Manifiesto para la sociedad futura

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Manifiesto para la sociedad futura
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Daniel Ramírez

Manifiesto para la sociedad futura

Hacia una nueva filosofía política

Ramírez, Daniel

Manifiesto para la sociedad futura. Hacia una nueva filosofía política / Daniel Ramírez

Santiago de Chile: Catalonia, 2020

ISBN digital: 978-956-324-793-0

HUMANISMO

144

Diseño de portada: Guarulo & Aloms

Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M. Corrección de textos: Cristine Molina Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: agosto 2020.

Registro de propiedad intelectual: 2020-A-5582

ISBN digital: 978-956-324-793-0

© Daniel Ramírez, 2020

© Catalonia Ltda., 2020

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl@catalonialibros

Índice de contenido

Portada

Créditos

Índice

Prólogo

Introducción

Manifiesto

I Ser libre, cambiar el mundo

II Ecología

III La democracia, el autogobierno de la sociedad

IV Economía, trabajo y vida humana

V Feminismo

VI Horizontalidad

VII Comunes, propiedad e inapropiabilidad

VIII Pluralismo y diversidad cultural. Ética y políticas multiculturales

IX Paz, cosmopolitismo y mundialización

X Política de civilización. Fines de la sociedad humana y transcendencia

Conclusión

Post scríptum post pandemiam

Notas

Prólogo

Por una de esas coincidencias que ponen la racionalidad en dificultad, el punto final propiamente de la redacción de este libro fue puesto el día 18 de octubre de 2019, en que, precedido por lo que puede considerarse como una nueva ola de movimientos sociales en el mundo, una agitación sin precedentes se desataba en Chile. Yo me encontraba en Barcelona, por una invitación de la universidad de esa ciudad, donde en el mismo momento, entre otras cosas, tuve la oportunidad de presenciar inmensas manifestaciones de los catalanes por la autodeterminación e intentaba mantenerme en contacto para tener noticias del mundo. Interesado por las manifestaciones que desde hace meses desafiaban a uno de los poderes más importantes del mundo en Hong Kong; luego por las del Ecuador, en que desde comienzos de octubre comunidades indígenas y organizaciones de trabajadores se alzaron contra el gobierno del mal llamado Lenin Moreno, quien impulsaba políticas neoliberales siguiendo, como es costumbre, indicaciones del FMI. En muchos otros lugares del mundo, como el Líbano, Sudán, Argelia, Egipto, crecía esta ola, de la cual sin embargo no se pueden fácilmente deducir influencias recíprocas. Los misterios de los ciclos de movimientos sociales en el mundo…

Desde el 18 de octubre, el movimiento que se desata en Chile adquiere una inesperada amplitud y fuerza, rápidamente identificado bajo la consigna “Chile despertó”. A partir de una simple alza de la tarifa del metro de 30 pesos, se critican los 30 años de decepción de la transición a la democracia, corroída progresivamente por la conversión al neoliberalismo de sus élites y la percepción popular de una considerable crisis de legitimidad de la democracia, tal como se describe en la introducción a este trabajo. Las reivindicaciones rápidamente fueron claras, abarcando casi todos los dominios socioeconómicos: pensiones decentes, salarios, recuperación de bienes nacionales, educación, ecología, salud, reconocimiento a pueblos originarios, y todas ellas se canalizaron en la exigencia de cambiar la constitución, que data de la dictadura de Pinochet (1980). Manifestaciones gigantescas y paros en todo el país, con una dosis importante de disturbios, obligaron al presidente-empresario de derecha Sebastián Piñera a decretar el estado de emergencia, con toque de queda (que no fue más que mínimamente respetado) y salida de los militares, que luego tuvo que anular, no habiendo podido en absoluto restablecer el “orden”, a pesar de una dura represión en la cual numerosas violaciones a los derechos humanos han sido constatadas por organismos especializados.

