Buch lesen: «Pedagogías y emancipación»
Educar, ¿para qué? No podemos dejar de hacernos esta pregunta en una época en que la educación parece estar amenazada por el imperativo de la productividad y de la eficiencia al servicio del mercado laboral. Los ensayos que integran este volumen proponen un ejercicio crítico sobre los modelos educativos que se nos imponen sin apenas margen para plantear alternativas. Desde experiencias y perspectivas diversas, todas las aportaciones coinciden en apostar por la educación como espacio político para la emancipación individual y colectiva. Un ámbito y una práctica desde los que se nos permita imaginar un futuro.
«Pedagogías y emancipación muestra el funcionamiento y las contradicciones del modelo educativo actual. Cada conferenciante aporta perspectivas distintas sobre el papel de la pedagogía y sus posibilidades emancipadoras. Pero, en todos los casos, hay un interés para construir un modelo más integrador, social, consciente, libre, autónomo y adaptado a los momentos actuales. Lejos de la mercantilización, el trasfondo es común: hacer de la escuela un proyecto social y cultural emancipador.» Berta Galofré, Núvol, noviembre de 2020.
Pedagogías y emancipación
Marina Garcés
Janna Graham
val flores
Concha Fernández Martorell
Jordi Solé Blanch
Introducción
APRENDER A IMAGINARSE
Pablo Martínez
EL CONTRATIEMPO DE LA EMANCIPACIÓN
Marina Garcés
TÉCNICAS PARA VIVIR DE OTRA MANERA
Nombrar, componer e instituir de otra manera Janna Graham
ACTIVACIONES POÉTICAS DE LA DISIDENCIA
Un hiato pedagógico para criar una lengua emancipatoria val flores
OBSERVACIONES A LA RETÓRICA DE LAS NUEVAS PROPUESTAS PEDAGÓGICAS
Concha Fernández Martorell
LA EDUCACIÓN COMO CAMPO DE BATALLA
Jordi Solé Blanch
APRENDER A IMAGINARSE
Pablo Martínez
Jefe de Programas del MACBA
En los meses de mayo y junio de 2018, justo cuando se cumplían cincuenta años de las revueltas de Mayo del 68 y la oficialidad francesa celebraba su conmemoración para fijar el relato en la derrota histórica de aquellas movilizaciones, el realizador francés Jean-Gabriel Périot reconstruye junto con estudiantes de cine de una escuela de Ivry-sur-Seine, en París, algunas de las escenas de clásicos del cine político francés de aquella década. Esas experimentaciones darían lugar al largometraje Nos défaites (2019), un dispositivo pedagógico en el que confluyen la historia del cine, la toma de conciencia política y el sentido de la educación. De À bientôt, j’espère (1968) a La Chinoise (1967) o La reprise du travail aux usines Wonder (1968) los estudiantes recrearon escenas de huelgas, resistencia y conflictos laborales. Tras estas reconstrucciones el director entrevista a los jóvenes al hilo de las escenas que acaban de interpretar para recabar sus opiniones acerca de conceptos como revolución, huelga o lucha de clases. «¿Qué es un régimen capitalista?», «¿qué son los sindicatos?», «¿por qué irías a la huelga?», «¿qué es la política?», son solo algunas de las preguntas que les formula. La desconexión entre los parlamentos politizados de sus interpretaciones y las dubitativas respuestas ante esos conceptos políticos deja en evidencia el modo en que el sistema educativo, a pesar de –o precisamente por– encontrarse cada vez más orientado a la formación profesional y preocupado únicamente por la empleabilidad futura de los estudiantes, excluye la más mínima formación con relación a derechos y relaciones laborales. En otras palabras, hace evidente que un sistema centrado en la adquisición de competencias ha dejado de lado la más simple formación en contenidos, entre ellos los relacionados con la educación cívica. ¿Cuál es, entonces, el sentido político de esta educación? Parece, pues, que no responde al interés ilustrado de construir sujetos libres, emancipados, o al menos con las herramientas suficientes para emanciparse, si entendemos la emancipación como la transformación de una identidad servil en una identidad libre. Y sería lógico pensar que una educación para la emancipación debería asumir como mínimo el cuestionamiento de la división del trabajo, así como la construcción de identidades que no se basen en el ejercicio y defensa de la misma, es decir, en la reproducción de la identidad servil. Sin embargo, la película, más allá de caer en el tópico habitual que desconfía de la implicación política de las generaciones más jóvenes, nos devuelve la pregunta a los espectadores (adultos) sobre asuntos tan centrales de las actuales luchas como la vigencia de la huelga o nuestra disposición a asumir los sacrificios que conllevaría una verdadera revolución. Nos interroga sobre hasta qué punto estamos comprometidos con el diseño de un mundo más justo en el que, aun a riesgo de nuestra pérdida de bienestar, seamos más libres. «Soy demasiado joven para cualquier compromiso», afirma uno de los estudiantes. ¿Cuándo, dónde y cómo comienza el compromiso político, entendido este como compromiso con la vida? La pregunta sobre qué nos prepara para la vida, además de la vida misma, no queda respondida ni por el cine político de los sesenta ni por el actual, pero tampoco parece que ese debate se esté dando en la escuela.
