Buch lesen: «Vidas tocadas por Taizé»
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Prólogo
Introducción
1. Hermano Charles-Eugène. La colina
2. Clémence Deschamps. La oración
3. Sister Lorella. Los jóvenes
4. Edson García. La sencillez
5. Amaya Valcárcel. La solidaridad
6. Hermano Alois. La comunión
7. Esther Calzada. La Peregrinación de la Confianza
Epílogo
Notas
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ISBN: 9788428561532
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Printed in Spain. Impreso en España
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Al pequeño Matteo, que posiblemente nunca se enterará de que es un personaje fundamental en este libro.
A Rafa y Juan, por ese Taizé que nos unió (aunque nadie se lo imagine), por esta amistad fraterna que me hace sentir un poco menos hija única.
A todos los nombres propios que aparecen a lo largo de estas páginas, por cada una de sus vidas tocadas por Dios.
Y a Carlos, mi compañero de viaje en Taizé y en la vida.
Prólogo
El Encuentro Europeo de Jóvenes tendrá lugar en Madrid del 28 de diciembre de 2018 al 1 de enero de 2019. Para hacerlo posible, una comunidad provisional internacional se está ocupando durante cinco meses de prepararlo, viviendo en la ciudad, acompañados por la comunidad ecuménica de Taizé. Es una preparación abierta.
Los cinco días en que Madrid será la estación de esta Peregrinación de Confianza a través de la Tierra, estarán marcados por el compartir de miles de jóvenes, por la fuerza testimonial de la Palabra, los lugares madrileños de esperanza, los tiempos de silencio orante, la belleza del canto y las nuevas posibilidades que Dios abra en las vidas de los jóvenes que, esos días, serán el rostro de una Iglesia que invita a renovar la confianza, a caminar poniendo en juego lo mejor de cada uno.
En este libro, Vidas tocadas por Taizé, Cristina Ruiz Fernández nos ofrece un diálogo con algunas de las personas que están preparando este Encuentro y también con otras cuyas trayectorias están marcadas de una manera u otra por la comunidad ecuménica. Diseña, con pequeños trazos, historias cotidianas construidas en la lucha de cada día, intuiciones de cómo Dios nos acompaña. Muy serenamente, al leerlo, escuchaba dentro de mí ese «no te instales», no levantes muros, no te rindas, una vez más elige amar, no temas ir de comienzo en comienzo. Deja que Dios te sorprenda. Sí, nada es imposible para Dios.
Cristina ha sabido respetar la personalidad y el lenguaje de estas vidas tocadas por Taizé, a la vez que nos las hace cercanas y luminosas. Consigue que ese diálogo pase por cada uno de nosotros. Nos hace sonreír y pensar, despierta nuestras ganas de abrir el Evangelio, porque son diálogos abiertos a la dinámica cotidiana de nuestra comunión con Cristo. Sin aparcar nuestras torpezas. Sin olvidar la risa ni la alegría de las cosas sencillas. La vida vivida. ¡Gracias, Cristina!
El libro podría dar la impresión de estar inacabado, pero la realidad es muy otra. Sus páginas quieren ser como ese canto que se prolonga en el alma, aunque ya no suene en el exterior. El Encuentro en Madrid será vivencia del «hoy de Dios». La pequeña comunidad internacional lo que está haciendo es proponer, abrir posibilidades, buscar para señalar lugares de esperanza. La respuesta vendrá después de cada parroquia de Madrid, porque el encuentro lo construimos entre todos.
Están haciendo posible la visita a las parroquias de todas las vicarías de Madrid: Anna (Alemania), Caleb (México), María (España), Josué (Francia), Clémence (Francia), Melchior (Francia), Jonathan (Alemania), Miriam (España), Mikki (Holanda), Elena (España), Steven (Holanda), Marie-Hélène (Bélgica), Santiago (Italia) y Nele (Alemania). Han llegado también dos religiosas de la Congregación de San Andrés, las hermanas Lorella (Italia) y Jessica (Francia). Y cinco hermanos de Taizé: John (Estados Unidos), Jean-Patrick (India), Emmanuel (Francia), Rodrigo (Argentina) y Cristian (Chile). Vidas tocadas por Taizé, comprometidas para que los miles de jóvenes que vendrán a Madrid puedan celebrar la fiesta de los pueblos, la fraternidad que cimenta la paz en cada uno de nosotros, en nuestras Iglesias y entre los pueblos de la tierra.
