Relatos de un viejo impertinente

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Relatos de un viejo impertinente
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CRISTIÁN AGUADÉ







Relatos de un viejo impertinente






AGUADÉ, CRISTIÁN

Relatos de un viejo impertinente / Cristián Aguadé



Santiago de Chile: Catalonia, 2020



ISBN: 9789563241327



CUENTOS CHILENOS

CH 863



Diseño de portada: Guarulo & Aloms

Composición ilustración de portada: Pancho Calderón

Diseño y diagramación:

Sebastián Valdebenito M.

 Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco



Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.



Primera edición: octubre 2012



ISBN 9789563241327

Registro de Propiedad Intelectual N°221.067



© Cristián Aguadé, 2012



© Catalonia Ltda., 2020

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl

 –

@catalonialibros






Índice de contenido





Portada







Créditos







Índice







PRESENTACIÓN






      Oscar Contardo






EL AVIÓN







EL HOTEL







MERCEDES







TE VES MUY BIEN







EL CONCIERTO







TAXIFOBIA







AMORES MUTANTES







AÑOS CLIMÁTICOS







EL TIEMPO SE ACABA







EL BOSQUE







SUICIDATORIO







EL AMIGO DEL BAR DE PUCÓN







EL FRASCO SENTIMENTAL







REENCUENTRO CON EL MAR






The tragedy of old age is not that one is old,



but that one is young.




Oscar Wilde








Presentación





La vida de los viejos es un territorio que todos quisiéramos lejano. Los viejos nos recuerdan el impostergable desarrollo de los hechos, la irreparable decrepitud del cuerpo, el destino inexorable de la muerte. Los viejos, en la literatura, suelen ser un decorado o en el mejor de los casos, un personaje protagónico que encarna una relación —frustrada, alegre, ambigua según el caso— con otro personaje que es quien lleva la acción y en quien descansan las reflexiones. Los viejos tienen arrugas y achaques es decir, todo eso que nuestra cultura se esfuerza por esquivar.



Cristián Aguadé decidió debutar como escritor pasado los 80 con un libro de memorias familiares. En este, su segundo libro, explora la ficción y lo hace justamente con una colección de relatos sobre un mismo viejo que podrían ser varios, que podrían ser diferentes o que podrían ser el viejo que él mismo es.



Los relatos de Aguadé tienen como cantera evidente su propia biografía pero no hilvanada en las glorias pasadas, sino en ese tenue relato de lo cotidiano. Los viejos de Aguadé se mueven por un mundo que los va dejando gentilmente fuera de escena. Ninguno de ellos se queja o lucha porque eso sea diferente, ninguno de ellos se refugia en la autocompasión de un pasado mejor, ninguno se lamenta, todos se limitan a registrar lo que viven con más humor que resignación. Así, sencillamente, sin luchas titánicas ni momentos desgarradores, sin reflexiones ñoñas, ni lecciones en bronce sino en la sencillez épica de haber sobrevivido y seguir haciéndolo

. Relatos de un viejo


impertinente

es un libro sin temor a la muerte, una colección de cuentos que con paso ligero le hace un homenaje sin aspavientos a la vida misma, esa que se vive entre bastones, píldoras y más recuerdos de los que son posibles contar en un solo libro.






Oscar Contardo








El avión





Hacía tiempo que no viajaba. Después de enviudar me sentí totalmente incapaz, pues era mi esposa la interlocutora con este mundo cambiante y complejo. Para los ancianos, quienes hemos ido acumulando deficiencias físicas, los aeropuertos de tránsito son aterradores. Las piernas no permiten ir demasiado de prisa y siempre existe temor a perder el avión en el interminable lapso que media entre el que llega y el que parte. Es un suplicio trajinar el bolso de mano, andar sobre cintas transportadoras, si las hay y funcionan, subir y bajar escaleras mecánicas, ascensores y hasta trenes. Otro infierno son los altavoces de donde sale una voz resquebrajada que mis audífonos captan mal y no cesan de transmitir inutilidades en todos los idiomas. El caso es que, de pronto, comunican también cosas importantes: un cambio de puerta de embarque, un retraso considerable de la hora de partida, o simplemente la suspensión del vuelo, noticias todas que pueden alterar el futuro inmediato. Claro que hay pantallas informadoras, pero se pierde mucho tiempo en localizar el vuelo, entre los innumerables que llegan o parten desde y hacia los más remotos lugares del mundo.



