Buch lesen: «Salvini & Meloni»

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Daniel V. Guisado y Jaime Bordel Gil

Salvini & Meloni

Hijos de la misma rabia: cómo la derecha radical se hizo con el control de la política italiana

A nuestros padres, por hacer que la vida sea posible.

A Xiana y Andrea, por hacer que la vida valga la pena.

A nuestra gente, por hacer que la vida sea mejor.

El virus que se propaga a lo largo de la vía Emilia infectando a miles de empleados postales para quemar las Cámaras del Trabajo tiene que haber sido incubado en tiempos de paz. No puede ser de otra manera. No es que renacieran en la guerra, simplemente la guerra los devolvió a su propio ser, los hizo volverse lo que ya eran. Quizá el fascismo no sea el hospedador de este virus que se propaga sino el hospedado.

Antonio Scurati

M. El hijo del siglo

© de la obra: Daniel V. Guisado y Jaime Bordel Gil

© de la edición: Apostroph, edicions i propostes culturals, SLU

© de la cubierta: Apostroph

© de la ilustración de cubierta: Roma: la Lupa con Romolo e Remo (bronzo etrusco nel Museo Capitolino). Autor desconocido. Bajo licencia Creative Commons / Compartir igual 3.0:

ISBN: 978-84-123711-8-5

Edición: Apostroph

Corrección: Dièresi

Diseño de cubierta: Apostroph

Diseño de tripa: Mariana Eguaras

Maquetación: Apostroph

Primera edición en papel: diciembre 2021

Primera edición digital: diciembre 2021

Apostroph, edicions i propostes culturals, SLU

www.apostroph.cat

apostroph@apostroph.cat

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

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Javier Álvarez Liébana, Elena Bedriñana, Ferran Bertran,

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José Luis Termenón Pintos, López Vallet, David Vicioso Adrià,

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Otros mecenas han preferido no aparecer en los créditos.

Agradecemos el apoyo de todos ellos.


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Agradecimientos

Aunque este libro tiene dos autores, hay muchas más personas que han puesto su granito de arena sin las cuales este proyecto nunca hubiera podido salir adelante. En primer lugar, agradecer a nuestros editores Patricia y Bernat por su confianza y por ayudarnos a mejorar y pulir los aspectos más problemáticos de la obra. No son tiempos fáciles para los jóvenes y es un gusto encontrar a gente que apueste por nosotros.

Merecen una mención especial Alex, Javi, Víctor y Xiana por su ayuda con el primer borrador del libro. Cuando aún no había nadie, ahí estuvieron ellos para señalarnos errores y aciertos que contribuyeron a mejorar el texto. Tampoco nos olvidamos de Carlos, que conoció el proyecto desde el principio y estuvo ahí para apoyarnos y aconsejarnos en todo momento. Ni por supuesto de nuestros padres y amigos, tanto los que leyeron el texto y dedicaron horas y días a corregirnos faltas de ortografía, como los que simplemente estuvieron ahí para darnos calor y ánimo durante este largo proceso.

Por último, agradecer a Enric Juliana y Ferrán Gallego que se prestaran a colaborar en este proyecto. Sus entrevistas han sido un magnífico broche final a la obra, y hablando con ellos hemos aprendido más que con horas de estudio y lectura. Y por supuesto a Jorge Del Palacio, que escribe el prólogo de este libro y que fue nuestro profesor en la Universidad Carlos III de Madrid. Con él aprendimos mucho como alumnos, y seguimos aprendiendo a día de hoy. De corazón, gracias a todas y a todos.

Daniel y Jaime

Prólogo

Los caminos de la derecha italiana

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la política italiana ha sido uno de los escenarios privilegiados por la ciencia política como campo de investigación y análisis de la vida de partidos. El escenario italiano ofrecía a los politólogos la posibilidad de satisfacer su interés por las transiciones a la democracia desde regímenes autoritarios, de estudiar el proceso de cambio pacífico de monarquía a república, de entender la naturaleza de los procesos de modernización en el seno de un país occidental o de analizar las causas del nacimiento del terrorismo en una democracia. Finalmente, de entender la evolución de un sistema de partidos de nueva factura que desarrollaba su competición por el poder en un mundo marcado por la polarización ideológica de la Guerra Fría.