Estos meses de preparación, cada lunes, hay una oración abierta a todos. El canto, la Palabra, el silencio, los encuentros... allanan el camino para esa etapa de la Peregrinación de Confianza que viviremos en Madrid. Uno de esos lunes nos hemos encontrado Cristina y yo tras la oración. Por eso estoy aquí. Bueno, también porque, como dice el hermano Alois, «nuestra Peregrinación de Confianza busca cómo poner en práctica esta nueva solidaridad, cómo ofrecer a jóvenes de todos los continentes la oportunidad de poner en común sus expectativas, sus intuiciones, sus experiencias, para marchar a continuación con energías renovadas... Quisiéramos atestiguar que la vida de fraternidad y confianza ofrecida por Cristo... es una realidad posible hoy».
JOSÉ MIGUEL DE HARO, C.SS.R.
Presidente de la asociación Acoger y Compartir
Introducción
Se llamaba Matteo y tenía dos años. Sus rizos rubios y su preciosa sonrisa nos recibieron en Milán, en la casa de la familia que nos acogía durante el Encuentro Europeo de Taizé.
De aquellos días recuerdo dormir en un sofá blanco en el salón, junto con mis amigos Juan y Rafa (uno de ellos dormía en una esterilla en el suelo, ya no sabría decir cuál de los dos). Se quedaron en mi memoria las pantuflas para invitados, guardadas en una enorme bolsa en el recibidor, porque al entrar en la casa había que quitarse los zapatos, llenos de nieve y barro. Se me quedó grabado el olor del pan caliente casero que preparaba la madre para el desayuno –dejando programada una máquina panificadora eléctrica cada noche–, el sabor a limoncello también casero y aquella cena de fin de Año, que fue para mí la mejor en muchísimo tiempo. El pequeño Matteo y aquella familia nos acogieron y nos hicieron sentir como en nuestra propia casa. O incluso mejor.
Del Encuentro Europeo de Milán, bajo la nieve, recuerdo también las oraciones en el recinto ferial, las bolsas de pícnic que nos repartían al mediodía con raviolis enlatados calientes, trabajar con Juan y Rafa como voluntarios en el punto de información, hacer turismo por la ciudad, visitar la inmensa catedral blanca y celebrar el paso al Año nuevo en la parroquia. Había participado ya en el Encuentro Europeo de París, aunque sin involucrarme del todo. Aquella experiencia italiana, compartida con quienes hoy siguen siendo dos de mis mejores amigos, fue mucho más determinante.
Era el año 2005 y, por tanto, ha pasado ya más de una década de aquello. Matteo será ahora un adolescente, y hoy soy yo la que es madre de un pequeño ser humano de dos años: Miguel Ángel.
Y es ahora cuando el Encuentro de Taizé llega a Madrid, al fin. Recibir la noticia de que mi ciudad sería sede de la Peregrinación de Confianza a través de la Tierra me llenó de alegría, de emoción y de impaciencia. La comunidad de Taizé ha tenido un peso importantísimo, diría que fundacional, en mi camino de fe, en mi relación adulta con Dios y en mi manera de vivir la espiritualidad. Me siento de allí, es parte de mi identidad, como una patria de la que no se puede tener pasaporte. ¿Cómo puede influir tanto en la vida de alguien un monasterio perdido en Francia, situado en una colina en mitad de la Borgoña? Creo que, en mi caso, la respuesta es muy simple: poco a poco, como casi todo en la vida.
Yo estaba al inicio de la veintena cuando comencé a frecuentar la parroquia de mi barrio. En ella confluían dos elementos clave: el coro de misa de ocho y la oración al estilo Taizé que se celebraba cada viernes. Muy pronto comencé a formar parte de un grupo de jóvenes y, de ahí, a integrar una comunidad en la que los cantos y la manera de orar de Taizé impregnaban nuestro caminar. En ese momento de mi vida se volvió determinante el matrimonio formado por Ana Zabala y Mario Rodero, desde su sencillez y su compromiso de vida. Ellos –impulsores junto con otros compañeros de una de las oraciones al estilo Taizé con más trayectoria de Madrid, aún hoy– fueron mi puerta de entrada a la comunidad fundada por el protestante suizo Roger Schutz en los años 40 del siglo XX.