Ahora los aeropuertos son grandes como ciudades. Añoro mis primeros viajes, cuando todo quedaba a mano y un personal, hoy inexistente, atendía respetuosamente brindando un trato amable y respetuoso, de caballero. Como tal, de cuello y corbata, se viajaba. No como ahora que los pasajeros andan desarrapados, con jeans y polleras estampadas con leyendas que no interesan a nadie. De la misma manera y como rebaños son atendidos: apiñados unos contra otros o alineados en largas colas. Esto si no tienen que esperar horas y hasta por días, tumbados en bancos o en el suelo, que se resuelva una de las innumerables huelgas o tempestades que han paralizado los vuelos.



No obstante todos estos inconvenientes, las ansias de salir del país, de cambiar de aires y de rutinas, de recibir impresiones nuevas y, cómo no, de degustar comidas diferentes, son para mí de una atracción irresistible. Por ello me atreví a viajar a mi natal Barcelona con transbordo en París, ya que también debía hacerlo en Madrid, a causa del centralismo español que no permite vuelos directos desde América a la capital catalana.



Para facilitar mi tránsito por el aeropuerto de París, encargué una silla de ruedas para trasladarme. Todo parecía estar bien planeado. Esa era la parte externa de este asunto. Debo decir que entre mis males, hay uno que requiere la ingestión de una gragea que tiñe la orina de un intenso color amarillo, lo que si bien sería bueno para pintar paredes, no lo es para mi ropa. Se trataba de un viaje largo y exigía varias idas al baño. Mi imaginación no se quedó atrás y evoqué aquel utensilio usado para contener fluidos muy distintos que utilizaba en tiempos pretéritos. Temí problemas de colocación, justamente debido a este cambio, diferente a los pasionales a los que estaba destinado. De todas formas seguí con mi empeño y me dirigí a una farmacia para adquirirlo. Recordando cierta vez cuando había sido reprendido por un farmacéutico, porque, al estar él ocupado, se lo había solicitado a su señora, quien, si bien también estaba atendiendo, no era para vender estos sugerentes implementos, lo que era una ofensa a su pudor. Aunque hoy día las damas de la Cruz Roja los reparten por las calles para prevenir el SIDA, esperé en el establecimiento a que se desocupara un vendedor masculino para solicitarlo. Displicentemente me dijo que era un artículo de autoservicio y que lo encontraría en la góndola de enfrente en el lugar de las gomas, junto a los biberones. Entre un variado surtido escogí los de mejor envase, esperando que respondieran a su cometido.



Poco antes de que vinieran a buscarme para ir al aeropuerto, me lo coloqué con las dificultades del caso, pero como venía preparado para deslizarse, lo conseguí sin mayores problemas. Las complicaciones se me presentarían a diez mil metros de altura, cuando, al ir al baño, comprobé que no tenía repuesto al haber dejado los otros en la maleta. Colocar el ya usado me fue sumamente difícil y si bien lo conseguí, no quedé demasiado satisfecho con la sujeción del utensilio. Pasado un buen tiempo, pues traté de contenerme, volví a aquel privado recinto, comprobando con sorpresa que había desaparecido, no teniendo la menor idea dónde. Me disponía a cerrar la puerta, cuando lo distinguí claramente en medio del pasillo. Lo grave era que estaba junto a los pies de una señora, quien no dejaba de perorar señalándolo y llamando la atención sobre su justificada queja. Apareció una aeromoza con guantes de goma y pinzas, y con toda delicadeza lo retiró de un lugar tan inapropiado.