Muy pronto, un movimiento extraordinario de invención política, tal vez inédito en el mundo por su amplitud, se manifestó en la organización de miles de “cabildos abiertos”, asambleas deliberativas, en los más variados medios sociales, del trabajo, la educación, vecindarios, en los cuales se aprende a escuchar, a expresar ideas, a construir demandas comunes, y cuyos resultados han sido centralizados por una organización de coordinación sindical. Este movimiento está aún en pleno desarrollo, de manera que no se puede saber en qué podrá desembocar, pero lo más seguro es que habrá un proceso de cambio constitucional, exigido por el movimiento social, al cual la élite política parece mayoritariamente haberse resignado, luego de décadas de reticencia o de franca oposición.

El presente trabajo nació de investigaciones que comencé hace unos siete años, cuando en la campaña presidencial chilena de 2013 empezó nuevamente a hablarse de cambiar la constitución y del interés ante un supuesto proceso constitucional en Chile, que resultó finalmente frustrado al término del mandato de la presidenta Michele Bachelet, por falta de convicción de todos los partidos políticos y la franca oposición de aquellos de derecha. Solo que, en esa época, al mismo tiempo de lamentar esa situación, me daba la impresión de que los sectores demócratas, innovadores o de izquierdas, estábamos bastante mal preparados para tal proceso.

Las derechas políticas y clases privilegiadas tienen en general muy claro cómo debería ser el sistema del futuro: lo más parecido posible al actual, que asegura sus privilegios. La situación me parecía sorprendentemente paralela —si no semejante— a la que se vivía en Francia, mi lugar de residencia la mayor parte del año, donde grandes desilusiones de la socialdemocracia alejan cada vez más a los electores de las urnas. Finalmente, las sociedades, con miles de características específicas, no son tan diferentes y muchas de ellas deben afrontar problemas profundos y desafíos de transformación para los cuales no están preparados.

Se trata entonces de una reflexión que aspira al largo alcance, construida con tiempo y en absoluto ante la urgencia del movimiento social actual. Por ello la coincidencia de fechas me parece significativa y estimulante, porque el movimiento actual de alguna manera responde al diagnóstico en el que se basa este libro, que sin embargo apunta más bien a las soluciones, a la imaginación de un futuro.

Por otra parte, este libro estaba a punto de imprimirse cuando se desata la pandemia de Covid-19, que desde marzo 2020 implicó el confinamiento de la mayoría de la población mundial. Situación inédita en la historia humana, de la cual será, por cierto, largo y difícil obtener enseñanzas coherentes, por lo que no podremos más que mencionarla en un breve post scríptum agregado al final.

Desde la concepción del proyecto, hace varios años, la intención es contribuir a la reflexión necesaria para afrontar un proceso constitucional y en general los cambios importantísimos que se hacen cada vez más ineluctables en las sociedades humanas. Contribución tal vez modesta, porque personal, pero con la firme convicción de que la puesta en cuestión al nivel de las ideas debe ser profunda y que más vale que las ideas sean radicales si se trata de ir a la difícil confrontación y negociación que implica un proceso constituyente, que por cierto no podrá solucionar todos los problemas ni debiera agotar las interrogaciones que plantea la construcción de la sociedad futura. Pero con la convicción de que es posible, con la optimista intuición de que el futuro está abierto y que disponemos de las herramientas para realizar el hermoso y excitante trabajo de construirlo.

 

Introducción

El mundo cambia, las sociedades se transforman. Transiciones de época, mutaciones de cultura, evolución y revoluciones, la permanente deconstrucción y reconstrucción del mundo común de los seres humanos, todo ello está en relación con la reformulación de concepciones filosóficas de la sociedad, éticas, antropologías y filosofías políticas; es decir, con la emergencia de ideas nuevas. Algunos piensan que las ideas no mueven al mundo, sino que son más bien las condiciones materiales, la producción y distribución de riquezas y las luchas por el poder de los grupos sociales las que lo hacen. Otros han renunciado a comprender, como si el curso de las cosas escapara totalmente al ser humano y como si los cambios se hicieran solos, sin intervención de la voluntad humana. Contrariamente a esta última actitud, y sea cual sea el sentido de lo que prima en la primera disyuntiva, creo que podemos afirmar claramente que, sin ideas nuevas, sin inspiraciones, sin orientaciones de futuro, la política no tiene porvenir, ni siquiera para quienes tienen intereses y reivindicaciones determinados claramente por las relaciones materiales y los juegos del poder.