Junto con Ana y Mario, un puñado de jóvenes compartimos camino comunitario durante varios años y así llegó mi primer viaje a Taizé. En él no viví ningún éxtasis, ni ninguna iluminación súbita. Aquellos días no supusieron para mí una transformación radical, sino más bien un dejarme tocar por Dios de manera discreta y serena. Como una lluvia fina que cala y convierte la tierra seca en terreno fértil donde sembrar. Los cantos repetitivos, la belleza de las vidrieras y la estética sencilla del templo, el silencio, la naturaleza y la austeridad en las condiciones de vida me impresionaron profundamente.
De igual manera me marcó el encuentro con la diversidad, conocer formas de vivir el cristianismo para mí desconocidas y ajenas, ver de cerca otras maneras de mirar el mundo radicalmente distintas. Por ejemplo, hoy todavía recuerdo, con la misma incomprensión que entonces, mi participación en un taller cuyo título era «¿Cómo llevar una vida más sencilla?». Estábamos por aquel tiempo en los albores del consumo ecológico, del reducir, reciclar y reutilizar... Pero allí, en Taizé, una chica un poco más mayor que yo que venía de algún país de la Europa del este afirmaba con rotundidad que no, que ella no quería vivir una vida más sencilla: «I don’t want to live a simple life». Ya había tenido bastante con sufrir la austeridad rigurosa de su residencia universitaria, pasando hambre en una habitación que yo imaginé como un inhóspito cubículo gris. Y yo la escuchaba con la boca abierta. ¡Cuánto me quedaba por aprender!
Después de los encuentros de París y Milán pasaron los años y seguí yendo a la oración viernes tras viernes en Madrid. Pero el trabajo y el ritmo de vida me mantuvieron alejada unos años de la colina de Taizé, hasta que pude volver en los veranos de 2010 y 2011. En aquel momento viajé ya para participar en las actividades de la zona de adultos –allí, a partir de los 30 años se nos considera así–, aunque con la misma avidez y permeabilidad en mi alma que cuando era joven.
Siguieron corriendo los años y, desde entonces, no había podido regresar. También se hizo difícil seguir yendo cada viernes a la oración en Madrid. La vida de pareja y, muy especialmente, la maternidad, habían convertido a Taizé en una especie de paraíso perdido. Me sentía casi como una expatriada que había salido de su tierra para vivir –feliz, eso sí–, en otro lugar.
Pero soñaba con volver a Taizé algún día, quizá con mi hijo a Olinda, una zona habilitada específicamente para familias. «¿Cuándo podré hacerlo?», me decía. Quizá cuando Miguel Ángel tenga siete u ocho años podamos irnos los dos. «No sé si Carlos, mi marido, querrá venir, ¿quizá podría pedirle a Rafa que me acompañara, quizá...?».
Hasta que, de pronto, llega el anuncio del Encuentro en Madrid y, pocos meses más tarde, una llamada de María Ángeles López, directora editorial de San Pablo, que me propone escribir este libro.
Quien tenga un niño o una niña en torno a los dos años sabe a lo que me refiero si afirmo que, durante esa etapa de la crianza, no hay espacio para nada más. Día a día del trabajo al niño y del niño al trabajo. Se suceden las renuncias, la limitación de la vida social, el abandono de voluntariados y compromisos parroquiales. Un distanciamiento gozoso, pero distanciamiento al fin y al cabo, porque es materialmente imposible hacer otra cosa. Sin embargo, no podía rechazar la invitación a escribir sobre mi «patria», precisamente ahora que el encuentro llegaba a mi ciudad. Tenía que aceptar. «¿De dónde voy a sacar las horas? ¿Cómo lo haré?».
Además del tiempo, el otro reto era ser capaz de aportar algo a través de las páginas del libro. ¡Tantas cosas se han publicado ya sobre Taizé! No querría que fuese algo de carácter histórico o teológico. El enfoque debería ser periodístico, con entrevistas que recogiesen impresiones y vivencias de quienes habitan la colina, desde el día a día de la comunidad.