El politólogo florentino Giovanni Sartori, uno de los padres de la ciencia política contemporánea, bautizó el nuevo sistema de partidos italiano nacido en la posguerra y apoyado en la Constitución de 1948 como “pluralismo extremo polarizado”. Debido, principalmente, a la presencia de dos partidos con clara vocación antisistema: el Partido Comunista Italiano —el PCI, el partido comunista más poderoso de Occidente— y el Movimiento Social Italiano (MSI). Dos partidos cuya existencia solo encuentra sentido en la continuidad en el tiempo de un mundo dividido por la rivalidad entre Washington y Moscú.

La implosión del sistema de partidos nacido en la posguerra en el periodo 1992-1994, no contribuyó a disminuir el interés de la ciencia política por la política italiana. Al contrario, la desaparición abrupta, por distintas causas, de los principales partidos que habían estructurado la competición política desde el final de la Segunda Guerra Mundial en Italia convertía al país transalpino, de nuevo, en un laboratorio único para el análisis politológico. De un lado, el final de partidos como la DC o el PSI por causas de corrupción abría el campo para estudiar procesos degenerativos de partidos políticos en democracia, asociados a problemas de financiación como indicaba el nombre del caso Tangentopoli. De otro lado, el final del PCI tras la caída del Muro de Berlín produjo una crisis existencial sin precedentes en la izquierda italiana. Sobre todo al contribuir a poner en cuestión no pocos mitos asociados a la autonomía organizativa e ideológica del PCI frente a la URSS.

El hundimiento del sistema de partidos en el periodo 1992-1994 por problemas de corrupción, encuentra su imagen arquetípica en la salida de Bettino Craxi, líder del PSI, del hotel Raphael de Roma mientras una multitud le lanzaba billetes y monedas. Fue un 30 de abril de 1993 y puede parecer un tiempo lejano, aunque ha sido recordado con éxito por la serie de televisión 1993. Sin embargo, hay elementos de juicio para afirmar que la política italiana de hoy es aún heredera de la radicalidad de los cambios que se produjeron en el sistema de partidos italiano a comienzos de los noventa. No en vano, el sistema político posterior a las elecciones de 1994 se conoce en medios académicos y periodísticos como Segunda República. Todo ello a pesar de que no se ha registrado ninguna cesura en el orden constitucional inaugurado en 1948.

En este sentido, el profesor Marco Tarchi —uno de los principales expertos en la derecha italiana— afirma que Fratelli d’Italia tiene una “historia corta y una larga genealogía”. Tarchi se refiere, precisamente, a que el partido que hoy lidera Giorgia Meloni, a pesar de ser fundado en 2012, debe ser analizado a la luz de la historia de las adaptaciones organizativas e ideológicas de la derecha posfascista al sistema de partidos de la Segunda República. Precisamente, a la transformación que en 1994 convierte el MSI en Alleanza Nazionale bajo el liderazgo de Gianfranco Fini. Del mismo modo, tanto el origen de Forza Italia —fundado en enero de 1994—, como el de la Lega —fundado como Lega Nord en 1991—, deben buscarse en los convulsos años en los que el sistema de partidos de la Primera República empieza a mostrar sus primeros síntomas de debilidad, que no cesarán hasta registrar su hundimiento.