Una de las preguntas más recurrentes en los proyectos de organización de la vida en común, así como en la búsqueda del sentido de la vida misma, es aquella que se interroga por la educación. Aquel «Educar ¿para qué?» que se planteara Adorno en Educación para la emancipación1 parece que ha acompañado cualquier proyecto de articulación de lo social. Y quizá esta pregunta sea más acuciante en el presente, cuando se hace palpable que aquello que aprendemos en la escuela o la universidad no tiene por qué tener relación alguna con el modo en que podemos transformar nuestras vidas. Como señala Marina Garcés, lo que sabemos se ha desligado de nuestra capacidad de incidir en el mundo y, paradójicamente, en estos momentos en que la vida se ve amenazada por todas partes, palabras como «educación», «aprendizaje» y «formación» aparecen asociadas a todas las etapas vitales del individuo. Entonces… una vez más: educación ¿para qué?
Por lo que respecta al arte, en los últimos años hemos sido testigos de la expansión de discursos sobre la educación artística y las pedagogías críticas hasta llegar incluso a su banalización, hasta tal punto que conceptos como transformación, innovación, experimentación, riesgo o extrañamiento son utilizados para prácticas poco o nada liberadoras, o resistentes a la economía libidinal del proyecto neoliberal. Asimismo, y como nos recuerda Concha Fernández Martorell, los problemas que se desencadenan en el medio escolar, pero también en el desarrollo de los programas educativos de los museos, no dejan de estar directamente relacionados con un contexto de colapso ecológico, de crisis en el mundo del trabajo, de desregulación del mercado inmobiliario, de la expansión de la creación y consolidación de guetos, la criminalización de la inmigración, la discriminación por racialización, la violencia sexual permanente o el riesgo continuo de que cualquier disidencia sexual, política o disciplinaria en la educación sea fatalmente penalizada. Es por ello por lo que desde el MACBA nos ha urgido preguntarnos por el sentido de las pedagogías y la emancipación, y a tal empeño nos hemos entregado en los últimos años. En noviembre de 2017 tuvo lugar en el museo el seminario PEI Obert Aprender a imaginarse. Sobre pedagogías y emancipación2 del que este libro es en parte consecuencia. Me parece pertinente recordar aquí las palabras que funcionaron a modo de convocatoria para aquel encuentro:
Para crear nuevos mundos, luchar por otras formas de vida y construir distintas configuraciones de lo social, es necesario primero imaginarlos. En todo proceso emancipatorio la imaginación desempeña un papel crucial y ha de ser ejercitada, puesta en práctica como una forma no solo de resistencia, sino también de transgresión; como la capacidad crítica de conectar elementos aparentemente dispersos o distantes entre sí. En este sentido, la escuela y el museo han sido pensados como espacios para la emancipación social, como lugares en donde la promesa de un futuro mejor se hacía posible, bien mediante la igualación del tiempo que supone la escuela, bien por el tiempo suspendido de la contemplación desinteresada de la experiencia estética. Sin embargo, al mismo tiempo que se constituían como espacios de liberación y posibilidad, albergaban la contradicción de ser espacios de reproducción y de control social, como lugares para la normalización disciplinaria. En un momento en el que las prácticas educativas parecen estar amenazadas por la productividad y la eficiencia al servicio de un mercado laboral que captura de manera incesante los aprendizajes y que concibe la educación como espacio para el rédito productivo y el beneficio, queremos pensar en los laboratorios pedagógicos en los que la educación ha actuado y actúa con otros fines distintos a la acumulación de conocimiento o la reproducción social. Una educación como espacio político y espacio para la liberación individual y colectiva.