Me tomé un par de horas para pensarlo y lo hablé con Carlos. «Pero, si voy a hacer entrevistas, habrá que ir sobre el terreno, habrá que ir a Taizé... ¿No será mucho lío?», le dije a mi marido. Y él me dio la respuesta que menos esperaba: «Pues nos vamos los tres». Rotundo, sin dudar. Su apoyo clarividente fue decisivo.
Así fue como dije que sí a este proyecto y la idea tomó forma. Me dispuse, con la ayuda del hermano Jean-Marc –responsable de los Ateliers et Presses de Taizé–, a buscar personas con perfiles muy distintos: un hermano, una hermana de San Andrés, una persona joven que estuviera como «permanente» (el nombre con el que se designa a los chicos y chicas que realizan una estancia más prolongada en la colina), alguien con un perfil más adulto. El hermano Jasper y el hermano Benoît, encargados de la relación con los medios de comunicación, fueron también de una enorme ayuda para gestionar las entrevistas y hacer posible cada uno de los encuentros durante mi semana en la colina. No puedo estar más agradecida porque, sin el apoyo de estos tres hermanos, sin su orientación y acompañamiento, habría sido imposible encontrarme frente a frente con las vidas, tan sencillas como fascinantes, que se recogen en estas páginas.
Quería conocer sus historias para descubrir de qué modo Taizé había ido tocándoles por dentro, cómo les había transformado. Tenía muchos interrogantes pero, para todas las personas entrevistadas, dos cuestiones se irían repitiendo como si fueran la coda de una partitura musical: «¿Crees que Taizé cambia la vida de la gente?». «¿Crees que Taizé ha cambiado tu vida?». Lo que no sabía en aquel momento es que también la respuesta que cada persona me iba a dar a esas preguntas iba a ser repetida. Cada cual con sus propias palabras, como las variaciones sobre el tema que los compositores de música crean para cada uno de los instrumentos, pero todas armónicas y consistentes.
Ya no había vuelta atrás. Con la melodía de los cantos de Taizé resonando en mi cabeza hicimos las maletas Carlos, Miguel Ángel y yo para pasar unos días en Olinda. Así fue como empezó este viaje que unos meses atrás no habría podido imaginarme. Así fue como este verano volví a mi patria... ¡Volví a Taizé!
1
Hermano Charles-Eugène
La colina
«¿Hay realidades que embellecen la vida llenándola de alegría y felicidad interior? Sí, las hay. Y una de ellas es la confianza».
HERMANO ROGER,
Dios solo puede amar
No importa cuál sea el lugar de origen, desde dónde haya empezado el viaje, si se ha ido en avión, en tren, en coche o en autobús. Para llegar a Taizé, hay que hacer la última etapa recorriendo una sinuosa carretera que sube la colina desde Cluny. Una señal de carretera anuncia que ya casi hemos llegado y, un par de curvas más tarde, se atisba la torre de la iglesia románica del pueblo. Más tarde habrá tiempo de bajar hasta allí pero, mientras tanto, el autobús sigue subiendo y, al fin, se divisa el enorme campanario que acoge a todas aquellas personas que quieren pasar bajo él. El sonido de las campanas de Taizé es una melodía desordenada y bella que marca la vida en la colina. Con su repicar metálico que se prolonga durante varios minutos, nos recuerdan tres veces al día que es el tiempo de orar.
Pero el arco de las campanas de Taizé es mucho más que eso, es el signo de que ya hemos llegado, de que todo empieza, de que somos bienvenidos. Bajo ellas y en su entorno se acumulan grupos constantes de jóvenes charlando, esperando, jugando, a veces incluso bailando. Es posible que al llegar alguien nos ofrezca un té y unas sencillas galletas, pero con un riquísimo sabor a mantequilla bretona. Los cuencos de Taizé llenos de té son una especie de sacramento de la acogida, del bienestar. Ya estamos aquí, ya somos de aquí. En la memoria sensorial, Taizé huele a té de limón y galletas de mantequilla.
Junto a las campanas se encuentra La Casa, una pequeña estancia que hace las veces de punto de información. Cada espacio de referencia tiene en Taizé un nombre propio que, en este caso, es en castellano. Lo mismo sucede con otro lugar muy especial a pocos pasos del campanario, La Morada, que es el vínculo directo entre la comunidad y el exterior.
