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¿HAY CARRERAS EN EL POLO?

Cuando comencé a averiguar sobre carreras en la Antártida “googleé” y vi que había solo dos y ambas se realizarían en enero. Una en la Isla 25 de Mayo o King George, en las islas Shetland (territorio disputado por varios países entre ellos Argentina, Inglaterra y Chile), y otra en Union Glacier (Campamento Glaciar Unión), mucho más al sur. La que se corre en la Isla 25 de Mayo es la Maratón antártica, de 42k, distancia razonable para ir a probar el frío y el clima, pero tiene un par de desventajas: la primera, que la única manera de llegar es por barco y el viaje de ida y vuelta me iba a consumir preciosos días de vacaciones que simplemente no tenía.

Otra de las contras era que si bien ese territorio se encuentra muy cerca de la costa antártica, la realidad es que no está “dentro” del círculo polar antártico. ¿Por qué sería importante eso? Los paralelos son unas líneas imaginarias que recorren la circunferencia de la Tierra de Este a Oeste. Se utilizan para determinar la latitud de un lugar, es decir, qué tan cerca o lejos se encuentra ese punto del Ecuador. La latitud va de 0° (Ecuador) a 90° (polos) y puede ser Norte o Sur, según en qué hemisferio se encuentre. El “círculo polar antártico” es una línea imaginaria trazada en el paralelo 66°S que toma en cuenta un evento extraordinario: al Sur de ese límite hay por lo menos un día en el año en el que el sol se encuentra por encima o por debajo del horizonte por veinticuatro horas. O sea que en una jornada entera es completamente de día o de noche. La isla 25 de Mayo está al norte de esa franja, por lo tanto fuera del “Círculo Polar”.

Yo quería ir más al Sur todavía, a la Antártida profunda. Si viajaba hasta esas latitudes, bueno, que sea lo más extremo posible. La otra competencia es la Antarctic Race 100K Ultramarathon y tiene dos ventajas: se encuentra bien adentro del círculo polar, en el paralelo 79°, o sea dos mil kilómetros más al sur que la isla 25 de Mayo y además me ahorra días de viaje ya que solo se llega por avión. La contra, en principio, es que no es un maratón, sino una ultra de cien kilómetros. Parecía una tremenda exageración. Pero como soy amigo de los excesos, me inscribí, llené formularios con mis datos y antecedentes deportivos. Casi de inmediato recibí una lapidaria respuesta: “Gracias por tu interés, pero no hay más cupos”. No hay nada como la escasez para despertar aún más el deseo. Se me duplicaron las ganas de ir por esos cien. Extraños mecanismos de la mente para hacernos pensar que si ya no hay cupo es porque debe ser aún más fabulosa de lo que parece. ¡Y yo me estaba quedando afuera!

Ya tenía experiencia en carreras largas de montaña, con desniveles altos y paisajes de cuento. Esa variación de vistas y esfuerzos, de subidas y bajadas constantes las hace más digeribles: todo va cambiando todo el tiempo. Sin embargo, los 100K de la Antártida se hacen en terreno plano. Solo había participado en un circuito llana: la Ultra Atlántica, que une por la playa los 120 kilómetros que separan Mar del Plata de Pinamar. Aún hoy recuerdo lo tedioso de ver mar, playa y gaviotas durante eternos tramos y el amanecer más lento que viví cuando empezó a clarear. Eran las 5 de la mañana, íbamos con un pequeño pelotón de tres o cuatro corredores para el nordeste mirando la salida del sol casi frente a nuestros ojos. No había mucho con qué distraerse, ya nadie quería hablar después de una larga noche corriendo de modo que empecé a fijar la atención en esa luminosidad lenta e imperceptible que poco a poco empezaba a ganar el cielo y a dibujar a lo lejos la línea del horizonte. Del negro oscuro pasó al azul profundo, luego a un azul más claro para convertirse en un celeste fuerte, ¡y aún así no salía el sol! Tardó toda una eternidad en asomarse por el horizonte.