Aprender a imaginarse aborda el modo en que los procesos formativos pueden llegar a ser espacios para la activación de una imaginación política que intervenga en el ámbito de lo social y se piense como una posibilidad de producción de formas de vida. El -se del título, del imaginarse, apela a lo colectivo a la vez que a lo individual. Es el -se de la sociedad, compuesta por individuos que forman parte irremediablemente de un mundo interrelacionado e interdependiente. Para este debate han sido convocados distintos proyectos y pensadores que, desde diversas prácticas, puedan alimentar modos de aprendizaje que permitan pensar y actuar de manera radical sobre la realidad. El objetivo no es tanto hacer un diagnóstico del estado de la cuestión, sino más bien ejercitar el pensamiento de otras educaciones posibles, con el fin de redefinir los márgenes de la potencia de la educación. Un encuentro para la reflexión sobre las prácticas que iluminen la excepcionalidad de este tiempo y que, ante la actual controversia en relación con la necesaria renovación de la escuela, debata acerca del concepto de innovación y su sometimiento a la presión neoliberal del esfuerzo, el rendimiento y la productividad.
El título del libro, Pedagogías y emancipación, alberga la contradicción misma de pensar desde las instituciones en torno a propuestas educativas y prácticas de liberación. Por otro lado, sabedores de que los flamantes relatos de la modernidad europea inscritos en sus programas institucionales y basados en los ideales de emancipación, igualdad y libertad, solo fueron posibles por la existencia de su otra cara, la explotación colonial y la negación de otras formulaciones epistemológicas, nos preguntamos: ¿Cómo hablar de emancipación desde el museo sin caer en las mismas dinámicas paternalistas en las que incurrió durante buena parte de nuestro pasado reciente?, ¿cómo hacerlo además si el desarrollo de las prácticas emancipatorias está hoy íntimamente relacionado con la construcción del sujeto emprendedor que se funda en la constitución del yo-marca? Así, el libro se abre con «El contratiempo de la emancipación», en el que Marina Garcés aborda esta relación entre educación y emancipación desde la constatación de su complejidad, ya que la educación es un sistema antagónico y contradictorio que, al mismo tiempo que da las herramientas para reproducir los vínculos, muestra sus límites e invita a superarlos. Por su parte, Janna Graham, en «Técnicas para vivir de otra manera. Nombrar, componer e instituir de otra manera», ofrece algunas estrategias para abordar una práctica pedagógica que más que sustentarse en métodos alternativos a la educación tradicional –lo que serían las pedagogías alternativas– se consolide como una práctica radical en tanto en cuanto se dirija a la raíz de las cosas y con ello a las vidas de quienes forman parte del acto educativo para transformar sus condiciones de vida. En el marco del giro educativo, en el que los relatos de las corrientes alternativas de pedagogía y las pedagogías radicales han penetrado las instituciones artísticas, se torna imprescindible pensar cuáles son las cadenas de explotación que perpetúan esos mismos espacios artísticos en sus programas y acciones educativas. A partir de las enseñanzas de la escuela moderna de los Freinet, la pedagogía del oprimido o distintas formas de la educación popular, Graham propone técnicas para vivir de otra manera con las que articular educación y movimientos sociales, basadas en «el nombrar, el componer y el instituir». Entre esas técnicas se encuentra la propuesta de Paulo Freire, para quien la alfabetización crítica es una operación para leer el mundo más allá de los textos y sirve además para renombrarlo. Aprender a nombrar el mundo es aprender a nombrar la experiencia propia y es también comenzar a escribir la historia a contrapelo. Nombrar será el primer estadio para componer e instituir otras formas de vida que alumbren horizontes poscapitalistas para conectar con una buena vida o con la lujosa pobreza o el lujo comunal que exploramos ya en otros libros de esta colección como Petróleo y Comunismos por venir.