Allí me cita el hermano Jasper para ir a conocer al hermano Charles-Eugène, uno de los primeros hermanos que formaron parte de la comunidad, además secretario personal del fundador, Roger Schutz.
La Morada tiene como primera estancia una especie de recepción o sala de espera donde se pasan avisos a los hermanos. Un punto de encuentro, pero también el lugar al que acudir con cualquier necesidad que se presente durante la estancia en Taizé, ya sea material o espiritual. Mientras espero, ojeo un ejemplar de The New York Times que alguien ha dejado allí. Leo sin leer algunos folletos, estoy un poco nerviosa ante la entrevista, porque soy consciente de que hablar con el hermano Charles-Eugène es un poco como conversar con el archivo histórico de la comunidad, tener enfrente al relato vivo de cómo empezó todo aquí.
Al fin, llega el hermano Jasper y me lleva al interior de La Morada, que se revela como un espacio de paz, lleno de recovecos donde mantener pequeñas o grandes conversaciones. Un espacio dividido en salitas donde pueden juntarse personas de dos en dos o pequeños grupos, lugares de escucha donde los hermanos reciben a aquellos jóvenes que quieren realizar una estancia más larga en la comunidad, o que se están planteando su vocación. Un sitio para hablar con calma. Y, tras las pequeñas salas, un jardín cerrado y tranquilo en el que se ven, dispersos como semillas, pequeños grupos o personas charlando de dos en dos. Es el jardín de la casa de los hermanos.
Allí me espera el hermano Charles-Eugène y dos sillas, comenzamos. En el jardín de La Morada, entre los árboles, se oye el canto de los pájaros. A veces se les oye incluso más fuerte que la voz del hermano, que habla en perfecto español pero bajito, delicadamente. Incluso a la hora de transcribir la entrevista, se oyen en la grabación los pájaros, que me recuerdan que están ahí y me invitan a preguntarme sobre tantos ruidos que hay en mi día a día... ¡Tan diferente a cómo transcurre la vida en Taizé!
—Para mí es un gusto poder hablar con usted y tener la oportunidad de encontrar a alguien que lleva aquí tanto tiempo. ¿Desde qué año?
—Llevo aquí desde 1958, este año cumplo 60 años aquí.
—Increíble.
—Increíble, pero verdadero –dice sonriendo–. Tenía 20 años cuando entré en la comunidad.
—Y, ¿puedo preguntarle por su vocación? ¿Cómo llegó aquí?
—Se pueden decir cosas sobre eso, pero lo más importante no se puede decir con palabras. Es un poco lo mismo que cuando preguntan a alguien por qué te casaste con esta persona. Claro que puedes decir algunas cosas, pero lo más esencial es más hondo, más ancho que las palabras. Es tu corazón que, en un cierto momento, se siente captado por una realidad que te habla, que te atrae y que te convence. Y luego, claro que necesitas también tu cabeza para pensarlo un poco. Y después, con tu cabeza, puedes expresarlo con palabras. Yo puedo decir que me gustó mucho el modo de rezar, me gustó la manera que tenía el hermano Roger de ver las cosas, una manera muy ancha.
Una visión «ancha», ensanchar. Una palabra que me va a acompañar en todas las entrevistas y que está llena de significado y de memoria. La voluntad de ensanchar forma parte de la herencia espiritual del hermano Roger, fundador de la comunidad, que fue asesinado el 16 de agosto de 2005 en la iglesia de la Reconciliación, el templo central de la colina. Cuentan que la tarde antes de morir había llamado al hermano Charles-Eugène para decirle que anotara unas palabras: «En la medida en que nuestra comunidad cree en la familia humana posibilidades para ensanchar...»1. Roger Schutz, que tenía ya 90 años y estaba muy fatigado, no concluyó la frase, pero dejó ese verbo como legado, como leitmotiv para el futuro. Las palabras y escritos del hermano Roger son la argamasa para construir la comunidad.