No tengo un buen recuerdo: incluso con el sol brillando, yo me apagaba. Faltaban solo treinta kilómetros y me venía cayendo lentamente. No tenía más energía por más que comía y bebía. Me di cuenta (tarde) de que me faltaba reponer sales minerales. Sin esos elementos, que no se encuentran en las bebidas isotónicas ni en la comida en la cantidad que necesitamos, el músculo se va debilitando, como un neumático que va perdiendo presión de a poco hasta que queda totalmente desinflado. Abandoné en un Puesto de Control cerca de Mar Azul. No podía moverme ni un metro más, estaba vacío.

A los pocos días de recibir el decepcionante mensaje y cuando ya casi había abandonado la idea, me llega otro mail que decía: “Un corredor se bajó y estás primero en la lista de espera. ¿Quieres venir?”. Tardé un segundo en contestar que sí. El corazón me empezó a latir de esa manera en la que lo hace cuando estamos por hacer algo único. Amo la previa, amo “empezar” las cosas. Quedaban unos cuatro meses para la competencia, así que comencé a sumar kilómetros de entrenamiento cada semana, con la preparación de mi profe, Marcelo Perotti. Ninguno de los dos y tampoco ninguno del grupo Correr ayuda, el runningteam con el que entreno desde hace varios años, tenía experiencia en esos terrenos, así que fuimos avanzando a medida que podíamos, consultando y “googleando”.

La neurociencia afirma que no es bueno dar a conocer anticipadamente nuestros objetivos porque nuestro cerebro interpreta que ya lo hemos logrado y entonces baja su nivel de exigencia. Conviene guardarlo por lo menos hasta que estemos tan lanzados que no podamos dar vuelta atrás. Pero para mí, ese punto de no retorno ocurrió casi enseguida porque no quedaba mucho tiempo por delante. Una vez que hice pública la decisión, sentí que quedaba expuesto y que ya no podía arrepentirme. Fue como una declaración de independencia que tuve que sostener a toda costa. Algo así como “salir del closet deportivo”. Con cada diálogo me afirmaba más en mi certeza de cabeza dura: todo irá bien. No hay lugar para arrepentirme y solo queda convencerme de que es posible. Me solté del trapecio, estoy volando en el aire esperando agarrar el siguiente. El impulso me obliga a entrenar todos los días, a sostener la promesa, aun con la posibilidad siempre presente de no terminarla. Cuerpo fuerte, mente fuerte. De alguna manera, la confianza va apareciendo y puedo imaginar más nítida esa llegada al arco inflable, a la medalla y a la experiencia. En mi cabeza ya había corrido mil veces esa competencia, pero siempre aparecía un fantasma persistente: el frío extremo. Esa condición era la única que no podía reproducir en una Buenos Aires tórrida que se derretía en uno de los veranos más calientes que recuerde.

Podía tener cierto control sobre algunos factores, pero había otros que se me escapaban. Además del frío, ¿tendríamos viento? Me metí en Youtube para ver videos de años anteriores: hermosas imágenes editadas con música inspiradora y algunos pasajes en cámara lenta que reflejan la mística, lo épico de la aventura, pero ocultan los momentos miserables que sin dudas vendrán y donde todo el cuerpo dolerá a cada paso. Músculos detonados que ni siquiera sabíamos que teníamos y por encima de ese dolor físico, el dolor de la mente que tortura con el “no puedo más con esto”: el lado oscuro de las ultras, el No Grande.

De repente, buscando más videos, apareció uno de la edición de 2014 en la que un corredor japonés entra a la cantina de abastecimiento, come algo y la cámara lo sigue hasta la salida. Cuando abre la puerta de la tienda se ve un cielo completamente cubierto de ese gris bien oscuro, casi negro, que preanuncia una tormenta épica. Además, sopla un ventarrón que da frío de solo mirarlo. El japonés sale trotando y se pierde en esas nubes sólidas, empujado por el viento. Quien lo graba se detiene a los pocos metros y enfoca la figura cada vez más diminuta del corredor hasta que la nada misma se lo devora y desaparece de la vista. Sentí angustia al verlo y por precaución no se lo mostré a nadie de mi familia. ¿Y si me tocaba un día así? Parecía imposible continuar en un circuito con esas condiciones. Sin embargo, revisaba los resultados de ese año y allí lo veía al japonés, con la medalla colgando y una sonrisa de oreja a oreja. Algo inentendible para todo aquel que no corre, porque los corredores en general vamos desarrollando ese mantra de “cuanto peor, mejor”. Sabemos que la pasaremos mal, pero el premio de atravesar ese valle de la muerte y cruzar el arco de llegada bien lo vale. “El límite está siempre más lejos de lo que imaginas”, dice uno de mis mejores amigos.