En relación con esa necesidad de nombrar el mundo, val flores propone algunas «Activaciones poéticas de la disidencia. Un hiato pedagógico para criar una lengua emancipatoria». La práctica de val flores desdibuja los límites entre escritura, práctica docente y activismo feminista lésbico queer. En su texto reivindica la lesbianización de la educación, así como la producción de destiempos para la escucha pedagógica que abran espacios para la duda, el balbuceo, la prueba y el error. Si Marina Garcés nos presenta el contratiempo de la emancipación, val flores abre las brechas para la emancipación en los destiempos que rasgan «la lógica colonial y el heteronormativismo neoliberal». Su propuesta abre las posibilidades de una pedagogía antinormativa que no se proyecta como una suma de contenidos, sino que se activa como un conjunto de gestos que interrumpen los procesos de normalización sexual y lingüística. Si, como la propia val flores afirma, «lo personal es pedagógico», la invitación a atreverse a imaginar otros mundos y abrir grietas en la imaginación normalizadora exige otra lengua, así como el compromiso de «desarmar nuestros vocabularios pedagógicos, de un hablar en lenguas que fisure el uso comunicacional del lenguaje que organiza la gramática dominante de la escritura docente». Así pues, la disputa por la imaginación educativa, nos dirá flores, es una lucha por las palabras que construyen los relatos (im)posibles de nuestros cuerpos y se dirige hacia los cuerpos que quedan excluidos de nuestro mundo así como a los saberes que no dejamos existir.
El libro se completa con las aportaciones de Concha Fernández Martorell y Jordi Solé Blanch, quienes se centran en las problemáticas que comporta la actual relación entre educación formal y su adaptación a las necesidades del mercado laboral. En «Observaciones a la retórica de las nuevas propuestas pedagógicas», Concha Fernández Martorell hace un detallado recorrido por las mutaciones que en la última década han operado en los planes educativos del Estado español y el modo en que las exigencias y consideraciones vertidas sobre el sistema público de educación en pocas ocasiones han tenido en cuenta las transformaciones de la sociedad, así como la compleja trama de sujetos e imaginaciones que habita en las aulas. Fernández Martorell sustrae la práctica educativa de los debates habituales en los medios de comunicación en los que se habla de manera continuada del fracaso escolar, al mismo tiempo que se criminaliza a los adolescentes mostrándolos poco menos que como acosadores de profesores incapaces al borde de la depresión y la crisis nerviosa. En su texto cuestiona la retórica de la innovación que ha invadido el discurso de lo pedagógico, así como el marco en el que se inscriben los programas educativos, más dirigidos a la adaptación de los individuos a una sociedad inexorablemente cambiante que a la dotación de herramientas para construir un mundo deseado. Esto trae consigo el abandono de la pregunta fundamental de cualquier proyecto educativo y de sociedad: ¿educar para qué? Si lo único que sabemos es que el futuro será inevitablemente cambiante, ¿cuál es entonces el sentido de la educación? Ante un futuro del que no disponemos de ninguna posibilidad de transformación más allá de nuestra adaptación, la educación se vuelve distópica. En «La educación como campo de batalla», Jordi Solé Blanch aborda el modo en que las últimas transformaciones en el sistema educativo han estado orientadas a una formación al servicio del nuevo espíritu del capitalismo, así como las trampas que se ocultan tras la celebración de la innovación educativa. El vaciamiento de contenidos de toda la trayectoria escolar y su mutación en competencias no es otra cosa que la producción de un sujeto flexible al servicio de las transformaciones de la economía global. El aprender a aprender y la educación emocional, basada en el estímulo constante y la centralidad de la experiencia del alumnado, no serían más que una falsa recompensa ante la falta de cualquier promesa en educación. Cuando la formación pierde sentido y está totalmente desconectada de las experiencias de la vida y de cualquier proyección de futuro esperanzador, las aulas se convierten en espacios emocionales para mitigar la desazón que produce el afuera.