 



Yo estaba quieto, sin moverme, al no querer despertar sospechas. La señora, habiéndose levantado, intentaba adivinar cuales de los pasajeros habría podido cometer tal inmoralidad. Seguramente no estarían juntos, pues una pareja bien constituida era difícil que tuviera tales apremios. O quizás sí, a lo mejor el contacto entre desconocidos les despertó una pasión fulminante. Otra alternativa era que estuvieran distanciados, junto a sus respectivas parejas, habiéndose puesto previamente de acuerdo para cometer la infidelidad… Todo cabía en la cabeza de aquella señora, quien, por su edad, seguramente habría visto

Emmanuelle,

aquella película francesa con escenas eróticas, que ya no llamaría la expectación que despertó en su tiempo, cuando hacían el amor en el reducido baño de un avión en condiciones muy difíciles. La señora, al decidir pasar por su lado, pretendió hacerme cómplice del reclamo que iba a hacer a la compañía aérea, lo que le iba a costar mucho dinero, por la tolerancia a tales inmoralidades.



Al fin llegamos a París. No había ninguna silla de ruedas esperándome. La tripulación no tenía noticias de ella, aunque me dijeron que sí podía encargarla, pero que iba a tardar, lo que no era recomendable por el atraso que llevábamos y el escaso tiempo para el trasbordo. Comencé a andar con esfuerzo, por los interminables pasillos. Crucé un centro comercial, donde la gente se entretenía comprando sin mayor apuro, lo cual no era mi caso. Perdido en medio de una confusa señalética, di con un funcionario a quien le mostré mi tarjeta de embarque. Me miró extrañado por cuanto en ella se indicaba que debía que andar en silla de ruedas. Le aclaré que ese cómodo sistema no había llegado a su destino. Seguí camino hasta volverme a perder en uno de esos desvíos que se producen cuando se efectúan obras, las que nunca se terminan. Por suerte encontré otro funcionario, quien me hizo la misma observación. Cada vez más irritado, me fui protestando contra la línea aérea, contra el aeropuerto de París y contra quien fuera responsable de las sillas de ruedas. Llegué a pie a la puerta de acceso al avión cuando quedaban pocos pasajeros en la cola para embarcar. Al pasar mi tarjeta, el encargado, levantando la vista, me pidió cuentas sobre la silla de ruedas que había que devolver. Mi indignación explotó No quedaba tiempo para discusiones, y me apresuré a abordar buscando mi asiento. El avión ya estaba en movimiento cuando me entró la preocupación de si al llegar a Barcelona, me estaría esperando la INTERPOL con una orden de captura por el robo de una silla de ruedas en el aeropuerto de París.



A mi arribo ningún policía me esperaba, pero sí una silla de ruedas. Me negué rotundamente a usarla por considerarlo una burla. Conocía el aeropuerto y no tenías prisa, por lo que me fui tranquilamente a recoger mi equipaje andando. Me puse frente a la cinta transportadora con el correspondiente carrito. Empezaron a desfilar ante mí los más variados modelos de maletas, bolsos, paquetes, esquís, palos de golf, etc., pero no mi maleta alemana, gris metálico, que aparentaba ser de este material, pero que era de un plástico especial, entre duro y blando, que se distinguía por su liviandad y que había adquirido en una tienda de diseño en un anterior viaje. Era tan especial, que no había visto otra igual en ninguna de las cintas transportadoras de los países latinos por donde había viajado, aunque era posible que abundaran donde tenía su origen. Al fin la veo asomarse por aquel agujero protegido de anchas gomas, que atrae las miradas ansiosas de todos los pasajeros. Antes de que llegara al sitio en donde yo la esperaba, vi que una poderosa mano la sacaba de la cinta. Corrí a atajar a quien se la llevaba, un inmenso hombre rubio con el cual hubiera sido imposible emplear la fuerza. Lo increpé diciéndole que aquella maleta era mía. El hombre rubio no entendía castellano y menos catalán, por lo que tuve que apelar a mi inglés básico, insistiéndole sobre la propiedad de la maleta. Sorprendido, empezó a buscar la tarjeta de embarque, el comprobante del equipaje, el pasaporte y cuanto papel tenía. No tuve más remedio que aceptar el equívoco y me apresuré a volver donde estaba, para que no se me escapara la que me correspondía. La cinta cesó de funcionar y la maleta no apareció. Volví a sospechar del hombre rubio, pero no me quedaba otra que acudir al mesón de reclamos y declarar la perdida. Describí dificultosamente las características de la maleta, pues no había ninguna parecida en el catálogo que me mostraron. Al mencionar que procedía de América y había llegado con retraso a París, me dijeron que seguramente no se había alcanzado a hacer el transbordo de los equipajes y que el mío me llegaría al día siguiente. La noticia no era alentadora, había salido con ropa de verano y tenía sólo un impermeable para abrigarme. Esperaba cambiarme a mi llegada al hotel, pero como la maleta tardó dos días no tuve más remedio que quedarme encerrado, pues el frío era intenso y no me atreví a asomarme al exterior.

