Buch lesen: «Barcelona Coffe: Historias para adultos»
Barcelona COFFEE
Cristina Roldán
Este libro es fruto de la imaginación del autor cualquier parecido de hechos o personajes con la realidad será pura coincidencia.
© Cristina Roldán
© Barcelona Coffee
Septiembre 2020
ISBN papel: 978-84-685-5036-7
ISBN ePub: 978-84-685-5037-4
Editado por Bubok Publishing S.L.
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Índice
CRÉDITOS
GUERRILLA COFFEE
AMANDINA ESTÁ DEBAJO DE UNA ESTRELLA
GUERRILLA COFFEE
Me ajusté el cinturón mientras la voz de la azafata decía lo de siempre. Volamos ya. Pep, a mi lado, se toma tranquilamente un zumo de frutas. El viaje iba a ser largo y pesado.
—Nos entretendremos mientras apagan la luz —me dice Pep mientras me guiña un ojo. Su hijo, Pep Petit, está sentado algunos sillones más atrás cerca de una pelirroja regordeta que, desde el principio, antes de pasar la aduana, le sonreía provocativamente.
—Está muy buena esa chica —nos comentó a su padre y a mí.
«Bueno, así va a estar distraído». Tiene catorce años y es muy nervioso. La pelirroja le dobla la edad, se llama Meritchell y es funcionaria del ayuntamiento de Barcelona, donde vivimos los cuatro y de donde acabamos de salir entusiasmados para «ayudar» a la guerrilla de El Salvador.
No estamos solos, somos alrededor de quince. Solo conozco a Jordi, un amigo de Pep, y a Giorgio, un italiano de Milán que se ha unido a nuestra causa convencido por Pep, que es también del Partido Comunista. Ayer noche, mientras mirábamos las estrellas desde el bonito ático de Pep en L’Hospitalet, un tranquilo barrio obrero de Barcelona, me dijo lo importante que es que colaboremos ayudando a esta pobre gente. Yo estoy del todo de acuerdo con él, aunque tengo mis dudas sobre la eficacia de una ayuda que consiste en pasar unos días de vacaciones al lado de ellos, porque no podemos permitirnos el lujo de abandonar nuestros trabajos durante más tiempo.
La luna iluminaba una bonita y gran chimenea en medio de la plaza donde vive Pep, y le daba un aire mágico. Nos abrazamos y entramos para acabar los preparativos del viaje. Meritchell pasa a nuestro lado hacia los lavabos y nos comenta:
—Está Amparo Soria con nosotros.
—¿Quién es Amparo Soria? —pregunta Pep.
—Sí, hombre, es una de las vedettes del Bagdad, esa que hace el número bomba erótico, esas maravillas con los dos negros y el perrito pekinés.
—Ah, sí, me acuerdo perfectamente. ¡Qué vitalidad, la chica! ¿Qué irá a hacer a El Salvador?
—Seguramente bajará en la escala anterior —bostezó Pep, que se iba adormilando mientras hablábamos.
No tardé en dormirme yo también; estaba hecha polvo, me encontraba muy cansada. Me desperté cuando el avión aterrizaba en el aeropuerto de México. No llevo nada más que mi mochila, lo que me ha permitido no tener problemas con las maletas, y nos preparamos a esperar la conexión del avión para Tuxtla, capital del estado de Oaxaca. Llegó en punto y al buscar nuestro sitio nos dimos cuenta de que Amparo Soria, «la vedette del Bagdad», también venía con el grupo. Pep Petit estaba muy entusiasmado con Meritchell. El avión era muy viejo y yo me dormí entre los brazos de Pep. Me despierto llegando a Tapachula. El avión se paró, aterrizamos en una especie de plantación de patatas y bajamos. Hace un calor apretado y denso, calor de aire que te entra por los pulmones dándote una especie de desgana y apatía para moverte midiendo cada movimiento. Alain nos esperaba con una especie de jeep que había conocido tiempos mejores; debíamos atravesar Guatemala. ¡Qué idea la del organizador de la expedición hacernos llegar hasta México! Yo no pensaba más que en una buena ducha, dejar correr el agua y desentumecerme del viaje que, antes de empezarlo, ya se hacía pesado de pasar; pero ¿quién me habría convencido a mí de meterme por estos vericuetos?
—¡Qué muermo!