La solución a todo esto quizá pase por que la educación sea el lugar en el que nos volvamos a imaginar un futuro que podamos moldear, en vez de asumir que será este quien nos acabe moldeando. Atrevernos a pensar qué normas queremos construir de manera colectiva más allá de aprender a asumir la imposición de las ya existentes. Ensayar nuevas formas de relación que prefiguren un mundo por venir en donde el lazo social se vea fortalecido. Un lugar, en definitiva, en el que aprender a imaginarse.
1Theodor W. Adorno, Erziehung zur Mündigkeit (1971); Educación para la emancipación. Madrid: Ediciones Morata, 1998.
2Participaron en aquel seminario Pili Álvarez y Mercedes Álvarez Espariz, María Berríos, Jaume Carbonell, Concha Fernández Martorell, val flores, Marina Garcés, Janna Graham, el colectivo Microsillons, Sofía Olascoaga y Jordi Solé Blanch. Los vídeos de las conferencias pueden consultarse en la página web del MACBA.
EL CONTRATIEMPO DE LA EMANCIPACIÓN
Marina Garcés
Es un oficio de niños, es un oficio de apóstol, es un oficio de ajustador, o mejor de planchadora.
Y son tenaces los pliegues en el cuerpo y en la mente de unos niños sobre quien ha pesado, con toda su masa inerte, una sociedad de adultos perfectamente indiferentes.
Fernand Deligny, Semilla de crápula (1945)
La educación es la práctica más antigua de la humanidad porque lo que nos hace humanos es que no sabemos vivir. No sabemos ni sobrevivir ni convivir: tenemos que aprenderlo todo, desde que nacemos hasta que morimos. En este camino, la muerte no es la culminación del aprendizaje sino que lo interrumpe. Y, como humanidad, no hay ningún aprendizaje que podamos dar por hecho. No hay asignaturas ni materias superadas o convalidables de una vez por todas. Educar es aprender a vivir juntos y aprender juntos a vivir. Siempre y cada vez. Es estar, pues, en lo inacabado que somos: abiertos, expuestos, frágiles. Por eso, educar es una práctica de la hospitalidad que tiene como misión acoger la existencia desde la necesidad de tener que imaginarla. Recibirla y al mismo tiempo dejarla ser en lo que tiene de irreductible y de desproporcionada. Por eso mismo la educación es también la base del poder más insidioso, cotidiano y terrible que ha inventado la humanidad: educar es tener la existencia de los demás, aquello que son y que podrían ser, entre manos. Uno a uno. En singular y en plural. Desde el primer día de vida y, cada vez más, a lo largo de toda la vida. Educar es guiar el destino de la comunidad y de cada uno de sus miembros. Por eso los libros fundacionales de las civilizaciones que aún nos atraviesan son libros educativos: la Biblia, la República de Platón, los libros clásicos de Confucio… y todos ellos han tenido también sus contra-libros, sus herejías y sus disidencias.