Podía entrenar a conciencia, alimentarme bien y aprender, pero no podía prepararme para eso, ¿cómo hacer para reproducir en el horno de Buenos Aires las condiciones del terreno? Alguien me sugirió ir a un frigorífico, llevar una cinta a una cámara de frío y correr allí adentro. En algún momento lo pensé, pero era tan complicada la movida para estar una o dos horas ahí que la descarté. Me hubiera servido para probar y eventualmente ajustar la ropa que iba a usar pero el equipo técnico es casi el mismo que utilicé tantas veces en otras carreras de montaña, aunque algo reforzado: gorro, buff en el cuello, antiparras o anteojos, tres capas en el torso (remera térmica, polar y campera goretex), dos pares de guantes gruesos, dos capas en las piernas (calza y pantalón rompevientos), dos pares de medias, polainas y zapatillas de trail. Uno pensaría que el calzado debería ser con clavos o crampones, o bien utilizar raquetas de nieve, pero la realidad es que se corre sobre una fina capa de nieve de unos diez o veinte centímetros que se encuentra en reposo sobre un hielo duro como mármol.

“Correr allí es como correr en arena mojada”, me contó Carlos Millán, un chileno de Punta Arenas que participó el año anterior y al que había contactado por Facebook luego de haberlo visto en un portal de internet. Tuvimos varios encuentros vía Skype y pude sacarme muchas dudas, anticipando lo que vendría. En general, yo funciono mejor con frío que con calor, aunque en esta oportunidad iba a ser intenso y constante. Me dijo: “Será la carrera de tu vida. El lugar es único pero también peligroso. La clave es moverse todo el tiempo”.

 

PUNTA ARENAS, LA PUERTA DE ENTRADA

Nunca había estado en Punta Arenas, el lugar elegido por la organización como punto de partida para dar el salto a la Antártida. Es una ciudad portuaria, bien al sur de Chile. Llegué en un vuelo comercial desde Buenos Aires con escala en Santiago. El avión siguió el recorrido de la Cordillera de los Andes de Norte a Sur. Nos tocó un día despejado, así que desde la ventanilla pude ver algunos de los lugares donde en años anteriores había estado jugando con las montañas: corriendo o haciendo trekking en San Martín de los Andes, Villa la Angostura, Torres del Paine, El Chaltén, Los Hielos Continentales. Tantas aventuras con amigos en esos lugares remotos en los cuales se respira aire fresco y mis pensamientos se aquietan. Cada vez que corro por esos senderos apenas marcados, siento que vuelvo a conectarme con las cosas simples, ésas que me hacen vivir más liviano y que son el recreo siempre esperado durante el año. Amo conocer gente de otras partes del mundo, que habla otros idiomas, que tiene diferentes costumbres y que comparte el mismo arrebato insano de meter cuerpo, mente y espíritu en paisajes lejanos.

Algunos sostienen que correr es la solución a todos los problemas, la respuesta a todas las preguntas. Y es cierto que para la mayoría de los corredores es algo que siempre queremos repetir. Una rutina sanadora, obsesiva, que se arraiga en todo nuestro ser y que en algún momento, sin que nos demos cuenta, deja de ser un pasatiempo y se transforma en parte central de nuestra vida. Entonces nos cuidamos con la comida, dormimos mejor, entrenamos con un plan y armamos nuestro día laboral y familiar en función de cada salida diaria a entrenar. En mi caso, bien temprano a la mañana. Y cuando digo bien temprano, quiero decir exactamente eso, bien temprano. Aunque soy más diurno que nocturno, antes veía con cierto espanto a los madrugadores extremos, aquellos que saltan de la cama antes que el sol salga. Hoy soy un orgulloso miembro del “Club de las cinco de la mañana”. Para ser “socio” hace falta un único requisito: estar arriba a esa hora y empezar el día con tiempo suficiente para elongar, meditar, desayunar sin apuro y luego salir a practicar deporte. A las 9.00 ya estoy listo para empezar el “día ganado”. Todo lo que venga después es bienvenido porque ya hice lo más importante: invertir en mí mismo antes que en el mundo. Es notable como poco a poco el cuerpo se acostumbra y se despierta diez minutos antes de que suene la alarma. Lo único que tuve que hacer para cambiar el horario fue acostarme más temprano cada noche. Además, apelo a un truco sencillo, pero efectivo: el reloj digital de mi mesa de luz está adelantado una hora. Muchas veces tengo sueño y mi mente caprichosa patalea diez minutos pidiendo volver a dormir. Ya aprendí a no escucharla y levantarme igual. Luego de los primeros mates, ella también se despierta.