—Ya está la señora protestando —dice Pep, pero yo convenzo a Alain de parar en un pequeñito caserío enfrente de una casita donde, desde de la puerta, se ve una pequeña cortina hecha en una especie de crochet muy típico de la región y una publicidad de una bebida local. El lugar es mugriento, no hay lavabo ni río ni agua mineral para lavarse, lo que hace que lleve la bebida local para usarla y lavarme un poco. El indio, que tiene más bien aspecto de chino, me la da sonriendo. La pruebo como puedo en una especie de toilette improvisada para lavarme el culo. «¡Dios! Es alcohol puro y además pegajoso». Por rabia no quiero hacer ver mi cabreo y me vuelvo sonriente al grupo. La india nos trajo unas tortitas de maíz con una especie de verdura muy picante y la bebida que acabo de probar por abajo, pero por arriba también tiene un sabor hediondo, y la cabrona de la india sonríe viéndome y me trae una Coca-Cola bien fresca que hace que me reconcilie con ella. Estamos cerca de Tapachula en el Pacífico, y Alain nos explica que vamos a entrar en la selva virgen y entraremos en Guatemala por un poste fronterizo muy especial. Pero yo casi no me había despertado de lo dormida que iba en el jeep, estilo marmota. Pep lleva mi pasaporte y yo llevo mi mochila llena de slips o braguitas para tener bastantes y poder cambiarme dos veces al día mientras que el viaje dure. Pasaremos por Quezaltenango, Totonicapán, Chiquimula; entraremos en El Salvador por Cojutepeque. Nos dijeron que la guerrilla de una parte y de otra son la ostia; conclusión, que hay que tener cuidado.
El jeep, entre que es muy viejo y que va sobrecargado, se diría que es una especie de artefacto de hacer cócteles. Yo protesto por la carretera y, de repente, abro los ojos porque Alain para en un control; lleva un «permiso-pase» especial que yo no sé muy bien, y poco me importa. Entonces me doy cuenta de que atravesamos la pura jungla y que me gusta mucho, y les pido parar un momento para tomar una fotografía, como recuerdo. Pero especialmente Amparo, a la que ahora acaricia Pep Petit (este chico decididamente no para, qué vacaciones va a tener la criaturita), bueno, se diría que Amparo tiene prisa por llegar. Pep está divorciado desde hace dos años y vive con su hijo. Las vacaciones de Pascua pasadas estuvimos juntos en Holanda con las bicicletas y somos unos buenos compañeros los tres. Mi hija está ahora con su padre pasando el mes de verano y yo aquí, preocupada por la regla que no me viene. En el jeep ellos discuten los ideales de Rafael, jefe de la patrulla que vamos a visitar. Es un tipo con unos cojones... Jordi trabaja también en la Caixa de Girona con Pep y se conocen desde hace tiempo como militantes del partido. Yo me percato de que tenemos prisa por llegar al punto X porque debe aterrizar el helicóptero que viaja desde Cuba con las armas y los medicamentos.
El jeep atraviesa caseríos olvidados, desolados; se siente la pobreza imperando en ellos. Los niños me llegan al corazón, me llevaría a todos conmigo. La agricultura está un poco abandonada; cerca de los pueblos hay cultivos de maíz y eso es todo, ya que en Guatemala y El Salvador el principal alimento es la tortita de maíz y, si hay suerte, acompañada de frijoles y arroz; se siente el hambre y el caos provocado por la guerra.
Cae la noche como un ala de cuervo y volando rápidamente, cuando volvemos a El Salvador por un tortuoso camino que nos hace poner pie en tierra para continuar andando, ya que el jeep no puede ya continuar avanzando. Llegamos al campamento ya entrada la noche. Rafael Méndez nos espera. Alain demostró conocer bien el camino. Son alrededor de cincuenta en el campamento. Hay un chico de «toma pan y moja», como dice Amparo, la cual mantiene una conversación y un lenguaje a la altura de su show de Barcelona. Rafael nos acompaña hasta nuestras tiendas y nos dice, mientras prepara una especie de cántaro que aquí llaman «chuca», y salgo a ducharme en una pequeña cascada que está a 10 metros de nuestra tienda. Es entonces que tomo conciencia de la altura a la que estamos. Se diría que se puede llegar a la luna y que la puedo coger con mi mano; es luna llena y brilla en todo su esplendor.
Termino la ducha y camino desnuda por la roca porque no tengo toalla. Me estiro para intentar coger un rayo de luna que es algo que adoro, y veo una sombra: es Giorgio, de Milán, que me presta su camisa para que me seque, cosa que no tarda mucho en pasar, porque el tiempo es tórrido, aunque sea de noche, y me siento a hablar con él en una roca mientras fuma un cigarrillo. Yo busco mis trajes que dejé por ahí por las ganas tan grandes que tenía de ducharme y quitarme toda la suciedad de la bebida viscosa y pegajosa que se me pegaba a las piernas. Cuando vuelvo cerca de Giorgio, ya va por su tercer cigarrillo.
—Mira las estrellas, tan bellas. Se diría que se puede llegar con las manos. Mira, esta es Delfinus, y esta otra, Columba, y esta otra, Betel Hauser, que es un nombre que yo adoro —le digo.
—Oh, aquí estás, pequeña —me dice Pep que avanza, y al cual yo le llevo un año, pero por reflejo o yo no sé por qué, adopta conmigo una actitud paternalista.