Por otra parte, sabemos intuitivamente que no todo es asunto de bienes, recursos, dinero, poder y dominación, aunque todo ello tenga gran importancia. También existen dimensiones de justicia y dignidad, de reconocimiento y memoria, de saber y sentir, de inteligencia y belleza, de valores y sensibilidades, y todo ello cuenta en la construcción de una sociedad. La cultura y las ideas no son ni una simple “superestructura” ni tampoco un mundo aparte; todo está relacionado tanto de manera vital como simbólica.

El mundo cambia, cierto, pero no tanto como quisiéramos. Lastres del pasado pesan sobre el presente y bloquean el futuro de las personas, de las sociedades y de la humanidad. Lacras políticas, insuficiencias económicas, aberraciones humanas y patologías sociales, como el hambre, la pobreza, la ignorancia, la violencia, la explotación, la corrupción, el desprecio por las personas, el odio, el fanatismo, la destrucción de la naturaleza, la degradación de las culturas y la obsesión consumista y posesiva. Taras múltiples que forman una red sistemática en la cual se refuerzan unas a otras. Es lo que corrientemente se llama “el sistema”, pero sin mayor rigor conceptual (¿qué es “el sistema”?) y sobre todo sin perspectivas de poder cambiarlo substancialmente.

Por eso una nueva filosofía política parece necesaria.

Una filosofía política, por cierto, no necesita resolver todos los enigmas del universo ni debe obligatoriamente formar parte de una concepción sistemática y totalizante, porque los regímenes políticos modernos deben ser pluralistas y abiertos, deben tener lugar para todos. Es decir, deben ser aceptables para diversas concepciones del mundo, convicciones, filosofías, espiritualidades y metafísicas, las cuales por cierto no deben afirmarse como poseedoras definitivas de la verdad; el error y los cambios de paradigma son posibles. Sin embargo, parece indispensable al menos ponerse en marcha hacia otro pensamiento filosófico, basado en una concepción nueva —al menos tentativa— de lo que es el ser humano, de las relaciones sociales y de las interacciones de la sociedad con el mundo no humano.

Por cierto, una ontología global acabada no parece estar al alcance por el momento, pero debe poder quedar abierta la posibilidad de avanzar continuamente hacia otra comprensión del mundo y de la existencia, asegurándose de que la proposición no sea en absoluto dogmática y pueda ser completada ulteriormente. Es necesario al mismo tiempo dinamizar el pensamiento crítico, que no es lo más difundido en la cultura actual, que no solo no lo cultiva, sino que más bien lo desalienta. Hay que osar perspectivas éticas globales de nuestra vida y no conformarse con las “éticas minimalistas”, fragmentadas, pragmáticas, visiones superficiales de esto o lo otro, que sirven tal vez para orientarse en cierto dominio profesional, pero que en gran medida sirven también para no cuestionar el sistema y el modo de vida global en el cual estamos inmersos. Y, en todo caso, lo que está clarísimo es que las archiconocidas visiones del pasado ya no tienen capacidad de inspirar cambios ni de entusiasmar a nadie y menos aún a la juventud, y por ello han perdido en gran parte la capacidad de engendrar futuro.

Afortunadamente, muchas cosas nuevas emergen en el mundo, propuestas llenas de sentido y vitalidad: movimientos sociales, experimentos políticos, acciones colectivas, iniciativas organizacionales, innovaciones técnicas, soluciones prácticas, opciones artísticas, estilos de vida, sensibilidades, lenguajes inspirantes, invenciones en todos los niveles. Estos impulsos, aunque muchas veces luminosos y generosos, están en general dispersos, muchas veces se ignoran los unos a los otros, y merecen por ello ser puestos en relación en una filosofía política y un proyecto de sociedad. Creo justamente que la dispersión es uno de los factores que frenan el empoderamiento de estas tendencias nuevas. Un nuevo proyecto de sociedad debe al menos posibilitar esta puesta en relación, dar cabida a los nuevos impulsos que nacen en el mundo. Por supuesto, intentar una visión de conjunto aumenta el riesgo de equivocarse, pero ese es el precio de una actividad filosófica que no pretenda solamente vender papel impreso.