Quien no sea consciente de este poder y de esta ambivalencia intrínseca de la educación no puede hablar propiamente de lo que implica: directamente relacionada con la existencia, puede matar o puede salvar. Puede matar todavía más que cualquier guerra, porque puede hacerlo bajo formas amables en cada centro educativo de cada barrio, pueblo o ciudad. Mata miradas, deseos, rarezas, silencios, imaginaciones, formas de saber y de amar, y cancela posibilidades de vida. Cuántos escolares y estudiantes vuelven más muertos que vivos de sus horas de clase. Cuántas expresiones y relaciones han sido censuradas. Pero la educación también puede salvar más vidas que cualquier religión, porque lo hace día a día, persona a persona, siempre a tiempo de abrir rumbos, desplazar miradas, enlazar deseos, combatir opresiones y liberar caminos no previstos. Cuánta gente, conocida o anónima, puede agradecer a una maestra, a un libro, a un centro educativo o a una comunidad de aprendizaje del tipo que sea haber cambiado radicalmente el curso y sentido de su vida. Es famosa la carta de Albert Camus a su maestro de infancia, el señor Germain, cuando recibió el Premio Nobel en 1957: «No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser un alumno agradecido».
La antología más hermosa de la humanidad podría ser aquella en la que reuniéramos todas las cartas que podríamos escribir a quienes nos han enseñado algo. Pero también habría que hacer justicia y señalar los memoriales y las fosas comunes de los «niños caídos», de los damnificados, excluidos y olvidados de cada sistema educativo. Aquellos que, como explica muy bien Daniel Pennac en su Mal de escuela,1 tienen que crecer y a menudo sucumben dentro de un sistema en cuyo interior, literalmente, no entienden nada. Obligándolos a saber, se les vuelve la vida incomprensible.
La educación, pues, somete y libera de manera internamente antagónica y contradictoria por una razón muy simple: la cultura es un sistema que liga y desliga al mismo tiempo. Vincula y da las herramientas para recrear estos vínculos. Para reproducirlos y para deshacerlos y transformarlos. Estructura y muestra los límites de cada sistema. En definitiva: obliga y hace libre al mismo tiempo. Hablar de pedagogía emancipadora es entrar en este antagonismo y en esta contradicción. Trabajar sus tensiones desde dentro y de manera situada. No hay un cielo o una tierra virgen para la práctica educativa. Siempre se está en la trinchera, haciendo y deshaciendo los vínculos que estructuran las relaciones establecidas de cada sociedad y aquellas que se quieren transformar. ¿Hasta dónde podemos hacernos más libres a través del saber y del aprendizaje? ¿Qué significa esta exigencia y qué relaciones, obligaciones y compromisos implica?
La filósofa y educadora Gayatri Spivak, que ha dedicado una parte de su obra teórica y práctica a la educación,2 propone que para educar hay que mantenerse en la tensión de lo que Gregory Bateson denominaba el doble vínculo (double bind): es decir, la necesidad de responder a órdenes contradictorias que no se anulan entre sí. La más dolorosa –tal como me contaba en la conversación que mantuvimos en la Bienal de Pensamiento de Barcelona de 2018– es que lo que es importante en educación difícilmente puede verificarse a través de sus éxitos. ¿Qué es lo que verdaderamente nos importa? Esta es la pregunta que se pone en juego en cada aprendizaje y en cada proyecto educativo, desde el compromiso de tener que formular las respuestas en un mundo que no podemos poner a cero.
La educación siempre vuelve a empezar, pero el mundo siempre continúa allí donde estaba. Como escribe Schiller en las Cartas sobre la educación estética del hombre: «Despierta del letargo de la vida sensible, se reconoce como hombre, mira a su alrededor y se encuentra… en el Estado».3 Siguiendo la metáfora del Estado como maquinaria convencional que encontramos ya en funcionamiento, la educación es el reloj que hay que arreglar sin poder parar sus engranajes. Por eso el rédito educativo no se puede resumir en una cuenta de resultados que se pueda poner a cero, sino en la persistencia de una actitud. La educación es una labor paciente y persistente que no se basta a sí misma. En una cultura resultadista como es la nuestra, esto se hace muy difícil de justificar. Y en una crítica binaria como la que aún nos domina, se hace muy difícil de pensar. Por eso es preciso un esfuerzo más y preguntarnos de nuevo: ¿Qué hace que una educación pueda considerarse como realmente emancipadora? y ¿cómo concretar sus efectos si no siempre se miden en indicadores de éxito?