Los corredores renovamos los votos en cada kilómetro y empieza a doler más no salir a entrenar que hacerlo. El running nos atraviesa tan profundo que nos convertimos en evangelizadores de sedentarios, queriendo que todo el resto del mundo “no-corredor” se calce las zapatillas y descubra por sí mismo el elixir de la vida eterna y plena. Yo he predicado por años tratando de convertir infieles. Pero hubo un momento en que empecé a mirar alrededor con más atención y descubrí a los que aman pintar, a los que adoran jugar fútbol, a los que bailan tango o zumba, a los que escriben, actúan o hacen origami, a los músicos, a todos aquellos que dedican buena parte del tiempo libre a su actividad favorita, sin vivir de ella. Hacen magia cada día para ensamblarlo con el trabajo, la familia y el descanso. Y les brillan los ojos cuando hablan de “eso” que aman. Sin embargo, no es la “cosa que hacemos” lo que nos llena de energía. Es “cómo” lo hacemos, la intensidad que le metemos, lo que estamos dispuestos a dejar de lado para practicarlo. La calidad del tiempo que le dedicaremos nos conecta no solo con la actividad, sino con algo más profundo: corro, pero también soy corrido, al igual que el baile se expresa a través del bailarín, o la música juega con el músico. Se esfuman los límites entre lo que hago y lo que soy, se apaga el tiempo, y entonces fluyo y comienzo a ser parte de una vida más amplia y sencilla. Soy parte de algo mucho más grande. “El universo siente con tu cuerpo”, escribía el poeta psicodélico Alan Watts en los ‘70, influenciándome a mí y a toda una generación a pensarse más como “parte de algo más grande” y no “fuera de todo, aislado”.

A mi cuerpo le gusta correr, le gusta el movimiento, le gustan los dolores lindos luego de cada salida. No tengo un cuerpo que corre, soy un cuerpo corriendo. Un cuerpo que cuando se queda quieto demasiado tiempo se cansa más que cuando se mueve, empieza a doler mal, se oxida lentamente y arrastra a la mente a lugares en los que ya he estado y no quiero volver. “La única separación está en nuestras cabezas”, decía el viejo Alan. Solo basta con encontrar la práctica diaria que nos lleve a superar esa división y así poder sentir la unión en toda su intensidad. Para él, esa práctica era la meditación (y también, dicen, la ayuda de algunas plantas alucinógenas). Para mí esa disciplina cotidiana que me simplifica un mundo grande y complicado es el running. Una práctica que aliviana el cuerpo y lustra la mente. Cuando corro, muchas veces siento que podría estar haciéndolo por horas sin cansarme. Hay un libro llamado Fluir de un autor de nombre bien difícil, Mihaly Cikszentmihalyl, en el que menciona a esta condición como un estado mental en el cual una persona se sumerge profundamente en una actividad con un sentimiento pleno de foco, involucramiento y goce. No es fácil de lograr, pero el autor dice que es entrenable. Las veces que me ocurre no sé de dónde viene. Simplemente aparece y lo disfruto mientras dura. Cuando intento atraparlo se me escapa como un sueño frágil que no puedo recordar. Aun así, esa breve experiencia de fluir queda impregnada como un suave recordatorio de cierta magia. Cada salida termina siendo una nueva manera de rearmar lo que se desarmó dentro de mí.