Al igual que los partidos y coaliciones de la izquierda en Italia han encontrado muchas dificultades para repetir el liderazgo del PCI sobre su electorado, en la derecha italiana, ni Forza Italia, ni la Lega Nord, ni Alleanza Nazionale encontraron el modo, ni el equilibrio, ni la base de colaboración necesaria, para ocupar el espacio hegemonizado por la DC. Un partido que, si bien no podía catalogarse estrictamente de “derecha”, recogía el voto útil de posiciones conservadoras por su timbre anticomunista. Como decía el periodista Indro Montanelli, “Turatevi il naso, ma votate DC”. Sin embargo, la caída del primer gobierno Berlusconi en mayo de 1995 al perder el apoyo de la Lega de Umberto Bossi, cuando Il Cavaliere ni siquiera había cumplido un año en la sede del Palazzo Chigi, fue el preludio de todas las dificultades que la derecha italiana post DC iba a encontrar para ofrecer a su electorado un proyecto coherente y unitario, capaz de subordinar los matices ideológicos e intereses de cada partido, más allá de las estridentes consignas contra la izquierda excomunista.

Precisamente, el escenario político que aborda el presente libro también puede leerse como el resultado del proceso fallido de unificación de la derecha italiana en torno a un nuevo sujeto político: Popolo della Libertà. El nuevo partido de Berlusconi, fundado en 2008, absorbió al partido posfascista Alleanza Nazionale para responder estratégicamente al nacimiento del Partito Democratico en 2007. Un nuevo partido, el PD, fruto de la fusión de ex comunistas y ex democristianos, que se presentó en público con Walter Veltroni como líder y el objetivo claro de construir una gran mayoría electoral de centroizquierda, lo suficientemente amplía para sacudirse el poder de chantaje de los pequeños partidos radicales de izquierda. Los cuales, siguiendo el diagnóstico de los ideólogos del PD, entorpecían la vida de coalición y la acción de gobierno, como había comprobado Prodi al perder el poder en 2007 al enfrentarse a su socio de coalición Rifondazione Comunista.

La gran victoria del PdL de Berlusconi en las elecciones de 2008 parecía poner, finalmente, a la derecha italiana rumbo a la consolidación de un nuevo gran partido de masas. Un partido capaz de recuperar la tracción electoral de la DC, de ocupar su espacio en la sociedad y de dirigir un proyecto políticocultural renovado con vocación hegemónica. Sin embargo, los constantes desencuentros de Gianfranco Fini y Silvio Berlusconi pusieron de manifiesto, una vez más, la falta de madurez de un proyecto unitario de la derecha italiana. Al margen, como siempre, de su capacidad para mostrar una aversión común al mundo excomunista.

En este contexto, la caída del cuarto gobierno de Berlusconi en noviembre de 2011 —provocado por la crisis económica que también se llevó por delante a Sócrates en Portugal y a Zapatero en España—, derivó en el nombramiento del gobierno técnico de Mario Monti. Y, de paso, el apoyo de Berlusconi al nuevo gobierno Monti, explicable en clave europeísta, catalizó un proceso de transformación radical de los partidos de la derecha italiana cuyos resultados nos llevan hasta hoy. Porque el gobierno Monti, sostenido principalmente por Berlusconi y el PD, es el escenario en el que en Italia toma cuerpo un robusto consenso populista que combina, con efectos de refuerzo, una dialéctica europeísmo-soberanismo con la fractura política/antipolítica. Una combinación que sirve, no solo para explicar el auge electoral del M5S, que ganaría las elecciones de 2013 y 2018, sino para entender los valores de fondo que operan en la lepenización de la Lega dirigida por Salvini desde 2013, como en el proyecto de nacionalismo radical diseñado por Giorgia Meloni para Fratelli d’Italia a partir de 2012.

Jorge del Palacio

Universidad Rey Juan Carlos

¿Radicales o extremistas?

La derecha radical italiana

Matteo Salvini y Giorgia Meloni. Ellos son los hijos de un nuevo siglo en el que la derecha radical parece que avanza inexorablemente hacia el gobierno. Ambos ya estuvieron en el poder. Salvini compartiendo gobierno con el Movimento 5 Stelle en 2018 y Meloni con Berlusconi diez años antes. Hoy todos los sondeos indican que ambos serían capaces de gobernar sin necesidad de apoyos externos. Pero, ¿cómo se ha llegado a una situación en la que dos partidos de la derecha radical ocupan todo el espacio de la derecha italiana?