—Para mi vocación recuerdo que uno de los elementos importantes fue que, cuando tenía 17 o 18 años vivía en Suiza y no había venido a Taizé, escuchaba un disco que se había grabado aquí de la noche de Navidad. Era la Eucaristía de la Nochebuena con una meditación del hermano Roger que reflexionaba sobre la Carta de Tito, en la que Pablo dice que «se manifestó la gracia de Dios, fuente de salvación para toda la humanidad»2. Y el hermano Roger comentaba esto diciendo que, por Jesús, una semilla ha sido depositada en la humanidad, una semilla de catolicidad, de universalidad que es pequeña al comienzo y que llegará a ser un árbol inmenso. Esa imagen del árbol inmenso me hablaba muchísimo y entendía que, aunque Taizé era muy pequeño en aquel tiempo, él se refería en el fondo a lo que saldría de Taizé. Y yo me decía: «¡Ay, quisiera ver ese árbol inmenso!». Y ahora lo veo.
—De aquella pequeña comunidad, han pasado a ser una gran comunidad, un gran árbol. ¿Cómo ha sido este cambio?
—Sí, pero el árbol no es la comunidad como tal, como si fuera el objetivo por sí misma. El objetivo es el Evangelio, que se abre a todo el mundo, a todos los hombres. Y mucho más tarde el hermano Roger decía otra cosa en la misma línea: «Cristo no ha venido para crear una religión más, sino para ofrecer una comunión a toda la humanidad». Y es esa visión, una visión muy ancha.
—¿Es esa la esencia de la comunidad?
—Lo esencial de la vocación de los hermanos está en esta línea. Otra palabra del hermano Roger –hablo mucho de él, pero es quien lo fundó todo–: «Quisiéramos vivir una parábola de comunión». En el sentido de que una parábola es una imagen, una historia, algo visible que enseña una cosa más grande. Lo que quisiéramos vivir es con un grupo pequeño –aunque ahora somos una comunidad más grande, somos 100, ante el número de los hombres de la Tierra sigue siendo muy poco, una comunidad muy pequeñita–, que sea un pequeño signo, una pequeña parábola, una historia visible de lo que quisiéramos para toda la humanidad: vivir la unidad, la reconciliación. A partir de personas muy distintas como somos, de todos los continentes, de diversas culturas, colores, confesiones, edades..., pero intentando reconciliarnos siempre si hay algo que nos opone, vivir siempre la unidad entre nosotros. Y queremos decirlo no tanto con palabras, aunque ahora lo estoy diciendo con palabras, sino con la vida, con nuestra vida: decir que es posible vivir en comunión incluso entre personas muy distintas. Es lo que quisiéramos permitir vivir también a los jóvenes que vienen aquí, pero en su caso no para toda la vida como nosotros, sino durante una semana. Cuando vienen aquí viven esto: una gran diversidad, vienen de todos los continentes, son de muchos colores..., pero todos unidos en la misma oración, en el mismo camino, cada uno a partir de lo que es, del punto donde está, pero caminando hacia una comunión.
—Para lograr esa unidad entre personas tan diferentes, ¿el secreto está en la oración?
—Se puede llegar a la reconciliación también sin la oración, porque hay personas que no son creyentes y que se reconcilian, pero para nosotros la oración es la clave, es el punto central. Por ejemplo, lo veo en los encuentros de jóvenes desde hace muchos años: hubo cambios, muchos cambios, pero el hecho de que la oración esté en el centro tres veces al día, eso nunca cambió. La oración sí cambió un poco para adaptarse a la diversidad, pero el hecho de que la oración esté en el centro, y que los días se organizan en torno a la oración tres veces al día, eso nunca ha cambiado.
—Y, ¿por qué los jóvenes? ¿Por qué poner el foco en ellos?
—Es algo que sucedió así. No es que un día el hermano Roger o nosotros pensáramos: «¡Vamos a acoger a los jóvenes!», no, claro que no. Si hubiera sido esa la idea, el hermano Roger nos lo decía a veces, si hubiera pensado que Taizé sería un lugar de acogida para los jóvenes, habría elegido un sitio más accesible, porque es complicado llegar aquí, hace falta realmente querer para venir aquí. Incluso con que hubiese sido 30 kilómetros más al sur, habría sido más fácil. Pero no, la idea era otra, era vivir una vida de comunidad, un poco retirada, una vida monástica.
Y los jóvenes han ido viniendo, cada vez más numerosos. Y eso es algo que se explica un poco con la historia. El concilio Vaticano II hizo surgir de manera muy fuerte y muy visible la cuestión de la unidad de los cristianos, algo que estaba muy poco presente antes en la conciencia de la gente.