Estaba atrapado en esos pensamientos cuando la azafata avisa por el altoparlante que ya iniciamos el descenso hacia el aeropuerto. El mar, verde oscuro, se hace presente bajo el ala. Es el Estrecho de Magallanes que desde allí arriba no parece tan “estrecho”, sino un enorme océano abierto donde puedo ver a los “corderitos”, o sea a la espuma de las olas que revela fuertes vientos en la superficie. Esta zona del sur del planeta suele ponerse brava con un clima cambiante y extremo. Aterrizamos con algunas sacudidas, retiro los bolsos, dos piezas grandes con todo el equipo necesario y me tomo un taxi hasta el centro. Mi estado de ánimo tiene proporciones iguales de ansiedad y de alegría por estar empezando un nuevo capítulo. Los momentos previos son los que más disfruto. Todo lo que vendrá es desconocido. Todo está por empezar. Es mi sueño, sí, y estoy bien despierto. El taxista me da charla mientras recorremos la larga rambla costera con el mar a nuestra izquierda y el sol desapareciendo por la derecha. Cuando repara en que soy argentino me dice: “Bienvenido a la ciudad más austral del continente”. No tardé ni dos segundos en replicar, tal vez con un pequeño dejo de soberbia porteña:

—Amigo, me parece que se confunde. La ciudad más austral del mundo es Ushuaia.

—Ushuaia está en una isla, señor —replicó rápido el taxista—.

Punta Arenas, en el continente.

Me callé, sonreí para dentro y me hundí en el asiento. Caí, como deben haber caído tantos otros argentinos antes que yo. Punto para el taxista. Todavía no había empezado la aventura y Punta Arenas ya me empezaba a acomodar.


LA LOCURA SANADORA

Me alojo en el hotel Rey Don Felipe, en la pendiente del cerro Mirador, que tiene una tremenda vista hacia el Estrecho. Aún hay luz a pesar de que ya son las 22.30 hs. Por estas latitudes y en el mes que estamos, enero, comienza a oscurecer pasada la medianoche. Dejo los bolsos en la habitación y hago lo que siempre me gusta hacer en una ciudad que no conozco: salir a caminar sin rumbo fijo. Bajo hacia el poblado. No tengo hambre todavía así que aprovecho para recorrer lo que parece ser el centro. Algunos restaurantes todavía están abiertos; me cruzo con pocas personas, todas abrigadas con gorro y bufanda. Hace frío y el clima salado del océano se me pega al cuerpo para recordarme, como si hiciera falta, que ya no estoy en la Buenos Aires que en este mismo momento transpira 35°C con una humedad del Amazonas.

Pienso en cuáles serán los efectos de haber entrenado en condiciones tan diferentes a las que me encontraré en la Antártida. Correremos con una temperatura de -20°C, lo que implica una diferencia de unos 50°C en pocos días. ¿Podré adaptarme? No encontré demasiada literatura ni corredores que lo hayan experimentado. Me pareció que no había mucho para hacer, salvo esperar que todo saliera bien. Pude prepararme físicamente muy bien durante los meses previos, cumplí los rituales que mejor sirven para una ultra: fondos largos de varias horas, pasadas de distancia, algo de gimnasio para endurecer las patas. La confianza en el entrenamiento me viene por todos esos kilómetros hechos a conciencia. Durante al menos cuatro meses seguí el plan en forma rigurosa, hice religiosamente cada entrenamiento. Aquellos días en que no podía salir porque se me complicaba el horario lo hacía al día siguiente con la disciplina que infunde el temor a no estar lo suficientemente preparado.

Recuerdo interminables jornadas de fondos largos que llegaron hasta las cuatro horas y media de duración. Salía de casa con una caramañola de medio litro llena de Gatorade congelado que iría derritiéndose a lo largo del recorrido hasta quedar como un intomable líquido tibio. Obviamente que me quedaba corto de hidratación y tenía que ir reponiendo líquidos en las canillas y bebederos al paso. Más de una vez me detuve transpirado y sediento en algún AutoMac para recargar hielo y agua, agradeciendo la generosidad de la chica que atendía, que me miraba con una mezcla de ternura y espanto. Además llevaba alimento, barras de cereales o frutos secos, que iba comiendo cada tanto.

Las salidas eran tan largas que ya no sabía para dónde ir sin repetir camino. A veces lo hacía con compañeros de mi grupo, a veces solo. Daba vueltas por la Reserva Ecológica, en Costanera Sur, y después encaraba para Unicenter, en Martínez, localidad donde viven mis suegros y solemos ir a pasar los domingos. Mi familia llegaba en auto, yo corriendo. Otras veces pasaba por el río, aprovechaba los pocos desniveles de nuestra plana ciudad para hacer cuestas y regresaba a mi casa en Palermo. Siempre corro sin música. Amo el sonido de mi respiración y el de mis zapatillas cuando pegan en el asfalto. Los que salen a correr con música lo hacen para distraerse. Yo salgo sin ella para prestar atención a todo lo que ocurre. Esas rutinas de fondos largos me dejaban exhausto, con las piernas tiesas y doloridas, pero a la vez con una creciente confianza de que cada paso iba acercándome a la meta.