Antes de nada, debemos aclarar los conceptos fundamentales que se utilizarán a lo largo de todo el libro. Tanto la Lega de Matteo Salvini como el Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni son dos partidos que pertenecen a la derecha radical populista, es decir, la derecha radical. Optamos por este concepto y no por otros más ampliamente utilizados, como el de ultraderecha o extrema derecha, porque nos permite posicionarnos metodológicamente.

Aunque los conceptos “radical” y “extremista” suelen usarse indistintamente, sobre todo en espacios mediáticos, la literatura académica que aborda estos partidos los distingue como objetos de estudio claramente diferentes. Por un lado, un partido de extrema derecha se fundamenta en una clara oposición a la democracia liberal, tratando de socavarla desde dentro o desde fuera. Por el contrario, un partido radical de derechas, aunque ataque ciertos principios liberales —como los límites constitucionales y el pluralismo—, no busca la destrucción o la sustitución directa del sistema democrático. Los radicales tensionan y desvirtúan la democracia liberal, pero no se oponen a ella frontalmente.

Así pues, ¿qué entendemos por partidos radicales populistas de derecha? En esencia son formaciones con tres características constitutivas: nativismo, autoritarismo y populismo. Según este núcleo ideológico, desarrollado por el politólogo holandés Cas Mudde, este tipo de organizaciones políticas buscan que los estados estén poblados exclusivamente por miembros del grupo nacional, y no por miembros no-nacionales (nativismo); basan su acción política en la crítica y el cuestionamiento sostenidos de las instituciones liberales (autoritarismo); y emplean una lógica discursiva basada en un nosotros enfrentado a un ellos (populismo).

Tanto la Lega de Salvini como el Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni cuentan con estas características. Sin embargo, los orígenes de estas formaciones son bien distintos. Aunque en la actualidad ambas puedan incluirse en la categoría de “derecha radical”, sus antecesores provienen de tradiciones muy alejadas entre sí. Por un lado, la Lega viene de ser un partido etnorregionalista del norte de Italia, es decir, una formación con una fuerte impronta independentista, y un discurso étnico dirigido hacia un enemigo interno —Roma y el sur de Italia— y no tanto externo —los inmigrantes. Por otro, Fratelli d’Italia es heredera de Alleanza Nazionale, y esta, a su vez, del Movimento Sociale Italiano (MSI), partido neofascista nacido tras la derrota de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial que reivindicaba el legado mussoliniano.

El MSI sí puede ser catalogado como un partido de extrema derecha. Nunca renegó de las atrocidades cometidas por el régimen fascista de Benito Mussolini1, y su oposición al sistema (de partidos) de la Primera República iba más allá de los partidos que lo formaban, rechazaba el sistema democrático en su conjunto. En 1995, cuando el partido se transforma en Alleanza Nazionale (AN), se abandonan algunos de los rasgos y reivindicaciones fascistas que habían permanecido en el MSI. Se acepta definitivamente la democracia —aunque se mantiene un perfil crítico—, se condena cualquier tipo de dictadura y se rechaza el racismo y el antisemitismo. Algunos autores han definido este paso como la transformación del neofascismo al posfascismo2, aunque en este punto no hay consenso en la literatura. Sin querer entrar en una discusión teórica profunda que excedería los límites de este libro, en el resto de la obra nos referiremos al MSI como una formación neofascista y al AN como posfascista. Es una distinción necesaria porque muestra que el cambio del MSI a AN no fue meramente nominal, y con el paso de los años tuvo implicaciones estratégicas e ideológicas de gran calado.

La Lega y Fratelli d’Italia son hijas de tradiciones ideológicas muy dispares que han confluido bajo el paraguas de la derecha radical populista. Para entender cómo hemos llegado a esta situación debemos remontarnos a la primera gran crisis del sistema político republicano en Italia. Un periodo que nos recuerda a la noción de crisis de autoridad desarrollada por Antonio Gramsci, en la que “muere lo viejo sin que termine de nacer lo nuevo”, dando lugar a un “interregno donde ocurren los más diversos fenómenos morbosos”3.