 Al fin llegó la maleta. Al abrirla constaté que, entre otras cosas, mi

 ropa de invierno había sido robada…







El hotel





Soy un catalán de los que llegaron a Chile, traídos por el vendaval que provocan las guerras: la civil en nuestra tierra, y la europea, que se propagó después por el mundo.



Pertenecer a dos países no es fácil. Es distribuirse entre dos amores, saltando de uno al otro y echando de menos siempre, el que se tiene lejos.



Tardé bastantes años en regresar a Barcelona, para encontrar los únicos amigos que había dejado: los del colegio; los que compartieron conmigo las primeras experiencias y se expusieron a los mismos errores. Con ellos uno vuelve a comunicarse sin reservas, como si no hubieran transcurrido los años. Eran los que frecuentaba en mis repetidas visitas. Lo malo es que siendo mismas las edades, uno tras otro moría como una patrulla en combate. En el último viaje, podía contarlos con los dedos de la mano.



Al ser de tiempos pretéritos, cuando la comunicación a distancia era difícil, me acostumbré a presentarme inadvertidamente, gozando así, además, de la sorpresa.



Al morir mi mujer, volví después de bastante tiempo, al haberlo postergado debido a su larga enfermedad. Tan pronto llegar, empecé las llamadas telefónicas con decepcionantes resultados: en unos casos, se me comunicó que habían partido con hijos o nietos, a pasar fuera las vacaciones de invierno; en otro, me dijeron que había muerto… Al único que estaba, se le había declarado el Alzheimer y era inútil ir a verlo porque no me reconocería, añadieron.



Al coincidir mi visita con una de estas ferias internacionales que llenan todos los hoteles, sólo había podido conseguir reserva en uno perteneciente a estas cadenas norteamericanas que los reproducen en el mismo estilo en todas partes, para que los gringos que los frecuentan no se sientan fuera de casa.



Sus dimensiones eran descomunales: el hall parecía una estación de ferrocarril, donde transitaba toda clase de gente, de todos los países y razas. Andaban con maletas, sin maletas; listos unos para viajar y otros para pasear, trotar, jugar golf, tenis o cualquiera de las múltiples entretenciones que ofrecen estos establecimientos. Era como una ciudad dentro de la ciudad, aunque quedaba en los extramuros de la que a mí me interesaba.



Desamparado entre este enjambre humano, sin acompañante ni amigos, me sentía un solitario turista y a esta condición tuve que acomodarme. Decidí utilizar los buses del hotel que, en ciertos horarios, llevaban o traían pasajeros de visita a la ciudad, organizándoles tours para que la conocieran. Obviamente, prescindí de estos últimos y me limité a dejarme depositar en la mañana, para que me recogieran a última hora de la tarde de regreso.



Mi llegada a Barcelona, siempre era para mí emocionante. No la parte nueva de la ciudad que, al igual que el hotel, era parecida a otras ciudades, sino la antigua, la que siglos de civilización acumula. El ritual era introducirme hasta los más recónditos lugares del Barrio Gótico, perdiéndome por sus angostas y retorcidas calles, donde uno se topa, sin previo aviso, con antiquísimas iglesias, palacios o remotas ruinas sacadas bajo tierra… todo esto entremezclado con valiosos museos y vanguardistas exposiciones de arte, lo que configura en su conjunto una especie de museo interactivo, con actividades en continuo movimiento. La Rambla, su columna vertebral, es el más representativo ejemplo. La orillan no sólo variados cafés, restaurantes, bares y kioscos que, al mismo tiempo, invaden el paseo, sino que, además, se efectúan en ella espectáculos callejeros y las conocidas estatuas vivientes, que se activan con los Euros. A los transeúntes locales los supera la gran masa turística, con sus máquinas colgando, ladronzuelos para robárselas y policías para agarrarlos… Al anochecer, este variado mundo va mutando, sobre todo en la parte baja, en otro más truculento de marinos borrachos, prostitutas, gays y vendedores de drogas, infaltables en toda ciudad con puerto.