—Sí, cariño, acabo de ducharme. Giorgio me ha dejado su camisa para que me seque —le digo mientras me cambio detrás de un matorral. Traje braguitas nuevas, rojas, que es un color que me da buena suerte. Le empujo hacia la ducha (porque si no, ya puede esperar a que le visite en su saco de dormir esta noche) y continúo parloteando con Giorgio. Parece ser que él también viaja porque le encanta visitar países. Una guitarra suena y el ambiente es más bien romántico. El italiano trabaja en Roma desde hace un año para una compañía americana, una multinacional que fabrica diferentes productos. No ha perdido su relación con Pep, ya que sus padres viven en Barcelona y va muy a menudo a visitarlos.
Nos reímos de nosotros mismos y del quijotismo del viaje, ya que me costó un huevo (que desde luego no tengo). Pep ha tenido que ayudarme con un pequeño préstamo que devolveré poco a poco. Meritchell y Pep Petit llegan, se instalan; nos trajeron conservas americanas muy buenas; hasta Pep tiene que reconocerlo. Mañana ellos van a trabajar y yo aprovecharé para visitar el campamento y coger algunas notas porque supongo, a juzgar por lo poco que he visto al llegar, que el sitio es muy bello en el estilo jungla verde, pero de práctico nada. Por lo que hablamos con Rafael, estamos en pleno punto X y mañana aterriza el helicóptero de madrugada. Pep y yo nos despedimos del grupo y vamos a la tienda. Enciendo la linterna que he traído en mi mochila y Pep me abraza, desnudo, y cuando nos vamos a meter dentro de mi saco, advierto unos minúsculos granitos sobre su pene, justo en la punta.
—Yo no me acuesto contigo, chaval.
—Deben haber sido esas de Bilbao que conocí en Cuba el año pasado; una de ellas tenía blenorrea. ¡Caray con estas de Bilbao, me han estropeado mis vacaciones! La gente debería exigir un carné de sanidad antes de acostarse.
—Ya te lo he dicho, Pep, yo entro en mi saco sola y me duermo rápidamente.
Cuando me despierto, Pep ya no está en su saco. Miro mi reloj, pero se había parado a las dos; puede ser la altura. Me estiro, salgo del saco y me dirijo hacia la cascada para ducharme. El agua es como si saliese templada. «¡Qué buena está!». Sin secarme, me pongo la camiseta y las braguitas nuevas y me meto dentro de los tejanos, y cuando estoy poniéndome las bambas, oigo una conversación en italiano, no muy lejos de la roca donde estoy sentada. Como yo soy naturalmente curiosa, acabo de calzarme rápidamente y me pongo detrás de un árbol, tratando de saber de quién se trata y qué es lo que dice, porque aprendí italiano el año que viví en Roma cuando hacía mis estudios de pintura. Son Giorgio y un hombre de unos setenta y cinco años, delgado, seco, bastante alto, escasos cabellos blancos. Lleva unas gafas de montura de tortuga, está muy moreno del sol y tiene muchas arrugas muy pronunciadas en su muy larga cara. Se viste elegante, de blanco, y los pantalones están cogidos por unos tirantes del mismo color. Está dándole a Giorgio una caja de cartón de tamaño mediano como las que se utilizan para guardar los adornos de los árboles de Navidad. Giorgio habla muy bajo:
—Gracias, profesor Sigal.
Efectivamente, Herr profesor tiene un marcado acento y debe querer marcharse porque habla con prisa; apenas llego a comprender lo que dice.
—Acuérdese, Giorgio, bastará unas gotas en la bebida y el plan será perfecto.
—Acuérdese usted: por su alto contenido en HTLV-ll, no le puede dar la luz antes de ser inoculado en la bebida, y ahora me debo marchar, tengo aún un largo camino que hacer hasta llegar a la planicie donde me espera la avioneta.
Me vuelvo a la tienda ya que Pep puede inquietarse; mientras tanto, veo a Amparo Soria que se acerca. No me ha visto, y se dirige a Giorgio y los dos se funden en un abrazo apasionado. En la tienda no hay rastro de Pep y busco en mi mochila mi pequeña enciclopedia de bolsillo actual «Var: virus HTLV-II». ¡Horror! Es la fórmula del virus del sida.
Decididamente, en este viaje voy a pasar sed; vuelvo a la cascada y bebo agua a grandes borbotones. El paisaje es magnífico; diferentes nubes, el verde predomina en una fuerte vegetación verdaderamente lujuriosa y que explota por cualquier sitio. El cielo es de un color azul añil y el sol hace ya un buen rato que empezó a calentar fuertemente. Yo lo miro y me hace daño. Es como una naranja madura de esas que salen de España para acabar vendiéndose en los mercados extranjeros.
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