Casi un siglo después de la muerte del pensador sardo, a comienzos de los años noventa del siglo pasado, Italia atravesaría una crisis que parecía salida de la pluma de Gramsci. La gran mayoría de la clase dirigente italiana se vio implicada en una trama de corrupción que le obligó a abandonar la política, y entre 1992 y 1994 el país se vio sumergido en un interregno del que efectivamente emergerían los más diversos fenómenos. Silvio Berlusconi, la Lega Nord de Umberto Bossi y la Alleanza Nazionale de Gianfranco Fini fueron las primeras consecuencias de esta crisis. Después vendrían Matteo Salvini, el Movimento 5 Stelle y, por último, Giorgia Meloni. Y es que casi treinta años después, los ecos de Tangentopoli4 siguen resonando en el laboratorio político italiano.

Tangentopoli y la muerte de la Primera República

La Primera República es el sistema de partidos que se estableció en Italia tras la Segunda Guerra Mundial y en el que un gran número de formaciones contaban con representación parlamentaria, pero enfrentaba a dos grandes polos: uno democristiano y otro comunista. En ciencia política este sistema se denomina pluralista polarizado5. Esta polarización, a diferencia de lo que ocurría en otros países, no se tradujo en una alternancia de estas dos fuerzas en el poder, y toda la Primera República estuvo gobernada por la Democracia Cristiana (DC), a excepción de un breve paréntesis de gobiernos socialistas y republicanos apoyados por la misma DC6.

El veto a los comunistas se estableció desde las primeras elecciones democráticas en 1948, en las que la DC, con una campaña ferozmente anticomunista, obtuvo una contundente victoria sumando casi trece millones de votos (un 48,51%). A partir de ahí la Democracia Cristiana acapararía el poder durante casi medio siglo a través de pactos con una serie de partidos menores, como el Partido Republicano (PRI), el Partido Liberal (PLI) o el Partido Social-Demócrata (PSDI), a los que a partir de los años sesenta se uniría un Partido Socialista (PSI) que comenzó compartiendo listas con el Partido Comunista en los cuarenta y terminó como socio predilecto de los democristianos en los ochenta.

A la Democracia Cristiana se la conocía coloquialmente como la ballena blanca. Un partido imposible de desplazar del poder y cuyo fin máximo era evitar que el elefante rojo —el Partido Comunista— alcanzase el gobierno. El partido, que siempre contó con el apoyo de los Estados Unidos y el Vaticano, lograría este objetivo excluyendo del poder estatal durante décadas a los comunistas a pesar de sus buenos resultados. El PCI gobernó regiones y ayuntamientos a lo largo y ancho del país, pero siempre le fue vetada cualquier tipo de participación en el gobierno de la nación. Los comunistas gobernarían durante décadas algunas de las regiones más prósperas del país como la Toscana, la Umbría o la Emilia-Romaña7, pero jamás llegaron a poner un pie en el Palazzo Chigi8.

Además de la falta de alternancia, la otra anomalía de la Primera República italiana era la de contar con el partido comunista más fuerte de Europa Occidental. El Partido Comunista Italiano no solo tenía un enorme apoyo popular, sino que además estaba presente en todos los ámbitos de la sociedad italiana. La red comunista se extendía desde el mundo sindical hasta el editorial, sin olvidar el titánico trabajo de base realizado por las organizaciones locales del partido o la amplia difusión que tenía el diario del partido, L’Unità, que distribuía cientos de miles de ejemplares por el país. El partido llegó a tener más de dos millones de afiliados y siempre osciló entre un cuarto y un tercio de los votos, sobrepasando los doce millones y medio de votantes en las elecciones de 1976.9

A pesar de su amplia popularidad, el PCI jamás logró alcanzar el apoyo suficiente como para superar en votos a la DC. El veto al PCI perpetuó la presencia de la DC en las instituciones, y así los democristianos coparon durante décadas todo tipo de cargos públicos, desde ministerios hasta empresas y entes públicos. Cincuenta años en los que se fue tejiendo una red de corrupción que acabó implicando a casi todos los partidos que habían gobernado con la DC y que salió a la luz a comienzos de los noventa.