Un proyecto de sociedad, que se entienda bien, es un proyecto de nueva sociedad, lo que implica asumir sin miedo ni complejos una cierta radicalidad. No se trata de la continuación de cosas diversamente apreciadas, como reformas vagamente sociales pensadas para que sean compatibles con el sistema actual, y mucho menos cuando ellas, incluso con un cierto barniz humanista, tienden a intensificar el proceso de globalización neoliberal, insaciable en su voluntad de dominio planetario. Así, más vale decirlo de entrada: se trata de refundar la sociedad desde la base, de reconstruir un pacto social, de recomenzar nuestra vida en común.

Podría hablarse de “revolución”, pero prefiero no utilizar esa palabra, que significa literalmente dar una vuelta entera1, y sobre todo que está históricamente ligada a momentos de violencia, incluso a largos períodos de opresión. Aunque la lírica y el discurso revolucionario sean bellos y conmovedores, no hay que desconocer que uno de los objetivos de esta lírica y retórica ha sido el de ocultar o justificar dicha violencia y opresión, algo a lo que no adhiero en absoluto. Pero no me importará si alguien elige esa expresión o que se califique de “revolucionario” a este proyecto. Yo sugeriría simplemente agregar una “e”, escribiendo así: “re-evolucionario”. El concepto de re-evolución2—o re·evolución— implica la reactivación o el reinicio de la evolución de nuestras sociedades y mentalidades, estancadas desde hace ya mucho tiempo o revertidas en involución. No se trata de una especie de neodarwinismo, sino de un llamado a evolucionar voluntariamente, en términos culturales, en la conciencia, comprensión y acción humanas, que deben abrirse a una multiplicidad de nuevas formas, estilos y contextos, epistemológicos, éticos, políticos y filosóficos para hacer frente al desafío de construir una sociedad futura.

Se dirá evidentemente que se trata de algo utópico, que “hay que ser realista”, que la radicalidad nunca conduce a su realización, que pocos estarán de acuerdo, que hay que ir paso a paso. Se dirá que el mundo actual y que las “realidades” económicas y estadísticas, algo así como “la dura realidad de las cifras”3, no permiten un proyecto global sino simples acomodaciones, reformas, progreso gradual, etc. Volveremos al final sobre el calificativo de utópico, pero, por lo pronto, una filosofía política no es lo mismo que un programa de partido o de gobierno, que se propone para el corto plazo, sino una inspiración general, un ideal, una dirección para iniciar la marcha y para inspirar innovaciones, conducir investigaciones y generar una nueva comprensión de las cosas.

Claro, quien prefiera que todo continúe igual con algunos arreglos o maquillajes, ya sea porque los cambios le producen angustia o porque ha encontrado su lugar en un sistema de privilegios y ha terminado convenciéndose de que más le vale defenderlos, posiblemente no encontrará mucho interés en este libro.

¿Por qué es necesario refundar la sociedad?

Esto equivale a preguntar “¿por qué la radicalidad?”. Es una pregunta legítima porque la radicalidad es una actitud que suele generar temor y desconfianza. Ocurre que las ideologías en las cuales se basan nuestras sociedades y las ideas inspiradoras de nuestras constituciones datan del nacimiento del liberalismo político en el siglo XVII4, la Declaración de Independencia de los EE. UU.5, la filosofía de las luces franco-escocesas del siglo XVIII, la Revolución francesa, el positivismo y republicanismo del siglo XIX, que acompañó el nacimiento de los Estados-naciones actuales. Prácticamente nada sustancial ha sido incorporado posteriormente, ni en el pensamiento político de nuestras constituciones, ni en la inspiración de nuestras instituciones, ni en las bases de nuestros sistemas jurídicos, aparte de una dosis continuamente menguante de socialdemocracia y creciente de ideas neoliberales.