—Era impensable incluso...
—Por eso, obviamente, Taizé era un sitio de búsqueda de la unidad y el papa Juan XXIII invitó al hermano Roger al Concilio. Enseguida hubo una gran crisis entre los jóvenes en los años 68 y 70, por lo que muchos empezaron a venir aquí buscando, buscando... Y nosotros pensamos: «Bueno, vienen, tenemos que acogerles». Y fue así como empezó, de una manera no buscada, sino por los acontecimientos. Lo que nos asombró, y todavía ahora nos asombra, es que todo eso continúa. Porque los jóvenes del año 68 o de los 70 eran completamente distintos de los jóvenes de hoy, o de los jóvenes de los años 80. No podemos explicar por qué todo esto continuó con jóvenes distintos, con búsquedas muy distintas; no tenemos una respuesta. Somos, en el fondo, y fundamentalmente, monjes. Y a los monjes les gusta acoger, forma parte de la realidad fundamental de la vocación monástica. Siguen viniendo y seguimos acogiéndolos –afirma el hermano Charles-Eugène con una sonrisa de complicidad.
—Y usted que ha visto a tantas generaciones de jóvenes pasar por aquí, ¿cuáles diría que son las diferencias entre los de entonces y los de ahora?
—Sí, son muy distintos, pero es difícil definir esto, y es difícil decir cosas generales. Los jóvenes del 68 tenían una crisis fuerte, pero era un periodo bastante fácil económicamente, ellos sabían que su futuro sería más fácil que el de sus padres. Era un tiempo de progreso económico después de la Segunda Guerra Mundial, todo iba hacia arriba y querían rehacer el mundo de otra manera. Era una generación muy viva, muy rica, que tenía muchas ideas... ¡Hablaban mucho! Era interesante y a veces difícil.
Los jóvenes de hoy son casi lo contrario, muchas veces tienen una gran preocupación por su futuro, muchas veces los padres, incluso los abuelos, les tienen que ayudar para vivir, porque el futuro económico no está tan asegurado, no es tan obvio. Por eso es una mentalidad totalmente distinta.
Pero hay una cosa común que se preguntan todos los que vienen aquí: en el ambiente en el que vivo, ya sea el 68 o el 2018, cuál es el sentido de mi vida, qué quiero hacer con mi vida, acaso Dios espera algo de mí...
El hermano Charles-Eugène titubea un poco, mientras echa hacia atrás la memoria.
—A veces pienso en cómo era yo cuando vine aquí la primera vez en 1958, y cómo es un joven que viene hoy con 19 años. Por una parte, todo es distinto, pero por otra, hay también algo semejante en ese sentido, en esa pregunta: «¿Qué quiero hacer con mi vida?». Quisiera tener una vida fuerte, buena, buscar el sentido de la vida y entonces plantearme qué espera Dios de mí, quién es Dios para mí, cómo buscar una relación con Dios.
—Sí, porque en realidad, aquí hay una invitación al sentido, a la acción, no es un mero retirarse fuera del mundo, sino estar en el mundo, ¿no? ¿Por qué se plantea la vida de fe de esa manera?
—La razón fundamental es que Cristo vino al mundo no para que nos encerráramos, sino para enviarnos hacia los demás y para ayudar a crear una comunión y una justicia entre los seres humanos, eso forma realmente parte del centro del Evangelio.
Un momento realmente importante con esa generación difícil del 68 es cuando surgió el lema «lucha y contemplación».
—No es una frase disyuntiva, no se excluyen entre sí los dos términos.
—Era una generación que necesitaba palabras fuertes. No era «lucha o contemplación», como a veces algunos pensaban cuando decían: «Si luchas por la justicia, la contemplación es una pérdida de tiempo». Otros pensaban que estaban aquí sobre todo para rezar y que no teníamos que entrar en la política o en cosas de ese tipo. Pero poner «y» y no «o» fue importante.
Ahora ese lema no lo utilizamos, no lo decimos de esa manera, sino que hablamos de «vida interior y solidaridad humana». Por ejemplo, el lema que salió la semana pasada para el encuentro entre jóvenes cristianos y musulmanes fue «Vida interior y Fraternidad», es una manera de decir un poco lo mismo.
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