El 17 de febrero de 1992, el socialista Mario Chiesa es arrestado en su despacho mientras recibía un soborno de un empresario que quería asegurarse la adjudicación de una contrata pública. Con esta detención comenzarían los procesos de Mani Pulite10, que destaparon una red de sobornos que implicó a los máximos responsables de la DC, el PSI y el mundo industrial y empresarial. Este proceso, que como hemos comentado, también se conoció como Tangentopoli, echó abajo el edificio de la Primera República, y en menos de dos años los partidos que habían dominado la vida política nacional durante el periodo republicano desaparecieron.

El país estaba entre indignado y conmocionado. En esos años surgiría por primera vez un sentimiento de odio popular contra la corrupción política que trascendía el eje izquierda y derecha. Este rechazo a la casta de políticos corruptos emerge en 1992, pero la ira y el resentimiento acumulados se sumarían a una lista de agravios que se prolonga hasta nuestros días11.

En aquel momento, quienes capitalizarían los réditos del desastre no fueron los comunistas, sino Silvio Berlusconi. El PCI, que al no haber tocado poder parecía el mejor situado para ganar en un río tan revuelto, llevaba años sumergido en un proceso de “renovación” que dinamitó el presente y el futuro del comunismo italiano y le impidió tomar el relevo de la DC. Tras la caída del Muro de Berlín, el secretario general del PCI Acchile Occhetto acompañado de los dirigentes de la facción de los miglioristi —el ala más moderada y posibilista del partido— impulsó una renovación que pretendía abandonar las siglas y abrir el partido a sectores más amplios de la población que le permitieran llegar al gobierno12. El proceso se llevó a cabo tras numerosas disputas internas y con un tercio de los dirigentes y la militancia en contra, dando lugar a dos partidos: por un lado, el Partito Democrático di Sinistra (PDS) de Occhetto y los miglioristi, y por otro Rifondazione Comunista (RC), que agrupó a los disconformes con el giro moderado y el abandono de las siglas. Lo dramático, sin embargo, no fue la división en dos partidos, sino que por el camino se perdieron 800.000 afiliados del 1.400.000 que tenía el PCI en 1989. Una auténtica tragedia política que según Lucio Magri, exmilitante del PCI y autor de una de las mejores historiografías del comunismo italiano, dejó una masa de población huérfana de referentes, un terreno fértil para la demagogia populista13.

El suicidio del PCI y los escándalos de corrupción de Tangentopoli transformaron profundamente la política italiana. El país comenzaría la década de los noventa con un sistema político prácticamente inalterado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y la terminaría con un nuevo sistema electoral y todos los partidos de la Primera República transformados o desaparecidos. Comenzaba la Segunda República.

El padre de la Segunda República

De las cenizas de la Primera República emergería la figura de Silvio Berlusconi. Un popular empresario dueño del equipo de fútbol AC Milan y de varios canales de televisión que daría el salto definitivo a la política en 1994. Íntimo amigo de Bettino Craxi14, miembro de la logia P215, y una de las personas más ricas del país, Silvio Berlusconi no era ni mucho menos un ejemplo de integridad y transparencia. Los italianos no tardarían en descubrirlo y pocos años más tarde las causas judiciales comenzarían a acechar su figura.

Sin embargo, en aquel momento Berlusconi gozaba de una gran popularidad. Erigido como modelo de hombre de éxito, el empresario triunfó en las elecciones de 1994 con un discurso que cargaba contra la partitocracia y los comunistas totalitarios, y abogaba por una reducción del papel del estado y mayor libertad para las empresas. Gracias a un sofisticado uso de los sondeos de opinión y de la imagen, Berlusconi consiguió absorber la protesta contra los partidos y construir un “populismo desde arriba marcado por el nuevo lenguaje de la comunicación publicitaria comercial”16. La agencia Publitalia’80, propiedad de Berlusconi, modeló un mensaje que se adaptaba a los nuevos tiempos y, sobre todo, a los nuevos formatos.