Como el marxismo clásico y el socialismo del siglo XIX se supone que fracasaron, derivando en el totalitarismo soviético y diversos regímenes dictatoriales de partido único —¡ni hablar de los totalitarismos fascista y nazi!—, y que el anarquismo nunca dio mayores resultados, sus opciones, con o sin razón, se han dejado de lado. Así, han quedado prácticamente solos en la arena de juego el capitalismo y la idea de democracia liberal, evolucionando casi sin oposición hacia el sistema que conocemos como “neoliberalismo”, pero que no es muy fácil de nombrar propiamente, lo que exigiría una denominación compleja; algo así como hipercapitalismo neoliberal financiero productivista, rentista, especulativo, globalizado y gobernado por élites patriarcales pseudorrepresentativas6.

¿“Fin de la historia”, como lo sugería Francis Fukuyama?

No tan rápido, porque quedaba la socialdemocracia. El impulso de las ideas socialistas, solidaristas7, mutualistas, welfaristas y progresistas de fines del siglo XIX y comienzos del XX fue reabsorbido en la tendencia socialdemócrata, principalmente europea y a veces latinoamericana. Diversas experiencias, desde las políticas sociales en Alemania durante la República de Weimar (y su fin trágico), los “Frentes Populares” en diversas partes del mundo, y ciertos proyectos de socialismo democrático desde los años setenta, como en Chile (también destruidos por la violencia), la socialdemocracia nórdica, renana o francesa, con sus versiones experimentadas en diversos países, hacían parecer la socialdemocracia como una opción aun vigente.

Ahora bien, el principal problema —y yo diría incluso el drama— viene en gran parte de la caducidad de esta opción socialdemócrata en el mundo occidental. Este punto merece ser explicitado. ¿Por qué la socialdemocracia ya no es una opción? Lo que ocurre es que, lamentablemente, bajo la presión de la globalización neoliberal a la cual ellos mismos han adherido, la cesantía y el estancamiento de las economías que ello ha producido, los socialdemócratas mismos ya no creen en la socialdemocracia. Tardía y trabajosamente, se han convertido prácticamente todos, aunque por supuesto sin decirlo, al neoliberalismo8. Los proyectos de New Left han derivado simplemente en una forma de “social-liberalismo” que cada vez tiene menos de social y más de liberal. Todo tiende a remplazar las políticas sociales por la inversión privada y el lucro transnacional y a remplazar el gobierno del Estado por una forma tecnocrática de gestión del sistema, supuestamente consensual, la gobernanza, que se acerca más al paradigma del management empresarial que a los ideales de la democracia9.

 

Por cierto, la democracia representativa como modo de organización política de los Estados sin duda es preferible a cualquier forma de dictadura, sin embargo, parece ya no poder cumplir sus promesas, tendiendo a la formación de élites gobernantes que se reproducen a ellas mismas por medio de riquezas, privilegios en materia de educación y lugares ocupados en las sociedades. Pierden así poco a poco el crédito que los pueblos podían depositar en ellas, derivando en oligarquías que viven en un mundo aparte, inalcanzable para las grandes capas de la población, hacia las cuales terminan por desarrollar una indiferencia olímpica, cuando no una clara desconfianza. Pocos ejemplos salen de esta norma y se puede decir que el ideal democrático, que fue el orgullo de la modernidad, se ha degradado en eslogan banal, útil para designar enemigos, pretexto para el gobierno de una especie de casta incapaz de poner en cuestión el sistema liberal globalizado y poco dispuesta a arriesgar sus privilegios10.

Por eso, solo una cierta radicalidad en el pensamiento político puede tener significación. Radical no significa extremista11, sino ir a la raíz de las cosas. Lo contrario de la radicalidad no es lo razonable o equilibrado; es irse por las ramas y ocuparse de lo secundario. La simple consideración en serio de la crisis ecológica planetaria bastaría para convencerse de que lo menos razonable del mundo es seguir evitando la radicalidad.

“Liberalismo real”

Ahora bien, cuando decimos que el socialismo de inspiración marxista, normalmente llamado “socialismo real”, ha fracasado, se trata sin duda de una afirmación discutible, que ciertamente merecería mucho debate y estudios profundos, que no tendremos la posibilidad ni el espacio para desarrollar aquí12. Pero me parece que lo más importante para los fines de este texto es señalar que el liberalismo también ha fracasado. Aquel que fue históricamente concebido como un sistema de libertades, pluralismo y tolerancia, pero basado esencialmente en la propiedad privada y la libre empresa, y que ha ido evolucionando hacia lo que conocemos hoy como “neoliberalismo”, es un fracaso rotundo y mundial; si no fuera por la adhesión de los medios de comunicación de masas, que por cierto pertenecen casi exclusivamente a quienes promueven este sistema, ello sería una evidencia para todos.