Pero yo, en esta que me vio nacer, tenía además otra obsesión: gustar sus platos tradicionales. Nunca lo hacía en los restaurantes elegantes, donde ofrecen innovaciones asimismo parecidas a las de otras partes, sino en aquellos populares, con un menú de mis tiempos. No siempre recurría a los del centro, algunos para turistas, sino que los encontraba en alejados barrios, donde comen los vecinos con sus familias y los obreros con sus ropas de trabajo. Son baratos y rápidos, pues nadie tiene tiempo entre semana para hacer sobremesa y hay que desocuparlas pronto, para ceder el sitio a otros comensales. Los platos se escogen de una pizarra, con tres opciones para el primero, tres para el segundo, postre y una botella de vino para tomar a discreción, pues nadie se emborracha, si no es día festivo. La comida es la misma de mi infancia, de mi juventud, guisada de igual manera, generación tras generación, con el mismo sabor, la sutileza que le da el detalle…



El paladar como todos los sentidos es evocador de recuerdos y ellos surgían con fuerza al contacto del tenedor o la cuchara en la boca. Uno tras otro aparecían detrás del arroz caldoso, la carne con setas, las sardinas fritas, un salado arenque o el bacalao a la “llauna”… antes comidas de pobre, algunas, y ahora casi de ricos…cosas del destino. Entonces me veía comiendo con alguno de mis hermanos, porque poco coincidíamos todos en la mesa, al tener horarios de estudio diferentes. Sólo los días festivos nos reuníamos alrededor de una “carn d´olla”, cocido de tan variados componentes, que no se hacía muy seguido. Aprovechábamos esta convivencia para pelearnos, al tener siempre opiniones distintas sobre cualquier cosa. Mi padre, quien no tenía tiempo entre semana, leía diarios atrasados y de las violentas discusiones ni se enteraba. Mi madre trataba en vano de poner orden sin conseguirlo. De ella recuerdo que odiaba los garbanzos del puchero o cocinados como fuera y como yo los adoraba, tenía que esperar comerlos cuando me invitaba la portera del edificio.



En verano en la playa las sardinas, (allí se hacían a la brasa), o un “roger”, maravilloso pescado rojo que me regalaban por haber ayudado a sacar las barcas del agua… Las patatas cocidas con porotos verdes, recién cogidos del huerto de los pescadores de la planta baja… Veo aún a sus mujeres contra la inmaculada fachada blanca, reparando las redes extendidas en la vereda… Nosotros ocupábamos el segundo piso de esta vivienda y aprovechábamos el fresco de la noche, para comer en la terraza frente el mar.



Muy diferente era el invierno recordado por el sabor de los canalones trabajosamente hechos en la casa, no como los simplificados de los restaurantes. Los comíamos usualmente en el chalet que mis abuelos tenían en La Garriga, donde a falta del colorido de las flores del verano, tenían en reemplazo pavos reales, que exhibían orgullosos los abanicos de colores de sus colas. Frente a la chimenea, eran mis abuelos los que discutían encarnizadamente, cómo mejor manejar el fuego. Parece que la disensión era congénita en la familia…



Transcurriendo los días, recuerdos y platos se repetían. Lo mismo sucedía con los museos, los paseos y las apretujadas Ramblas…



Empecé a salir menos del hotel, donde me quedaba a leer y ver TV3 en catalán, lo que para mí era una novedad, lo mismo que las películas dobladas en mi idioma, a las que costaba acostumbrarme.

 



Convertí en rutina diaria recorrer los largos pasillos y salas del hotel, como si navegara en un crucero, lo que no dejaba de ser bastante aburrido. Es por ello que intenté cambiar la fecha de regreso, pero todos los aviones iban llenos. No me quedó más remedio que seguir haciendo vida en la sintética ciudad en la que estaba recluido. Día a día fui descubriendo nuevos recursos: en el gimnasio andaba sobre interminables cintas, inmóviles bicicletas, hacía elongaciones y reforzaba mis escuálidos músculos en ingeniosas máquinas, eficaces aunque latosas. También intenté bañarme en la piscina, pero bandadas de niños se me caían

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