Las constantes apariciones de Berlusconi en televisión inauguraron un nuevo estilo comunicativo que autores como el filósofo francés Pierre-André Taguieff denominaron telepopulista17. Este telepopulismo berlusconiano cambiaba la relación entre el líder y el pueblo, pasando de la tradicional relación entre representante y representado a un nuevo vínculo entre líder y espectador. El papel de Berlusconi era el de un “demagogo telegénico o un actor en la era de la videopolítica”18, un personaje afable y carismático que representaba al “país feliz” y prometía una sociedad de clases medias, con menos burocracia, menos impuestos y mayor felicidad. Los viejos comunistas como Occhetto y D’Alema con sus trajes apagados y sus discursos anticuados representaban a la vieja política, mientras que “Silvio el triunfador” era el líder de la sociedad civil, el único que representaba a un pueblo alegre y trabajador.

Para lograr este objetivo, Berlusconi impulsó una plataforma creada a su imagen y semejanza, un instant party19, que recibió como nombre uno de los lemas futbolísticos que se emplean para animar a la selección nacional: Forza Italia. Las alusiones al deporte estuvieron muy presentes en el discurso de Il Cavaliere y su irrupción definitiva en la política fue denominada discesa in campo, un término que se emplea cuando los futbolistas saltan al terreno de juego. Berlusconi presentó su candidatura a las elecciones como si se tratase de una estrella del fútbol que sale en la segunda parte para salvar al equipo. Un relato que funcionó, aunque se encontraba bastante alejado de la realidad.

Lejos de ser una irrupción espontánea, la candidatura de Berlusconi se llevaba gestando al menos desde un año antes. Il Cavaliere ya estaba tanteando el terreno para las elecciones regionales y municipales de 1993, y estos comicios le permitieron calcular sus posibilidades e intuir quienes serían sus aliados para llegar al Palazzo Chigi. La Lega Nord en el norte, y el Movimento Sociale Italiano en el sur, hicieron una auténtica demostración de fuerza en un escenario en el que la DC, tras los escándalos de Tangentopoli, no presentó candidatos en las regiones y ayuntamientos más importantes del país. La etnoregionalista Lega Nord obtuvo importantes victorias, mientras que los neofascistas del MSI, pese a caer derrotados frente a la izquierda, consiguieron más del 45% de votos en la segunda vuelta de las elecciones municipales de Roma y Nápoles, donde la nieta del Duce, Alessandra Mussolini, se presentó candidata a alcaldesa.

El apoyo de Berlusconi a los candidatos del MSI en Roma y Nápoles sería el primer paso para una posterior alianza entre Forza Italia y la extrema derecha que perduraría durante años. Berlusconi necesitaba tanto a la Lega como a Alleanza Nazionale —partido en el que se transformó el MSI en 1994— para gobernar, por lo que el líder de Forza Italia incluyó ministros de ambas formaciones en sus cuatro gobiernos. 1994 fue el año en el que se rompió el tabú y la extrema derecha se sentó por primera vez en un Consejo de Ministros. Berlusconi había abierto la puerta de las instituciones a una extrema derecha que había llegado para quedarse.

Berlusconi lo cambió todo... o no

Silvio Berlusconi es una de las figuras centrales de la Segunda República, el nuevo sistema de partidos que surge en la década de los noventa. Italia pasó de la Primera a la Segunda República sin tocar una sola coma de la Constitución de 1948, y en esta nueva etapa, con una ley electoral que premiaba concurrir en coalición para favorecer las mayorías, el tablero político se dividió en dos grandes polos que se alternaron en el poder, uno de centroderecha y otro de centroizquierda.