La idea según la cual el mercado habría de regular los movimientos de la riqueza y moderar las desigualdades, dando oportunidades a todos; la idea de que, por las libertades individuales, el derecho y la educación, todo el mundo podría prosperar y desarrollar su vida de manera sana y procurar su felicidad de acuerdo con sus intereses propios en una sociedad liberal ha fracasado rotundamente. La famosa regulación por la “mano invisible” del mercado, de Adam Smith, nunca ha funcionado; en realidad, siempre fue la mano perfectamente visible de la ley la que contuvo el exceso de acumulación de riquezas y los abusos de los poseedores: leyes antitrust, importantes incluso en las economías más capitalistas, derechos sindicales obtenidos por duros y largos combates, redistribución por el impuesto, servicios públicos, protección social de la cesantía, educación, medicina y jubilaciones. En otras palabras, una cierta dosis de socialdemocracia en el seno del liberalismo capitalista, impuesta por las luchas sociales y por el pensamiento humanista, incluso de una parte de la burguesía culta, ha permitido que las sociedades, con sus desigualdades y sus injusticias, continuaran avanzando y fueran aún concebidas como “decentes”13.

Pero ello se ha acabado en una gran parte del mundo y se está acabando progresivamente allí donde aún subsistía. Las desigualdades hoy en día no tienen freno alguno, grupos financieros y corporaciones transnacionales burlan toda tentativa antitrust con capitales deslocalizados, fondos ocultos y “paraísos fiscales”; la riqueza se ha acumulado de manera obscena y ello, para muchos, ya no parece ni siquiera deber ser combatido. El pensamiento hegemónico no encuentra ni propone otro tipo de “reformas” que las que van en el sentido de ir disminuyendo cada vez más la dosis de socialdemocracia y de control de los mercados en las sociedades para dejar libre el terreno al capitalismo neoliberal más salvaje.

No basta con señalar los éxitos de ciertas economías y que una parte de la población en China o en India ha emergido de la pobreza, lo cual se debe en gran parte al progreso científico-técnico y a la educación, y que además ha significado la ruina o el empobrecimiento de clases trabajadoras en el mundo desarrollado ante la imposibilidad de competir con zonas económicas donde casi no hay derechos sociales y a la gente le pagan diez veces menos. Por cierto, esas mismas economías muestran actualmente el fin de sus fases de gran crecimiento con su ilusión de prosperidad. Solo los poseedores de aquellos capitales mundiales fantasmagóricos han continuado enriqueciéndose. Nuevos focos de pobreza han aparecido en todas las sociedades e inmensas capas de población han sido desplazadas y fragilizadas.

Así, si bien el curiosamente llamado “socialismo real” ha desprestigiado al socialismo y la tarea consiste en recuperar esa expresión —volveremos sobre esa idea—, podemos decir que, respecto a lo que el liberalismo prometía como movimiento histórico, lo que nos queda como herencia es algo así como el liberalismo real. Una deformación grotesca, donde la libertad y la realización del individuo han pasado completamente al olvido.

Por otra parte, la total inviabilidad ecológica del modelo capitalista y productivista actual comienza a ser una evidencia para las grandes mayorías del planeta.

El modelo económico basado en el crecimiento ilimitado, ilusorio en un mundo de recursos limitados14 y en una biosfera frágil, el sistema basado en la multiplicación de la producción y de los intercambios sin otro fin que el lucro a corto plazo de unos pocos, destruye y contamina la naturaleza, agota los recursos de la biósfera y desfigura al ser humano, considerándolo como un objeto de solicitaciones consumistas y no como el habitante-ciudadano de la Tierra. El resultado es cada vez más conocido: pérdida de biodiversidad —desaparición de miles de especies vivientes—, contaminación de las aguas y del aire, acidificación y contaminación de los océanos, desforestación, empobrecimiento de la tierra y desertificación, acumulación de gases de efecto invernadero y su corolario de recalentamiento global, catástrofes tecnológicas y climáticas, consecuencias directas de la irresponsable obsesión productivista, extractivista, expansionista y lucrativa del capitalismo mundial.

