuidadoso de las violaciones de derechos humanos que se habían cometido a lo largo de los ocho años. Se produjo, así, un estudio que llevaba el título de “Nunca más”. Fue el resultado de varios meses de trabajo de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, nombrada por el gobierno. En 490 páginas, presentó la conclusión sobre la base de miles de denuncias y testimonios relativos a la desaparición de alrededor de 9 000 personas.

Según los estudios de algunos organismos de Derechos Humanos, esta es una cifra sumamente conservadora. En Argentina, desaparecieron aproximadamente 30 000 personas. En el prólogo de ese libro, se decía que el objeto de la comisión no era juzgar, sino indagar la suerte de los desaparecidos durante los años del régimen militar que tomó el poder el 24 de marzo de 1976. Se habían acumulado 50 000 páginas documentales. La conclusión fue que la dictadura militar produjo la más grande y salvaje tragedia de nuestra historia. Muchísimas de las víctimas de la represión no tenían nada que ver con la subversión; por eso, se armó una guerra sucia, y en una guerra, decían los militares, hay muchos que mueren inocentemente. Tristemente, el trágico episodio de los desaparecidos descrito en Nunca más, fue posible porque la represión contó con el apoyo tácito de la gran mayoría de argentinos, quienes, una vez instaurado el régimen de terror, optaron por la complicidad del silencio, por temor, o porque restaron importancia a los rumores acerca de gente que desaparecía, o debido a que cedieron a la propaganda ideológica del gobierno y comenzaron a pensar que, después de todo, las Fuerzas Armadas estaban para eso.

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