Mientras caminaba por la ciudad también pensaba en la frustración, en no terminar la carrera, en abandonar. Hacer un viaje tan largo y costoso, y sucumbir antes de cruzar el arco inflable. DNF. Las tres letras malditas que pueden aparecer al lado del nombre del corredor en la clasificación final. Did Not Finish (No Terminó). Las chances de que obtengas más de un DNF siendo corredor de largas distancias son altísimas. Hubo algunas en las cuales la mitad de los que largamos no pudimos terminarla. Más de una vez he abandonado debido a que no podía ingerir alimentos. El estómago se rebela y no acepta más nutrientes. Cada pequeño bocado se transforma en una arcada de rechazo. Ni siquiera puedo beber agua. Sin combustible ni hidratación no es posible avanzar un metro más. Otras veces quedé en la mitad del recorrido porque no tenía más energía, mi cuerpo se apagaba lentamente por falta de sales y electrolitos en la hidratación. Pueden fallar mil cosas corriendo una ultra, lo que no puede fallar es la preparación previa. No hay mejor motivador que la sombra del fracaso para calzarse las zapatillas y salir a entrenar, no importa el cansancio, la lluvia o las pocas horas de sueño.

 

Aprendí que no me hace falta tener ganas para salir. De hecho la mayoría de las veces salgo sin ganas. Ya no le hago caso a la mente que pone excusas: “estoy cansado”, “más tarde”, “hace demasiado calor”. Las ganas suelen venirme después de empezar. Es como si la acción generara el deseo, no al revés. Contraintuitivo, pero cierto. Sobrevaloramos equivocadamente la motivación previa para empezar a hacer algo. En realidad nos motivamos haciendo las cosas, no pensando en hacerlas. Salgo a entrenar sin ganas, sin excusas. A los quinientos metros mi motor interno se encendió. Soy el tipo más feliz del mundo porque ese día no le hice caso a la cabeza, desobedecí al Gran No, esa sombra que está siempre al acecho. Hacer sin esperar las ganas es una práctica poderosa que aplica al deporte y también al trabajo, a las relaciones, a las interacciones diarias, grandes o chicas. Eso es lo que amo del running: una metáfora entendible para vivir mejor en el mundo.

Pero no todo recaía en el entrenamiento. La carrera podía suspenderse. Los deslindes de responsabilidad y cláusulas legales que tuve que firmar antes de ser admitido especificaban que todo era posible cuando estás en la Antártida. Incluso no despegar de Punta Arenas por mal clima en el destino. O llegar allí y no porque un frente de tormenta y vientos huracanados se encapricharon con la base. Por eso, en todo lo que dependiera de mí, quería asegurarme de estar en las mejores condiciones posibles. Cuando invierto tanto tiempo y energía en algo tan difícil quiero hacerlo al cien por ciento como si mi propia vida estuviera en juego. Mi objetivo es entrenar, leer, informarme y llegar lo mejor posible. Este reto me atraía por lo desafiante, porque sentía que estaba en el límite de mis posibilidades, pero era alcanzable si me focalizaba bien en lo esencial ya eso le sumaba algo de suerte.

Además de la presión propia empezaba a sentir la de amigos y familia. Cuando lo comentaba, muchos quedaban en silencio unos segundos, supongo que evaluando si hablaba en serio. Me miraban como si observaran un marciano y preguntaban: “¿100K?”, “¿En la Antártida...?”, “¿En cuántos días?”. Y en el momento que les contestaba que se corre en un solo tramo, abrían los ojos grandes como huevos mirando para arriba. “Estás loco” es lo que oía con más frecuencia. Estoy loco, sí, pero solo lo necesario para ir con la convicción que está dentro de razonables posibilidades si lo hago a conciencia, entreno como perro y no tomo malas decisiones. Las locuras hay que hacerlas mientras estemos cuerdos.


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