Mientras tanto, un ecologismo de fachada que reparte “derechos de contaminar” y sueña con un “crecimiento verde” mantiene una de las tantas ilusiones del mundo actual, que no apunta a otra cosa que hacer parecer compatible el capitalismo con la preservación del medio ambiente, con soluciones que equivalen a disminuir un poco la velocidad de un vehículo que se dirige derecho hacia un muro de piedra. Solo un cambio de sociedad, de valores, de modos de vivir, de sentir y pensar, que se traduzca en un cambio evidente de maneras de inventar, producir, distribuir, consumir y reciclar los bienes que consideramos indispensables, tiene sentido ecológico. La nueva sociedad será ecológica, sustentable y razonable o no será nada en absoluto.

El sistema ha fracasado también en aportar a la paz mundial. El mundo no ha avanzado en absoluto hacia una pacificación ni hacia un orden justo que la permita. Nuevos tipos de guerra han aparecido, nuevos nacionalismos, militarismos y armamentismos; fanatismo, violencia terrorista, guerrillas religiosas, tendencias expansionistas, “limpieza étnica”, genocidios, racismo, luchas ideológicas, xenofobia, tensiones y desequilibrios en sociedades enteras, inmigración de masas, miseria y destrucción. Incluso la esperanza de vida ha dejado de aumentar para una porción de la humanidad, lo cual es una vergüenza histórica en épocas de tanta riqueza y avances espectaculares de los conocimientos médicos.

La globalización es sin duda una realidad, pero su forma actual no es una fatalidad. La reunión de los pueblos del mundo en una “aldea global”, prevista por algunos visionarios optimistas hace décadas15, no se ha realizado en absoluto. Otros en la misma época fueron más lúcidos, anunciando el advenimiento del “hombre unidimensional” o una “deshumanización” generalizada16. De todas maneras, la globalización, tal como se ha instaurado en el mundo, nadie pudo preverla con exactitud. Es una evolución sorprendente y fascinante, que parece también ineluctable. Pero no en su forma actual. Si creemos que la globalización es efectivamente el destino de la humanidad en la Tierra, hay que trabajar para otra situación mundial, en la cual no sean solo la información, los capitales, las armas, las drogas, la prostitución y las personas afortunadas aquello que circule en el planeta, considerando a este como un megamercado, sino que sea la humanidad misma la que comparta el planeta, con todos sus pueblos, y por cierto con los otros seres vivos y los ecosistemas, de manera inteligente y fraternal.

Por otra parte, no hay que extrañarse ni vale la pena declararse escandalizado por el hecho irrefutable de que la corrupción se ha instalado como parte esencial de la mayoría de los gobiernos del mundo, desacreditando totalmente a las élites gobernantes. Es una catástrofe moral que mina las bases de la política y de la vida social misma. No se habla mucho de eso, porque no se asume, pero yo afirmo que un hilo rojo recorre y unifica esta realidad desoladora, desde el delito de cuello y corbata (cohecho, colusión, conflictos de intereses en las cimas de los Estados), pasando por las estructuras mafiosas de traficantes de drogas, armas y cuerpos, la delincuencia omnipresente en los inmensos suburbios urbanos, hasta la incivilidad ordinaria de la cultura actual. No sirve de nada rasgar vestiduras; la corrupción es simplemente la consecuencia de la evolución del sistema socioeconómico y político que hemos permitido que se instale en el mundo, configurando sociedades de maltrato, injusticia, indignidad, indiferencia e incultura, donde el fetichismo del dinero es la nueva idolatría. Salvo gloriosas excepciones, las diferencias en ese plano entre unas y otras sociedades no son más que cuantitativas. Y ocurre que los pueblos están hartos de este show planetario de la inmoralidad; cada vez más, en diversos lugares del mundo, poderosos movimientos de masas protestan contra la corrupción17.